Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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It'Apág. 5ig).8 A los ojos de la ley, estos meetingsno eran nada, absolutamente nada: allí no se podía votar ni tomar decisión alguna. Pero no por esto dejaban de dominar, pues la opinión callejera se había convertido en un poder: gritando o callando, aplaudiendo o proclamando su alegría, silbando al orador o dando hurras a sus discursos, era de gran importancia la actitud de estas masas inconscientes. Eran muy pocos los que se atrevían a hacerles frente, como Escipión Emiliano cuando fue silbado por su declaración respecto de la muerte de su cuñado. "¡Callad vosotros -ex­clamó- los que tenéis a Italia, no por madre, sino por madrastra!" Y como aumentasen los rumores y la confusión, se dirigió de nuevo al pueblo diciendo: "¿Creéis acaso que, puestos en libertad, me vais a asustar voso­tros a quienes yo he conducido antes al mercado de esclavos?". Era muy sensible tener que pasar por los comicios para las elecciones y la votación de las leyes. Su mecanismo estaba ya mohoso y no funcionaba. No obstante, permitir que las masas en los comicios y en las conciones se mezclasen en los asuntos de la administración; quitar de las manos al Senado el instrumento destinado a prevenir las usurpaciones; permitir a esta turba vil, que se adornaba con el nombre de "pueblo", que se diese a sí misma por decreto tierras, con sus pertenencias y dependencias, y, por último, dejar a cualquiera que pudiera dominar en las calles durante algunas horas por sus relaciones y su influencia entre el proletariado, dejarle, repito, la facultad de imprimir a sus mociones el sello legal de la voluntad soberana del pueblo era marcar no el principio, sino el fin de las libertades. Se estaba muy lejos de la verdadera democracia; se estaba ya tocando el imperio monárquico. Catón y sus amigos habían obrado con gran prudencia en el siglo precedente, al no querer someter semejantes rogaciones al voto del pueblo y mantenerlas dentro de las atribuciones senatoriales (volumen II, libro tercero, pág. 360). Por su parte los contemporáneos de los Gracos, los personajes del círculo de los Escipiones, consideraban la ley agraria Flaminia del año 522 como el primer paso dado en una senda peligrosa, como el punto de partida de la decadencia de Roma. Por esto vieron caer al autor de la distribución de los terrenos comunales y no lo defendieron; por esto vieron en la te­rrible catástrofe de su muerte un freno a semejantes tentativas, aun cuando ellos mismos perseveraron con energía en la útil medida de las nuevas asignaciones. Tal era la miseria de la situación, que los patriotas excelentes, condenados a la más lamentable hipocresía, abandonaban a su suerte106

MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO GRACOal criminal, pero a la vez sacaban provecho del crimen. Por esto es tam­bién por lo que no estaban completamente fuera de la verdad los enemigos de Tiberio que lo acusaron de aspirar a la monarquía. Sin embargo, se dice que semejante pensamiento no cruzó jamás por su mente. Justificarlo así es acusarlo de nuevo. Los vicios del régimen aristocrático eran tales que, si hubiera estado en manos de un solo hombre el poder de echar abajo al Senado y colocarse en su lugar, quizás habría hecho un gran servicio a la República en vez de perjudicarla. Pero para conseguir esto se necesitaba un hombre muy diestro, y Tiberio Graco no era más que de una mediana capacidad. Aunque patriota, conservador y amante del bien, no supo medir la trascendencia de su empresa: creyendo atraer hacia sí al pueblo, sublevó a las masas. Sin saberlo, ponía su mano sobre la corona; y, arrebatado después por la inexorable lógica de los hechos y marchando por los senderos de la demagogia y de la tiranía, hizo de la ley agraria un asunto de familia. Forzó las cajas del Tesoro; la necesidad y el temor hicieron que acumulara "reformas sobre reformas" y saliera a la calle con una inmensa escolta para librar allí deplorables combates. Por digno de compasión que nos parezca, el hecho es que todos sus pasos denunciaban en él al usurpador del poder supremo. Los monstruos desencadenados de la revolución se apoderaron de repente del débil conspirador, y lo ahogaron. Este pereció vergonzosamente en un motín sangriento, condenable sin duda por ser su primer jefe, como también lo es la turba de nobles que sobre él se precipitó. El nombre de Tiberio Graco ha sido adornado por la posteridad con la aureola del martirio, pero, como sucede con frecuencia, al examinar el asunto de cerca, no es tanta su gloria. Los mejores entre sus contemporáneos lo juzgaron muy de otro modo. Al recibir la nueva de la catástrofe Escipión Emiliano exclamó, con Hornero: "¡De este modo perece todo el que así obra!" y después, cuando el joven hermano del tribuno amenazó seguirlo, Cornelia le escribió estas graves palabras: "¿Cuándo, pues, llegará esto a su término? ¿Cuándo dejará nuestra casa de hacer locuras? ¿A dónde iréis al fin a parar?... Y ¿cuándo acabaremos de agitar y trastornar la Repú­blica?". No es la madre ansiosa la que aquí habla, sino la hija del ven­cedor de Cartago, para quien había males aún más grandes que la muerte de sus hijos.707

