Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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HISTORIA DE ROMA, LIBROHB1ÍAH WT»p» U*tM «Udel impuesto y que trató al subdito como dominio útil y explotable de la ciudad; a este último lo despojó de oficio en provecho de la ciudad, o lo entregó a los ciudadanos para que lo despojasen. Criminalmente tolerantes con los especuladores romanos, siempre hambrientos de oro, los administradores de las provincias las entregaron a hombres para quienes la ley no era un freno. Así pues, necesitaron que los ejércitos de la República fueran a destruir las plazas comerciales que les hacían competencia, y en consecuencia las ciudades más espléndidas de los Estados vecinos fueron inmoladas no a la barbarie de la ambición de conquistas, sino a la barbarie mil veces más infame de la ambición mercantil. La antigua organización militar imponía al ciudadano una carga pesada, pero era también el más sólido fundamento del poder de Roma; pues bien, hoy se la mina y destruye. Se disuelve la armada, y va decayendo de un modo increíble todo el aparato de guerra continental. Al subdito se le encarga la ruda tarea de guardar las fronteras asiáticas y africanas; y cuando no pueden hacerlo, cosa que sucede en Italia, en Macedonia y en España, se defienden miserablemente del bárbaro que llama a las puertas del Imperio. Las clases altas comienzan a huir del servicio militar, hasta el punto de que cuesta gran trabajo llenar los cuadros de los oficiales para la guarnición de España. La repugnancia contra el servicio va creciendo sobre todo en este último país, y, por otra parte, los actos de parcialidad y de injusticia entre los oficiales encargados de las levas fueron la causa de que en el año 602 hubiese que quitarles sus antiguas atribuciones. En adelante ya no tienen derecho a elegir libre­mente contingentes reclutados entre los hombres válidos, sino que será la suerte la que decida quiénes han de ser soldados entre toda la población llamada al reclutamiento, en detrimento del espíritu militar en el ejército y de las aptitudes especiales para las diversas armas. Las autoridades no administran ya con el severo vigor de otros tiempos y adquieren popularidad con las más deplorables adulaciones. Un día el cónsul quiso ejecutar seriamente la ley y reunir los soldados necesarios para el ejército de España, pero los tribunos intervinieron inmediatamente e impidieron todo acuerdo en virtud de su prerrogativa constitucional. Ya hemos dicho (pág. 23) que, cuando Escipión pidió autorización al Senado para hacer un llamamiento a las milicias con motivo del sitio de Numancia, este rechazó su moción. Por entonces, los ejércitos romanos que operaban delante de Cartago y de Numancia eran muy semejantes a los de los reyes74

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSsirios: panaderos, cocineros, bateleros y gente por el estilo formaban en él una cifra cuatro veces mayor al efectivo de soldados. Los generales de Roma ya no cedían en nada a los de Cartago en el arte de corromper y de arruinar los ejércitos, y las guerras comienzan en todas partes con terribles derrotas, lo mismo en África que en España, en Macedonia o Asia. Por lo demás, queda impune el asesinato de Gneo Octavio, se considera el de Viriato como una obra maestra de la diplomacia, y como una hazaña la conquista de Numancia. El honor nacional y el individual se pierden de un modo vergonzoso. ¿No es acaso un epigrama sangrien­to y un testigo despiadado aquella estatua de Mancino, desnudo y encadenado, erigida por él en medio de Roma, como vanagloriándose del sacrificio patriótico del que había sido víctima? A donde quiera que se mire se ve todo en plena y rápida decadencia, tanto entre las fuerzas interiores como en el poder exterior de la nación. En aquellos tiempos de paz relativa, Roma, lejos de engrandecer su territorio, no defiende más que a medias lo conquistado en luchas gigantescas. Es difícil apoderar­se del imperio del mundo, pero aún más difícil es conservarlo: si bien el Senado romano fue lo bastante fuerte para realizar lo primero, cedió ante lo segundo.75

