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La mediación del nombre propio es inmediata porque el
hombre, si bien es creado por Dios, no lo es por la palabra divina,
y él mismo es quien pone nombre a sus semejantes. Sin embargo,
este nombre expresa directamente el contenido espiritual del individuo,
en tanto criatura creada para nombrar, un contenido espiritual que
no puede deslindarse del individuo mismo. En el caso de las cosas
–añade Benjamin– el nombre “no ocurre del lenguaje absoluta-
mente libre e infinito”.
28
El nombre, que expresa su esencia lingüís-
tica, está vinculado a la cosa. Resulta de la forma en la que la cosa
creada por Dios, y no por el hombre, se comunica a éste. Benja-
min postula entonces una visión del lenguaje que vuelve a alejarse
tanto de la arbitrariedad absoluta del signo como de la idea que
haría inútil la tarea específicamente humana de nombrar. Dios es
el nombre de lo que vincula a la realidad con el lenguaje, pero esta
relación descansa en que funge como lo que permite que, a través
del nombre, el hombre efectivamente conozca a las cosas. Ahora bien,
esto no implica que la tarea de nombrar sea una solución ya progra-
mada. Es la tarea específicamente humana abierta a la creatividad, y, al
mismo tiempo, al vínculo con la materialidad del mundo. Mientras
que la forma lingüística, a través de la cual Dios crea la realidad, es
la palabra, todas las cosas son mudas y carecen de nombre; sólo con-
servan un “residuo” de esa palabra divina que las llamó a ser. Para
nombrarlas y conocerlas –y que la Creación por lo tanto pueda ser
completada– las cosas han de esperar al lenguaje humano. La tarea
del hombre es entonces la de una traducción incesante del residuo de la
palabra divina al nombre, que busca “la expresión identificadora de
la palabra hacedora y del nombre conocedor en Dios”.
29
La objetividad de esta traducción tiene su garantía en Dios. Es que Dios
hizo las cosas, y la palabra hacedora en ellas es el embrión del nom-
bre conocedor, al haber nombrado Dios a cada cosa, una vez hecha.
No obstante, este nombramiento es manifiestamente sólo la expresión
identificadora de la palabra hacedora y del nombre conocedor en Dios,
no la solución predestinada de esta tarea de nombrar las cosas que Dios
deja expresamente al hombre. El hombre resuelve este cometido cuan-
do recoge el lenguaje mudo e innombrado de las cosas y lo traduce
al nombre vocal. Mas la tarea resultaría imposible de no estar, tanto el
lenguaje de nombres del hombre y el innombrado de las cosas, em-
parentados en Dios, surgidos ambos de la misma palabra hacedora;
en las cosas, comunicando a la materia en una comunidad mágica,
y en el hombre constituyendo el lenguaje del conocimiento y del nom-
bre en el espíritu bienaventurado.
30
Sin embargo, Benjamin concede, indirectamente, que esta ta-
rea de traducción no es, ya desde el inicio, tan idílica como podría
parecer, porque las cosas de la naturaleza “de no ser en Dios […]
carecen de nombre propio. Con su palabra creadora Dios las llamó
por su nombre propio. Pero en el lenguaje humano están innom-
bradas”.
31
Cuando el hombre las nombra entonces irremisiblemen-
te “las super-denomina”, las “sobre-determina”.
32
Es difícil advertir
entonces cómo una restitución genuina entre la palabra divina, el
nombre y la cosa puede ser algo más que una idea regulativa. Sobre
todo porque la discrepancia entre la palabra divina y el lenguaje
humano se asienta desde el inicio, cuando éste último se define
como un “reflejo” de la primera: “todo lenguaje humano es mero
reflejo de la palabra en el nombre. Y el nombre se acerca tan poco
28. Walter Benjamin, “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los
humanos”, en
op. cit., p. 68.
29. Ibid., p. 69.
30. Idem.
31. Ibid., p. 73.
32. Idem.
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a la palabra como el conocimiento a la Creación. La infinitud de
todo lenguaje humano es incapaz de desbordar su entidad limita-
da y analítica, en comparación con la absoluta libertad e infinitud
creadora de la palabra de Dios”.
33
Aunque esta discrepancia apare-
ce, por así decirlo, en el carácter “apelativo” del lenguaje como tal,
Benjamin ilustra sus vicisitudes postulando una escena en el Génesis
que precipita una caída en la que el lenguaje se transforma en ins-
trumento, y en la que el nombre degenera en mero signo mediador.
Una visión corrupta que sostiene que lo que se “comunica” es un
contenido semántico que sería separable o distinguible de la comu-
nicabilidad misma. Este proceso que se inaugura con el árbol del
bien y del mal culmina en el mundo pos-Babel que amplía la ruina
del lenguaje adánico:
La pluralidad de lenguajes humanos se explica por la inconmensurable
inferioridad de la palabra nombradora en comparación con la palabra
de Dios, a pesar de estar aquélla, a su vez, infinitamente por encima de
la palabra muda del ser de las cosas. El lenguaje de las cosas sólo puede
insertarse en el lenguaje del conocimiento y del nombre gracias a la
traducción. Habrá tantas traducciones como lenguajes por haber caído
el hombre del estado paradisíaco en el que sólo se conocía un único
lenguaje (según la Biblia, esta consecuencia de la expulsión del paraí-
so se hace sentir más tarde). El lenguaje paradisíaco de los hombres
debió haber sido perfectamente conocedor; si, posteriormente, todo
conocimiento de la pluralidad del lenguaje se diferencia de nuevo infi-
nitamente, entonces, y en un plano inferior, tuvo que diferenciarse con
más razón en tanto creación en el nombre.
34
¿En qué consiste pues el pecado original? Según Benjamin, la escena
del árbol del bien y del mal narra la pérdida de la magia del lenguaje que
sufrió el hombre. Lo que se pierde es el carácter de mediación inmediata del
lenguaje. La serpiente tienta al hombre con un conocimiento que
“carece de nombre”.
35
Ahora bien, como hemos visto, el nombre es
lo que singulariza al hombre y le devela su ser espiritual como más
alto grado de comunicabilidad, cuya tarea es completar, nombran-
do, la Creación misma. Al seducir al hombre con un conocimiento
que está fuera del lenguaje y que es exterior a él, la serpiente lo
aleja de la expresión directa de su entidad espiritual. A partir de
ese momento el hombre aspira a un conocimiento que cree que es
posible adquirir a través del lenguaje (y no en lo que es ya su entidad
espiritual). Esta Caída signa la instrumentalización, la concepción de
esa visión burguesa con la que Benjamin es tan crítico. Para él, ade-
más, no es extraño que el fruto prohibido sea el del conocimiento
del bien y del mal.
Para conocer las cosas no es necesario, dice Benjamin, conocer
el bien o el mal, sino la mediación inmediata que se da en su mismo
nombre. El conocimiento del bien y del mal sólo es posible desde
la exterioridad de un lenguaje que, al salir de sí, pierde su vínculo
concreto con ellas y se vuelve abstracto: “por su parte, el conoci-
miento de lo bueno y lo malo es una charlatanería en el sentido
profundo en que lo usa Kierkegaard […]. Con el pecado original
y dada la mancillación de la pureza eterna del nombre, se elevó la
mayor rigurosidad de la palabra sentenciadora: el juicio”.
36
Benja-
min contempla en ello la fundación tanto del concepto que frente
al nombre posee este carácter abstracto y judicativo, como del ori-
gen mítico de la ley, inextricablemente ligado a éste:
33. Ibid., p. 67.
34. Ibid., p. 70.
35. Idem.
36. Ibid., p. 71.
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