I s


IIILA REVOLUCIÓN Y CAYO GRACO

LOS COMISIONADOS REPARTIDORESLOS DETIENE ESCIPIÓN EMILIANOTJ.ibeASESINATO DE ESCIPIÓN. iberio Graco había muerto, pero sus dos obras, la distribución de las tierras y la revolución, sobrevivieron a su autor. Frente a las expirantes clases rurales el Senado no había retrocedido ni siquiera ante el asesinato: pero una vez cometido el crimen no osó aprovecharse de él y abolir la Ley Sempronia. Hasta puede decirse que, después de la explosión del insensato furor del partido reaccionario, esta ley fue confirmada en vez de ser rechazada. La fracción de la aristocracia favorable a las reformas y que daba su consentimiento a las asignaciones de tierras tenía por jefe a Quinto Mételo, censor en el año 623, y a Publio Escévola. Ambos se aliaron con Escipión Emiliano y sus amigos, que tampoco eran hostiles a las reformas, tomaron así gran fuerza en el Senado, e hicieron que se votase un senadoconsulto para que los repartidores volviesen a comenzar sus trabajos. Como según la Ley Sempronia los funcionarios debían ser anualmente elegidos por el pueblo, sin duda se verificaría la elección. Sin embargo, esta fracción querría probablemente que se votasen a los mismos personajes, y así, pues, no hubo cambio alguno en los candidatos sino en caso de vacante por defunción. Tiberio Graco fue reemplazado por Publio Craso Muciano, suegro de su hermano Cayo, pero como Muciano había muerto en el ejército (pág. 61) y Apio también había fallecido, la distribución fue confiada al joven Cayo, asistido por los dos agitadores más activos del partido reformista, Marco Fulvio Placeo y Cayo Papirio Carbón. Su nombre solo atestigua que las operaciones continuaron con vigor y celo, de lo cual tenemos por otra parte pruebas evidentes. El cónsul del año 622, Publio Popilio, el que presidió las causas criminales contra los partidarios de Tiberio Graco, se cuidó de consignar el hecho en un monumento público: "Es el primero -dice- que expulsó de los dominios del Estado a los pastores nómadas y puso en su lugar labradores".109

