Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSsitiadores cuál era el objeto de tantos esfuerzos. Ya se creían estos dueños de la entrada de aquel, cuando de repente aparecieron en las aguas del golfo cincuenta y tres galeras y un inmenso número de buques menores. Entre tanto el enemigo cerraba el antiguo paso del sur, los sitiados abrían un canal por el lado del este, con lo cual se proporcionaban una nueva salida por la parte en que la profundidad del mar no permitía que se obstruyese el acceso. Si en vez de venir a hacer ostentación delante de los sitiadores, los cartagineses se hubiesen arrojado atrevidamente sobre la escuadra romana medio desguarnecida y no preparada para la lucha, hubieran decididamente triunfado. En cambio, cuando tres días después volvieron y ofrecieron la batalla, los romanos ya estaban preparados. El combate quedó indeciso, pero al querer entrar nuevamente los buques cartagineses chocaron unos con otros, y el daño que experimentaron por esta mala maniobra equivalió a una derrota. Escipión dirigió entonces sus ataques contra el muelle exterior del puerto, fuera del recinto de la ciudad, y que estaba débilmente defendido por un muro de tierra. Se prepararon las máquinas y se abrió inmediatamente la brecha. Entonces los cartagineses, con una audacia increíble, atravesaron a nado la hon­donada y se arrojaron sobre las máquinas de sitio y dispersaron a los soldados que las guardaban. Estos huyeron tan asustados que Escipión, que había acudido con sus caballeros, dio orden de cargar sobre ellos sin compasión. Con este buen éxito los cartagineses habían ganado algún tiempo, pero Escipión hizo restablecer las máquinas destinadas, incendió las torres de madera que se le oponían y se hizo por fin dueño del muelle y del puerto exterior. En este punto construyó en seguida una muralla tan alta como la de la plaza. Desde este momento el bloqueo fue completo por mar y tierra porque, como hemos visto, no podía llegarse al segundo puerto sino atravesando el primero. Para asegurar aún más sus posiciones, el cónsul mandó a Cayo Lelio que atacase el campamento de Neferis, que mandaba Diógenes. Una astucia de guerra hizo que cayese en sus manos, y fueron muertas o hechas prisioneras las masas que allí se habían encerrado. Llegado el invierno, el romano suspendió sus operaciones, y dejó al hambre y a las enfermedades el cuidado de acabar la obra comen­zada. Los dos "azotes de Dios" trabajaron poderosamente en su misión devastadora. Así pues, por más que Asdrúbal no había cesado en sus fanfarronadas, cuando llegó la primavera del año 608 no estaba en disposición de resistir el asalto que los romanos preparaban contra la43

HISTORIA DE ROMA, UMBUtÜAtt «OEt(.in tOOUffl *Mciudad. Así fue que incendió las obras del puerto exterior y estuvo pronto a rechazar al enemigo por el lado del cothon, pero Lelio escaló la muralla mal defendida por soldados que tenían sus fuerzas agotadas por el hambre, y penetró en el interior. La ciudad estaba tomada. Sin embargo, el combate no terminó. Los sitiadores ocuparon por la fuerza el mercado que tocaba el pequeño puerto, penetraron después en las tres calles estrechas y subieron por ellas hacia Birsa. Se avanzaba lentamente, ganando el terreno palmo a palmo, apoderándose una tras otra de las casas de siete pisos defendidas como otras tantas pequeñas ciudadelas. El soldado tenía que abrirse paso de edificio en edificio perforando paredes o atravesando vigas de un lado a otro de las calles, y mataba cuanto encontraba a su paso. Seis días duró esta terrible lucha de destrucción y de muerte para los habitantes, y llena también de peligros para el vencedor. Por fin llegaron al pie de la escarpada roca de Birsa: allí se había refugiado Asdrúbal con las tropas que aún le quedaban. Para hacerse anchura, Escipión mandó quemar las casas de todas las calles conquistadas por sus legionarios y allanar todos los escombros. En este incendio murió miserablemente la multitud incapaz para llevar las armas y que se ocultaba en el fondo de las casas. Entonces pidieron gracia los que se habían refugiado en la cindadela. Se prometió perdonarles la vida, y salieron y se presentaron ante el vencedor treinta mil hombres y veinticinco mil