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II MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO GRACOEL GOBIERNO EN ROMA ¡ANTES DE LA ÉPOCA DE LOS GRACOS »Después de la batalla de Pidna, Roma vivió en la tranquilidad más completa por espacio de un siglo; apenas si apareció, en algún que otro punto de sus dilatados dominios, alguna leve agitación en la superficie de su sociedad. El imperio territorial se extendía por los tres continentes entonces conocidos. El esplendor del poderío romano y la gloria de su nombre iban aumentando constantemente: todas las miradas estaban vueltas hacia Italia; todos los talentos y todas las riquezas afluían a este país afortunado. Parece que volvía a abrirse en él la edad de Oro, con los beneficios de la paz y los goces intelectuales de la vida. Los orientales hablaban entre sí y con entusiasmo de la gran República de "Occidente, que tenía sujetos los reinos vecinos y lejanos, que era temida de todo aquel que oía pronunciar su nombre, y que cuidaba escrupulosamente de conservar la amistad y la paz con sus amigos y con los pueblos que en ella ponían su confianza [...]. Así pues, los romanos habían adquirido un poderío inmenso [...], y, sin embargo, nadie ceñía allí la diadema, o revestía la púrpura para distinguirse de los demás y parecer más grande que ellos [...], sino que delegando anualmente su magistratura soberana [...], lo obedecían todos sin que reinasen entre ellos la envidia ni los celos".1DECADENCIA RÁPIDA ;En efecto, tal era el aspecto de las cosas miradas de lejos, pero, de cerca, el cuadro variaba por completo. El gobierno aristocrático de Roma marchaba a grandes pasos hacia la ruina de su propia obra, pero no porque los hijos y los nietos de los vencidos en Canas y vencedores en Zama hubiesen degenerado y perdido la tradición de sus grandes antepasados. No habían cambiado los hombres que se sentaban en el Senado, pero77

sí, los tiempos. Allí donde el gobierno pertenece a un número restringido, exclusivo, de antiguas familias que tienen vinculadas las riquezas y la influencia política, en la hora del peligro se las ve desplegar una incom­parable persistencia: obedecen al heroico espíritu de sacrificio. Si los tiempos varían y las tempestades calman, vuelven de nuevo a caer en la estrechez de miras, en el egoísmo y en la flojedad. Ambos fenómenos se engendran en la misma causa, en el poder hereditario y perteneciente exclusivamente a una corporación. Hacía mucho tiempo que el mal existía, pero en estado latente, y no necesitaba para germinar y crecer más que el sol de la prosperidad. Había realmente un profundo sentido en aquella frase de Catón, cuando se preguntaba "¿qué sería de Roma, el día que esta no tuviese a nadie que temer?". Había llegado este caso. Todos los pueblos que hubieran podido inspirarle algún temor habían sido casi aniquilados. La muerte iba arrebatando uno tras otro a los hombres nacidos y educados bajo el antiguo régimen, en la ruda escuela de las guerras de Aníbal; aquellos hombres que eran como el último eco del gran siglo, hasta en los días de su avanzada vejez. Ya había dejado de resonar en el Senado y en la plaza pública la voz del último de todos, la voz de Catón el Mayor. Una generación nueva había tomado a su cargo la dirección de los negocios, y los actos de su política eran una perentoria y terrible respuesta a la cuestión propuesta por el viejo patriota. Ya hemos dicho de qué manera gobernaba a los países sujetos, y cómo marchaban los asuntos exteriores bajo su dirección. En cuanto a las cosas interiores, el descuido era aún mayor, si esto es posible. La nave marcha hacia donde la impele el viento, y, si ha de entenderse por gobierno interior otra cosa que el despacho de los asuntos diarios, puede asegurarse que Roma no tenía gobierno. La corporación directora no tenía más que un pensamiento al que obedecía siempre: conservar y aumentar, si era posible, los privilegios usurpados. No es el Estado el que por su función tiene derechos sobre el ciudadano más útil y mejor, sino que cada uno de los miembros del patriciado pretende tener un derecho innato a la función suprema del Estado. Nada puede disminuir este derecho: ni la injusta concurrencia de sus iguales, ni las empresas del concurrente jurídicamente despojado. Todos los esfuerzos de la pandilla de los nobles no tienen más que un fin: impedir la reelección al consulado y excluir en adelante a los "hombres nuevos". En el año 603 consiguió por fin que pasasen a ser ley las tan deseadas prohibiciones;2 y de esta forma asegura78

JIOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO GRACOel régimen de las nulidades políticas en provecho de los nobles. Todo va entonces del mismo modo: la inacción en el exterior, la exclusión en el interior de los simples ciudadanos, y la desconfianza recíproca entre los miembros del orden noble al que pertenece el poder. El medio más seguro de tener alejados de la casta aristocrática a los hombres del común del pueblo era el de prohibirles las acciones brillantes que pudieran ser un título para su ennoblecimiento. Por lo demás, en este gobierno de las medidas a medias hasta resultaría incómodo un noble que volviese a Roma vencedor y conquistador de la Siria o del Egipto.ENSAYOS DE REFORMA COMISIONES CRIMINALES PERMANENTESSin embargo existía una oposición, cuyas tentativas produjeron algunos resultados. Se mejoró la organización judicial. Saltaba a la vista la insu­ficiencia de la jurisdicción administrativa contra los magistrados de las provincias, ejercida directamente por el Senado, o delegada por él en ocasiones a comisiones extraordinarias. En el año 605, y a consecuencia de una moción de Lucio Calpurnio, se estableció una innovación fecunda para el derecho y la vida pública de Roma, que consistía en una comisión permanente con la misión de proceder contra los magistrados romanos concusionarios,3 a instancia de las provincias.LA VOTACIÓN SECRETA. EXCLUSIÓN DE LOS SENADORES DE LAS CENTURIAS ECUESTRES. LAS ELECCIONESTambién se quiso emancipar los comicios y arrancarlos a la preponderante influencia de la aristocracia. Los demócratas de Roma creían hallar su panacea en el voto secreto de las asambleas del pueblo: votación que fue instituida por la Ley Gabinia en el año 615 para las elecciones a las magistraturas, por la Ley Casia en el año 617 para los tribunales populares y, por último, por la Ley Papiria en el año 624 para admitir o rechazar las mociones legislativas. Hacia el año 625, un plebiscito obligó a los senadores a renunciar al "caballo público" al tiempo de su admisión en la curia; de este modo se les quitó el derecho de voto privilegiado en las79

dieciocho centurias ecuestres (volumen II, libro tercero, pág. 335). Todas estas eran medidas que tendían evidentemente a emancipar el cuerpo electoral de la influencia del orden gobernante. Quizás el partido del que emanaban creyó ver en ellas el punto de partida de la regeneración política. ¡Vana ilusión! No trajeron ningún remedio a la nulidad del órgano supremo y legal del poder del Estado, antes, por el contrario, hicieron más patentes todos los vicios de las cosas y de las instituciones. Desde el año 609 se había fingido el formal reconocimiento de la soberana independencia del pueblo; habían abandonado el lugar de sus antiguas asambleas, al pie de la curia, y las habían trasladado a la plaza del mercado (al Foruníj. La querella de la soberanía popular contra la dominación real y constitucional de los nobles no era, después de todo, más que aparente. Los partidos luchaban solo con frases y palabras sonoras, y no se dejaba sentir su acción en los hechos inmediatos. Durante todo el siglo vil, la vida política solo se manifestó en las elecciones anuales para las funciones civiles, el consulado y la censura principalmente. Las elecciones eran las cuestiones grandes y candentes, pero son raros los casos en que se encarnan principios opuestos en las diversas candidaturas. Por lo común, no había más que una cuestión de personas. Que la mayoría de los votantes se vaya al lado de un Cecilio o de un Cornelio, poco importa: la política general no tiene nada que ver en ello. Si hay algo que pueda transformar los vicios de las facciones, eso es el libre movimiento de las masas en el Estado y el común progreso hacia el fin ideal que profesan. Los partidos no desempeñaban en Roma más que un papel miserable en provecho de los intrigantes que se disputaban el poder. Era relativamente fácil para todo noble romano penetrar por la cuestura y el tribunado del pueblo en la carrera de las funciones públicas (cursus honorum), pero, eso sí, para llegar hasta el consulado y la censura necesitaban hacer grandes esfuerzos y por espacio de muchos años. De los muchos premios que podían recogerse en la lucha, eran pocos los que pagaban el trabajo. Según la expresión de un poeta, los combatientes necesitaban luchar en un palenque muy ancho en un principio, pero que se iba estrechando por momentos. Mientras las funciones fueron honoríficas, mientras solo se presentaron a conquistar las pocas coronas hombres fuertes y capaces, militares, hombres de Estado y jurisconsultos, todo marchó bien. En el momento en que el orden noble se estrecha y aisla, no trae ventaja alguna la concurrencia. Con pocas excepciones, casi todos los jóvenes de las8o



