Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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de los subditos italiotas. revolución sulpicianapor completo y sin reserva a la más generosa de las reformas. ¿Es verdad acaso, como se ha dicho, que estaba a la cabeza de una asociación secreta cuya red cubría Italia, y cuyos miembros habían prometido bajo jura­mento permanecer fieles a él y a la causa común? Cosa es que no puede afirmarse.3 Aunque no estuviese afiliado a una asociación peligrosa, cuestión inexcusable para un magistrado de la República, es cierto, sin embargo, que había ido más allá de las simples promesas hechas en términos generales, y que sin que él lo hubiera deseado, y quizá contra su voluntad, se habían tramado bajo la égida de su nombre inteligencias sumamente graves. Toda Italia aplaudió cuando presentó sus primeras mociones con el consentimiento de la gran mayoría de los senadores; al poco tiempo aplaudieron aún con mayor entusiasmo las ciudades cuando supieron que el tribuno, luego de haber caído de repente y gravemente enfermo, se encontraba ya restablecido y en estado de continuar sus trabajos. Pero a medida que se iban trasluciendo sus proyectos futuros iba cambiando la escena. Druso no se atrevió a proponer su ley principal: le fue necesario aplazarla, vacilar y finalmente retroceder. Después se vio sucesivamente que la mayoría del Senado andaba muy vacilante y amenazaba abandonar a su jefe en medio del camino. Por todas las ciudades se extendió la noticia de que las leyes votadas acababan de casarse, que los capitalistas dominaban ahora más absolutamente que nunca y, por último, que Druso acababa de ser asesinado.PREPARATIVOS DE INSURRECCIÓN GENERAL vESTALLA LA INSURRECCIÓN EN AUSCULUM. LOS MARSOS Y LOS SABELIOS. ITALIA CENTRAL Y MERIDIONALITALIANOS QUE PERMANECIERON FIELES '»íCon Druso habían bajado a la tumba los últimos sueños de la posibilidad de concesiones. Ante el hecho de que el enérgico jefe del partido conservador no había podido convencer a los suyos para que las otor­gasen, y esto en las circunstancias más favorables, fuerza era renunciar a todo ensayo de pacto por la vía amistosa. A los itálicos no les quedaba más que elegir entre la resignación paciente o la insurrección, que cincuenta y cinco años antes había quedado ahogada bajo las ruinas239

de Fregela, en el momento en que levantaba la cabeza. Sin embargo,


estallando ahora a la vez en todas partes, quizá sí era posible. En caso
de triunfo, se heredaría a Roma después de haberla abatido o, cuando
menos, se le arrancaría la igualdad tan deseada. Pero este era realmente
el partido de la desesperación. En el estado en que se hallaban, la
insurrección de las ciudades contra la República tenía incluso menos
esperanzas que las que podían tener las colonias americanas en el si­
glo XVIII contra el imperio británico. Al parecer, Roma no necesitaba
desplegar mucha diligencia ni mucho vigor para hacer sufrir a la segunda
insurrección la triste suerte de la primera. Sin embargo, ¿no era un partido
desesperado el de permanecer en su humillación, y dejar marchar los
acontecimientos? ¿Acaso los romanos no pisoteaban la Italia sin ninguna
causa de irritación? ¿Qué horrores no habían de esperarse cuando ya
los hombres más notables de las ciudades itálicas habían sido cogidos
en flagrante delito, o eran sospechosos de estar en inteligencia con Druso
(para las consecuencias era lo mismo ser culpable o sospechoso) y de
conspirar formalmente contra el partido victorioso, y por tanto, de alta
traición? ¿Qué otra salida quedaba a todo el que se había afiliado a la
liga secreta, o se creía siquiera que podía ser cómplice, sino comenzar'
inmediatamente la guerra o presentar el cuello al hacha del verdugo?
Los momentos actuales ofrecían cierta perspectiva favorable para un
levantamiento en masa. No se sabe con exactitud en qué estado habían
dejado los romanos los manojos semideshechos de las grandes ligas
itálicas (volumen I, libro segundo, págs. 368-369). Sin embargo, todo
induce a creer que los marsos y los pelignios, y quizás hasta los samnitas
y los lucanios, habían conservado los cuadros de sus antiguas federa­
ciones, privadas de toda importancia política, pero con una especie de
vida común en las festividades y los sacrificios nacionales. Toda insu­
rrección encontraba allí un seguro punto de apoyo; por esta misma razón
los romanos se apresuraban a ponerlas en orden. Por último, si esta
asociación secreta, de la que se decía que Druso tenía en su mano todos
los hilos, había perdido con su muerte a su jefe real o esperado, no por
eso dejaba de permanecer en pie: suministraba a la organización política
de la insurrección una base considerable, y, en cuanto a su organización
armada, era perfecta. Cada una de las ciudades confederadas tenía su
estado militar y su cuerpo de ejército disciplinado. Por otra parte, en
Roma no se esperaba nada serio. <¡u240