mujeres: la décima parte apenas de la población de otros tiempos. Solo los tránsfugas del ejército romano (unos novecientos) con Asdrúbal, su mujer y sus dos hijos, habían buscado asilo en el templo de Eschmoum (el Esculapio fenicio), pues para ellos, para los desertores y para los asesinos de los prisioneros italianos no había cuartel. De repente, hambrientos y faltos de fuerza, los más decididos prendieron fuego al santuario. Asdrúbal tuvo miedo a la muerte y huyó completamente solo; fue a arrojarse a los pies del cónsul y le suplicó le hiciese la merced de perdornarle la vida. Escipión oyó su ruego. Pero su mujer, cuando desde lo alto del edificio donde se había refugiado con sus hijos y algunos restos del ejército cartaginés lo vio prosternado ante el vencedor, sintió que se sublevaba su corazón ante este último ultraje inferido a la patria destruida, interpeló a su marido gritándole con terrible y amarga irania "que tuviese mucho cuidado con su preciosa vida", y se precipitó con sus hijos en medio de las llamas. El combate había terminado. La alegría fue inmensa lo mismo en el campamento que en Roma; sin embargo, algunos espíritus nobles del pueblo se avergonzaron de esta44

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSnueva y valerosa hazaña. Todos los cautivos fueron vendidos como es­clavos, y otros perecieron en los calabozos. Los principales, como Bitias y Asdrúbal por ejemplo, fueron internados en Italia como prisioneros de Estado y no se los maltrató demasiado. Todo el mobiliario, a excepción del oro, la plata y los objetos de los templos, se había entregado al pillaje de los soldados. Por lo demás, se devolvió a las ciudades de Sicilia el botín hallado en los templos, hecho por los cartagineses en otros tiempos mejores para ellos (el toro de Falaris, por ejemplo, fue entregado a los agrigenti-nos), y el resto se lo apropió la República.DESTRUCCIÓN DE CARTAGOPero aún quedaba en pie la mayor parte de la ciudad. Todo induce a creer que, si Escipión hubiese querido conservarla, al menos habría presentado formalmente la proposición al Senado, y Escipión Nasica, por su parte, habría hablado en nombre del honor y del buen sentido. Pero no sucedió nada de esto. El Senado mandó a su general que arrasase la ciudad de Cartago y la exterior de Magalia, así como todas las ciudades que habían permanecido fieles a Cartago hasta el último instante. Ordenó también que hiciese pasar el arado por el sitio en que poco tiempo atrás se levantaba la rival de Roma; de este modo consumaba su ruina hasta en la forma del derecho y declaraba para siempre malditos aquel suelo y aquellos campos, de tal suerte que no se volviese a ver jamás en ellos casas ni sembrados. Se cumplió estrictamente lo mandado. Durante dieciséis días estuvieron ardiendo las ruinas. Hace algunos años, cuando comenzaron a practicarse excavaciones en el suelo de Cartago, se hallaron bajo una capa de cenizas de un espesor de cuatro a cinco pies, mezclados con pedazos de maderos medio carbonizados, trozos de hierro medio des­truidos por el orín y balas de honderos. Allí donde había vivido y trabajado durante quinientos años el industrioso y activo fenicio, llevaron en adelante a pacer sus rebaños los esclavos romanos que vivían lejos de sus señores, que se solazaban tranquilamente en el bello clima de Italia. En cuanto a Escipión, a quien su noble naturaleza no permitía hacer el papel de verdugo, se estremeció de horror al contemplar su obra. En lugar de la embriaguez producida por la victoria, se apoderó de él el presentimiento de inevitables represalias en el porvenir.45

«MTORIA DE ROMftMMMP IVLA PROVINCIA DE ÁFRICASolo faltaba tomar algunas medidas para el arreglo y la organización del país conquistado. No se intentaba ya, como en otros tiempos, recom­pensar el celo de los aliados de la República, abandonándoles las posesiones de ultramar. Micipsa y sus hermanos conservaron su antiguo territorio, al que solo agregaron los distritos del Bagradas y de Emporio, arrebatados recientemente a Cartago. Era necesario que renunciasen a la esperanza de tener a Cartago por capital, que habían abrigado durante mucho tiempo. El Senado no les entregó más que algunas colecciones de libros de la ciudad destruida. El