Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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el rey de Siria podía tener en el futuro, y al obligarlo a evacuar Egipto, que ya tenía casi conquistado, el Senado había humillado al gran rey, y este se reconocía completamente vasallo y cliente de Roma. Pero muerto Antioco Epífanes en el año 590, se disputaron la corona de Siria su hijo menor, que se llamaba Antioco Eupator, y Demetrio, hijo de Seleuco IV, que vivía en Roma en calidad de rehén y que tomó más tarde el nombre de Soter. Por otro lado, en Egipto, donde habían reinado conjuntamente dos hermanos desde el año 584, el mayor, Tolomeo Filometor (de 573 a 608), se vio un día arrojado del país por el más joven, Tolomeo II Evergetes o el Grueso, y en consecuencia fue a quejarse a Roma y a solicitar su restauración. El Senado arregló estas dificultades tanto en Siria como en Egipto por la vía diplomática, teniendo ante todo a la vista el interés y la ventaja de la República. Restableció a Tolomeo Filometer en el trono egipcio, pero, para poner fin a la contienda de los dos hermanos y debilitar el poder de Egipto, demasiado grande a sus ojos, separó a Cirene y la dio a Evergetes. Los romanos "hacían que reinasen todos aquellos a quienes querían asegurar el reino", exclamará un judío poco tiempo después, "y que lo perdiesen todos aquellos que se les antojaba". Pero, como ya hemos dicho, esta fue la última vez, durante muchos años, que Roma quiso mezclarse en los movimientos de Oriente con la decisión y actividad vigorosa que había usado con Filipo, Antioco y Perseo. Su propio gobierno tendía hacia la decadencia, y ya se manifestaba el mal en la administración de los negocios exteriores. Las manos que tenían cogidas las riendas eran vacilantes e inseguras y las dejaban flotar, por no decir caer por completo. El rey niño de Siria fue asesinado en Laodicea; Demetrio, el pretendiente, huyó de Roma, y atribuyéndose falsa y descaradamente plenos poderes del Senado, se apoderó del trono vacante de sus mayores mediante un crimen. Poco tiempo después volvió a encenderse la guerra entre Egipto y Cirene por la posesión de la isla de Chipre, dada por el Senado primero al mayor de los hermanos y después al más joven. A pesar de la última y formal sentencia de Roma, Egipto se guardó esta posición importante. Así pues, en el momento mismo de su omnipotencia, cuando la paz más profunda reinaba en el interior, se burlaban de Roma los débiles reyes de Oriente, despreciaban sus decretos, abusaban de su nombre y asesinaban a sus pupilos y a sus comisarios. Cuando sesenta años atrás los ilirios se habían atrevido a apoderarse de la persona de un enviado romano, el Senado

IOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRAf££.había elevado en el Forum un monumento a la víctima, y la escuadra había tomado una terrible venganza de su muerte. En la actualidad, el Senado consagró también un recuerdo a Gneo Octavio, según aseguraba la antigua tradición, pero en lugar de expedir tropas para Siria reconoció a Demetrio. Se sentían demasiado fuertes, sin duda, y era superfluo cuidarse del honor. Asimismo, y contra la voluntad del Senado, Chipre continuó perteneciendo a Egipto, y Evergetes, que sucedió a Filometor que acababa de morir (en el año 608), reunió bajo una sola mano los dos reinos. Ante esto Roma cerró los ojos. ¿Por qué hay que admirarse, pues, de que disminuyese en Oriente la influencia romana, si sus negocios se arreglan y si los acontecimientos marchan sin contar con Roma? Sin embargo, en vista de los hechos futuros, sería una falta en el historiador apartar los ojos de los acontecimientos que se desarrollan en los países más próximos y más apartados del Oriente.En Egipto, país cerrado por naturaleza, se estableció en cierto modo un statu quo que no era fácil destruir, pero en Asia sucedió de otro modo, tanto de este lado del Eufrates como del otro. Durante estos tiempos en que Roma dormía sin cuidarse del destino de los pueblos, y a consecuencia de esta misma falta de dirección, se modificaron y transformaron los Estados. A la muerte de Alejandro el Grande se habían formado más allá del gran desierto iranio dos imperios, en los que se habían mezclado los elementos