Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSNUMANCIAMientras la provincia del sur se veía talada por Viriato y sus lusitanos, en el norte y en los pueblos celtíberos había estallado una guerra no menos temible. Las brillantes victorias de Viriato habían suscitado la insurrección de los arévacos en el año 610. Esta había obligado al cónsul Quinto Cecilio Mételo, enviado a España en socorro de Máximo Emiliano, a marchar antes en contra de este nuevo enemigo. Desplegó momentáneamente en un terreno nuevo, en el sitio de la ciudad de Contrebia (Santander), que había sido considerada hasta entonces como inexpugnable, los talentos militares que había revelado ya en su victoriosa campaña contra el falso Filipo de Macedonia (véase más adelante). Al cabo de dos años de mando consiguió pacificar la provincia septentrional. Por su lado, las plazas de Termancia y de Numancia eran las únicas que aún tenían cerradas sus puertas. Sin embargo, se llegó pronto a una capitulación, cuyas condiciones cumplieron los españoles. Ahora bien, cuando llegó a exigírseles que entregasen las armas, se sublevó su altivez, como se había sublevado la de Viriato: querían conservar su espada, de la que tan bien sabían ser­virse. Así, conducidos por un jefe audaz, Megaravico, se resolvieron a continuar la lucha. Era una locura intentarla. El ejército romano, cuyo mando acababa de tomar el cónsul Quinto Pompeyo (año 613), contaba con un número de soldados cuatro veces mayor a la población armada de Numancia. A pesar de esto, el torpe general de Roma sufrió bajo los muros de ambas ciudades dos terribles derrotas (años 613 y 614); y, al no poder imponer la paz a los bárbaros, prefirió la vía de las negociaciones. Parece que lo hizo definitivamente con Termancia y devolvió también todos los prisioneros a Numancia, con la promesa de darles condiciones equitativas si la ciudad se entregaba a discreción. Cansados de la guerra, los numantinos acogieron sus proposiciones, y de hecho el general romano se mostró en un principio tan moderado como era posible. Ya se habían devuelto los cautivos y tránsfugas, y se habían entregado los rehenes y una gran parte de la suma de dinero que se había estipulado, cuando llegó al campamento el nuevo general romano, Marco Popilio Lena. En cuanto Pompeyo se vio libre del mando que pesaba sobre él, a fin de no tener que dar cuenta a Roma de una paz vergonzosa en opinión de sus con­ciudadanos, faltó a su palabra, o, mejor dicho, la negó. Cuando los nu­mantinos se presentaron con el importe de su contribución demandado las legiones en la guerra contra Viriato. Con el apoyo de este núcleo escogido y seguro, del que hizo una especie de guardia de su persona, Escipión emprendió en el año 620 la reorganización completa del degenerado ejército de España. Primero tuvo que purgar el campa­mento de dos mil mujeres públicas que en él había, de los malos sacer­dotes y de la multitud de adivinos que por él pululaban. Como el soldado había caído en un estado en que no podía batirse, tuvo que trabajar en las líneas y hacer marchas y contramarchas diarias. Durante todo el estío Escipión evitó cualquier encuentro; no hizo más que destruir en aquel país los aprovisionamientos, castigó a los vaceos por haber vendido grano a los numantinos y los obligó a reconocer la soberanía de Roma. En el invierno finalmente concentró su ejército en las inmediaciones de Numancia. Además del contingente de caballería númida, de la infantería y de los doce elefantes que le había acercado el príncie Yugurta, y además de los auxiliares españoles que no eran en menor número, Escipión disponía de cuatro legiones completas. Sesenta mil soldados aproxima­damente iban a atacar una ciudad que apenas contaba con ocho mil hombres capaces de tomar las armas.Sin embargo, los sitiados osaron presentarles batalla. Escipión no la aceptó pues sabía, como buen general, que cuando la indisciplina y la des­organización han durado muchos años no se corrigen de pronto. En todas las escaramuzas a que daban lugar las frecuentes salidas de los sitiados, siempre tocaba huir a los legionarios. De hecho, para detenerlos era necesaria la intervención del general en jefe en persona; así, el cobarde comportamiento de los soldados justificaba