La tradición nos dice que las distribuciones efectivamente se realizaron en toda la superficie de Italia, y que en todas partes fue aumentado el número de las parcelas o de los pequeños propietarios. Tal era en efecto el objeto de la Ley Sempronia: esta se dirigía menos a crear nuevos centros, que a levantar la clase rural dando fuerza a los antiguos cam­pesinos. También podemos juzgar la grandeza de las operaciones y su inmenso efecto por los métodos o indicaciones numerosas que refieren los agrimensores romanos, y que se elevan a la época de los Gracos. Al tribunal ejecutivo de la ley agraria y a las asignaciones de la Ley Sempronia es a quienes conviene referir, por ejemplo, la invención y la práctica de un sistema de límites o amojonamientos, a la vez cómodo y seguro para el porvenir. Pero el lenguaje más elocuente es el de las listas cívicas. El censo publicado en el año 623 arrojaba solo la cifra de trescientos die­cinueve mil ciudadanos en estado de llevar las armas. Seis años más tarde, la cifra ya no continúa su decrecimiento sino que asciende a trescientos noventa y cinco mil; por consiguiente, ha experimentado un aumento de setenta y seis mil ciudadanos romanos por el solo y benéfico efecto del trabajo de los repartidores. ¿Sucedió lo mismo en lo que se refiere a la proporción del repartimiento de lotes? Dúdese cuanto se quiera, pero por lo menos no puede negarse que el resultado era grande y muy útil. Tampoco puede negarse que se perjudicaron intereses antiguos y respe­tables. Los repartidores eran hombres de partido, decididos y fogosos; conocían su propia causa y marchaban sin mirar atrás, tumultuosamente hasta cierto punto. Se fijaban carteles públicos invitando a todo el mundo a que suministrase datos útiles para la reivindicación y la extensión de los dominios públicos. La comisión se remontaba inflexible hasta las más antiguas inscripciones en los libros del registro de la propiedad, y así iban recobrando todos los terrenos procedentes de las detentaciones antiguas o modernas; incluso muchas veces confiscaban la propiedad privada que no tenía suficientes títulos legales. En vano se alzaron muchas quejas, y a veces muy justificadas; el Senado dejó hacer. Era evidente que, si se quería ir hasta el fin de la cuestión agraria, no había que pararse ante los obstáculos sino cortar por lo sano. Sin embargo, estas violencias lega­les tenían sus límites. El dominio itálico no pertenecía solo a los ciuda­danos romanos: en virtud de diversos plebiscitos y senadoconsultos, algunas ciudades aliadas habían recibido el goce exclusivo de extensos terrenos públicos, y también ciertos ciudadanos de derecho latino poseían

LA REVOLUCIÓN Y CAYO GRACOalgunos lotes, con o sin autorización. Un día los repartidores tocaron estas posesiones. No hay duda de que la reivindicación respecto de los in­dividuos no ciudadanos y simples ocupantes estaba perfectamente conforme con la letra de la ley, y lo mismo sucedía con los dominios asignados a las ciudades itálicas por una decisión senatorial o en virtud de tratados públicos. El Estado nunca había querido renunciar a la propiedad; las concesiones hechas a las ciudades o a los particulares eran esencialmente revocables. Por otra parte, era importante hacer que callasen las ciudades aliadas o sujetas que acusaban a Roma de la violación de los pactos. No era posible dejar de oír o rechazar sus quejas, así como tampoco se podía hacer eso con las de los simples ciudadanos romanos a quienes había alcanzado la medida. Las ciudades no tendrían quizá mejor derecho que ellos para reclamar. Pero mientras aquellos eran subditos del Estado solo se sacrificaba el interés privado, cosa que no sucedía con los detentadores latinos. En efecto, ellos habían sido un apoyo necesario para el poder militar de Roma y se habían visto perjudicados ya muchas veces en su condición jurídica y material por decretos injustos (volumen II, libro tercero, pág. 346); por tanto, disgustados con Roma, ¿podían los latinos tolerar un golpe nuevo y más sensible? ¿O es que se los quería convertir en enemigos declarados? Se había hecho dueño de la situación el partido del justo medio; y así como la víspera de la catástrofe había hecho alianza con los partidarios de Graco y sostenido la reforma en contra de la oligarquía, hoy, al unirse con los oligarcas era el único que podía poner un freno a la reforma. Los latinos se volvieron hacia el hombre eminente del partido, Escipión Emiliano, suplicándole que viniese en ayuda de su causa. Escipión les prometió su apoyo. Por su influencia se votó el plebiscito del año 625' que quitó a los comisionados repartidores todo lo contencioso en cuestiones graves, y sometió a la decisión de los cónsules, jueces natos en estas cuestiones, los procesos relativos a la determinación del dominio público y de la propiedad privada siempre que la ley no decidiese otra cosa. Esto equivalía a paralizar, aunque de una manera suave, todas las operaciones de los comisionados. El cónsul Tuditano, que por otra parte no era favorable a la reforma, aprovechó la ocasión que se le ofrecía para irse al ejército de Iliria dejando la distribución in statu quo. A pesar de esto, la comisión continuó reunida, pero, como había cesado su jurisdicción regular, quedó necesariamente inactiva. Los reformistas estaban furiosos. Hasta Publio Mucio y Quinto