indígenas con las semillas de la civilización griega arrojadas a lo lejos en Oriente. Uno de ellos, el reino de Palimbotra, sobre el Indo, había progresado bajo el cetro de Tchandragoupta (Sandracotus); el otro, en el Oxus superior, constituía el poderoso Estado bactriano. Viniendo hacia el oeste se entraba en el imperio de Asia, aminorado ya bajo el reino de Antioco el Grande, pero inmenso todavía. Se extendía desde el Helesponto hasta las regiones de Media y Persia, comprendiendo to­do el valle del Eufrates y del Tigris. Además Antioco había atravesado el desierto y llevado sus armas a la Partía y a la Bactriana, pero bajo su reinado comenzó ya la disolución del gran reino. Después de la batalla de Magnesia había perdido el Asia Menor, y en la misma época perdió también las dos Capadocias y las dos Armenias, llamadas también la Armenia propia al norte y la Sofena al sudoeste. Allí los reinos inde­pendientes habían reemplazado a los principados sirios (pág. 395). Entre estos nuevos Estados, la gran Armenia alcanzó una gran importancia bajo el reinado de Artaxiades. Pero las locuras de Antioco Epífanes, sucesor

XJ4de Antioco el Grande, y su deseo de nivelación infirieron a la Siria pe­ligrosísimas heridas (de 579 a 590). Su reino era, más que un Estado compacto, una reunión de diversos países sin vínculos naturales, y la diversidad de nacionalidades y de religiones creaba obstáculos casi insuperables a la buena administración. En este aspecto, no era menos locura querer introducir a toda costa en sus dominios el régimen y el culto grecorromano, que desear someter todos sus pueblos a una misma ley política y religiosa. Por lo demás, este mismo Epífanes, verdadera caricatura de un José II, no estaba a la altura de tan gigantesca empresa, ni mucho menos. De hecho, organizar el robo de los templos en gran escala para arrojar a los sectarios recalcitrantes y reformarlos por la violencia solo podía conducir al mal. Así pues, no tardó en verse a los habitantes de la provincia inmediata a Egipto, a los judíos, que por regla general eran dóciles hasta la humildad y a la vez activos y laboriosos, lanzarse a una insurrección declarada (hacia el año 587), obligados por las persecuciones religiosas. Se llevó su causa ante el Senado. En esta época Roma tenía justos motivos de enojo contra Demetrio Soter, pues temía una inteligencia entre los Atálidas y los Seléucidas, y le convenía mucho la fundación de un Estado intermedio entre Siria y Egipto. Por tanto, no tuvo dificultad alguna en declarar la libertad y la autonomía de los insurgentes (hacia el año 593), pero no hizo nada más, y era cosa de los judíos salir del paso sin que costase un solo esfuerzo a la República. A pesar de la cláusula formal del tratado concluido con ellos, que estipulaba la asistencia de Roma en caso de ser atacados, y a pesar de las embajadas mandadas de antemano a los reyes de Siria y de Egipto para que retirasen sus tropas dejudea, los habitantes de este pequeño país quedaron solos para defenderse del sirio. Aunque las cartas de su poderosa aliada no les daban ningún auxilio, existía al menos entre ellos la raza heroica de los macabeos, que dio a la insu­rrección caudillos bravos y prudentes; los ayudaron además las disen­siones interiores de Siria. Por último, mientras los reyes sirios Trifon y Demetrio Nicator cuestionaban, lajudea obtuvo la concesión de su independencia y la completa inmunidad de sus tributos (año 612). Poco después Simón, hijo de Matatías y jefe de la casa de los Macabos, fue formalmente reconocido por el gran rey como pontífice supremo y como príncipe de Israel18 (año 615).66