la gran prudencia del general. Jamás general alguno trató con más desprecio a sus soldados; sus actos corrían parejos con la ironía de su lenguaje. Por primera vez los romanos tuvieron que pelear, de buen grado o por la fuerza, con la azada o la pala en vez de la espada. Todo el recinto de la ciudad sitiada, que era de cerca de una legua, fue cerrado por una doble línea de circunvalación dos veces mayor con murallas, torres y fosos, e incluso el Duero, por donde los diestros marineros y nadadores llevaban víveres al enemigo, fue completamente obstruido. Como no se atrevían a dar el salto, los romanos sitiaron la plaza por hambre. De esta forma su caída era tanto más segura, considerando que durante la buena estación los habitantes no habían podido hacer acopio de provisiones. No tardaron en carecer de todo. Retógenes, uno de los más atrevidos numantinos, forzó con

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSalgunos camaradas las líneas romanas, y recorrió los países vecinos suplicándoles que no dejasen perecer a Numancia. Sus instancias hallaron eco entre los habitantes de Lucia, una de las ciudades de los arévacos. Pero antes de que hubiesen tomado un partido, Escipión, que había sido advertido por los de la facción romana, apareció delante de la ciudad, obligó a los jefes a entregarle los agitadores (estos eran cuatrocientos jóvenes pertenecientes a las mejores familias) e hizo que les cortasen a todos las manos. Los numantinos perdieron su última esperanza. Enviaron a Escipión una embajada y ofrecieron someterse bajo ciertas condiciones; como se dirigían a un bravo soldado, esperaban que se los tratase como bravos. La embajada volvió. Escipión exigía la sumisión incondicional. El pueblo, furioso, descuartizó a sus enviados y continuó el bloqueo hasta que el hambre y las enfermedades terminaron su obra. Por último, aparecieron nuevos diputados diciendo que la ciudad se entregaba sin condiciones. Los habitantes recibieron orden de presentarse al día siguiente en las puertas, pero estos pidieron algunos días más para que tuviesen tiempo de morir aquellos que no querían sobrevivir a la libertad de su patria. Escipión les concedió este último plazo. Muchos se apresuraron a aprovecharlo, y los demás se presentaron delante de los muros en un estado miserable. El romano escogió cincuenta, los más notables, para llevarlos el día de su triunfo; los demás fueron vendidos como esclavos. La ciudad fue arrasada y su territorio distribuido entre las ciudades vecinas. La catástrofe tuvo lugar en el otoño del año 621 (133 a.C.), en el decimoquinto mes del generalato de Escipión. Una vez que Nu­mancia fue destruida, cesaron en todo el país los últimos movimientos de la oposición contra Roma. En adelante bastaron algunos paseos militares y algunas multas impuestas a los recalcitrantes para que toda la España citerior reconociese completamente la dominación romana.SUMISIÓN DE LOS GALAICOS ESPAÑA BAJO EL NUEVO RÉGIMENEl dominio de Roma se había asegurado también en la provincia ulterior y aumentado por la sumisión de Lusitania. El cónsul Décimo Junio Bruto, sucesor de Cepión, estableció a los lusitanos prisioneros en los alrededores de Sagunto, y dio a Valentía (Valencia), su nueva ciudad, instituciones

-IMMUfJí: ÍSÜlM »>.!latinas semejantes a las de Carteya. Por lo demás recorrió en todas direcciones la región de las costas ibéricas occidentales (de 616 a 618), y fue el primero entre los romanos que llegó por esta zona a las playas del Atlántico. Forzó las ciudades lusitanas tenazmente defendidas por sus habitantes, fueran estos hombres o mujeres, y según se dice, mató cincuenta mil hombres en una gran batalla dada a los gallegos, hasta entonces independientes, y los reunió a la provincia romana. Por tanto, una vez que fueron sometidos los vascos, los lusitanos y los gallegos, toda la península quedó sujeta, al menos nominalmente, a excepción de la costa septentrional. En ella se hizo presente una comisión senatorial con encargo de avistarse con Escipión y organizar el país nuevamente conquistado. Escipión hizo cuanto pudo para reparar el mal hecho por la política desleal y torpe de sus predecesores. Diecinueve años antes, y siendo simple tribuno militar, había visto a Lúculo