movimiento reformista. tiberio gracofamilias gobernantes se lanzan a la carrera política, y su prematura ambición encuentra medios más eficaces que los servicios prestados a la cosa pública para llegar al fin. La primera condición de éxito era tener o crearse relaciones influyentes, pero ahora no se iba como antes a buscarlas en los campos de batalla, sino en la antesala de los grandes personajes. Ir muy de mañana a esperar que se levantase el patrono y aparecer en público formando su cortejo era antiguamente oficio de clientes y de emancipados. En la actualidad, la nueva clientela de los altos personajes la constituyen los nobles ambiciosos y aduladores. Pero el pueblo es también un poderoso señor y debe respetárselo como tal. El populacho se muestra muy exigente: ya pretende que el futuro cónsul reconozca la soberanía del pueblo y lo honre en todo descamisado que anda por la calle, por decirlo así, ya quiere que el candidato salude a todos los electores por su nombre propio y les apriete la mano. Y, en efecto, los nobles se precipitan por esta senda y mendigan los cargos degradándose. El candidato que consigue el triunfo no solo ha necesitado prosternarse ante los altos y los poderosos, sino que se ha humillado en la plaza pública: ha necesitado aparecer alegre y complaciente ante las masas, ha tenido que prevenir y satisfacer todas sus exigencias. Ha prometido hacer grandes reformas y se ha llamado demócrata para atraerse el público; medio tanto más eficaz, cuanto que no va al fondo de las cosas ni sirve más que de pasaporte a la persona. No tardó en hacerse moda entre la imberbe juventud noble imitar ridiculamente el papel de Catón para comenzar la vida pública con una acción brillante. Se los vio entonces sazonando su necia retórica con una pasión inexperta y buscar algún personaje elevado e impopular a quien poder acusar. Para estos abogadillos del Estado, la noble institución de la justicia y la disci­plina política no eran más que un asunto de cabala o de cabalas electo­rales. Dar al pueblo funciones magníficas y, lo que es peor, prometérselas, era desde hacía mucho tiempo la condición previa y legal para obtener el consulado (volumen II, libro tercero, pág. 360); y vemos, por las prohi­biciones dictadas en el año 595 (159 a.C.), que se compraban ya los votos a precio de oro. Mendigando con bajezas los favores de la muchedum­bre, la aristocracia minaba su propio suelo. Ahora bien, ¿cómo conciliar por mucho tiempo la situación y los derechos del gobernante contra el gobernado, con esa actitud humillante y esas adulaciones a las masas? El gobierno debía ser la salud del pueblo, y no fue más que una peste81