territorio que formaba el último dominio inmediato de Cartago, o la estrecha zona de las costas africanas que dan frente a Sicilia, desde el río Tusca (hoy Wadi Sain, frente a la isla de Galita) hasta Tenae (frente a la isla de Karkenah), fue declarado provincia romana. En el interior, donde las empresas de Masinisa habían reducido a estrechos límites los dominios de la República fenicia, donde Vacca, Zama y Bulla habían caído ya en poder de los númidas, Roma les dejó todo el país que habían conquistado. Con todo, en el hecho de determinar con minucioso cuidado las fronteras de la provincia romana y el reino númida, que la rodeaba por tres lados, Roma atestiguaba suficientemente que no sufriría los ataques que había autorizado contra Cartago. Dio a su nueva provincia el nombre de África, lo cual significaba que el límite actual no era, ni con mucho, definitivo. Se encargó de su gobierno un procónsul romano con residencia en Utica. Era inútil establecer la defensa de la frontera bajo un pie regular, pues por todas partes el desierto separaba a los aliados númidas del país habitado. Por lo demás no fueron muy pesados los tributos ni los impuestos. Las ciudades que desde el principio de la guerra se habían declarado por Roma, como Utica, Adrumete, la pequeña Leptís, Tapso, Achulla y Usalis entre las plazas marítimas, y Teudalis en el interior, conservaron sus territorios propios y sus libertades municipales; lo mismo sucedió con la ciudad recientemente fundada por los tránsfugas de Cartago. En cuanto al territorio inmediato y al de las demás ciudades destruidas, excepto el que se había dejado a Utica, todo fue incorporado al dominio público, y romo tal fue dividido en lotes y dado a censo a los arrendatarios del Estado. Las demás ciudades y aldeas fueron privadas de su suelo y de sus franquicias; sin embargo se las dejó hasta nueva orden, aunque a

VXftÍQFÉ SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOStítulo precario, en posesión de sus campos y de sus instituciones locales. A cambio del poder que en adelante pertenecía a Roma, pagaban una renta anual fijada de una vez (stipendium) que cobraban mediante un impuesto particular sobre todas las fortunas. Pero los que más gana­ron con la ruina de la primera plaza de comercio del mundo fueron sin duda los mercaderes romanos. Apenas Cartago fue reducida a cenizas, se los vio afluir a Utica y apoderarse allí de todo el tráfico de la nueva provincia y de los países númidas y gétulos, cerrados hasta entonces asu comercio.MACEDONIA. EL FALSO FILIPO ANDRISCOS VICTORIA DE MÉTELOEn los momentos en que caía Cartago desaparecía también Macedonia de la lista de las naciones. Las cuatro pequeñas confederaciones que el Senado había formado del antiguo reino desmembrado no habían podido mantenerse en paz unas con otras, ni conservarla cada cual en sus do­minios. Podrá juzgarse la situación por un hecho, el único cuyo recuerdo se conserva por casualidad: todo el consejo gobernante de una de estas confederaciones fue degollado un día en Facos, a instigación de un tal Damasipo. Ni las comisiones enviadas desde Roma para averiguar este hecho (año 590), ni los arbitros extranjeros llamados por los macedonios, según costumbre de los griegos, entre quienes estaban Escipión Emiliano (año 603) y muchos otros, pudieron restablecer las cosas y colocarlas en una condición tolerable. Pero he aquí que de repente salió de Tracia un joven que decía llamarse Filipo, que se hacía pasar por hijo de la siria Laodicea y de Perseo, al que se parecía de un modo chocante. Durante su infancia y su adolescencia había vivido en Adramita, donde, según él decía, guardaba los títulos y pruebas de su origen real en lugar seguro. Después de una primera tentativa hecha en su patria sin éxito, se volvió hacia el hermano de su pretendida madre, Demetrio Soter de Siria. No faltaban hombres que tenían fe en el Adramita y que asediaban al rey pidiéndole que lo reinstalase en el reino de sus padres, o que le diese su propia corona. Demetrio quiso acabar con esta loca aventura: se apoderó del pretendiente y lo mandó a Roma. El Senado hacía tan poco caso de él, que lo relegó a una ciudad itálica sin cuidarse siquiera de vigilarlo.47

