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- EJERCICIOS ESPIRITUALES



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25 - EJERCICIOS ESPIRITUALES


Ritos, sacramentos, ceremonias, liturgias —todo ello per­tenece al culto público. Son artificios mediante los cuales se recuerda a los miembros de una congregación la verdadera Naturaleza de las Cosas y la adecuada relación de cada uno con los demás, el universo y Dios. Lo que el rito es para el culto público, los ejercicios espirituales son para la devoción particular. Son artificios que ha de emplear el individuo solitario cuando se encierra en su gabinete y ruega, a su Padre, que está en el secreto. Como todos los demás artifi­cios, del canto de salmos a la gimnasia sueca y de la lógica a los motores de combustión interna, los ejercicios espirituales pueden utilizarse bien o mal. Algunos de los que hacen ejercicios espirituales progresan en la vida del espíritu; otros, con los mismos ejercicios, no adelantan nada. Creer que su práctica constituye iluminación o la garantiza es mera idola­tría y superstición. Descuidarlos del todo, negarse a descu­brir si pueden ayudarnos, y de qué modo, en la consecución de nuestra finalidad última no es más que obstinación y terco oscurantismo.

San Francisco de Sales solía decir: "Por todas partes se habla mucho de la perfección, pero veo a muy pocos que la practiquen. Cada uno tiene su propia idea de la perfección. Uno cree que está en la hechura de sus vestidos, otro en el ayuno, otro en hacer limosna o en la frecuentación de los Sacramentos, en la medita­ción, en algún don especial de contemplación o en extraordinarios dones o gracias —mas todos se equivo­can, a mi parecer, porque confunden los medios, o los resultados, con el fin y causa.


"Por mi parte, la única perfección que conozco es un cordial amor a Dios y el amar al prójimo como a sí mismo. La caridad es la única virtud que rectamente nos une a Dios y al hombre. Tal unión es nuestro objetivo final y todo el resto es mero engaño."

Jean Pierre Camus

El mismo San Francisco recomendaba el uso de ejerci­cios espirituales como medio conducente al amor de Dios y del prójimo, y afirmaba que tales ejercicios merecían ser tenidos en gran estima; pero no debe nunca permitirse, advertía, que este electo por las establecidas formas y horas de oración mental llegase al exceso. Descuidar un urgente llamado a la caridad o la obediencia por amor a la práctica de los ejercicios espirituales sería descuidar el fin y los medios inmediatos por amor a medios que no son inmediatos, sino que están a varios grados de distan­cia de la meta final.

Los ejercicios espirituales constituyen una clase espe­cial de prácticas ascéticas, cuyo propósito es, principal­mente, preparar el intelecto y las emociones para esas formas superiores de oración en que el alma está esen­cialmente pasiva con respecto a la Realidad divina y, en segundo término modificar el carácter por medio de esta exposición de sí a la Luz y del aumentado conocimiento y desprecio de sí que es su consecuencia.

En Oriente, la sistematización de la oración mental fue llevada a cabo en una fecha desconocida, pero induda­blemente muy temprana. Se sabe que así en la India como en la China se usaba de ejercicios espirituales (acompañados o precedidos de ejercicios físicos más o menos complicados, especialmente de respiración) varios siglos antes del nacimiento de Jesucristo. En Occidente, los monjes de la Tebaida pasaban gran parte de cada día en meditación como medio conducente a la contempla­ción o conocimiento unitivo de Dios; y en todos los períodos de la historia cristiana se ha usado extensamente, de manera más o menos metódica, de la oración mental como complemento de la oración vocal del culto público y privado. Pero la sistematización de la oración mental en complicados ejercicios espirituales no se em­prendió, a lo que parece, hasta cerca del fin de la Edad Media, época en que ciertos reformadores, en el seno de la Iglesia, popularizaron esta nueva forma de espirituali­dad en un esfuerzo por reavivar un monasticismo deca­dente y fortalecer la vida religiosa del mundo seglar des­concertado por el Gran Cisma y hondamente escandali­zado por la corrupción del clero. Entre estos primeros sistematizadores, los más eficaces e influyentes fueron los canónigos de Windesheim, que se hallaban en estrecho contacto con los Hermanos de la Vida Común. Durante la última parte del siglo XVI y la primera del XVII, los ejercicios espirituales, casi podría decirse, se pusieron de moda. Los primeros jesuítas habían mostrado qué trans­formaciones del carácter, qué intensidades de voluntad y devoción podían obtenerse por hombres sistemáticamen­te adiestrados según los ejercicios intelectuales e imagina­tivos de San Ignacio de Loyola, y como el prestigio de los jesuítas era muy grande, en aquel tiempo, en la Europa católica, el prestigio de los ejercicios espirituales también era grande. Durante el primer siglo de la Contrarreforma, numerosos sistemas de oración mental (muchos de ellos a diferencia de los ejercicios ignacianos, concretamente místicos ) fueron compuestos, publicados y ansiosamente adquiridos. Después de la controversia quietista, el misti­cismo cayó en descrédito y, junto con el misticismo, mu­chos de los sistemas, en otro tiempo populares, que sus autores habían ideado para ayudar al alma en su camino hacia la contemplación. El lector que desee información más detallada sobre este interesante e importante tema debería consultar la Espiritualidad cristiana, de Pourrat, El arte de la oración mental, de Bede Frost, el Adelanto por la oración mental, de Edward Leen, y los Ejercicios espirituales, de Aelfrida Tillyard. Aquí sólo es posible dar unas pocas muestras características de las diversas tradi­ciones religiosas.