'Mételo desaprobaban la malhadada intervención de Escipión. Pero los más encolerizados no se satisfacían con censurar. El héroe de Numancia había anunciado para el día siguiente una moción concerniente a los latinos, y por la mañana fue hallado muerto en su lecho. Sin duda alguna había sido víctima de un asesinato político, a la edad de cincuenta y seis años, y cuando aún conservaba toda su fuerza y vigor. La víspera había hablado en público y se había retirado más temprano que de costumbre a su dormitorio para preparar su arenga del día siguiente. Poco tiempo antes había hecho alusión públicamente a ciertos proyectos dirigidos contra su vida. No ha llegado a averiguarse cuál fue la mano criminal que se armó durante la noche para herir al primer general y al más grande hombre de Estado de su siglo. No es propio de la historia repetir los rumores que circularon entonces por la ciudad, y sería una pueril curiosidad querer sacar la verdad en medio de los confusos acci­dentes del momento. No está probado que el autor del crimen perteneciese a la fracción de los Gracos, ni que el asesinato de Escipión fuera la respuesta de los demócratas al drama sangriento ejecutado por los aristócratas delante del templo de la Fidelidad. Sin embargo, nada hizo la justicia. Como la fracción popular temía, y no sin razón, los peligros de un proceso en relación con sus jefes Cayo Graco, Flacco y Carbón, fuesen o no culpables, se opuso con todas sus fuerzas a que se abriese una información, y la aristocracia, que perdía en Escipión a un aliado pero también a un adversario, dejó por su parte quieto el asunto. La muche­dumbre y los hombres moderados presenciaban aterrados tales acon­tecimientos, pero ninguno tanto como Quinto Mételo. Si bien antes había censurado la intervención antirreformista de Escipión, se separó horro­rizado de sus antiguos aliados políticos, y ordenó a sus cuatro hijos que llevasen hasta la pira el féretro del gran hombre. Los funerales se pre­pararon rápidamente. El cadáver del último vastago del vencedor de Zama fue llevado por las calles de la ciudad con la cabeza cubierta, y nadie pudo contemplar por última vez su semblante. Con los lienzos que cubrían el cuerpo del héroe y el entusiasmo por tributarle los últimos honores, desaparecieron las huellas del atentado. Hubo en Roma muchos hombres de un genio más brillante que el de Escipión Emiliano, pero ninguno lo igualó en pureza moral, en generosidad política ni en verdadero amor a la patria; ninguno tuvo, quizás, un destino más trágico. Con la plena conciencia de sus mejores deseos para la cosa pública y de sus emi