maltratar indigna­mente a los coquenses; hoy, en cambio, el héroe los invita a volver a su ciudad y a reconstruir en ella sus casas. Comienza para España una era relativamente mejor. Por otra parte, la piratería había hecho su asiento en las Baleares. Quinto Mételo las ocupó en el año 631 (123 a.C.), destruyó a los piratas y abrió a los españoles todas las facilidades de un comercio que prosperó mucho en poco tiempo. Fértiles por naturaleza y habitadas por un pueblo diestro como ninguno en el manejo de la honda, esta islas eran para Roma una adquisición ventajosa. Ya se hablaba en todos los puntos de la península la lengua latina, como lo atestiguan los tres mil latinoespañoles importados en Palma y en Polentia, en las islas que acabamos de mencionar. En suma, y a pesar de los muchos y graves abusos, se conservó en el país la administración romana tal cual la habían planteado en otro tiempo el genio de Catón y el de Tiberio Graco. En cuanto a las fronteras de las provincias, tuvieron aún que sufrir mucho por las incursiones de los pueblos no sometidos o sometidos a medias en el norte y en el oeste. Entre los lusitanos, la juventud pobre tenía la costumbre de reunirse en bandas de salteadores y arrojarse en masa, matando y saqueando sobre sus vecinos, sobre los campesinos princi­palmente; y hasta en los siglos posteriores las quintas y los caseríos eran una especie de fortaleza en estado de resistir un ataque imprevisto. Jamás consiguieron los romanos extirpar por completo el bandolerismo en las impenetrables e inhospitalarias montañas de Lusitania. Sin embargo, en adelante no habrá ya más guerras propiamente dichas, y las hordas26

laBMtUBlUJETOS ]tumultuosas serán fácilmente rechazadas por los pretores, aun por los más incapaces. A pesar de estos desórdenes que solo se renuevan ya en los distritos fronterizos, España llegó a ser, bajo los romanos, uno de los países más florecientes y mejor gobernados. En ella no había diezmos ni explotadores intermediarios (middlemen), y al mismo tiempo aumentó la población y se enriqueció el país en cereales y en ganados.LOS ESTADOS CLIENTESMucho menos feliz era la situación mixta en la que habían sido colocados los Estados africanos, griegos o asiáticos, arrastrados en la órbita de la soberanía romana por el movimiento de las guerras púnicas, macedónicas y sirias. Para estos no había sujeción formal ni independencia real. El Estado independiente no paga nunca demasiado caro el precio de su libertad y, cuando hay necesidad, sufre las cargas de la guerra. El Estado que ha perdido su libertad, por contrapartida, puede al menos hallar una compensación en el reposo que se le asegura respecto de sus vecinos, tenidos a raya por el Estado conquistador. Pero los clientes de Roma ni eran libres ni gozaban de los beneficios de la paz. En África se sostenía una guerra continua entre Cartago y los númidas. En Egipto, donde el arbitraje de Roma había cortado la cuestión de la sucesión al trono entre los dos hermanos Tolomeo Filometor y Tolomeo Fiscón, se disputan de nuevo a Chipre con las armas en la mano los reyes instalados en Cirene y en Alejandría. En Asia, en la mayor parte de los reinos, en Bitinia, en Capadocia y en Siria, la sucesión al trono da también origen a sangrientas guerras y la intervención de las potencias vecinas aumenta los males. Además los Atálidas chocan contra los gálatas y los reyes bitinios en guerras frecuentes y sangrientas, y la misma Rodas se arroja sobre los cretenses. En la propia Grecia, se debaten como siempre las pequeñas cuestiones que ya sabemos; pero hay más, hasta Macedonia, tiempo antes tan pacífica, se agita en funestas disensiones a la sombra de sus nuevas instituciones democráticas locales.Por las faltas de todos, señores y subditos, iban desapareciendo en medio de estas interminables querellas las últimas fuerzas vivas y la prosperi­dad de las naciones. Los Estados clientes hubieran debido comprender que el que no puede no debe hacer jamás la guerra a nadie, y que, al estar27