Sabe que cuando aprendas a perderte a ti mismo alcanzarás al Amado. No hay otro secreto que apren­der, ni sé yo más que esto.

Anzari de Herat

Seiscientos años más tarde, como vimos, San Francis­co de Sales decía casi lo mismo al joven Camus y a todos los demás que acudían a él con la ingenua esperanza de que podría revelarles alguna treta fácil e infalible para conseguir el conocimiento unitivo de Dios. Pero no hay otro secreto que el de perder el yo en el Amado. Y sin embargo los sufíes, como los correspondientes cristianos, hacían extenso uso de los ejercicios espirituales; no, por supuesto, como fines en sí mismos, ni aun como medios inmediatos, sino como medios para medios inmediatos de unión con Dios, esto es, de abnegada y amante con­templación.

Durante doce años fui el herrero de mi alma. La metí en la fragua de mi austeridad y la quemé en el fuego del combate; la puse sobre el yunque del repro­che y la golpeé con el martillo de la censura, hasta hacer de mi alma un espejo. Durante cinco años fui espejo de mí mismo y estuve constantemente puliendo ese espejo con diversos actos de cultos y piedad. Lue­go, por un año, fijé la vista en contemplación. En mi cintura vi un ceñidor de orgullo, vanidad y presunción, y de confianza en la devoción y aprobación de mis obras. Trabajé cinco años más hasta que el cinto quedó gastado, y profesé de nuevo el Islam. Miré y vi que todas las cosas creadas estaban muertas. Pronuncié cuatro akbirs para con ellas y regresé de su entierro, y sin intrusión de criaturas, con ayuda de Dios solo, logré llegar a Dios.

Bayazid de Bistún


La forma más sencilla y más extensamente practicada de ejercicio espiritual es la repetición del nombre divino, o de alguna frase que afirme la existencia de Dios y la necesidad que el alma tiene de su apoyo.

Y, por tanto, cuando te dediques a esta obra (de contemplación) y sientas por gracia que eres llamado por Dios, alza tu corazón a Dios con una mansa agita­ción de amor. Y piensa en Dios que te hizo y te rescató y graciosamente te llamó a tu condición, y no recibas otro pensamiento acerca de Dios. Y no todos éstos, si no lo deseas, pues una escueta intención dirigida a Dios, sin ninguna otra causa que El mismo, basta ple­namente.

Y si deseas envolver esta intención en los pliegues de una sola palabra, para tener mayor asimiento de ella, toma tan sólo una palabra breve pues así es mejor que no larga, pues cuanto más breve es la palabra, tanto mejor conviene a la obra del espíritu. Y una voz así es la palabra DIOS o la palabra AMOR. Elige la que quieras, el breve vocablo que más te plazca. Y une esta palabra a tu corazón, de modo que nunca se aparte de él por cosa alguna que suceda.

La palabra será tu escudo y tu lanza, vayas en son de paz o en son de guerra. Con esta palabra golpearás esta nube y esta oscuridad que se cierne sobre ti; con esta palabra derribarás todo modo de pensamiento bajo la nube del olvido. De tal modo que, si algún pensamiento te apremia para que declares lo que quie­ras, contesta tú sin más palabras que esta sola palabra (DIOS o AMOR) Y si se ofrece, con su gran ciencia, para exponerte esa palabra dile que la quieres entera, y no quebrada ni deshecha. Y si te mantienes asido a este propósito, está seguro de que ese pensamiento no permanecerá mucho tiempo.



La Nube del Desconocer
En otro capítulo, el autor de la Nube sugiere que la palabra que simbolice nuestra finalidad última debería a veces alternarse con una palabra que denote nuestra presente posición con respecto a esa finalidad. Las pala­bras que habrán de repetirse en este ejercicio son PECA­DO y DIOS.

No desmenuzando ni exponiendo estas palabras con curiosidad de ingenio, no considerando las cualidades de estas palabras como si quisieras por tal considera­ción aumentar tu devoción. Creo que nunca debería ser así en esta casa y en esta obra. Sino mantenías enteras, estas palabras; y piensa en PECADO como en un bulto, no sabes qué, y no es otra cosa que tú mismo... Y como sea que, mientras vivas en esta mise­rable vida, habrás de sentir siempre en alguna parte este sucio, hediondo bulto del pecado, hecho uno, por así decirlo, y congelado con la sustancia de tu ser, por ello pensarás alternativamente estas dos palabras —PECADO y DIOS. Con el general entendimiento de que, si tuvieses a Dios, deberías carecer de pecado; y si pudieses carecer de pecado, deberías tener a Dios.



La Nube del Desconocer

El jeque tomó mi mano y me condujo al interior del convento. Me senté en el pórtico, y el jeque tomó un libro y empezó a leer. Como ocurre con los doctos, no pude dejar de preguntarme cuál sería el libro.