LA REVOLUCIÓN Y CAYO GRACOnentes facultades, estuvo condenado a ver consumarse ante sus ojos la ruina de su patria y arrastrado fatalmente más tarde a combatir y a paralizar los remedios puestos para salvarla. A pesar de que veía claramente que las cosas no iban mal, le fue necesario aprobar un día el atentado de Nasica y al mismo tiempo sostener contra el asesino la empresa de la víctima. Pudo decir, sin embargo, que no había vivido inú­tilmente. A él y al autor de la Ley Sempronia el pueblo romano debía la creación de ochenta mil propietarios nuevos, y fue él también quien detuvo la corriente, cuando la medida ya había producido todos sus efectos útiles. En la opinión de muchos no bien intencionados, aún no había sonado la hora de poner término a la ley agraria, pero los hechos deponen en favor de la oportunidad y de la sabiduría de Escipión. El mismo Cayo Graco no volvió a poner mano seriamente en los trabajos no aca­bados, y dejó en tal estado las posesiones a las que alcanzaba todavía la ley de su hermano. La ejecución y la suspensión de la ley, después, habían sido conquistadas, sobre la aristocracia, una, y sobre el partido reformista, la otra. Esta última medida costó la vida a su autor. Los des­tinos habían llevado a Escipión a muchos campos de batalla, de los que lo habían sacado sano y salvo después de haber obtenido la victoria, y lo hicieron perecer a manos de un asesino. Pero al morir en la oscuridad, en el fondo de su casa, murió por Roma de la misma forma que si hubiera sucumbido delante de los muros de Cartago.AGITACIÓN DEMOCRÁTICA. CARBÓN Y FLACCO DESTRUCCIÓN DE FRÉCELAUna vez que las distribuciones agrarias terminaron, la revolución no dejó de continuar su marcha. Aún en vida de Escipión, la fracción democrática, cuyos jefes eran los triunviros repartidores, había sostenido algunas escaramuzas contra el poder. Carbón, uno de los grandes oradores de la época y elegido tribuno en el año 623, había dado bastante que hacer al Senado: había introducido definitivamente en los comicios la votación secreta, y llevado su audacia hasta reproducir la moción de Tiberio. Había pedido que los tribunos del pueblo fuesen admitidos como candidatos para el año siguiente a su salida del cargo, y había querido suprimir por las vías legales el escollo con el cual había naufragado su predecesor. La

resistencia de Escipión desbarató sus planes, pero algunos años más tarde fue aprobada la moción, después de la muerte de Escipión. Ante todo, el partido quería resucitar la comisión repartidora, inactiva desde hacía mucho tiempo. Entre los agitadores se trataba nada menos que de conferir en masa el derecho de ciudadanía a todos los aliados itálicos con el fin de orillar los obstáculos, y en este sentido era principalmente en el que se movían. A fin de poner orden en esto, y obedeciendo las instigaciones del Senado, el tribuno del pueblo, Marco Junio Penno, propuso expulsar de la capital a todos los no ciudadanos. En vano se opusieron a esto los demócratas con Cayo Graco a su cabeza; en vano hubo gran fermentación en las ciudades latinas: la odiosa proposición fue votada. Al año siguiente (629), el cónsul Marco Fulvio Placeo respondió a ella con una rogación contraria: quería que todo habitante de una ciudad aliada pudiese obtener la ciudadanía romana, siempre que esto fuese aprobado por la comi­sión. Pero el cónsul quedó prácticamente solo en su opinión. Carbón había cambiado de campo y se había convertido en un celoso aristócrata, y Cayo Graco, que entonces era cuestor en Cerdeña, estaba ausente. El Senado triunfó fácilmente sobre el cónsul, y hasta el pueblo se mostró poco dispuesto a comunicar sus privilegios a otros. Placeo tuvo que salir de Roma para ir a ponerse al frente del ejército en el país de los celtas. Favoreciendo con sus conquistas en la Transalpina los proyectos de la democracia, evitaba a la vez la embarazosa misión de tener que ir a combatir contra los aliados sublevados por él. En efecto, en este mismo tiempo ocurría la insurrección de la ciudad de Fregela. Situada en la frontera entre el Lacio y la Campania, en el principal paso del Liris, era un vasto y fértil país, y quizá la segunda ciudad de Italia; por otra parte, en sus transacciones con Roma era la que llevaba la voz por las colonias latinas. Cuando en la ciudad se supo que la rogación de Placeo había sido desechada, el pueblo corrió a las armas. Hacía siglo y medio que Roma no había tenido que combatir en Italia una insurrección formal, a no ser las guerras que en ella habían suscitado los enemigos exteriores. Esta vez consiguió sofocar el incendio antes de que se propagase por las ciudades aliadas. El pretor Lucio Opimio se apoderó de la plaza no por la fuerza de las armas, sino por la traición del fregelano Quinto Numitor. Fregela perdió sus franquicias locales, sus murallas fueron arrasadas, y quedó convertida, como Capua, en una humilde aldea. En el año 630 se estableció en una parte de su territorio la colonia de Fabrateria, y el114

