Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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que ya había tenido a Escipión Emiliano por competidor en las funciones censoriales. Publio Craso Muciano, entonces gran pontífice, respetado como hombre y jurisconsulto por todos, pueblo y Senado, había hablado en el mismo sentido. Su hermano Publio Mucio Escévola, el fundador de la jurisprudencia científica en Roma, parecía que tampoco desaprobaba las reformas proyectadas, y su opinión tenía una autoridad tanto mayor cuanto que era considerado como hombre ajeno a todo espíritu de partido. Finalmente, también esta era la manera de ver de Quinto Mételo, el vencedor de Macedonia y de Acaya, menos estimado por sus hechos de guerra que respetado como el modelo de las costumbres y de la disciplina antiguas, tanto en su vida pública como en su vida privada. Tiberio Graco vivía y tenía íntimas relaciones con estos hombres ilustres, sobre todo con Apio, con cuya hija se había casado, y con Muciano, de quien su hermano era yerno. Así pues, se entregó por completo a la idea de emprender por sí mismo la reforma desde el momento en que pudiera conquistar una posición política que le permitiera la iniciativa legal. Lo movían además a ello más de un motivo personal. Recuérdese el papel que había desempeñado delante de Numancia, en el tratado de paz hecho por Mancino (pág. 22). El Senado había declarado nulo el tratado redactado por él y el general había sido entregado al enemigo. El mismo Tiberio, con los demás oficiales del ejército, hubiera sufrido la misma suerte de no ser por el favor del que gozaba entre el pueblo. Ante tal injuria, se había indignado su leal altivez y guardaba un rencor profundo a la aristocracia que dominaba en Roma. Es más, hasta los retóricos con quienes discutía diariamente sobre política y filosofía, Diofano de Mitelene y Blosio de Cimea, acariciaban su ideal y lo ayudaban a formarlo. Apenas se traslu­cieron sus proyectos, se oyeron por todos lados palabras de aprobación. De todas partes lo animaban, diciendo que al nieto del gran Escipión el Africano era a quien correspondía tomar a su cargo la causa de los pobres y la salvación de Italia.TIBERIO GRACO TRIBUNO DEL PUEBLOEl 10 de diciembre del año 620 Tiberio Graco tomó posesión del cargo de tribuno del pueblo. Todo el mundo veía las llagas sociales, horrorosas consecuencias de una administración torpe, y la decadencia política,

MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO GRACOmilitar, económica y moral del pueblo romano. De los dos cónsules de aquel año, uno combatía sin resultados la insurrección de los esclavos de Sicilia, y el otro, Escipión Emiliano, después de estar acampado por espacio de muchos meses ante una pequeña ciudad española, tenía la misión no de vencerla, sino de exterminarla. Si Graco hubiera necesitado alguna nueva excitación para pasar del pensamiento a la acción, la habría hallado en las circunstancias presentes, tan angustiosas para todos los buenos patriotas. Su suegro le prometía su concurso y su consejo, y podía contar con el apoyo de Escévola, el jurisconsulto, elegido ya como cónsul para el año 621. Apenas entró Graco en el ejercicio de sus funciones, propuso una ley agraria que en muchos aspectos no era más que la renovación de la Ley Licinia Sextia del año 387 (volumen I, libro segundo, pág. 314). En ella se disponía que el Estado incautase todos los terrenos comunales, sin indemnización para los detentadores que los ocupaban. Pero por otra parte no tocaba los terrenos arrendados, como sucedía con el territorio de Capua. Cada ocupante conservaría quinientas yugadas (ciento veintiséis hectáreas), y cada uno de sus hijos, doscientas cincuenta yugadas, a título perpetuo y garantizado, pero nunca podría pasar el capital de mil yugadas. A raíz de esto, el detentador desposeído tenía derecho a una compensación. Para las mejoras, los edificios y las plan­taciones incorporadas parece que también había una indemnización. Las tierras comunales que habían vuelto al dominio del Estado debían ser divididas en lotes de treinta yugadas y distribuidas por azar entre los ciudadanos y los aliados itálicos, no como propiedad absoluta sino en arrendamiento perpetuo y hereditario, según el cual el nuevo poseedor se comprometía a cultivarlas y a pagar una módica renta al Tesoro público. A este efecto se crearon triunviros con título de funcionarios regulares y permanentes. Debían ser elegidos anualmente por el pueblo reunido en comicios y tenían el cargo de ejecutar las disposiciones de esta ley, pero además, y lo que era más difícil e importante, debían ventilar las cuestiones de propiedad y fallar respecto de qué tierras pertenecían al Estado y qué otras a los particulares. Una vez comenzada la distribución, debía continuarse indefinidamente y aplicarse a toda la clase jornalera. Por otra parte, cuando el arreglo de los dominios itálicos hubiese termi­nado, por extensos y difíciles de deslindar y reconstituir que fuesen, debía precederse a otras medidas: el Tesoro, por ejemplo, debía dar a los triun­viros una suma anual para la compra y distribución de nuevas fincas en97