INSURRECCIÓN DE LOS SUBDITOS ITALIOTAS. REVOLUCIÓN SULPICIANASe tuvo conocimiento de que se hacían algunos movimientos en ciertos puntos de Italia, y de que comenzaban a verificarse entre las ciudades confederadas ciertas prácticas que no estaban en uso. Pero en vez de llamar inmediatamente a los ciudadanos a las armas, la corporación gobernante en Roma se contentó con advertir a los magistrados en la forma ordinaria, que no perdiesen de vista los acontecimientos (caveant cónsules, etc.), y enviasen a los lugares espías encargados de ver las cosas más de cerca. La capital estaba tan poco preparada para defenderse, que se cuenta que un oficial marso, Quinto Pompedio Silon, hombre de acción y uno de los antiguos adictos de Druso, formó el designio de acercarse a los muros a la cabeza de compañeros seguros y escogidos, y, llevando las espadas ocultas bajo sus vestidos, apoderarse de Roma por un golpe de mano. Como quiera que fuese, la insurrección se iba organizando; se habían concluido tratados, y se iban armando activa­mente y sin ruido. Un día, sin embargo, la casualidad anticipó la hora señalada por los jefes, como sucede ordinariamente, y estalló de repente la sublevación. El pretor romano con poder proconsular Cayo Servilio había sabido por medio de sus espías que la ciudad de Ausculum (en los Abruzos) enviaba rehenes a las ciudades vecinas. Se apersonó en ella con su legado Fonteyo y una escolta poco numerosa, y encontrando a la multitud reunida en el teatro para la festividad de los grandes juegos, amenazó y tronó. A estas palabras que anunciaban el peligro, y a la vista de los hechos demasiado conocidos por desgracia, estallaron los odios aglomerados y comprimidos durante algunos siglos. Los funcionarios de Roma fueron hechos cuartos por las masas en el teatro mismo; e inmediatamente, y para quitar toda posibilidad de paz al cometer un hecho espantoso, se cerraron las puertas de la ciudad por orden de los magistrados. Todos los romanos que en ella se encontraban fueron degollados, y se saquearon sus casas. La insurrección se propagó in­mediatamente por toda la península. Primero se levantó el valiente y rico pueblo de los marsos, unido a las pequeñas pero fuertes ligas de los Abruzos, Pelignios, Marrucinos, Frentanos y Vestinos. El bravo y hábil Quinto Silón fue el alma del movimiento. Los marsos fueron los primeros en proclamar su defección; por lo cual los romanos llamaron después a esta guerra, la guerra mársica. No tardó su ejemplo en ser seguido por las ciudades samnitas y por la masa de los pueblos del Liris y de los Abruzos, hasta la Apulia y la Calabria: toda la Italia central