"!¿ Kde hecho todos colocados bajo la tutela y la garantía de Roma, no les quedaba más que optar razonablemente entre la buena inteligencia con los Estados vecinos, o recurrir a la jurisdicción del soberano. La dieta de Acaya se vio un día solicitada a la vez por los cretenses y los rodios que reclamaban que se les enviase algún auxilio, y aquella deliberó gravemente sobre la cuestión. ¡Pura necedad política! Entonces el jefe de la facción filorromana dio a entender que los aqueos no tenían ya libertad para emprender la guerra sin el permiso de Roma, y puso así a la vista, de un modo demasiado brusco, la realidad de la situación. Sí, la sobe­ranía de los Estados clientes no era más que nominal; al primer esfuerzo intentado para devolver la vida a aquella sombra, debía desvanecerse la sombra misma. Pero la historia debe ser aún más severa con la potencia dominante. Para el Estado, lo mismo que para el individuo, es sumamente fácil hallar el verdadero camino en medio de la insignificancia política, y el deber y la justicia ordenan al que tiene las riendas en la mano a abandonar el poder o a obligar a los subditos a que tengan resignación, al amenazarlos con todo el aparato de una opresora superioridad. Roma no tomó ninguno de esos dos partidos. Solicitada por todas partes a la vez y sitiada por las súplicas de todos, tenía que mezclarse diariamente en los asuntos de África, de Grecia, de Asia y de Egipto, pero lo hizo tan flojamente, y con tan poca consecuencia, que sus ensayos de inter­vención no hicieron ordinariamente más que aumentar la confusión. Este era el tiempo de las comisiones indagatorias. A cada momento partían para Alejandría y Cartago los enviados de Roma, y se presentaban en la dieta aquea y en las cortes de los reyes del Asia Occidental. Allí to­maban sus notas, denunciaban sus inhibiciones y formaban sus relacio­nes, todo lo cual no impedía que, en la mayor parte de los casos y en los más importantes, se tomase una decisión completamente desconocida para el Senado y a veces hasta contraria a su voluntad. De este modo es como se vio a la isla de Chipre, que había sido unida por el Senado al reino de Cirene, permanecer sin embargo en poder de Egipto. Así es también como subió un príncipe sirio al trono de sus antepasados, apoyándose en una decisión favorable de los romanos, aun cuando sus pretensiones habían sido formalmente rechazadas y él mismo se había escapado de Roma contra las disposiciones terminantes dadas para retenerlo. Así es, por último, como un comisario romano pereció a manos de un asesino cuando desempeñaba por orden del Senado el papel de28

tutor de Siria, y el crimen quedó impune. Los asiáticos se sentían incapaces de resistir a las legiones, pero sabían también cuánto repugnaba al gobierno de Roma el mandar la milicias cívicas a las orillas del Eufrates y del Nilo. En aquellas lejanas regiones, las cosas andaban como andan en la escuela cuando el maestro está ausente o es demasiado bondadoso; y Roma, quitando a los pueblos la libertad, les dejó el desorden. Sin embargo, debió ver el peligro, pues iba comprometiendo la seguridad de sus fronteras tanto al norte como al este. Incapaz de acudir al mal con remedios prontos y decisivos, ¿no podía suceder que un día viese surgir nuevos imperios, que, apoyándose en las regiones del continente central, fuera de la vasta esfera de su hegemonía, le crearan serios peligros y fueran llamados tarde o temprano a rivalizar con ella? Es indudable que, al estar el mundo político dividido por todas partes y ser incapaces de un formal progreso de su frontera, las naciones vecinas le ofrecían ciertas seguridades. Pero aquel que tenía clara la vista no dejaba de notar la gravedad de las circunstancias presentes, sobre todo en Oriente, donde aun cuando la falange de Seleuco había ya desaparecido, las legiones de Augusto no se habían fijado aún en las orillas del Eufrates.Todavía era tiempo oportuno de poner fin a las medidas a medias. La única solución posible era la de cambiar los Estados clientes de Roma en simples gobiernos; y esto hubiera debido hacerse con tanta más ra­pidez, en cuanto que las instituciones provinciales romanas no hacían más que verificar la concentración del poder militar en manos del funciona­rio de Roma. Estos solían dejar, o hubieran debido dejar, a las ciudades dueñas de la administración y de la justicia, pues, en efecto, todo lo que tenía una vida independiente podía mantenerse en ellas con la forma de libertades municipales. Es imposible desconocer la necesidad de la reforma política, pero ¿debería el Senado retrasarla o amenguarla?, ¿tendría fuerza y energía suficientes? Y, viendo claramente las necesidades inevitables, ¿osaría cortar la cuestión por lo sano?CARTAGO Y NUMIDIA SE DECIDE LA DESTRUCCIÓN DE CARTAGODirijamos ahora nuestras miradas al África. El orden de cosas establecido en Libia por los romanos tenía por ley el equilirio entre Cartago y el reino