El jeque advirtió mi pensamiento. "Abu Sa'id —dijo—, todos los ciento veinticuatro profetas fueron mandados a predicar una sola palabra. Invitaban al pueblo a decir 'Alá' y consagrarse a Él. Los que sintie­ron esta palabra sólo por un oído la dejaron salir por el otro; pero los que la sintieron con el alma la grabaron en su alma y la repitieron hasta que penetró en su corazón y su alma, y todo su ser se tornó esta palabra. Quedaron independientes de la pronunciación de la palabra; fueron libertados del son de las letras. Ha­biendo entendido la significación espiritual de esta pa­labra, quedaron de tal modo absortos en ella, que ya no tuvieron conciencia de su propia inexistencia."

Abu Sa'id

Toma un breve versículo de un salmo, y te será escudo y rodela contra todos tus enemigos.



El abad Isaac, citado por Casiano
En la India, la repetición del nombre divino o el mantram (breve afirmación devota o doctrinal) se llama japam y es un ejercicio espiritual favorito en todas las sectas del hinduismo y el budismo. El mantram más breve es OM, símbolo hablado que concentra en sí toda la filosofía vedántica. A este y otros mantrams les atribuyen los hindúes una especie de poder mágico. Su repetición es un acto sacramental, que confiere gracia ex opere operato. Parecida eficacia era y, en realidad, todavía es atribuida a palabras y fórmulas sagradas por budistas, musulmanes, judíos y cristianos. Y, por supuesto, como los ritos religiosos tradicionales parecen dotados del po­der de evocar la presencia real de existentes proyectados en la objetividad psíquica por la fe y devoción de genera­ciones de fieles, así también palabras y frases consagra­das de antiguo pueden convertirse en cauce de comuni­cación de facultades distintas de las pertenecientes al individuo que las pronuncia y mayores que ellas. Y mien­tras tanto, la constante repetición de "la palabra DIOS o la palabra AMOR" puede, en circunstancias favorables, pro­ducir hondo efecto en la mente subconsciente e inducir esa abnegada unitendencia de voluntad, pensar y senti­miento sin la cual es imposible el conocimiento unitivo de Dios. Además, puede suceder que, si la palabra es sim­plemente repetida "entera y no quebrada ni deshecha" por el análisis discursivo, el Hecho que la palabra repre­senta terminará por presentarse al alma en forma de intuición integral. Cuando esto ocurre "se abren las puer­tas de las letras de esta palabra" (para decirlo como los sufíes) y el alma pasa adelante y entra en la Realidad. Mas, aunque todo esto puede ocurrir, no ha de ocurrir necesariamente. Pues no existe ningún específico espiri­tual, ninguna agradable e infalible panacea para almas que padecen separación y privación de Dios. No, no hay cura garantizada; y, si se emplea impropiamente, la medi­cina de los ejercicios espirituales puede iniciar una enfer­medad nueva o agravar la antigua. Por ejemplo, una mera repetición mecánica del nombre divino puede pro­ducir una especie de entumecida estupefacción, tan infe­rior al pensamiento analítico como la visión intelectual le es superior. Y como la palabra sagrada constituye una especie de prejuicio de la experiencia inducida por su repetición, esta estupefacción, o alguna otra condición anormal, se toma por el advertimiento inmediato de la Realidad y es idólatramente cultivada y perseguida, diri­giendo la voluntad hacia lo que se supone ser Dios sin haberla antes apartado del yo.

Los peligros que asedian al que practica el japón sin suficiente mortificación, recogimiento y advertimiento, se encuentran en las mismas o diferentes formas por los que hacen uso de ejercicios espirituales más prolijos. Una intensa concentración en una imagen o idea, tal como se recomienda por muchos instructores, así orientales como occidentales, puede ser de gran ayuda para ciertas perso­nas en determinadas circunstancias y de gran daño en otros casos. Ayuda cuando la concentración produce una quietud mental, un silencio del intelecto, la voluntad y el

sentimiento tales, que la Palabra puede ser emitida den tro del alma. Perjudica cuando la imagen en que uno se concentra se vuelve tan alucinantemente real, que se la toma por la Realidad objetiva y es idólatramente adora­da; perjudica, también, cuando el ejercicio produce resul-tados psicofísicos insólitos, por los que la persona que los experimenta siente un orgullo personal, viendo en ellos gracias especiales y comunicaciones divinas. De estas insólitas ocurrencias psicofísicas, las más ordinarias son visiones y audiciones, precognición, telepatía y otras fa­cultades psíquicas, y el curioso fenómeno corporal de calor intenso. Muchas personas que practican ejercicios de concentración experimentan este calor de vez en cuan­do. Cierto número de santos cristianos, entre los cuales los más conocidos son San Felipe Neri y Santa Catalina de Siena, lo han experimentado constantemente. En Oriente, se han desarrollado técnicas por las cuales el acceso de calor resultante de una intensa concentración puede ser regulado y aprovechado; por ejemplo, para mantener caliente al contemplativo en tiempo de helada. En Europa, donde el fenómeno no es bien comprendido, muchos aspirantes a contemplativo han experimentado este calor e, imaginándolo un especial favor divino, o aun la experiencia de la unión, y no estando suficientemente mortificados ni dotados de la necesaria humildad, han caído en idolatría y en un orgullo espiritual eclipsador de Dios.