Italia. Comparada con las Leyes Licinias, la ley agraria Sempronia se distinguió bastante de ellas: primero, por sus disposiciones especiales en favor del poseedor hereditario; segundo, por el carácter enfitéutico e inenajenable que imprimía a las nuevas posesiones, y tercero, y sobre todo, por la permanencia de los funcionarios repartidores. Por la ausencia de estas medidas previsoras, puede decirse que la ley antigua había carecido de objeto y no había producido efectos durables.Con esto se había declarado la guerra a los grandes propietarios, que ahora estaban representados, lo mismo que tres siglos atrás, principalmente por el Senado. Por primera vez después de muchos años se levantaba un magistrado contra el gobierno aristocrático, y le hacía una oposición seria. La aristocracia aceptó el combate y recurrió inmediatamente a sus armas habituales, neutralizando al funcionario con otro funcionario (vo­lumen I, libro segundo, págs. 332 y sigs.). Marco Octavio, el otro tribuno, colega de Graco y adversario decidido del proyecto, pues de buena fe lo tenía por malo, interpuso su veto cuando iba a ser votado. Según la constitución, esto valía tanto como desechar la moción. Graco, a su vez, suspendió el curso de los negocios públicos y de la justicia, y selló las arcas del tesoro. Por molesta que fuera la medida se lo dejó obrar, porque el año * tocaba ya a su término. Por último, el tribuno llevó sus proyectos ante el pueblo y Octavio repitió su intercesión. En vano su colega, y amigo hasta aquel día, le suplicó que salvase con él a Italia. Le respondió que podían tener distinto parecer sobre los medios de salvación de Italia, pero que su derecho constitucional de veto contra la moción de un colega era cosa cierta e incontestable. En este momento, el Senado intentó propor­cionar a Tiberio una retirada: dos consulares le propusieron que presentase su moción en la curia, proposición que el tribuno se apresuró a acoger. Creyó que el Senado no rechazaba ya el principio de la distribución de tierras, pero en esto se engañaba por completo. El Senado no estaba dis­puesto, ni mucho menos, a hacer semejante concesión. De esta forma las negociaciones fueron cortas y sin resultado. Graco había agotado todos los medios legales. En otro tiempo, cuando llegaban estos casos, se dejaba pasar el año sin chocar ni incomodarse; después, al año siguiente, se reproducía la moción y se la llevaba ante el pueblo. De este modo, la energía de la exigencia de reforma y el poder de la opinión pública orilla­ban toda resistencia. Pero en la actualidad se obraba con más precipitación. Graco había llegado a la crisis suprema, al punto decisivo: ¿abandonaría

MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO ORACOla causa de la reforma, o comenzaría la revolución?... Y optó por esto último. Declaró al pueblo que era necesario que Octavio o él saliesen del colegio de los tribunos, y propuso a su colega que se votase en los comicios la despedida de uno o del otro. Ahora bien, según la constitución no era posible destituir a un magistrado; por tanto, Octavio desechó naturalmente una proposición que, además de violar la ley, le infería una injuria a su persona. Graco rompió inmediata y violentamente: se volvió hacia el pueblo y le preguntó "si el tribuno que obraba contra los intereses populares no deshonraba su cargo". La asamblea prestó completo asentimiento, acostumbrada como estaba, desde hacía mucho tiempo, a decir sí a todas las mociones, y particularmente ese día que estaba com­puesta, casi en totalidad, por la muchedumbre de proletarios que habían acudido de la campiña para apoyar un proyecto de ley que a sus ojos era de capital importancia. Por orden de Graco, los alguaciles arrojaron a Marco Octavio del banco de los tribunos. La ley agraria fue votada por aclamación y