númida de Masinisa. Mientras este reino se extendía, fortificaba y civi­lizaba bajo la mano a la vez hábil y emprendedora de su soberano, por el solo efecto de la paz Cartago también volvía a ser, al menos en cuanto a la riqueza y a la población, lo que había sido en tiempos de su mayor poder y grandeza. Roma veía con envidia mal disimulada el nuevo florecimiento y los recursos al parecer inagotables de su antigua rival. Por lo demás, si en un principio había vacilado en prestar serio apoyo a las diarias agresiones de Masinisa contra los cartagineses, en la actualidad intervenía abiertamente en favor del Númida. De este modo es como cortó un litigio que hacía treinta años que estaba pendiente entre Cartago y el rey. Se trataba de la posesión del país de Emporios (en la Vizacena) sobre la pequeña Sirtes, una de las regiones más fértiles del antiguo te­rritorio fenicio. Los comisarios romanos fallaron por fin hacia el año 594. Se mandó que los cartagineses evacuasen las ciudades que aún ocupaban y que pagasen al rey quinientos talentos por las rentas que habían dis­frutado indebidamente. Alentado Masinisa con semejante decisión, se apoderó inmediatamente de otra porción del país en la frontera occidental del territorio de Cartago, le quitó la ciudad de Tusca y las extensas llanuras que atraviesa el Bagradas. Los cartagineses no tuvieron más medio que recurrir a Roma y volver a comenzar la interminable serie de procesos. Después de un plazo largo, fue a África una segunda comisión en el año 597, y, como los cartagineses no habían querido someterse de ante­mano y sin instrucción previa y exacta del litigio al arbitraje que se les proponía, los comisarios romanos se volvieron sin haber hecho nada. Quedó pues en pie la cuestión entre los fenicios y Masinisa; pero el viaje de los enviados de Roma tuvo además otro resultado muy diferente. El jefe de la comisión había sido Marco Catón, el hombre más influ­yente del Senado, el veterano de las guerras contra Aníbal, que estaba completamente poseído por el odio y el temor al nombre cartaginés. Admirado y descontento a la vez, había visto con sus propios ojos el floreciente renacimiento del enemigo hereditario de Roma: las riquezas de las tierras, las muchedumbres que circulaban por las calles y el inmenso material marítimo de la República fenicia le habían dado mucho en qué pensar. Ya le parecía ver que se levantaba en el porvenir un segundo Aníbal., que lanzaba contra Roma las armas y los recursos de su patria. En su convicción viril y honrada, aunque estrecha y mezquina, estaba persuadido de que la salvación de Roma no estaba asegurada mientras

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSestuviese en pie Cartago. Al volver a la ciudad se apresuró a emitir su parecer en pleno Senado. Su política encontró adversarios en los libre­pensadores del partido aristocrático -sobre todo en Escipión Nasica-que, combatiendo sin miramientos los ciegos odios del viejo censor, demostraron cuan poco temible era en el porvenir esta ciudad que solo pensaba en los negocios mercantiles; cuánto se iban alejando sus habi­tantes del pensamiento y de la práctica de la guerra, y cuan bien podía conciliarse la existencia de un gran centro comercial con la supremacía política de Roma. De ser posible se hubiera deseado reducir a Cartago al rango de una simple ciudad provincial, pero aun así, y dada la situación en que se hallaba, hubiera parecido a los fenicios ventajosa la transfor­mación. Para Catón, por su parte, no era suficiente la sumisión completa de la ciudad aborrecida, quería su destrucción. Su opinión halló muchos partidarios entre los hombres políticos, que deseaban que pasasen los territorios de ultramar a la dependencia inmediata de la República, y principalmente entre los hombres de negocios y los