El pretendiente huyó y llegó a Mileto, donde fue arrestado por los magistrados de la ciudad que lo pusieron a disposición de los comisarios romanos. ¿Qué debían hacer con su cautivo? Dejarlo correr, se les respondió, y esto es lo que hicieron. Inmediatamente se vino a Tracia a buscar fortuna. ¡Cosa extraña! Ahora fue reconocido y encontró apoyo entre los príncipes bárbaros Barsabas y Teres, su cuñado, y aun entre los bizantinos, por lo común tan prudentes. Fuerte con el auxilio de los tracios, penetró en Macedonia. Batido en un principio, obtuvo muy pronto una importante victoria sobre las milicias locales en la Odomántica, más allá del Estrimón; luego fue de nuevo vencedor del lado de acá del río, y toda Macedonia cayó en su poder. Su historia no es más que un romance, pues se sabe que el verdadero Filipo, hijo de Perseo, murió en Alba a la edad de 18 años. El aventurero distaba mucho de ser príncipe de Macedonia, se llamaba Andriscos y no era más que un simple bata­nero de Adramita. El pueblo macedonio, con sus hábitos y sus instintos monárquicos, volvió a su antiguo estado sin preocuparse de la legitimidad o ilegitimidad del pretendiente. En efecto, llegaron a toda prisa los mensajeros de Tesalia anunciando la invasión de su territorio por el falso Filipo. El comisario romano Nasica, que había ido sin un soldado creyendo que bastaría una palabra para que abortase usurpación tan insensata, se vio obligado a llamar precipitadamente a los contingentes de Acaya y de Pérgamo, y a proteger la Tesalia, si era posible, solo con los aqueos. Después llegó el pretor Juventius con una legión. Aunque desigual en fuerzas, atacó inmediatamente a los macedonios; fue derrotado y muerto, casi todo su ejército pereció, y Andriscos ocupó la mayor parte de la Tesalia. Instaló en ella el régimen más arrogante y cruel, lo mismo que en Macedonia. Pero finalmente llegó un ejército romano más fuerte y mandado por Quinto Cecilio Mételo. Se apoyaba en la escuadra de Pérgamo e invadió inmediatamente Macedonia. Los macedonios salieron vencedores en un primer encuentro de la caballería, pero las disensiones y las deserciones debilitaron el ejército del usurpador, que cometió además la falta de dividir sus tropas en dos cuerpos y enviar uno de ellos a Tesalia. Esto era preparar a los romanos un triunfo fácil y decisivo (año 606). Cuando Filipo fue vencido se refugió en Tracia, en el territorio de un jefe llamado Bizes, pero, perseguido por Mételo, fue entregado después de una segunda derrota.

Entre las cuatro federaciones macedónicas, había algunas que no se habían sometido por su voluntad al pretendiente y que solo habían cedido a la fuerza. Según la marcha de la antigua política de Roma, nada obligaba a quitar a Macedonia la sombra de independencia que se le había dejado después de la batalla de Pidna. Pero el Senado encargó a Mételo que hiciese del reino de Alejandro una provincia romana. Desde este día Roma cambió evidentemente de sistema, y reemplazó las clientelas por la sujeción política. Así pues, la confiscación de las cuatro ligas macedonias se sintió en todo el círculo de Estados patrocinados como una herida común. Durante este tiempo, Roma unió a Macedonia las posesiones de Epiro que habían sido desmembradas de ella después de las victorias sobre sus reyes, las islas Jónicas y los puertos de Apolonia y Epidamno, comprendidos antes en el gobierno de Italia. De este modo, en la actua­lidad la nueva provincia se extendía por el noroeste hasta Escodra, punto donde comenzaba la Iliria. Por efecto de estas medidas el patronato de la República sobre los Estados griegos recayó en el procónsul de Mace­donia. Esta volvió a recobrar su unidad con las fronteras que había tenido en tiempo de su prosperidad, pero no era un Estado independiente, sino una simple provincia con instituciones municipales y regionales, que obedecía a un gobernador y a un cuestor romanos, cuyos nombres se ven inscritos sobre las monedas locales al lado del nombre del país. El impuesto continuó siendo moderado, tal cual lo había establecido Paulo Emilio (volumen II, libro tercero, pág. 29), cien talentos pagados anual­mente y repartidos entre las ciudades por cuotas invariables. Pero costó trabajo al país olvidar la era gloriosa de