LA REVOLUCIÓN Y CAYO GRACOresto, con la ciudad destruida, se distribuyó entre las ciudades circunve­cinas. Esta pronta y terrible justicia contuvo a los aliados. Se entabló el proceso de alta traición, tanto contra los fregelanos como contra los jefes del partido popular de Roma, a quienes la fracción aristocrática se había apresurado a acusar de cómplices de los revoltosos. Entre tanto, Cayo Graco reapareció en la capital. Sus enemigos, que lo temían demasiado, habían intentado retenerlo en Cerdeña. Habían omitido deliberadamente expedirle las licencias usuales, pero él se había vuelto sin vacilar un momento. Lo llevaron a su vez ante los tribunales y lo acusaron de haber tenido parte en la sublevación de Fregela. Apoyado por el pueblo recogió el guante, se presentó como candidato al tribunado, y fue elegido para el año 631 en unos comicios notables por la extraordinaria afluencia de votantes. Por consiguiente, se había declarado la guerra. El partido democrático, que siempre estuvo en Roma escaso de jefes y de hombres capaces, había estado holgado durante nueve años, por decirlo así, pero ahora puso fin a la tregua: se había ubicado a su cabeza un hombre más leal que Carbón, más hábil que Placeo, y que poseía cuanto se necesita para arrastrar detrás de sí a los pueblos y mandar.



CAYO GRACONueve años más joven que su hermano Tiberio, tenía con él muy poca semejanza. Como aquel, huía de los placeres y de las costumbres groseras, y era también un hombre culto y un bravo soldado. Se había distingui­do mucho delante de Numancia a las órdenes de su cuñado y después en Cerdeña. Pero por el talento, el carácter y el entusiasmo superaba en mucho la talla del primer Graco. En la seguridad de su marcha, en la exactitud de sus miras incluso en medio de los más diversos obstáculos, y en los esfuerzos empleados para asegurar la votación y ejecución de las muchas leyes que más tarde propuso, no puede desconocerse en el tribuno al hombre de Estado de primer orden. Asimismo, por la fidelidad y sacrificios hechos por sus amigos más próximos, podrán juzgarse las facultades tan especiales de las que estaba dotada esta noble naturaleza. Durante nueve años había sacado de la escuela del dolor y de las humi­llaciones sufridas la energía de su voluntad y de su acción. La llama del odio, comprimida pero no extinguida en el fondo de su pecho, iba en