El siguiente pasaje de una de las grandes Escrituras mahayánicas contiene una penetrante crítica de la clase de ejercicios espirituales prescrita por los maestros hina-yanistas —concentración en objetos simbólicos, meditación sobre la fugacidad y decadencia (para destetar al alma del asimiento a cosas terrenales), sobre las diferen­tes virtudes que deben cultivarse, sobre las doctrinas fundamentales del budismo. (Muchos de estos ejercicios son descritos por extenso en El sendero de la pureza, libro publicado en inglés, en traducción completa, por la So­ciedad de Textos Palis. Se describen ejercicios mahaya-nistas en la Surangama Sutra, traducida al inglés por Dwight Goddard, y en el volumen sobre el Yoga tibetano, editado por el Dr. Evans-Wentz.)


En su ejercicio el yogui ve (imaginativamente) la forma del sol y de la luna, o algo parecido a un loto, o el mundo subterráneo, o variadas formas, tales como cielo, fuego, y otras cosas parecidas. Todas estas apariencias lo conducen por el camino de los filósofos; lo derriban a la condición del Sravaka, al reino de los Pratyekabudas. Cuando todas ellas se dejan de lado y existe un estado vacío de imágenes, entonces se pre­senta una condición acordada con la Talidad, y llega­rán, de todos los países, los Budas para poner sus resplandecientes manos sobre la cabeza de este bien­hechor.

Lankauatara Sutra

En otras palabras, la intensa concentración en cual­quier imagen (aunque ésta sea un símbolo sagrado, como el loto) o en cualquier idea, de la del infierno a la de alguna virtud deseable o su apoteosis en uno de los atributos divinos, es siempre concentración en algo pro­ducido por la propia mente. A veces, en personas mortifi­cadas y recogidas, del acto de concentración se pasa al estado de exposición y pasividad atenta, en que la verda­dera contemplación se hace posible. Pero a veces el concentrarse uno en un producto de su propia mente da por resultado una especie de contemplación falsa o in­completa. La Talidad, o la divina Base de todo ser, se revela a aquellos en quienes no hay ningún egocentrismo (ni siquiera un alter-ego-centrismo), sea de voluntad, imaginación, sentimiento o intelecto.

Digo, pues, que la introversión debe ser rechazada porque la extraversión no debe ser nunca admitida; sino que uno debe vivir continuamente con el abismo de la divina Esencia y en la nada de las cosas, y si a veces se halla uno separado de ellas (la divina Esencia y la creada nada), debe volver a ellas, no por introver­sión, sino por aniquilamiento.

Benet de Canfield


La introversión es el proceso condenado en la Lanka-vatara Sutra como el camino del yogui, el camino que conduce, en el peor caso, a la idolatría, y en el mejor a un parcial conocimiento de Dios en las cumbres internas, nunca al completo conocimiento en la plenitud así exter­na como interna. El aniquilamiento (del cual el Padre Benet distingue dos clases, pasivo y activo) es para el mahayanista el "estado vacío de imágenes" en la contem­plación y, en la vida activa, el estado de total desasimien­to, en que la eternidad puede ser aprehendida dentro del tiempo y se sabe ser uno Samsara y Nirvana.
Así, pues, si quieres mantenerte y no caer, no ceses jamás en tu intento, sino hiere sin cansarte esta nube del desconocer que está entre tu Dios y tú, con el agudo dardo de un anhelante amor. Y aborrece el pensar en algo que sea inferior a Dios. Y no te apartes por nada, suceda lo que suceda. Pues sólo esto es la obra que destruye el terreno y la raíz del pecado...

Sí, y ¿qué más? Llora cuanto quieras por el pesar de tus pecados, o de la pasión de Jesucristo; piensa cuan­to quieras en los gozos del cielo. ¿Qué te hará? Sin duda te redundará en mucho bien, gran ayuda, gran provecho, mucha gracia. Pero, en comparación con esta ciega moción de amor, poco es lo que hace, o puede hacer, sin ella. Ella es de suyo la mejor parte de María, sin lo demás. Lo demás sin ella poco aprove­cha, o nada. No sólo destruye el terreno y la raíz del pecado, como puede hacerse aquí, sino que también obtiene virtudes. Pues si es rectamente concebida, to­das las virtudes serán sutil y perfectamente concebi­das, sentidas y comprendidas en ella, sin mezcla algu­na de tu intención. Y, sin ella, por virtudes que tenga un hombre, estarán todas mezcladas con algo de torci­da intención por lo cual serán imperfectas. Pues la virtud no es otra cosa que un ordenado y mesurado afecto claramente dirigido a Dios por Sí mismo.



La Nube del Desconocer
Si los ejercicios de concentración, repeticiones del nombre divino o meditaciones sobre los atributos de Dios o sobre imaginadas escenas de la vida de santo o Avatar ayudan a los que los hacen a alcanzar la abnegación, el abrimiento y (para usar la expresión de Augustine Baker) ese "amor de la pura divinidad" que hace posible la unión del alma con la divina Base, tales ejercicios espiri­tuales son totalmente buenos y deseables. Si tiene otros resultados; bueno, por los frutos se conoce el árbol.