funesta. No se atrevió a disponer de la vida y la fortuna de los ciudadanos, conforme a las necesidades de la patria; y dejó que se habituaran al pesamiento peligroso y egoísta que tenían de la exención de todos los impuestos directos y pagados por adelantado. En efecto, después de la guerra contra Perseo no volvieron a pedirse estos impuestos al pueblo. Por más que estuviesen a punto de desaparecer el ejército y la organi­zación militar, no se atrevía a obligar a un romano a que fuese a servir más allá de los mares, pues ya se sabía lo que costaba al magistrado que intentase siquiera poner en vigor las antiguas y odiosas leyes del reclutamiento (pág. 74).LA NOBLEZA Y EL PUEBLOLa Roma de estos tiempos ofrece el espectáculo de los múltiples abusos enlazados unos con otros, procedentes de una oligarquía completamente degenerada y de una democracia todavía en sus principios, pero carcomida ya en su germen. A juzgar solo por los nombres que se han dado las dos facciones, los "grandes" (optimates) tienden a hacer que prevalezca ' la voluntad de los mejores; los "populares" (populares) solo toman en cuenta a la totalidad de los ciudadanos. Pero en realidad no se encontrará en Roma una aristocracia completamente tal, ni un pueblo constituido y gobernándose a sí mismo. Por ambas partes se lucha por una sombra; no hay en ellas más que soñadores o hipócritas. La gangrena política ha penetrado por todas partes, y la nulidad es igual en los dos campos. En el poder, lo mismo que en la oposición, ninguno de los dos partidos tiene plan ni pensamiento político que pueda ayudarlos a salir de su esté­ril inmovilidad; y en el fondo se acomodan entre sí, tanto y tan bien que se encuentran constantemente en los mismos medios y con los mismos fines parciales. Las alternativas de sus triunfos y derrotas no son más que cambios de táctica, pues nada hay que manifieste un movimiento en la idea política. Es verdad que para la República hubiera valido más ver que la aristocracia, quitando la elección al pueblo, establecía directamente en favor de los grandes la herencia de los cargos, o ver que la democracia entronizaba definitivamente su propio régimen. Pero, al comenzar el siglo Vil, los nobles y el pueblo comprendían ya que se eran muy necesarios unos a otros, y no se hacían una guerra a muerte y82

REFORMISTA. TIBERIO GRACOdecisiva. Eran también incapaces de anonadarse recíprocamente, aunque lo hubiesen pretendido. Entre tanto, el edificio de la República iba desmoronándose política y moralmente, y amenazaba la ruina.CRISIS SOCIALiLlegó la crisis de la que había de salir la revolución romana, pero no comenzó por los mezquinos conflictos que acabamos de mencionar: fue más bien económica y social. También en esto el gobierno romano dejó marchar las cosas por sí mismas. El mal que fermentaba hacía tiempo llegó sin obstáculos a su madurez, y se desarrolló con una rapidez y un poder inauditos. En ningún otro tiempo la economía social había conocido más que dos elementos o factores, que se repelen eternamente: el elemento agrícola y el del dinero. En alianza estrecha con la gran propiedad, la renta había hecho una guerra secular a las clases rurales. Una vez vencido y destruido el campesino, parecía que la paz no iba a poder establecerse sino sobre las ruinas de la ciudad. Este éxito deplorable de los acon­tecimientos se había prevenido merced a las afortunadas guerras exteriores y a las distribuciones hechas de las tierras conquistadas. Ya hemos dicho anteriormente que en el momento en que con nombres nuevos resucitaba el antagonismo entre patricios y plebeyos, y el capital aumentaba desme­suradamente, esto había traído consigo una nueva tormenta sobre la cabeza de las clases rurales, pero el camino recorrido no es el mismo. En otro tiempo, el pequeño propietario, agobiado por los gastos, se había transformado en simple mediero por cuenta de su acreedor. En la actualidad muere por la llegada de los cereales procedentes del extranjero o producidos por el trabajo de los esclavos.Se marchaba con el siglo: la guerra del capital contra el trabajo o, mejor dicho, contra la libertad individual continuó como siempre revistiendo las más rigurosas formas del derecho. Si, a diferencia de los tiempos antiguos, el hombre no pierde su libertad por causa de las deudas, ahora el esclavo legalmente comprado y pagado sustituye al trabajador, y el prestamista domiciliado en Roma sigue paso a paso la revolución econó­mica y se convierte en industrial y en plantador. En resumen, el resultado viene a ser el mismo: envilecimiento de la pequeña propiedad rural y aniquilamiento, por parte de los grandes dominios, del cultivo en pequeño.