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i:


y meridional se puso sobre las armas. Solo permanecieron fieles los etruscos y los umbríos, los mismos que antes habían estado en favor de los caballeros contra Druso. En efecto, en su país dominaba desde tiempo inmemorial la aristocracia del dinero y la clase media no existía allí. En los Abruzos, por el contrario, las clases rurales se habían conser­vado más puras y más vivas que en el resto de Italia; y de los campesinos y de las clases medias era precisamente de donde salía la insurrección, mientras que la aristocracia de las ciudades daba aún la mano al gobierno de la República. De este modo se explica la fidelidad de ciertas ciudades aun en medio del país sublevado y la constancia de algunas minorías en el seno de otras. Así, por ejemplo, se ve a la de Pinna (Civita diPenna) sostener un rudo sitio contra los enemigos de Roma; y así se vio a un cuerpo legalista, formado entre los hirpinos por Minacio Magio de Eclano, apoyar las operaciones de los ejércitos romanos en Campania. Por último, las ciudades confederadas más favorecidas se habían puesto en su mayor parte al lado de los romanos. Citaremos a Ñola y Nuceria, en Campania; las plazas griegas marítimas de Ñapóles y Regium, la mayor parte de las colonias latinas, Alba y Esernia, por ejemplo; todas ellas obraron del mismo modo. Las ciudades latinas y griegas siguieron la causa de Roma, lo mismo que en tiempos de las guerras de Aníbal; los sabelios, por su parte, se declararon contra ella. La antigua política de la República había asentado su poder en Italia sobre el sistema aristocrático; había escalonado por todas partes la supremacía, conteniendo las ciudades colocadas bajo un yugo tanto más duro, cuanto gozaban de mejor derecho; y en el interior de estas habían contenido a la población ciudadana con la aristocrática municipal. En la actualidad, y como consecuencia de los terribles golpes de este detestable gobierno oligárquico, se confirmaba al fin cuan sólidos y poderosos cimientos unían las piedras del edificio construido por los hombres de Estado de los siglos IV y V. Probado ya por muchas tempestades, se sostuvo también ahora contra el desbordado torrente. Sin embargo, aunque las ciudades privilegiadas no hubiesen desertado al primer choque, no podía concluirse de esto que no lo harían después, lo mismo que en tiempos de las guerras púnicas; como tampoco que al día siguiente de las grandes derrotas persistirían en su fidelidad hacia Roma. Aún no habían pasado por la prueba de fuego.242

DE LOS SUBDITOS ITALIOTAS. REVOLUCIÓN SULPICIANAEFECTO PRODUCIDO EN ROMA POR LAINSURRECCIÓN. SE RECHAZA TODA PROPOSICIÓNDE ACOMODAMIENTO. COMISIÓN ENCARGADADE JUZGAR LOS DELITOS DE ALTA TRAICIÓNYa había corrido la primera sangre, e Italia estaba dividida en dos campos. Si, como hemos dicho, se necesitaba mucho para que la insurrección fuese general entre los confederados, superaba ampliamente las espe­ranzas de los que la habían promovido. Los insurrectos podían creer sin demasiada jactancia que obtendrían concesiones de la República. Por lo tanto, enviaron embajadores ofreciendo deponer las armas si se les concedía el derecho de ciudadanía. Vano trabajo. El espíritu público apagado durante tanto tiempo en Roma se despertaba de repente, y oponía una ciega negativa a la más justa de las demandas, sostenida por un ejército considerable. La insurrección de Italia tuvo por primera consecuencia en la capital la reapertura de la guerra de los procesos, como había sucedido ya al día siguiente de los desastres sufridos en África y en la Galia por la política del gobierno. Una vez más se vio a la aristocracia judicial ejercer su venganza sobre los hombres del poder, en quienes la opinión, con razón o sin ella, veía la causa del mal actual. Por una moción del tribuno Quinto Vario, y a pesar de la resistencia de los optimates y de la intercesión tribunicia, se creó un tribunal llamado de alta traición. Fue formado todo con miembros del orden ecuestre, que luchó con gran empeño para conseguir el triunfo. La misión de este tribunal era hacer las convenientes indagaciones sobre la conjuración que Druso había tramado, y que se extendía sobre Roma y sobre toda Italia, pues ahora que ya habían tomado las armas aparecía ante el pueblo, irritado y espantado a la vez, como la más patente traición a la patria. La comisión puso manos a la obra y mermó las filas de los senadores que habían sido partidarios de la conciliación. Entre los más notables citaremos a Cayo Cotta, amigo íntimo de Druso, joven de gran talento, quien fue desterrado; por su parte el viejo Marco Escauro escapó a duras penas de la misma sentencia. Las sospechas contra los senadores no hostiles a los planes de Druso iban tan lejos que, al poco tiempo de esto, el cónsul Lupo decía al Senado, desde su campamento, que entre los optimates que servían en el ejército y el enemigo había continuas inteligencias. Fue necesario que se verificase la captura de espías marsos243