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSREINO DE LOS PARTOSPor este mismo tiempo, y por las mismas causas, se había levantado otra insurrección en toda la región oriental, más considerable que la de los israelitas. Allí Antioco Epífanes, lo mismo que en Jerusalén, había despojado los templos de las divinidades persas y se había convertido en perseguidor de los adoradores de Ormuzd y de Mitra, como había perseguido enjudea al pueblo fiel ajehovah. Allí, aunque en más vastas proporciones y con otras consecuencias, también se había verificado la reacción de las costumbres y de la religión indígenas contra el helenis­mo y los dioses de Grecia. A la cabeza del movimiento estaban los par­tos, y de ellos nació su imperio. Los parthova, o partos, eran uno de los infinitos pueblos englobados en el gran reino de los persas. Desde muy antiguo y desde la primera vez, se los encuentra acampados en el actual Korasan, al sur del mar Caspio. A principios del siglo VI de Roma, bajo los príncipes Escitas o Turamos, de la familia de los Arsácidas, estaban ya constituidos en nación independiente, pero no salieron de su oscuridad hasta un siglo después. El sexto Arsácida, Mitrídates I (de 577 a 618), es en realidad el fundador del gran Estado parto. Sus ataques arruinaron el reino más poderoso de la Bactriana, quebrantado ya hasta sus cimientos por las continuas embestidas de las hordas nómadas de los escitas de la Turania, por sus guerras con los imperios del Indo, y sobre todo por sus discordias intestinas. Por esta misma época, los ensayos inútiles de Antioco Epífanes en su celo helenista y las cuestiones de sucesión que estallaron a su muerte habían asolado también la Siria. De hecho las provincias del interior estaban en camino de separarse de Antioco y del Estado de la costa. Tal es el caso del sátrapa Tolomeo en Comagena, país colocado al norte y limitando con la Capadocia, del príncipe de Edesa en la otra orilla del Eufrates, en la Mesopotamia septentrional u Osroena, y del sátrapa Timarcos en la importante región de Meia; todos ellos se habían hecho independientes uno detrás del otro. Pero aún hay más: Timarcos hasta había obtenido del Senado la confirmación de su autonomía, y, fuerte con la alianza de los armenios, dominaba todo el país hasta Seleucia, sobre el Tigris. El desorden era permanente en el imperio asiático. Las provincias, con sus sátrapas parcial o completamente independientes, se sublevaban a cada paso, y, por otro lado, las cosas no iban mejor en la capital, con su populacho indisciplinado y refractario, muy semejante67

al de Roma o al de Alejandría. Los reyes vecinos egipcios, armenios, capadocios y pergamianos se mezclaban constantemente en los asuntos del gran rey, atizando el incendio de las guerras de sucesión y de las guerras civiles. Constantemente se disputaban la corona y dividían la nación dos o tres pretendientes, lepra incurable del reino. Roma asistía inactiva a este triste espectáculo, cuando (extraño protectorado) no excitaba a sus vecinos contra el sirio. Pero he aquí que vienen los partos desde las profundidades del Oriente, que están en posesión de la fuerza, y que oprimen y rechazan al extranjero con todo el peso de su lengua, su religión, su ejército y sus instituciones nacionales. No es este el lugar a propósito para exponer el cuadro del restaurado imperio de Ciro: es suficiente con decir que, por muy impregnado que estuviese del helenismo importado por Alejandro, el Estado parto representa la reacción religiosa y nacional, sobre todo cuando se lo compara con el reino de los Seléucidas. Por él y con él reaparecen en la escena y adquieren cierta supremacía el antiguo idioma de Irán, la magia y el culto de Mitra, el feudalismo oriental y la caballería nómada del desierto con el arco y la flecha. ¡Triste condición la de los reyes de Siria frente a tal desbordamiento! Seguramente los Seléucidas no estaban tan enervados ni bastardeados como los Lágidas de Egipto, y algunos de ellos dieron pruebas de bravura y capacidad. Muchas veces pudieron rechazar o reducir a la obediencia a alguno que otro de estos innumerables rebeldes, de esos pretendientes o interventores peligrosos, pero su dominación no había echado raíces, y nunca pudieron, ni siquiera de un modo pasajero, poner un remedio eficaz a la anarquía siempre creciente. Así es que llegó lo que debía llegar. Las provincias orientales, con sus sátrapas sin auxilio o sublevados a su vez, caían bajo el yugo del parto. Persia, Babilonia y Media se separan para siempre de Siria, y la poderosa invasión toca por sus dos extremos los desiertos del Oxus y del Hindukusch por una parte, y el Tigris y el desierto de Arabia por otra. Esta era una monarquía puramente continental, como lo habían sido el antiguo reino de los persas y los antiguos grandes Estados de Asia. Además, y al igual que el Estado persa, está constantemente en lucha contra los pueblos turamos, a la derecha, y contra los occidentales a la izquierda. En cuanto a la Siria, fuera de la zona de las costas no poseía ya más que la Mesopotamia, y, por último, como resultado obligado de sus discordias intestinas más que por la disminución de su territorio, desapareció para siempre de la lista de las grandes potencias. Ahora bien,68