Esto ocurrió primero en una parte de las provincias y después en la propia Italia; los grandes dominios fueron aplicados con preferencia a la cría de ganados y a la producción de aceite y de vino, y, por último, los brazos libres desaparecieron en Italia y en las provincias ante las bandas de esclavos. Así como la nueva nobleza hace correr al Estado más peligros que el patriciado, porque no basta ya con un simple cambio en la ins­titución para derribarla, así también el capital y su poder actual engendran mayores males que en el siglo IV y V, porque las reformas de la ley civil no pueden alcanzarlos.LA ESCLAVITUD Y SUS EFECTOSSin embargo, antes de referir este segundo gran conflicto entre el trabajo y el capital, conviene dar a conocer sumariamente el sistema de la esclavitud en Roma, su naturaleza y extensión. No vamos a tratar aquí de la antigua esclavitud rural, esa institución relativamente inocente en la que se ve al campesino conduciendo el arado o al señor con más tierras de las que puede cultivar, y que entonces lo establece en una quinta separada de la hacienda principal como capataz o arrendatario, con la condición de que le entregue una parte de los frutos. Además, este régi­men se perpetuó a lo largo de todos los siglos, y en los alrededores de Como se verá establecido aún bajo los emperadores, pero esto no es más que una excepción local. Los países donde subsiste son países privi­legiados, y la constitución de la propiedad asegura en ellos al labrador una condición más agradable. Lo que a nosotros nos toca estudiar es el gran dominio de esclavos tal cual se formó bajo la influencia de los inmensos capitales acumulados en Roma, lo mismo que en otro tiempo había sucedido en Cartago. La esclavitud de los antiguos tiempos hallaba suficientes medios para sostenerse en los prisioneros de guerra y en el hecho de ser hereditaria; pero en la época que mencionamos, en el si­glo VII, la esclavitud necesita para subsistir, lo mismo que sucede en América con esta institución, echar mano a verdaderas cacerías humanas sistemáticamente organizadas. La población servil fue disminuyendo constantemente bajo un régimen que no tiene en cuenta la vida humana ni la reproducción de las familias, y para llenar estos vacíos no bastaban los rebaños de esclavos conducidos al mercado a consecuencia de las84

MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO GRACOguerras. No se perdona a ningún país donde se halla esta triste cacería; hasta en la misma Italia se ve algunas veces al señor apoderarse del obrero campesino libre pero pobre, y colocarlo entre sus esclavos. De cualquier forma, la Nigricia de los romanos era principalmente el Asia occidental.4 Corsarios, cretenses y sicilianos ejercían un oficio regular recorriendo las costas de Siria y las islas del archipiélago griego, cazando esclavos para venderlos después en los mercados de Occidente; pero en los Estados sometidos a la clientela de la gran ciudad lo hacían los publicanos de Roma, organizando por sí mismos cacerías monstruosas e incorporando a sus cautivos con la muchedumbre de esclavos que los seguían. En el año 650 (104 a.C.), el rey de Bitinia tuvo necesidad de pedir gracia y declararse impotente para suministrar su contingente de soldados, pues todos los hombres útiles de su reino habían sido cogidos y transportados a Italia por los publicanos. La gran escala de Délos se había convertido en el centro comercial de la trata; aquí era donde los traficantes de esclavos vendían y entregaban su mercancía a los especuladores de Italia. Una vez se vio en un solo día desembarcar y vender a diez mil desgraciados. De aquí podemos juzgar el inmenso número de víctimas, y sin embargo la demanda superaba la oferta. Nada de extraño tiene este fenómeno. Estudiando el estado económico de la sociedad romana desde el siglo vi, hemos mostrado que el cultivo en gran escala tenía por fundamento necesario en la antigüedad el trabajo servil (volumen n, libro tercero, pág. 390). Como asuntos de pura especulación, necesitaban por instru­mento al hombre legalmente 4degradado y reducido al estado de bestia de carga. Por lo demás los oficios estaban en gran parte en manos de esclavos, que hacían sus productos para el señor, y es con esclavos de la clase más inferior como las compañías de arrendatarios de impuestos cobraban las rentas públicas. Los esclavos también eran quienes bajaban al fondo de las minas, recogían las resinas y estaban sujetos a todos los trabajos fatigosos: se ofrecían rebaños de esclavos para las minas de España, que eran aceptados por los explotadores y suministraban un crecido interés al dueño que los alquilaba. En Italia no se realizan ya la vendimia ni la recolección de la aceituna con hombres libres adscriptos al dominio, por decirlo así, sino que toma a su cargo tal empresa cualquier propietario de esclavos. Por último, se confía también a los esclavos el cargo de apacentar los rebaños: ya hemos hablado de ellos y dicho que recorrían armados, y a veces hasta a caballo, las grandes praderas de Italia


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