para demostrar el absurdo de tal imputación. Mitrídates tenía razón al decir que "Roma vacilaba bajo el peso de los odios intestinos, más que quebrantada por la guerra social".MEDIDAS ENÉRGICASComo quiera que fuese, la explosión de la insurrección y el terror inaugurado por los actos del tribunal de alta traición parece que habían dado unidad y fuerza a la República. Los partidos callaban. En efecto, los oficiales capaces de todos los colores, demócratas como Cayo Mario, aristócratas como Lucio Sila y amigos de Druso como Publio Sulpicio Rufo, todos, a porfía, se habían puesto a las órdenes del gobierno. Al mismo tiempo, y para dejar al Tesoro el empleo libre de sus recursos, parece que en virtud de un plebiscito la distribución de trigo se restringió mucho. Era una medida necesaria. A la sazón Mitrídates amenazaba el Asia, y se esperaba de un momento a otro la noticia de que se había apoderado de aquella provincia, con lo cual quitaría una de las principales fuentes de ingresos. Por lo demás, un senadoconsulto interrurrfpió la justicia en curso, excepto la comisión de alta traición, y todos los negocios públicos quedaron en suspenso: no se pensaba más que en sacar soldados y fabricar armas.ORGANIZACIÓN POLÍTICA DE LA INSURRECCIÓN CAPITAL CONTRA CAPITALMientras que la República reunía y ponía en juego todas sus fuerzas en la previsión de una ruda y peligrosa guerra, los insurrectos, al mismo tiempo que combatían, necesitaban proveer a la tarea más difícil de su organización política. En medio del país de los marsos, los samnitas, los marrucinos y los vestinos, en medio de la región insurgente de los pelignios, habían elegido la ciudad de Corfinium (San Felino) para convertirla en rival de Roma. Estaba situada en una hermosa llanura, en la orilla del Aterno (el Pescara), y la llamaron Italia; dieron en ella derecho de ciudadanía a todos los habitantes de las ciudades insurrectas y había también allí un gran Forum y una gran curia. Un Senado de244

insurrección de los subditos italiotas. revolución sulpicianaquinientos miembros tenía la misión de formar la constitución y dirigir las operaciones militares. Instituido el Senado, el pueblo de los ciudadanos elegía de su seno dos cónsules y doce pretores, que ejercían el poder supremo en la paz y la guerra, lo mismo que los dos cónsules y los diez pretores romanos. La lengua latina, que por entonces se hablaba entre los marsos y los picentinos, continuó usándose como lengua oficial, pero a su lado y con los mismos privilegios fue admitido el idioma samnita, que dominaba en el sur. De hecho, ambos alternan en las monedas de plata que comenzaron a acuñar los itálicos conforme al modelo de Roma, pero con la leyenda del nuevo Estado que acababan de fundar. De este modo concluían con el monopolio monetario ejercido durante dos siglos por la República. De estas disposiciones es necesario concluir, eviden­temente, que los insurrectos no se contentaban con la igualdad de derechos, sino que aspiraban a someter y aun a destruir Roma, y a esta­blecer otro imperio sobre sus ruinas. Además, resulta que su constitución era una pobre copia de la de Roma o, mejor dicho, que no habían hecho más que reproducir el tipo tradicional en la antigua Italia. En una palabra, su sistema político era el de una ciudad y no el de un Estado, con sus asambleas primarias y una marcha embarazosa, por no decir imposible; con su consejo director y con todos los gérmenes de la oligarquía, absolutamente igual que el Senado romano; y con un poder ejecutivo puesto en manos de muchos altos magistrados, que se hacían concurrencia y servían de recíproco contrapeso. Por último, la imitación descendía hasta los más pequeños detalles. Prueba de esto es el cónsul o pretor, que investido del mando supremo, al igual que el de los romanos, después de la victoria cambiaba su título por el de imperator. Por tanto, no había diferencia alguna entre ambas Repúblicas, y las monedas tenían la misma divinidad en el relieve del anverso; en ellas solo variaba el epígrafe, que en lugar de Roma lleva el nombre de Italia. Pero la verdadera Roma se distingue esencialmente de la de los insurrectos: simple aldea en su origen, ha crecido lenta y sucesivamente, y perteneciendo a la vez a los sistemas de la simple ciudad y del Estado grande, ha marchado por su camino natural de engrandecimiento. La nueva Italia, por el contrario, no es más que el congreso de la insurrección; y era una pura ficción legal declarar ciudadanos de la capital improvisada a todos los habitantes de la península. Cosa notable, al verificarse de repente la fusión entre una multitud de ciudades esparcidas, y crear de este modo la unidad política,245