Benet de Canfield, el capuchino inglés que escribió La regla de perfección y fue director espiritual de Mme. Acarie y el cardenal Bérulle, se refiere en su tratado a un método por el cual quizá podría hacerse que la concentración en una imagen condujese a la contemplación sin imágenes, al "ciego contemplar", al "amor de la pura divinidad". El período de oración mental debe empezar con una intensa concentración en una escena de la pasión de Cristo; luego la mente debe, por así decirlo, abolir esta imaginación de la sagrada humanidad y pasar de ella a la Divinidad sin forma y sin atributos que esa humanidad encarna. Un ejercicio sorprendentemente parecido se describe en el Bardo Thödol o "Libro de los muertos" tibetano (obra de extraordinaria profundidad y belleza, ahora afortunada­mente disponible en una traducción inglesa, con valiosa introducción y notas del Dr. Evans-Wentz).

Cualquiera que sea tu deidad tutelar, medita sobre la forma durante largo tiempo —como aparente, pero no existente en la realidad, como una forma producida por un mago... Luego deja que la visión de la deidad tutelar se desvanezca desde los extremos, hasta no quedar nada visible de ella; y ponte en el estado de la Claridad y la Vaciedad —que no puedes concebir como algo— y permanece en tal estado por cierto tiempo. Medita sobre la Clara Luz, haz esto alternada mente. Después deja que tu intelecto se desvanezca gradualmente empezando por los extremos.

Libro de los Muertos Tibetano


Como resumen final de toda la cuestión podemos citar una frase de Eckhart. "El que busca a Dios bajo una forma establecida, ase la forma y pierde al Dios oculto en ella." Aquí, la palabra clave es "establecida". Es permisi­ble buscar a Dios provisionalmente bajo una forma que sea desde el primer momento reconocida como mera­mente un símbolo de la Realidad, y un símbolo que, más tarde o más temprano, debe ser descartado en favor de lo que representa. Buscarlo bajo una forma establecida —por ser considerada como la forma misma de la Reali­dad— es comprometerse a una ilusión y a una especie de idolatría.

Los principales impedimentos para emprender la prác­tica de alguna forma de oración mental son la ignorancia de la Naturaleza de las Cosas (que nunca fue, por supues­to, tan profunda como en esta época de gratuita enseñan­za obligatoria) y la concentración en el interés propio, en emociones positivas y negativas ligadas a las pasiones y a lo que técnicamente se conoce por "buenos ratos". Y al empezar la práctica los principales impedimentos al ade­lanto hacia la meta de la oración mental son las distrac­ciones.

Probablemente todas las personas, hasta las más san­tas, padecen hasta cierto punto de distracciones. Pero es obvio que, en los períodos de oración mental, uno que lleve una vida dispersa, sin recogimiento, egocéntrica, tendrá que luchar con más y peores distracciones que una persona de vida unitendente, que no olvida nunca quién es ni su relación con el universo y su divina Base. Algunos de los ejercicios espirituales más provechosos llegan a utilizar las distracciones de tal modo que estos impedi­mentos a la entrega de sí mismo, al silencio mental y la pasividad con respecto a Dios son transformados en me­dios de adelanto.

Pero primeramente, a manera de prefacio a la descripción de estos ejercicios, debe observarse que todos los maestros del arte de la oración mental convienen en aconsejar a sus alumnos el no usar nunca esfuerzos violentos de la voluntad superficial contra las distracciones que se presentan en la mente durante los períodos de recogimiento. La razón que hay para ello fue sucintamente expuesta por Benet de Canfield en su Regla de perfección. "Cuanto más opera un hombre, tanto más es y existe. Y cuanto más es y existe, tanto menos de Dios hay y existe en él." Todo acrecenta­miento del separado yo personal produce una correspon­diente disminución del advertimiento de la divina Realidad por ese yo. Pero toda reacción violenta de la voluntad superficial contra las distracciones acrecienta automática­mente el yo personal, separado y, por tanto, reduce las probabilidades de que el individuo llegue al conocimiento y amor de Dios. Al procurar abolir a la fuerza nuestros ensue­ños eclipsadores de Dios, sólo conseguimos hacer más pro­funda la oscuridad de nuestra natural ignorancia. Siendo ello así debemos abandonar el intento de luchar contra las distracciones y hallar medios para eludirlas o, de algún modo, utilizarlas. Por ejemplo, si hemos ya alcanzado cierto grado de pasividad atenta con, respecto a la Realidad e intervienen distracciones, podemos simplemente "mirar por encima del hombro" del malicioso y concupiscente imbécil que se yergue entre nosotros y el objeto de nuestra "simple atención". Aparecen las distracciones en el primer plano de la conciencia; advertimos su presencia; luego, leve y suave­mente, sin esforzar en nada la voluntad, desplazamos el foco de atención hacia la Realidad que atisbamos, o adivinamos, o (por pasada experiencia o un acto de fe) meramente sabemos en el fondo. En muchos casos, este desplazamiento sin esfuerzo de la atención hará que las distracciones dejen de proclamar su obsesivo "aquí estoy" y, por un tiempo al menos, desaparezcan.

Si el corazón divaga o se distrae, vuélvelo a su punto suavemente, ponió de nuevo en presencia de su Señor. Y aunque no hicieras nada en toda tu hora, sino volver tu corazón para ponerlo de nuevo en presencia de Nuestro Señor, aunque se apartase cada vez que lo volvieses, tu hora estaría muy bien empleada.

San Francisco de Sales


En este caso, el modo de eludir las distracciones consti­tuye una valiosa lección de paciencia y perseverancia. Otro modo, más directo, de hacer uso del mono que llevamos en el corazón es descrito en la Nube del Desco­nocer.