saludada con gritos de entusiasmo; también fueron nombrados los primeros triunviros repartidores. Los votos proclamaron como funcionarios al autor mismo de la ley, a su hermano Cayo, joven de veinte años, y a su suegro Apio Claudio. Así, la ejecución de la ley se convirtió en un negocio de familia. Con esto se aumentó el resentimiento de la aristocracia, y cuando, según costumbre, los nuevos funcionarios fueron a pedir al Senado la indemnidad de instalación y sus honorarios, se les negó la demanda y se les asignó el sueldo ridículo de veinticuatro ases diarios. La discordia iba aumentando y cada vez se envenenaba más. Los odios iban extendiéndose y se convertían de políticos en personales. En todas las ciudades, aun entre las de los aliados itálicos, las operaciones de deslinde y de distribución de los dominios públicos detentados no hacían más que sembrar la discordia. La aristocracia confesaba sin rodeos que quizá sufriría la ley, si no podía evitarlo, pero que se vengaría a toda costa de aquel que la había propuesto y hecho votar por autoridad propia.OTROS DESIGNIOS DE GRACO PIDE UN SEGUNDO TRIBUNADO. MUERTE DE GRACOQuinto Pompeyo decía que el día en que Graco saliese del tribunado formularía él mismo su acusación, amenaza que no era la más violenta99

de las que se oían en todas partes. Como no se creía seguro en Roma, y tenía razón para ello, el tribuno no aparecía en la plaza pública sin una escolta de tres o cuatro mil hombres. Esto le valió en pleno Senado las amargas censuras de Mételo, que no era, sin embargo, contrario a la reforma. Votada la ley agraria, se creyó que Graco había llegado a su fin; pero él se veía en la primera etapa de su carrera. Es verdad que el pueblo le debía estar muy reconocido; pero ¿qué sería de él, sin tener otro escudo que el reconocimiento popular, el día en que su persona no fuese ya indispensable, el día en que no estuviesen unidos a él nuevos intereses y esperanzas, vastos y nuevos proyectos? Entre tanto, el testa­mento del último rey de Pérgamo vino a dar a los romanos el imperio y las riquezas de los Atálidas. Inmediatamente Graco pidió la distribución del Tesoro pergamiano en provecho de los poseedores recientes, para que atendiesen a los gastos de su primer establecimiento, y, contra todos los usos antiguos, quiso reivindicar para los ciudadanos el derecho de estatuir soberanamente sobre lo que debía hacerse de la nueva provincia. Se dice que preparaba otras leyes populares, tales como el reclutamiento del servicio militar, la extensión del derecho de provocación, la supre­sión del privilegio que tenían los senadores para sentarse como jurados en los tribunales de justicia y, por último, la admisión de los aliados itálicos en el derecho de ciudadanía. Pero en verdad no puede fijarse hasta qué punto habrían llegado sus designios. Lo cierto es que no veía su salvación más que en la prorrogación de su cargo por otro año, y que, para obtener del pueblo semejante concesión sumamente inconstitucional, necesitaba proponer reformas sobre reformas. En un principio solo había querido salvar la República, pero en la actualidad se trata de sí mismo, y la suerte de la República iba unida con la vida del tribuno. Las tribus se reunieron para las elecciones del año siguiente, y sus primeras secciones votaron por Tiberio, pero la oposición del partido contrario fue bastante fuerte como para hacer que se disolviesen los comicios sin haber hecho nada definitivo, y se dilató hasta otros dos días la continuación de las opera­ciones. Graco apeló a todos los medios lícitos e ilícitos: se mostró a las masas vestido de luto y recomendando sus hijos al pueblo. Previendo el caso de que sus adversarios pudieran oponer de nuevo obstáculos a su elección, había tomado sus medidas para que sus amigos los arrojasen del recinto público de los comicios, que se verificaban junto al templo del Capitolio. Así, pues, comenzó de nuevo la votación el día señalado: los

MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO GRACOvotos siguieron el mismo rumbo que en la primera y el partido aristo­crático, por su parte, se obstinó en la resistencia a todo trance. Se promovió un gran tumulto y se dispersaron los ciudadanos; se disolvió por la fuerza la asamblea electoral y se cerró el templo Capitolino. Comenzó a divulgarse por la ciudad que Tiberio había depuesto a todos los tribunos y que estaba decidido a continuar en su cargo sin que lo reeligiesen. A todo esto, el Senado se había reunido en el templo de la Fidelidad, inmediato al de Júpiter, y los enemigos más encarnizados de Tiberio se desataban allí en improperios e inventivas contra él. En aquel momento Graco llevó la mano a su frente, indicando a la mu­chedumbre agitada que su vida corría peligro. Sus contrarios exclama­ron inmediatamente que pedía al pueblo la corona de los reyes. Entonces se intimó al cónsul Escévola a que hiciera morir al traidor, y como Escévola, moderado por carácter y casi partidario de la reforma agraria, rechazase la moción a la vez bárbara e insensata, se levantó Escipion Nasica, el consular más duro y fogoso de todos los aristócratas, e invitó a sus amigos a armarse como pudieran y a seguirlo. Los electores rurales habían venido en corto número a la ciudad, y los electores urbanos se retiraban espantados al ver precipitarse del templo a todos aquellos elevados personajes encolerizados y amenazando con las armas de que se habían provisto. Graco quiso huir con el corto número de sus parti­darios, pero cayó al bajar la rampa del Capitolio. Atacado por uno de aquellos hombres furiosos (Publio Satureyo y Lucio Rufo se disputaron después la honra de haber sido su verdugo), fue asesinado a palos y quedó tendido a los pies de las estatuas de los siete reyes de Roma, al lado del templo de la Fidelidad. Murieron además a su alrededor trescientos de sus partidarios. Llegada la noche sus cadáveres fueron arrojados al Tíber. ¡En vano Cayo Graco exigió que se le entregase el cadáver de su her­mano! ¡Nunca había atravesado Roma un periodo tan funesto! La segun­da crisis social había comenzado por una sangrienta catástrofe que superaba todo lo que se había visto durante las seculares discordias de las primeras disensiones civiles. En las filas de la aristocracia se apoderó de los buenos el terror, pero ¿qué partido tomar? El mal estaba hecho y, para no abandonar a los hombres más notables del partido a la venganza de la muchedumbre, debían aceptar en masa la responsabilidad del crimen cometido. Tuvieron que resignarse. Se proclamó oficialmente que Graco había aspirado a la monarquía, y se justificó el asesinato con el precedente

., LIBRO IV TW.Ide Servilio Abala (volumen i, libro segundo, pág. 310). Se nombró una comisión especial para informar en contra de los cómplices de Tiberio, y se pronunció también la sentencia capital contra muchos romanos de condición ínfima. Su presidente, el cónsul Publio Popilio, se cuidó de imprimir el sello de una especie de legalidad retroactiva en el asesinato del campeón popular (año 622). Nasica tenía al menos el valor de sus actos y no temía el furor del pueblo: los confesaba en voz alta y se va­nagloriaba de ellos. Fue enviado al Asia con un pretexto honroso, y durante su ausencia fue nombrado pontífice supremo. Tampoco en esto se separaron los moderados de sus colegas. Cayo Lelio tomó parte en la información en contra de los auxiliares de los Gracos; Publio Escévola, que había querido impedir el asesinato, se convirtió más tarde en su abogado en pleno Senado. Por último, cuando a su regreso de España Escipión Emiliano fue invitado a explicarse públicamente y a decir si aprobaba o no el suplicio de su cuñado, respondió con un equívoco: manifestó que Tiberio había sido justamente condenado a muerte si era cierto que había intentado coronarse rey.LA CUESTIÓN AGRARIA EN SÍ MISMAProcuraremos formular un juicio sobre estos acontecimientos, cuyas consecuencias fueron tan graves. El hecho de instituir un colegio de funcionarios con la misión de detener el constante decrecimiento de la población rural y hacerlo mediante la creación de nuevas parcelas agra­rias, a expensas del Estado, ponía a la vista una de las llagas del sistema económico. Pero, en las actuales circunstancias políticas y sociales, la empresa era útil y estaba bien concebida. La distribución de los dominios detentados no era en sí un asunto de partido; se podía extender hasta el último mogote de tierra sin tocar en nada la constitución, sin quebrantar en lo más mínimo el régimen aristocrático. Por ello tampoco recibía ningún ataque el derecho existente. Era cosa reconocida que la propiedad de los dominios pertenecía al Estado; es más, investido de ella preca­riamente, el detentador se hubiera fundado mal invocando la posesión de buena fe, a título de propietario. Aun cuando en un caso excepcional lo hubiera podido hacer, esto también podría haber sido rechazado según la ley romana que instituye la imprescriptibilidad del dominio público.

MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO ORACOLejos de ser la supresión, la distribución de tierras no era más que un modo de usar la propiedad; los juristas eran unánimes sobre la legalidad de la operación. Pero, puestos aparte la constitución y el derecho, ¿era una tentativa política esta reivindicación de dominios en nombre del Estado? Recuérdese el efecto producido en nuestros días por las preten­siones mostradas de repente por este gran propietario, despertando después de la larga inacción de sus derechos, por lo demás incontestables, y reclamando su completo ejercicio. ¡Lo mismo sucedió con las objeciones y la cólera suscitadas por las rogaciones de los Gracos, y con mayor moti­vo! No se podía negar que, después de tres siglos, la mayor parte de los dominios ocupados habían sido transmitidos en las familias a título hereditario y privado. El signo de la propiedad pública, más fácil de destruir por su naturaleza que el de la propiedad privada, había desaparecido por completo, y los detentadores actuales tenían sus títulos procedentes de un contrato de venta, o de cualquier otro contrato oneroso. ¿Qué importa la opinión de los jurisconsultos? Para los hombres de negocios, la ley agraria no será nunca otra cosa que una expropiación del gran propietario en beneficio del proletario de los campos; ni siquiera el hombre de Estado hubiera podido darle otra calificación. Así habían opinado los personajes influyentes del siglo de Catón, como lo prueba un hecho que ocurrió mientras él vivía. Se recordará que los territorios de Capua y de las ciudades vecinas habían sido anexionados al dominio público en el año 543. Durante los calamitosos tiempos que siguieron, la propiedad del Estado se convirtió en propiedad de particulares. Pero en los últimos años del siglo VI, por incitación e influencia de Catón, se intentó limitarla, y una decisión del pueblo ordenó la recuperación de las tierras de Campania y su arrendamiento en beneficio del Tesoro (582). Los poseedores no presentaron ningún título formal; la connivencia de las autoridades había favorecido su ocupación, que había continuado más de un siglo. Aun ante esta situación, no se los desposeyó sino mediante una indemnización pagada de los fondos del Tesoro por el pretor urbano, Publio Léntulo, y por orden expresa del Senado.7 No presentaba menos inconvenientes ni menores peligros la condición enfitéutica y la inalie-nabilidad impuestas a las nuevas asignaciones. Roma debía su grandeza al principio esencialmente libre de su comercio interior y exterior. Por lo tanto, era ir contra el genio de sus instituciones imponer a las clases ru­rales recientemente establecidas métodos y modos fijos de explotación,103

'ÜWcolocarlas a su vez al alcance de una ley que pudiese retirarles la donación hecha, y encerrarlas en los estrechos límites del sistema económico des­crito anteriormente.La Ley Sempronia se prestaba, pues, a graves censuras, pero no eran decisivas. Cualquiera que fuese el mal que se causara al expropiar a los grandes poseedores de dominios públicos, era el único remedio que podía aplicarse a otro mal mucho mayor. De este modo se contenía en Italia la decadencia de la clase agrícola, decadencia a cuyo término se hallaba la ruina del Estado. Y así me explico suficientemente la actitud de los hombres más notables y de los mejores patriotas entre los conservadores: de Cayo Lelio, Escipión Emiliano y tantos otros, que eran los primeros en aprobar o desear la distribución de tierras.LA CUESTIÓN AGRARIA ANTE EL PUEBLODesgraciadamente, si en su principio y su objeto la empresa de Tiberio Graco había parecido buena y saludable al mayor número de los amigos prudentes de la República, sucedió muy al contrario respecto del cami­no que para ello emprendió. Ningún patriota ni hombre notable lo aprobó ni podía aprobarlo. Roma obedecía entonces al gobierno senatorial. Al permitir que pasase una