MWMM E>E ROMA, LIBRO IVeste pueblo debió tocar al mismo tiempo la idea del régimen represen­


tativo. Sin embargo, lejos de hallar la menor huella de él, se manifiesta
la idea contraria4 y es el sistema municipal el que se reprodujo de una
manera exclusiva y más inoportunamente que nunca. Es una nueva y
más decisiva prueba de esto el hecho de que, en todas partes zzz en el mundo antiguo, las instituciones libres eran siempre inseparables de la injerencia directa y personal del pueblo soberano reunido en su asamblea primaria,
y de la idea de la pura ciudadanía. Por lo demás, la noción fundamental
del Estado republicano y constitucional al mismo tiempo, y de la asamblea representativa, expresión y emanación de la soberanía nacional, sin las
cuales no podría concebirse el Estado libre en el mundo moderno, son
obra del espíritu de nuestros tiempos. Volviendo a las instituciones de las
ciudades de la península, con sus Senados hasta cierto punto represen­
tativos y sus comicios relegados a segundo lugar, hubiera parecido que
se aproximaban a los sistemas políticos de nuestros días, pero no me
atrevo a asegurar que ni en Roma ni en Italia se haya traspasado jamás
la línea de demarcación. ; ¡iARMAMENTOSComo quiera que fuese, pocos meses después de la muerte de Druso, y durante el invierno del año 663 al 664, comenzó la lucha entre el Toro sabélico, como decía uno de los insurrectos, y la Loba romana. Por ambas partes se hacían activamente grandes preparativos. En Italia se acumularon inmensos aprovisionamientos en armas, municiones y dinero. En Roma, se ordenó traer de las provincias todos los víveres necesarios, sobre todo de Sicilia, y se pusieron en estado de defensa los muros de la ciudad descuidados por mucho tiempo, aunque esto no fuese más que un acto de prudencia. Las fuerzas parecían iguales en ambos campos. Para suplir la ausencia de los contingentes itálicos, los romanos sacaron los de las milicias cívicas y pidieron soldados a la Galia cisalpina, que estaba ya completamente romanizada; como resultado de esto fueron incorporados diez mil solamente en el cuerpo de Campania.5 También fueron pedidos a Sos númidas y a los demás pueblos del otro lado el mar; mientras que con Sa ayuda de las ciudades libres de Grecia y de Asia Menor reunieron una escuadra de guerra.6 En suma, sin contar las guarniciones, se24 6