grandes especuladores, cuya influencia era poderosa, y que, una vez arrasada Cartago, se creían los herederos directos de la gran metrópoli de la riqueza y del comercio. Finalmente la mayoría decidió que en la primera ocasión favorable (y era conveniente esperarla siquiera por respeto a la opinión pública) se declararía la guerra y se arrasaría Cartago. No tardó en presentarse el pretexto deseado. Las agresiones de Masinisa y el apoyo inicuo que Roma le prestaba habían hecho que se pusiesen al frente de los negocios públicos de la ciudad africana los jefes de la facción patriota, Asdrúbal y Cartalo. Sin llegar a ponerse en abierta insurrección contra la supremacía de Roma, estos querían, como los patriotas de Acaya, defender los derechos que los tratados reconocían a su patria, e incluso con las armas en la mano si fuese necesario, sobre todo contra Masinisa. De esta forma hicieron salir de Cartago a cuarenta de los más decididos partidarios del rey númida, y el pueblo juró no volver a abrirles las puertas de la ciudad, más allá de cualquier circunstancia en que esta se encontrase. Al mismo tiempo, y para rechazar los ataques que se esperaban de parte del ene­migo, se reclutó un grueso ejército entre los númidas independientes, y se confió su mando a Arkobarzana, nieto de Sifax (año 600, 154 a.C.). Hábil como siempre, Masinisa tuvo buen cuidado con no armarse y se sometió incondicionalmente a la decisión de Roma en todo lo tocante al territorio del Bagradas. Esto equivalía a proporcionar a los romanos el

ÍOTSyJüf.; Alpretexto de una acusación contra Cartago, pues era evidente que esta se armaba para hacer la guerra a Roma. Por consiguiente, era necesario que licenciase inmediatamente a sus tropas y que destruyese todos sus preparativos marítimos. Ya iba a ceder el gran Consejo pero el pueblo se opuso a la ejecución de las órdenes dadas; incluso los enviados romanos portadores de la sentencia corrieron gran riesgo. Masinisa envió inme­diatamente a Italia a su hijo Gulusa para denunciar los preparativos que continuaba haciendo Cartago ante la expectativa de una guerra continental y marítima, y para apresurar la ruptura de las hostilidades. Vino una nueva embajada de diez enviados romanos a la ciudad condenada, y confirmó la realidad de los armamentos que se hacían con gran preci­pitación (año 602). Sin embargo, el Senado no quiso, a pesar del parecer de Catón, romper abiertamente, y se decidió en sesión secreta que solo se declararía la guerra si los fenicios persistían en mantener los soldados sobre las armas y no entregaban a las llamas su material marítimo.Entre tanto ya había estallado la lucha entre los africanos. Masinisa ha­bía confiado los desterrados de Cartago a su hijo Gulusa, quien los había conducido hasta las puertas de la ciudad que encontraron cerradas. A la vuelta fueron degollados algunos númidas. Inmediatamente Masinisa puso su ejército en movimiento; a su vez la facción patriota de Cartago se preparó al combate. Pero el jefe de sus tropas, Asdrúbal, era uno de esos generales elegidos con frecuencia en Cartago, que parecen destinados solo para la destrucción del ejército. Revestido de púrpura, se lo veía hacer ostentación de ella como un rey de teatro. Incluso en el campamento no tenía más dios que su vientre: grueso, pesado y vanidoso, no era, ni con mucho, el hombre que reclamaban las circunstancias. Para sacar a Cartago del abismo se hubiera necesitado el genio de un Almílcar o el brazo de un Aníbal, y aun con todo eso, ¿quién se atrevería a asegurar que hubiera podido salvarla? Al fin se dio la batalla a la que asistió Escipión Emiliano. Por entonces era tribuno militar en el ejército de España, y había sido enviado cerca de Masinisa para traer de África elefantes. Colocado en lo alto de una colina, "como Júpiter sobre el Ida", presenció toda la contienda. Aunque reforzados por seis mil caballos númidas que les habían mandado los jefes descontentos u hostiles al rey, y aunque eran también superiores en número, los fenicios llevaron la peor parte. Después de la derrota ofrecieron dinero y cesión de territorio, y Escipión intervino a petición de estos para la firma del tratado. Pero no podían entenderse


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