medida de gobierno contra la mayoría de los votantes en el Senado, se abría la puerta a la revolución. Al presentar Graco al pueblo la ley agraria, era un revolucionario en el sentido y espíritu de la ley constitucional. Según el espíritu de la ley, era un revolu­cionario cuando destruía una de las ruedas de la máquina del Estado, el infalible correctivo de las usurpaciones del tribunado sobre las atribuciones del Senado director, para poner mano sobre el derecho de intercesión o veto de sus colegas, no por una sola vez sino para siempre, provocando así la destitución de uno de ellos. No había sofisma que pudiese justificar este acto ilegal del primer jefe. Y, sin embargo, veo en otra parte la inmoralidad y lo impolítico de su conducta. El código de alta traición no tiene artículos definidos para la historia: es efectivamente revolu­cionario evocar en la ciudad la lucha de una fuerza viva contra las demás fuerzas, pero, desde este punto de vista, es quizá también revolucionario el hombre de Estado que ve más claramente y merece las mayores alabanzas. El error capital de la revolución de los Gracos ha consistido104

MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO GRACOen un elemento de hecho, despreciado muchas veces en la constitución misma de la asamblea del pueblo. La ley agraria de Espurio Casio (volumen I, libro segundo, pág. 298) y la de Tiberio Graco eran muy semejantes en el fondo, tanto por sus disposiciones como por su fin, pero Espurio y Tiberio obraron de un modo enteramente distinto. La razón de esto es que la Roma que distribuía con los latinos y los hérnicos el botín hecho sobre los volscos no se parecía en nada a la Roma del tiempo de los Gracos, que enviaba sus gobernadores a las provincias de África y de Asia. La primera era una simple ciudad que reunía a voluntad a su pueblo y su gobierno; la segunda era ya un gran Estado. No puede reunir a todos sus ciudadanos en una sola asamblea; si intenta hacerlo, si pide un voto o una decisión a todo su pueblo, convocado de lejos, el voto y la decisión serán deplorables o ridículos (volumen u, libro tercero, pág. 357). Por lo tanto, Roma estaba pagando la falta de las instituciones políticas de la antigüedad, que nunca supieron pasar de la ciudad al Es­tado verdadero, o mejor dicho, de la organización primaria al sistema parlamentario. La asamblea soberana era en Roma lo que sería en In­glaterra si, en lugar de sus diputados, tuviesen entrada en la cámara los electores. Era una muchedumbre ruda y ciega, arrastrada por el soplo de todos los intereses y todas las pasiones, en la que se desvanecían la inteligencia y la vista clara de las cosas, incapaz de comprender las diversas relaciones y de tomar una decisión que le fuese propia. Era una barahúnda sin nombre, por más que se llame pueblo (salvo raras excepciones), donde se agitaban y votaban algunos centenares, algunos millares de hombres recogidos por las calles. En las tribus y en las centurias, por lo general el pueblo no contaba con sus representantes, sino en número apenas suficiente y completamente ilusorio. Lo mismo ocurría en las curias, donde los treinta lictores lo representaban legalmente. Por consiguiente, así como la ley curiada no era más que la decisión dictada por el magistrado que había convocado a los treinta lictores, así también, en la época que refe­rimos, la decisión que salía de las tribus o de las centurias no era más que la moción del magistrado autor de la rogación, pues para darle fuerza legal bastaba un corto número de votantes con su sí obligado. En estas asambleas, en estos comicios, los votantes eran al menos ciudadanos, pero en las reuniones pura y simplemente populares, en las conciones (contiones, concilium), todo el que se presentaba, fuese egipcio o judío, libre o esclavo, tenía derecho a ocupar su lugar y a aclamar (volumen i, libro segundo,105


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