los antiguos reyes. Algunos años después de la caída del falso Filipo, se levantó en las orillas del Nestos (Karasu) otro pretendiente con el nombre de Alejandro, diciendo, como el primero, que era hijo de Perseo. En pocos días reunió hasta dieciséis mil hombres. El cuestor Lucio Tremelio dio fácilmente cuenta de la in­surrección y persiguió al aventurero hasta entre los dardanios (año 612). Este fue el último esfuerzo de la altivez macedónica y del patriotismo nacional, que dos siglos antes habían arrastrado a este pueblo a Grecia y a Asia y le habían hecho realizar tan grandes cosas. En adelante, la historia no tendrá nada que escribir sobre él, y solo se sabe que cuenta sus años en la oscuridad y en la inacción a partir de la época en que se49

Mil'organizó definitivamente el país como provincia romana (año 608). A los romanos es a quien compete ahora la defensa de las fronteras del norte y del este, la defensa de la civilización griega contra la barbarie. Diremos, sin embargo, que no emplearon más que fuerzas insuficientes y una energía inferior a su misión. De hecho, solo por satisfacer las exigencias militares de la provincia es que construyen la gran calzada Ignaciana, que desde el tiempo de Polibio partía de los dos puertos principales de la costa del este, Apolonia y Dirrachium, y atravesaba toda la meseta interior para llegar hasta Tesalónica y más tarde hasta el Hebro (hoy Maritza).12 La nueva provincia servirá naturalmente de base para las expediciones contra los dálmatas, siempre en movimiento, y contra los pueblos ilirios, célticos y tracios, acampados al norte de la península, que fueron más frecuentes. Ya presentaremos más adelante (cap. v) como en un cuadro sinóptico a todos estos pueblos.GRECIAGrecia disfrutaba de la potencia dominante más favores que Macedonia. » Los filohelenos romanos podían sostener, con alguna apariencia de verdad, que las últimas conmociones de la guerra contra Perseo se habían apaciguado allí, y que la situación estaba en vías de mejorar. Los agitadores incorregibles, pertenecientes al partido más fuerte, como Licisco en Italia, Mnesipo en Beocia, Crematas en Acarnania y el innoble Charops en Epiro, al que todo romano honrado cerraba la puerta de su casa, habían muerto uno después de otro. De esta forma había crecido una nueva generación que no conservaba los antiguos recuerdos ni los antiguos odios. El Senado creía que había llegado el tiempo del perdón y del olvido general; así es que en el año 604 no opuso ninguna dificultad para dar libertad a los patriotas aqueos internados en Italia hacía dieciséis años, y cuyo destierro la dieta pedía constantemente que se prolongase. Se engañaba, sin embargo. Todo este filohelenismo romano no había traído consigo la reconciliación dentro del partido nacional, tal como lo mostró la conducta de los griegos con los Atálidas. Como amigo de los romanos, Eumenos II se había atraído el odio de aquel pueblo (volumen II, libro tercero, pág. 307), pero, apenas supieron que se había enfriado la amistad entre el rey y Roma, conquistó gran popularidad. Entonces, así como

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSen otro tiempo habían esperado que Macedonia los librase del yugo extranjero, así también hoy miran los euelpidas (los de buena esperanza) a Pérgamo como su libertador. El desorden social había llegado a su colmo en aquel sistema confuso de pequeños Estados. El país se despoblaba no por la guerra o la peste, sino por la creciente repugnancia de las altas clases a contraer matrimonio, a perder en cierto modo la libertad absoluta con las cargas que traen necesariamente consigo la mujer y los hijos. Durante este tiempo, Grecia era la tierra prometida de una multitud de aventureros sin fe y sin ley, que venían allí a esperar al oficial reclutador. Las ciudades estaban agobiadas de deudas; en ellas ya no había ni honor en las relaciones de los negocios, ni el crédito que se funda siempre en el honor. Algunas ciudades, a la cabeza de las cuales estaban Atenas y Tebas, salían de apuros lanzándose descaradamente al pillaje y saqueando a sus vecinas. En el seno de las federaciones estaban dispuestas a rea­parecer las disensiones intestinas, particularmente entre los miembros que