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fin a poder desencadenarse contra el partido culpable, a sus ojos, de los males de la patria y del asesinato de su hermano. Su pasión terrible lo ha convertido en el primero de los oradores que han levantado su voz en el Forum romano; sin esta pasión y sus extravíos podríamos contarlo también entre los grandes políticos de su siglo. Si echamos una ojeada sobre los pocos restos de sus famosas arengas, hallaremos en ellas las huellas de una palabra poderosa e irresistible,2 y además comprenderemos cómo al leerlas u oírlas las masas se sentían arrastradas por el huracán de su oratoria. Sin embargo, por gran orador que fuese, lo dominaba muchas veces la cólera y entonces se alzaba la tormenta en medio de su elocuencia. Esta fue una fiel imagen de su carrera política y de sus sufri­mientos. No había en él el sentimentalismo de Tiberio, esa tendencia al sacrificio que tienen los hombres de vista corta y poco clara, que recurre a las súplicas y a las lágrimas para atraerse a un adversario político. Entrando por el contrario en la vía de la revolución, marchó derecho a su fin y a su venganza. "¡Creo como tú -le escribía su madre- que nada hay más dulce ni más grande que la venganza, pero a condición de que la República no sufra por ello el más leve daño, no siendo así, que vivan nuestros enemigos por muchos años: que continúen siendo lo que son* antes que hacer que la patria se derrumbe y perezca!"3 Cornelia conocía a fondo a su hijo. Este profesaba la máxima completamente opuesta. Quería vengarse, y vengarse a toda costa, de aquel gobierno miserable, aun cuando por esto se hundiera Roma y él con ella. Se sentía inclinado al mismo destino precoz que su hermano, y no hizo más que precipitarse con mayor rapidez, semejante al hombre herido mortalmente que se precipita en las filas del enemigo. ¿Quién duda de que la madre de los Gracos pensaba más noblemente que ellos? La posteridad, prendada del hijo, de esa naturaleza italiana tan profundamente apasionada y vehemente, ha preferido lamentarlo a censurarlo, y en verdad no ha hecho mal en ello.REFORMAS CONSTITUCIONALES DE CAYOVARIACIÓN EN EL ORDEN DE LA VOTACIÓN. LEYES AGRARIAS COLONIZACIÓN DE CAPUA. COLONIZACIÓN TRANSMARINATiberio se había presentado ante el pueblo sin llevar en las manos más que su reforma, pero Cayo se presentaba con una serie de proyectos116

LA REVOLUCIÓN Y CAYO GRACOdiversos que en realidad formaban una nueva constitución, cuya piedra angular y principal punto de apoyo era la reelegibilidad de los tribunos a su salida del cargo, medida que, como sabemos, tenía ya fuerza de ley. En adelante, los jefes populares podían conquistar una situación permanente o estable que los protegiese por sí misma, pero era necesario además asegurarse el poder material, tener consigo las masas de la capital y ligarlas con el lazo del interés. Se sabía que no podían contar como base con los campesinos que venían de tiempo en tiempo a Roma. Se ofreció entonces un primer medio, el de la distribución de granos. Ya muchas veces se había dado a un precio ínfimo el trigo procedente del diezmo provincial. Graco decidió que en lo sucesivo todo ciudadano residente en Roma, o que se hiciese inscribir en el padrón, tendría de­recho a una prestación mensual (cinco modios, según parece, o sea unos cuarenta y tres litros y medio) suministrada por el almacén público, al precio 6 1/3 ases cada modio, lo cual era menos de la mitad del precio más bajo a que se vendía. Con este objeto fue necesario ensanchar los graneros de la ciudad (harrea populiRomae) e incluso construir los nuevos graneros sempronianos.4 Como quedaban privados de la distribución los que habitaban fuera de Roma, grandes masas de campesinos acudían a inscribirse para vivir dentro de sus muros. En consecuencia, los proletarios que antes estaban sujetos a la aristocracia pasaban todos a la clientela de los agitadores del partido reformista, suministraban una guardia personal a los nuevos señores de la ciudad y les aseguraban una invencible mayoría en los comicios. Aún hay más, para dominarlos mejor, Cayo hizo suprimir el orden de votación seguido en las centurias. Sabemos que las cinco clases que poseían algunos bienes votaban en ellas según su rango y unas a continuación de las otras, cada cual en su circunscripción (volumen II, libro tercero, pág. 368). Ahora se decidió que, en lo sucesivo, votarían todas las centurias por azar y cada vez en un orden determinado. Esta organización, que se apoyaba en un prole­tariado urbano, tenía por principal objeto poner a la capital, y con ella todos los dominios de la República, en manos del nuevo jefe, darle a este un ascendiente absoluto en los comicios, y suministrarle el medio de imponerse al Senado y a. los magistrados hasta por el terror. Es necesario, sin embargo, reconocer que el legislador de la reforma trabajaba al mismo tiempo con un ardor y una fuerza eficacísima en la curación de las llagas sociales. En realidad ya se había terminado la cuestión del dominio"7


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