Cuando sientas que en ningún modo puedes alejar­las (las distracciones) encógete bajo ellas como un vil cobarde vencido en la batalla, y piensa que sería locu­ra luchar más con ellas y, por lo tanto, te entregas a Dios en manos de tus enemigos... Y ciertamente, creo yo, si esta treta está bien concebida, no es sino un verdadero conocerte y sentirte como eres, cosa misera­ble y sucia, mucho peor que nada; y este conocer y sentir es mansedumbre. Y esta mansedumbre merece que Dios descienda poderosamente a vengarte de tus enemigos, de modo que te alce y cariñosamente seque tus ojos espirituales, como lo hace el padre a su hijo que está a punto de perecer bajo los hocicos de puer­cos salvajes y las dentelladas de osos furiosos.



La Nube del Desconocer

Finalmente, hay el ejercicio, muy usado en la India, que consiste en examinar sin pasión las distracciones a medida que surgen y seguir su rastro, por el recuerdo de determinados pensamientos, sentimientos y actos, hasta su origen en el temperamento y el carácter, la constitu­ción y los adquiridos hábitos. Este modo de proceder revela al alma las verdaderas razones de su separación de la divina Base de su ser. Llega a advertir que su ignoran­cia espiritual es debida a la inerte renuencia o positiva rebelión de su yo, y descubre, concretamente, los puntos en que ese yo eclipsador se congela, por así decirlo, en sus grumos más duros y más densos. Luego, tomada la resolución de hacer lo posible, en el curso del vivir coti­diano, por desembarazarse de estos obstáculos a la Luz, deja quietamente de lado el pensar en ellos y, vacía, purgada y callada, se expone pasivamente a lo que pueda haber más allá y dentro.

"Noverim me, noverím Te", solía repetir San Francisco de Asís. El conocimiento de sí mismo, que conduce al aborrecimiento de sí y a la humildad, es la condición del amor y conocimiento de Dios. Los ejercicios espirituales que utilizan las distracciones tienen el gran mérito de aumentar el conocimiento de sí mismo. Toda alma que se acerque a Dios debe darse cuenta de quién es y qué es. Practicar una forma de oración mental o vocal que esté, por así decirlo, por encima de la propia posición moral es representar una mentira; y las consecuencias de mentiras tales son falsas ideas acerca de Dios, culto idólatra de particulares e irrealistas fantasías y (por falta de la humil­dad del propio conocimiento) orgullo espiritual.

Apenas es necesario añadir que este método, como todos, tiene sus peligros, junto con sus ventajas. Para los que lo emplean hay la constante tentación de olvidar el fin en los medios, tan escuálidamente personales; de abstraerse en un ensayo autobiográfico de rehabilitación o remordimiento con exclusión de la pura Divinidad, ante la cual el "airado mono" puso en juego todas las fantásti­cas tretas que tan gustosamente recuerda.

Llegamos ahora a los que podrían llamarse ejercicio-espirituales de la vida cotidiana. El problema, aquí, es harto sencillo: ¿cómo mantener el recuerdo durante las

horas de trabajo y recreo, de que hay mucho más respec­to al universo de lo que impresiona la vista del que está ocupado en negocios o placeres? No hay solución única para este problema. Algunas clases de trabajo y recreo son tan simples y tan poco exigentes que permiten una continua repetición de la frase o nombre sagrado, pensa miento seguido sobre la Realidad divina o, mejor aun ininterrumpido silencio mental y pasividad atenta. Ocu-paciones tales como las que constituían la tarea diaria del hermano Lorenzo (cuya "práctica de la presencia de Dios" ha gozado de una especie de celebridad en círculos por lo demás completamente faltos de interés en la ora-ción mental y los ejercicios espirituales) eran casi todas de este carácter tan sencillo y tan poco exigente. Pero hay otras tareas demasiado complejas para permitir este reco­gimiento constante. Así, para citar a Eckhart, "un cele­brante de la misa demasiado inclinado al recogimiento puede cometer errores fácilmente. Lo mejor es procurar concentrar la mente antes y después; pero, al decirla, hacerlo derechamente". Este consejo conviene a cual­quier ocupación que reclame la atención entera. Pero la atención entera es raras veces reclamada y es sostenida con dificultad durante largos períodos seguidos. Hay siempre intervalos de aflojamiento. Cada uno puede es­coger si ha de llenar estos intervalos soñando despierto o con algo mejor.

Aquel que tiene presente a Dios, simple y únicamen­te a Dios, en todas las cosas, lleva a Dios consigo en todas sus obras y en todos los sitios, y Dios solo hace todas sus obras. No busca nada sino a Dios; nada le parece bueno sino Dios. Como ninguna multiplicidad puede disipar a Dios, así nada puede disipar a este hombre o hacerlo múltiple.