INSURRECCIÓN DE LOS SUBDITOS ITALIOTAS. REVOLUCIÓN SULPICIANAmovilizaron cien mil hombres por una y otra parte;7 y puede decirse que desde el punto de vista de la fortaleza del soldado, de la táctica y del armamento, los itálicos no cedían en nada a sus adversarios.LOS DOS EJÉRCITOS DISEMINADOS EN ITALIALa dirección de la guerra presentaba para unos y otros serias dificultades. El campo de la insurrección era de una extensión inmensa y las nume­rosas plazas que habían permanecido fieles a Roma estaban esparcidas en este mismo territorio. Los italianos, por un lado, estaban obligados a largos sitios que diseminaban sus fuerzas y al mismo tiempo debían defender extensas fronteras. Los romanos, por otro, tenían que combatir en muchas partes a la vez una insurrección que no tenía un foco central. Ese es el carácter de las operaciones que van a emprenderse. En este aspecto, el país insurrecto se dividía en dos regiones. Al norte, en la región que va desde el Picenum y los Abruzos hasta la frontera septentrional de Campania, y que comprendía todos los países de lengua latina, Marso Quinto Silón mandaba en jefe a los italianos, y Publio Rutilio Rufo a los romanos; ambos lo hacían con el título de cónsules. En el sur, en la región que abarcaba la Campania, el Samnium y los pueblos sabélicos, el cónsul de los insurrectos era el samnita Cayo Papio Mutilo; y el de los romanos, Lucio Julio César. A las órdenes de cada uno de estos ge­nerales iban seis capitanes en los ejércitos italianos, y cinco en los de la República. Ellos dirigían el ataque y la defensa simultáneamente, cada uno en el país que se le había asignado; por el contrario, los cuerpos consulares tenían libertad de acción en todos los sentidos para poder dar golpes decisivos. Los más famosos oficiales de Roma, Cayo Mario Quinto Catulo y los dos consulares experimentados en los campos de batalla de España, Tito Didio y Publio Craso, iban a las órdenes de los generales en jefe, desempeñando cargos subordinados. Ahora bien, si los itálicos no tenían nombres tan famosos que oponerles, los aconteci­mientos se encargaron de mostrar que sus jefes no eran inferiores a los lugartenientes de los romanos.En esta guerra, estos eran los obligados a tomar la ofensiva en todas partes, pero en ninguna lo hicieron con bastante energía. Un hecho nos llama la atención: al no concentrar sus tropas, los romanos no pudieron24J

arrojarse sobre el enemigo y aplastarlo con sus numerosas huestes, pero, a su vez, los insurrectos no pudieron dirigir una expedición contra el Lacio y precipitarse sobre la capital romana. Sabemos muy poco res­pecto de los detalles, y sería temerario afirmar que pudieran estar en situación de obrar de otro modo. ¿Contribuyó quizá la flojedad del gobierno de Roma al mediano éxito que tuvieron las operaciones? ¿Fue la debilidad del lazo federal entre las ciudades la causa de ese mismo resultado entre los insurrectos? La guerra hecha de este modo trajo para ambas partes sus victorias y sus derrotas, mientras se perpetuaba sin darse una batalla decisiva. Presenta el cuadro de una serie de combates entre ejércitos que luchan simultáneamente hoy en movimientos combinados, y mañana aislados por completo: cuadro extraordinariamente confuso y cuyas tradiciones, destruidas en su mayor parte, no permiten hacer con orden su bosquejo.PRINCIPIO DE GUERRA. LAS CIUDADELAS CÉSAR EN CAMPANIA Y EN EL SAMNIUMTOMA DE ESERNIA POR LOS INSURRECTOS *TOMA DE ÑOLA. PÉRDIDA DE CAMPANIAParece que los primeros ataques se dirigieron contra las fortalezas fieles a Roma y situadas en el país enemigo, las cuales habían cerrado sus puertas y recogido todas las riquezas de los campos. Silón se arrojó primero sobre la ciudadela que contenía el país Marso, la ciudad fuerte de Alba Fucentia, mientras que Mutilo marchaba contra la ciudad latina de Esernia, en el centro del Samnium; sin embargo ambos encontraron una resistencia desesperada. Iguales ataques debieron dirigirse también en el norte con­tra Firmun (Firmo), Hatria y Pinna, y en el sur contra Luceria, Benevento, Ñola y Pestum. Todo esto debió ocurrir antes de que los romanos hubiesen aparecido en la frontera del país, o cuando apenas habían llegado a ella. En la primavera del año 664 el ejército de César se reunió en la re­gión campania, que estaba casi toda a favor de Roma, y dejó guarniciones en sus ciudades, principalmente en Capua, cuya conservación importaba mucho a los intereses de la República, a causa de sus terrenos comunales. Pasó después a tomar la ofensiva, y marchó al socorro de las divisiones romanas que habían penetrado en Lucania y en el Samnium bajo las248


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