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSsi a pesar de estar amenazada muchas veces por los partos hasta en sus últimas posesiones no sucumbió por completo, no lo debió a los esfuerzos de los últimos Seléucidas, ni al auxilio de Roma, sino que se salvó por las agitaciones de la monarquía de los partos y, sobre todo, por las incursiones devastadoras de los nómadas de las estepas del Turan.REACCIÓN DEL ORIENTE CONTRA EL OCCIDENTEEsta revolución en el sistema internacional del Asia central constituye, por decirlo así, la época solsticial de la historia antigua. Después de haber llegado a su apogeo la irrupción de los pueblos de Occidente en Oriente, en tiempos del Gran Alejandro, sonó la hora del reflujo. Cuando se levantó el Imperio parto, fueron casi destruidos instantáneamente todos los ele­mentos del helenismo que aún quedaban en pie en la Bactriana y en el Indo. De esta forma el iranio occidental volvió a poner su pie en las fronteras que había tenido que abandonar muchos siglos antes, y volvió a seguir sus antiguas tradiciones. Durante este tiempo, el Senado de Roma dio la mano al náufrago de las primeras y más esenciales conquistas de la política de Alejandro; con esto dejó abierto el camino a esos ataques que conducirán después a los orientales hasta la Alhambra de Granada y la gran mezquita de Constantinopla.Por otra parte, así como el continente de Asia obedeció a los Antíocos, el imperio de Roma llegó también hasta el gran desierto. Sin embargo, el Estado parto escapó siempre a la clientela de la reina del Mediterráneo, aunque menos por su poder que por la distancia. Desde la conquista de Macedonia, el Oriente fue para el mundo de los occidentales lo que la América y la Australia serán más tarde para Europa. La escena cambia con Mitrídates I, con quien el Oriente entra en el círculo de la política activa. El mundo antiguo tuvo en adelante sus señores propios.ASUNTOS MARÍTIMOS. LA PIRATERÍASolo nos resta echar una ojeada sobre los negocios del mar, aunque en realidad casi bastaría con afirmar que no existía ninguna potencia marítima. Cartago había sido ya arrasada; la Siria había perdido su

escuadra de guerra, conforme a los tratados, y la marina egipcia, otras veces tan poderosa, había decaído mucho en tiempos de los reyes holgazanes. Y aunque los pequeños Estados, particularmente las ciudades comerciales, poseían todavía algunas embarcaciones armadas, ¿cómo iba a ser posible para ellos tener a raya a la piratería? Perseguirla y destruirla era una empresa muy superior a sus fuerzas. Solo Roma impera en las aguas del Mediterráneo, y recae necesariamente sobre ella esta empresa. Un siglo antes había podido obrar con vigor y decisión, y gracias a los beneficios de una represión saludable fue que inauguró su supremacía en el este y ejerció en los mares una policía enérgica, para satisfacción de todos (volumen II, libro tercero, pág. 81). En la actualidad, su vigilancia adormecida y completamente nula señala esa funesta y rápida decadencia del gobierno aristocrático en la ciudad al terminar el periodo que historiamos. Roma no tiene ya escuadra propia. Cuando la necesita, se contenta con hacer una requisa de naves en las ciudades marítimas de Italia, de Asia Menor y de las demás del país. En consecuencia la piratería se organizó y tomó fuerza. Allí donde alcanza directamente el brazo de Roma, en los parajes del Adriático y del mar Tirreno, no se hace lo suficiente para matar la hidra, pero se hace algo. Por lo demás, las excursiones dirigidas contra las costas de Liguria y de Dalmacia tienen por objeto principal la destrucción de los piratas en los dos mares ita­lianos. Por la misma razón fueron ocupadas en el 631 (123 a.C.) las islas Baleares. Pero, en las aguas de Mauritania y de Grecia, Roma abandonó a sus propias fuerzas a