Eckhart
No quiero decir que debamos salir voluntariamente al encuentro de influencias disipadoras. ¡Dios no lo quiera! Esto sería tentar a Dios y buscar el peligro. Pero las distracciones que surjan, de uno u otro modo, providencialmente, si se las arrostra con la debida precaución y bien guardadas horas de oración y lectu­ra, servirán para bien. A menudo esas cosas que te hacen suspirar por la soledad son más provechosas para tu humillación y abnegación que no lo sería la más absoluta soledad... A veces un libro de devoción estimulante, una meditación fervorosa, una conversa­ción notable, puede halagar tus gustos y hacerte sentir satisfecho y complacido al imaginarte muy adelantado hacia la perfección; y llenándote de ideas irreales, estar todo el tiempo hinchando tu orgullo y hacerte volver de tus ejercicios religiosos menos tolerante hacia lo que contraría tu voluntad. Me agradaría que te sujetaras a esta simple regla: no busques nada que te distraiga, pero sufre quietamente lo que te mande Dios sin tú buscarlo, sea disipación o interrupción. Es engañarse mucho el buscar a Dios muy lejos en materias quizá inalcanzables, sin recordar que está ahí a nuestro lado en nuestras molestias diarias, mientras suframos hu­milde y valerosamente todas las que surgen de las múltiples imperfecciones de nosotros y nuestros seme­jantes.

Fénelon

Considera que tu vida es un perecer perpetuo, y eleva tu mente a Dios sobre todo, cada vez que toque el reloj, diciendo: "Dios, adora tu eterno ser; me siento feliz de que mi ser perezca a cada momento, para que a cada momento pueda rendir homenaje a tu eterni­dad."

J. J. Olier
En tus paseos solitarios, o en otra parte, lanza una mirada a la voluntad general de Dios, por la cual mueve todas las obras de su misericordia y justicia en el cielo, en la tierra, bajo la tierra y aprueba, alaba y luego ama esta soberana voluntad, tan santa, justa y bella. Mira después la voluntad especial de Dios, por la cual ama a los suyos, y obra en ellos de diversos modos, por el consuelo y la tribulación. Y luego debe­rías meditar un poco, considerando la variedad de los consuelos pero especialmente de las tribulaciones que los buenos sufren; y luego, con gran humildad, aprue­ba, alaba y ama toda esta voluntad. Considera esa voluntad en tu propia persona, en todo lo bueno o malo que te ocurra, o pueda ocurrirte, excepto el peca­do; luego aprueba, alaba y ama todo esto, protestando que siempre estimarás, honrarás y adorarás esa sobe­rana voluntad, sometiéndote al deseo de Dios y entre­gándole todos los tuyos, entre los cuales me cuento yo. Termina con gran confianza en esa voluntad, de que obrará todo lo que convenga a nosotros y a nuestra felicidad. Añado que, cuando hayas realizado este ejer­cicio dos o tres veces de este modo, lo puedes abreviar, variar o arreglar como mejor te parezca, pues debería ser hincado a menudo en tu corazón como aspiración.

San Francisco de Sales

Morando en la luz, no hay ningún motivo para tro­pezar, pues todo está patente en la luz. Cuando estás afuera, está presente, dentro de ti, en tu pecho, no hay necesidad de que digas: mira aquí o mira allá. Y cuan­do estás en la cama, está presente para enseñarte y juzgar tu errabunda mente, que se aparta, y tus altos pensamientos e imaginaciones, y los sujeta. Pues, si sigues tus pensamientos, pronto estás perdido. Pero si moras en esta luz, te descubrirá el cuerpo del pecado y tus corrupciones, y la baja condición en que te encuen­tras. Mantente en esta luz que te muestra todo esto, no vayas hacia la derecha ni hacia la izquierda.

George Fox
La cita siguiente procede de la traducción por Waitao y Goddard del texto chino del Despertar de la Fe, de Ashvaghosha, obra compuesta originalmente en sánscrito durante el primer siglo de nuestra era, pero cuyo original se perdió. Ashvaghosha dedica una sección de su tratado a los "medios convenientes", como los llaman en la ter­minología budista, por los que puede alcanzarse el cono­cimiento unitivo de la Asidad. La lista de estos medios indispensables incluye la caridad y la compasión para con todos los seres sensibles, así infrahumanos como humanos, el anonadamiento o mortificación, la devoción personal a las encarnaciones de la Absoluta Naturaleza Búdica, y ejercicios espirituales destinados a libertar la mente de sus fatuos deseos de separación e independen­cia para el yo y a hacerla así capaz de advertir la identi­dad de su propia esencia con la universal Esencia de la Mente. De estos diversos "medios convenientes" citaré sólo los dos últimos —el Método de la Tranquilidad y el Método de la Sabiduría.

Método de la Tranquilidad. El objeto de esta discipli­na es doble: detener todos los pensamientos turbadores (y lo son todos los pensamientos que dis­ciernen), aquietar todos los humores y emociones ab­sorbentes, de modo que sea posible concentrar la men­te con el fin de meditar y advertir. En segundo lugar, cuando la mente se ha tranquilizado con la detención de todo pensar discursivo, practicar la "reflexión" o meditación, no de modo discernidor, analítico, sino de modo más intelectual (véase la distinción escolástica entre razón e intelecto), advirtiendo el sentido y signifi­caciones de los propios pensamientos y experiencias. Con esta doble práctica de "detención y advertimien­to", la fe del sujeto, que ya se ha despertado, se desa­rrollará, y gradualmente los dos aspectos de su práctica se fundirán en uno —la mente perfectamente tranqui­la, pero activísima en el advertimiento. En el pasado el sujeto tenía, naturalmente, confianza en su facultad de discernir (pensamiento analítico), pero ésta debe ser ahora desarraigada y terminada.