habían entrado voluntariamente en la liga aquea y los que lo habían hecho por la fuerza. Por lo tanto, si los romanos creían y tenían realmente confianza en la aparente calma del momento presente, y yo lo admito en un estado de cosas conforme con su deseo, muy pronto iban a conocer, bien a pesar suyo, que la nueva generación griega no era mejor ni valía más que la anterior. Los helenos cogieron por los cabellos la primera ocasión que se les presentó para ponerse enfrente de la gran República. En el año 605 el jefe de la liga aquea, Dieo, que tenía que encubrir cierta intriga sucia, lanzó en plena dieta expresiones hostiles a los lacedemonios. Sostuvo que nunca los romanos les habían concedido a estos, como miembros de la liga, el ejercicio de ciertos derechos parti­culares, la exención de la jurisdicción criminal aquea, ni la facultad de enviar a Roma dos embajadores. Dieo mentía descaradamente, pero la dieta admitió, como es natural, lo que ella misma deseaba. Inmediatamente los aqueos se prepararon para hacer triunfar sus afirmaciones con las armas en la mano. Los espartanos, que eran más débiles, tuvieron que ceder, o, mejor dicho, aquellos cuya extradición se pedía abandonaron su patria y fueron a Roma a quejarse ante el Senado. Como de costumbre se les respondió que una comisión iría expresamente a averiguar sobre el terreno lo que en esto hubiese. Pero en vez de referir las palabras del Senado, los enviados espartanos y aqueos a su vez mintieron y dijeron cada uno por su parte que habían obtenido una sentencia favorable.

Los aqueos, que habían prestado auxilio a Roma contra el falso Filipo en la reciente campaña de Tasalia, se creyeron por un momento los aliados, los iguales de Roma en importancia política, y en el año 606 penetraron en Laconia, conducidos por su estratega Demócrito. En vano una embajada romana que estaba allí de paso para el Asia los invitó, por exigencia de Mételo, a mantenerse en paz y a esperar la llegada de los comisionados. Se libró un combate, murieron en él mil espartanos, y la misma Esparta habría sucumbido si Demócrito no hubiera sido tan mal capitán como mal hombre de Estado. La dieta lo depuso y continuó la guerra Dieo, el autor de todo el mal, quien dio al temido general que mandaba en Macedonia las mayores seguridades de la sumisión completa de la liga a la voluntad de Roma. Finalmente apareció la comisión por tanto tiempo esperada, presidida por Aurelio Orestes. Se depusieron las armas y la dieta se reunió en Corinto para recibir las órdenes del Senado. Pero ¿cuál no sería la admiración y la cólera de los aqueos cuando supieron que Roma deseaba que cesase la violenta anexión de Esparta a la confederación aquea (volumen II, libro tercero, pág. 261), y cortaba por lo sano con grave perjuicio para ellos? Ya pocos años antes (en 591) habían tenido que abandonar sus pretensiones sobre la ciudad etolia de Pleuron. En la actualidad se les exige que renuncien a todas sus conquistas y adquisiciones posteriores a la segunda guerra de Macedonia: tienen que perder a Corinto, Orchomenes, Argos y Esparta en el Peloponeso, y además a Heráclea bajo el Octa. Por consiguiente, su liga se reducirá a los límites que tenía al terminar las guerras de Aníbal. Al oír esa conde­nación, los representantes se sublevaron en plena plaza pública: no escuchan ya a los romanos y dan a conocer a las masas el estado de cosas. Así, todos, gobernantes y gobernados, decidieron apoderarse de los lacedemonios que había presentes. ¿No era Esparta la que había suscitado la tormenta? El arresto se hizo de una manera tumultuosa y brutal. Llevar un nombre lacedemonio o el calzado de esta nación era suficiente como para ser encerrado en una prisión. Hasta se violó la morada de los enviados de Roma para buscar a los que se hubieran refugiado en ella, y faltó poco para que las palabras injuriosas dirigidas a los representantes de la República llegasen a vías de hecho. Estos se volvieron indignados y dieron cuenta de su agravio al Senado, aunque exagerándolo. Este prosiguió su sistema de moderación con los griegos, y se limitó a hacer simples representaciones. Sexto Julio César se presentó a la dieta en Egion, y


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