los habitantes y a los marinos; en esto se mantuvo fiel a su política de no crearse cuidados en países lejanos. Medio destruidos y arruinados, y abandonados a su suerte deplorable, los pequeños Estados marítimos eran el asilo de los corsarios: ¡cuántos abrigos no les ofrecía el Asia, por ejemplo!CRETA. CILICIALa isla de Creta estaba infestada de piratas. Esta isla era la única entre los Estados griegos que había conservado su independencia, gracias a sa buena situación y a la debilidad o al descuido de las grandes potencias de Oriente y de Occidente. Las comisiones romanas iban a la isla y se volvían, luego de conseguir menos que en Siria y en Egipto. Parecía

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSque el destino solo la había dejado libre para mostrar mejor el inevitable envilecimiento de la libertad griega: la antigua y severa ley doria de las ciudades había desaparecido allí, lo mismo que en Tarento, por los excesos de una demagogia desenfrenada. El genio caballeresco de los habitantes había cedido el puesto a las discordias intestinas y al pillaje; y un griego honrado los pinta claramente al exclamar que nada es vergonzoso para un cretense, desde el momento en que hay en ello alguna ganancia. Hasta el apóstol San Pablo cita y aprueba la sentencia de un poeta local (Epi-ménides): "Uno de los habitantes de esta isla, a quien adoran como un profeta, ha dicho de ellos: los cretenses son siempre embusteros, son una especie de bestias a las que solo les gusta comer y no hacer nada".A pesar de las pacificaciones romanas, las guerras civiles no tardaron en convertir las más florecientes ciudades, una detrás de la otra, en montones de ruinas. Los ciudadanos de la "antigua isla de las cien ciu­dades" se hacían bandidos, se arrojaban sobre extranjeros y compatriotas, y robaban por mar y tierra. Cuando en el Peloponeso se extirpó la lepra de los enganches, se hizo en Creta la trata de mercenarios para los reinos vecinos, pero su principal profesión era la piratería. Incluso un día llegó una escuadra de corsarios a saquear por completo la pequeña isla de Sifnos. Por último Rodas, arruinada por la pérdida de sus establecimientos de tierra firme y por los golpes inferidos a su comercio, gastó sus últimas fuerzas en luchar contra los piratas de Creta, aunque sin conseguir destruirlos. Por su parte los romanos, si alguna vez intervinieron, obraron de una manera débil y sin resultado. Así como Creta, Cilicia fue una se­gunda patria de filibusteros, atraídos allí por la impotencia de los monarcas sirios, y hasta fueron llamados formalmente por Diodoto Trifon, quien de simple esclavo había llegado a escalar las gradas del trono (de 608 a 615). Para consolidar su usurpación, les había pedido ayuda y los había instalado con todo lo necesario en la Cilicia occidental, o Traquea (es­cabrosa), donde tenían su principal residencia. Se hacían ganancias enormes al entrar en relaciones con ellos, pues su oficio consistía en robar esclavos e ir a venderlos a los mercados de Alejandría, Rodas y Délos; los comerciantes los favorecían y los gobiernos, al tolerarlos, se hacían sus cómplices. Por último, el mal tomó tales proporciones que en el año 611 el Senado tuvo que mandar a Alejandría y a Siria a su principal perso­naje, el ilustre Escipión Emiliano, encargado de ver si había remedio posible. Ahora bien, todas las representaciones de la diplomacia eran7'

insuficientes para dar fuerzas a los débiles reyes de Oriente, y hubiera sido más provechoso que Roma enviase una escuadra a estos países, pero el gobierno romano carecía de la energía y consecuencia necesarias para semejante esfuerzo. Las cosas continuaron como estaban, con la escua­dra de los corsarios como la única fuerza marítima en las aguas orientales, y sin otra industria que la caza y trata de hombres. Roma asistía pasiva a todas estas infamias. Por su parte los comerciantes romanos, buenos conocedores de la cosa, frecuentaban los mercados de esclavos de Délos y de otros puntos y, como hallaban en los jefes de los piratas los mejores traficantes del artículo que buscaban, vivían con ellos en relaciones activas y amistosas.RESULTADOS GENERALES ;Por decirlo en otras palabras, acabamos de presenciar la transformación