Los que practican la "detención" deberían retirarse a algún lugar tranquilo y allí, sentados, con el cuerpo erguido, procurar seriamente tranquilizar y concentrar su mente. Aunque el sujeto puede pensar al principio en su respiración, no es prudente continuar esta prácti­ca durante largo rato ni dejar que la mente descanse en ninguna apariencia, vista o concepto que surjan de los sentidos, tales como los elementos primeros, tierra, agua, fuego y éter (objetos en que los hinayanistas solían concentrarse en una de las etapas de su adies­tramiento espiritual), ni dejarla descansar en ninguna de sus percepciones, particularizaciones, distinciones, humores o emociones. Toda clase de ideación debe descartarse tan pronto como se presente; aun de las nociones de dirigir y apartar hay que desembarazarse. La mente del sujeto debería quedar como un espejo, de tal modo que reflejase las cosas, pero no las juzgase ni las retuviese. Los conceptos de por sí no tienen sustancia; preséntense y pasen, sin que se les haga caso. Los conceptos que surgen de los sentidos y la mente inferior no tomarán forma por sí mismos, si no son asidos por la atención, si no se les atiende no habrá aparición ni desaparición. Lo mismo puede de­cirse de las condiciones externas a la mente, no puede permitirse que absorban la atención del sujeto y así estorben su práctica. La mente no puede estar absolu­tamente vacante, y como los pensamientos que surgen de los sentidos y la mente inferior son apartados y pasados por alto, deben suplirse mediante una recta mentación. Surge, pues, la pregunta: ¿qué es recta mentación? He aquí la respuesta: recta mentación es el advertimiento de la mente misma, de su pura, indiferenciada Esencia. Cuando la mente está fija en su pura Esencia, no deberían quedar retardadas nociones del yo, ni del yo en el acto de advertir, ni del adverti­miento como fenómeno...

Método de la Sabiduría. El objeto de esta disciplina es dar al sujeto el hábito de aplicar la penetración adquirida por medio de las disciplinas precedentes. Cuando el sujeto se levanta, está en pie, anda, hace algo, se detiene, debería constantemente concentrar su mente en el acto y en su ejecución, no en su relación con el acto, ni el carácter o valor del acto. El sujeto debería pensar: esto es andar, esto es detenerse, esto es advertir; y no: ando, hago esto, es bueno, es des­agradable, hago méritos, soy yo quien advierte cuan maravilloso es. De ahí nacen pensamientos vagarosos, sentimientos de júbilo o de fracaso y desdicha. En vez de todo esto, el sujeto debería simplemente practicar la concentración de la mente en el acto mismo, enten­diéndolo como un medio conveniente para alcanzar la tranquilidad mental, advertimiento, penetración y Sa­biduría; y debería seguir la práctica con fe, buen deseo y alegría. Tras larga práctica, las ataduras a los viejos hábitos se aflojan hasta romperse y en su lugar apare­cen confianza, satisfacción, advertimiento y tranquili­dad.

¿Qué está destinado a realizar este Método de la Sabiduría? Hay tres clases de circunstancias que impi­den al sujeto avanzar por el camino de la Iluminación. Primero, hay las seducciones que surgen de los senti­dos, de las condiciones externas y de la mente que discierne. Segundo, hay las condiciones internas de la mente, sus pensamientos, deseos y humores. Las pri­meras prácticas (éticas y mortificatorias) están dispues­tas para eliminar todos los obstáculos. En la tercera clase de impedimentos figuran los impulsos del sujeto instintivos y fundamentales y, por lo tanto, más insidio­sos y persistentes: la voluntad de vivir y gozar, la volun­tad de estimar la propia personalidad, la voluntad de cundir, que dan origen a la codicia y concupiscencia, temor e ira, engreimiento, orgullo y egotismo. La prác­tica del Método de la Sabiduría está destinada a domi­nar y eliminar estos estorbos fundamentales e instinti­vos. Por medio de ella, la mente se hace poco a poco más clara, más luminosa, más tranquila. La penetra­ción se hace más aguda, la fe ahonda y se ensancha, hasta que se funden en el inconcebible Samadhi de la Pura Esencia de la Mente. A medida que el sujeto adelanta en la práctica del Método de la Sabiduría, va prestándose cada vez menos a pensamientos de con­suelo o desolación; la fe se hace más firme, más pene­trante, benéfica y gozosa; y se desvanece el temor de un retroceso. Pero no pienses que la consumación se puede conseguir fácil o rápidamente, acaso sean necesarios muchos renacimientos, acaso tengan que pasar muchas edades. Mientras la duda, incredulidad, ca­lumnia, mala conducta, obstáculos del karma, debili­dad de la fe, orgullo, pereza y agitación mental persis­tan, y aun mientras no se retiren sus sombras, no puede haber logro del Samadhi de los Budas. Mas quien haya alcanzado el esplendor del más alto Samadhi, o Conocimiento unitivo, podrá advertir, con todos los Budas, la perfecta unidad de todos los seres sensibles con la Dharmakaya búdica. En la pura Dharmakaya no existe dualismo, ni sombra de diferen­ciación. Todos los seres sensibles verían, si fueran ca­paces de advertirlo, que están ya en el Nirvana. La pura Esencia de la Mente es el Altísimo Samadhi, es Anuttara-samyak-sambodhi, es Projna Paramita, es la Altísima Sabiduría Perfecta.

Ashvaghosha


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