completa de las relaciones exteriores de Roma y del mundo grecorro­mano: en el bosquejo que precede, y que comprende el tiempo trans­currido desde la batalla de Pidna hasta la era de los Gracos, hemos ido siguiendo la suerte de la República desde las orillas del Tajo y del Bagradas, hasta las del Nilo y del Eufrates. Cuando Roma emprendió el gobierno del mundo grecorromano, tomaba sobre sí una tarea grande y difícil. No la desconoció por completo, pero no supo cumplirla. La doctrina política del siglo de Catón era ya insostenible. Confinar el Estado romano a Italia y no tener fuera de la península más que clientes era pensar en lo imposible; bien lo habían comprendido los hombres influyentes de la nueva generación. En lugar del régimen de la clientela, era absolutamente necesario establecer por todas partes la dominación romana inmediata, aunque dejando a las ciudades sus libertades interiores. Pero no se puso manos a la obra con decisión y rapidez en todos los puntos a la vez, y se anexionaron las provincias según se iba presentando la ocasión, el capricho o el azar, o en vista de una ventaja puramente accesoria. Durante este tiempo, la mayor parte de territorio de los Estados clientes perma­neció en la condición insoportable de su semiindependencia, como antes, o bien, para no citar más que a Siria, se libraron por completo de la influencia de la República. En la misma Roma se apoderó de la dirección política un egoísmo debilitante y de cortas miras. Se gobierna al día y

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSsolo se despachan los asuntos más urgentes. Vale la pena destacar que se era riguroso solamente con los débiles. Así lo muestra lo que sucedió el día que la ciudad libre de Milasa, en Caria, envió al cónsul Publio Craso (año 623) un madero diferente del que se necesitaba para la construcción de un ariete: el magistrado local fue cogido y azotado despiadadamente. Sin embargo, Craso no era un hombre malvado y como funcionario practicaba exactamente la justicia. En cambio faltaba la severidad allí donde hubiera estado en su lugar, contra los bárbaros de las fronteras y los piratas. Desentendiéndose de la alta inspección y del derecho de dirección en las provincias, entrega la autoridad central, los intereses de los subditos y los del Estado a los gobernadores que en ellas se suceden. ¡Cuánto enseñan los acontecimientos ocurridos en España, por insig­nificantes que puedan ser! La metrópoli no era tan indiferente con España como con las demás provincias y, sin embargo, vemos en ella pisoteado por los lugartenientes hasta el derecho de gentes más sagrado. Violaciones inauditas de la palabra y de la fe juradas; capitulaciones y tratados no ejecutados como si fuera cosa de juego; matanzas en masa de poblaciones sujetas; asesinatos pagados de generales enemigos; por último, el honor del nombre romano arrastrado por el lodo: he aquí lo que encontramos a cada paso. Los generales declaran la guerra o hacen la paz contra­riamente a las órdenes formales del Senado, y basta la ocasión más in­significante para su desobediencia: los numantinos amenazan resistir y son condenados a muerte. ¡Mezcla extraña de corrupción y maldad que conduce al Estado fatalmente a su ruina! Todos estos crímenes se cometen sin que en Roma encuentren el más leve castigo. El nombramiento para los más altos puestos, las cuestiones políticas más importantes, todo se decide en el Senado según las simpatías y los odios rivales de los partidos. Finalmente el oro de los príncipes extranjeros halló acceso entre los consejeros de la República. El primero que intentó corromper al Senado y lo consiguió fue Timarco, embajador de Antioco Epífanes, rey de Siria (año 590). Después de él fue cosa corriente comprar a los senadores influyentes, y de hecho se admiraron al ver que Escipión Emiliano de­positó en la caja del ejército los regalos enviados por el sirio cuando es­taba sitiando Numancia. Había caído en desuso la noble máxima que ponía la recompensa del mando en el mando mismo, y que hacía de la función un deber y un cargo, a la vez que un derecho y una ventaja. Después vino la nueva economía política que emancipó al ciudadano73


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