Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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LOS PUEBLOS DEL NORTElos teutones, que se les unieron un poco más tarde, lejos de pertenecer al árbol céltico, como creyeron en un principio los romanos, corres­pondían al elemento germánico. Ambas tribus tenían el mismo nombre, restos quizá de la gran nación, aun cuando ya estaban separadas en la patria primitiva: los cimbrios estaban en la actual Dinamarca y los teu­tones en la Alemania del norte, en las playas del Báltico. Allí ya los había designado Piteas, contemporáneo de Alejandro el Grande, con motivo del comercio del ámbar. Los cimbrios y los teutones están inscritos en el catálogo de los pueblos germánicos entre los ingebones, al lado de los chaucos. La opinión de César, que es el primero entre los romanos que consiguió la diferencia entre galos y germanos, colocó entre estos últimos a lo cimbrios, de los que debió ver muchos. Por último, los nombres mismos de estos pueblos, sus caracteres físicos y etnológicos, su género de vida; todo, en fin, los une con la gran familia del norte y sobre todo con la familia germánica. Por otra parte se comprende fácilmente que, después de veinte o treinta años de vida errante reuniendo en sus correrías a través de los países célticos a hermanos de armas y voluntarios siempre bien acogidos, esta tribu aumentase con una multitud de aventureros galos. No hay que extrañarse de ver a la cabeza de los cimbrios a un jefe celta, ni de que los romanos empleen espías que hablen lengua céltica. Su marcha fue prodigiosa y los romanos no habían previsto aún el pe­ligro. No era esta una horda de ladrones a caballo, ni la cruzada de una "primavera sagrada o una banda de jóvenes enviada al extranjero". Era un pueblo entero que emigraba con mujeres e hijos, con todo su bien y su haber en busca de nueva patria. Entre los pueblos del norte que aún eran nómadas, el carro tenía una importancia desconocida entre los helenos e italianos; los celtas también lo llevaban consigo en sus guerras. Con su toldo de cuero extendido por encima servía de casa a toda la familia: la mujer, los hijos, el perro, todos tenían allí su lugar, revueltos con el mobiliario.Los hombres del sur vieron con admiración aquellos cuerpos esbeltos, aquellas largas trenzas rubias, aquellos ojos azules, aquellas mujeres de formas vigorosas y robustas que no cedían a sus maridos en talla ni en fuerzas, y sobre todo se sorprendieron con aquellos niños de cabellos blancos como los de los ancianos. En cuanto a la manera de batirse, la de los celtas de entonces era tal, que no venían a las manos con la cabeza desnuda y solo con espada, según la antigua práctica de los galos de Italia,185

MMMRU DE ROMA, LIBRO IVsino que la cubrían con un yelmo de bronce, a veces ricamente adornado, y lanzaban una temible arma arrojadiza, el materis, que era una especie de venablo. También conservaban la espada larga y el pequeño pavés, y por último vestían la coraza. Tampoco carecían de caballería, aunque desde este punto de vista eran muy superiores los romanos. Por todo orden de batalla se aglomeraban como otras veces, sin arte, en una especie de falange tan ancha como larga, y en los días de combates más peligrosos, sus primeras filas estaban unidas por cuerdas que pasaban por cintos de metal. Las costumbres de los cimbrios eran rudas. Comían con frecuencia carne cruda. El más bravo y, en cuanto era posible, el de mayor estatura era el rey del ejército. A veces también convenían con el enemigo el lugar y hora del combate, lo mismo entre los celtas que con los otros pueblos bárbaros; y antes de venir a las manos, salía uno de entre ellos y provocaba a un adversario a combate singular. Se disponían a la lucha por groseros gestos de desprecio y con un ruido espantoso, alzando los hombres su grito de guerra, y las mujeres y los niños dando grandes golpes en los techos de cuero de los carros. Se batían con bravura: la muerte en el campo del honor les parecía la única digna del hombre libre, pero, terminada felizmente la lucha, se indemnizaban con los excesos de una bestialidad repugnante, ofreciendo a veces a sus dioses guerreros todo lo que la victoria pusiese en manos del vencedor. En tal caso, se destruía completamente todo el botín mueble, se mataba a los caballos y se colgaba a los cautivos, o se los reservaba para sacrificios sangrientos. Tenían por sacerdotisas a mujeres de cabellos canos, envueltas en vestidos blancos y que iban descalzas. Lo mismo que la Ingenia de la fábula en el país de los escitas, inmolaban víctimas y profetizaban el porvenir que leían en la sangre de los prisioneros de guerra y de los criminales. No es fácil decir lo que de todas estas costumbres era común a los bárbaros del norte, o distinguir lo que procedía de los celtas o de los germanos: pero el hecho de que sacerdotisas, y no sacerdotes, acompañasen y guiasen el ejército constituía indudablemente un rasgo característico de las costumbres germánicas. De este modo los cimbrios avanzaban a través de un país desconocido, en una monstruosa confusión de pueblos diversos y aglo­merados alrededor de ese núcleo de aventureros germanos, originarios de las orillas del Báltico. Eran muy semejantes a esos ejércitos de emigrantes que, embarazados con muchos bagajes y mezclados entre sí, van al otro lado de los mares a proseguir sus sueños de fortuna. Conducían por montes186

LOS PUEBLOS DEL NORTEy valles su fortaleza de ruedas (Wagemburg) con esa destreza que caracteriza la vida nómada; eran hostiles a la civilización y destructores como el huracán o la furiosa tormenta, pero también, como estos, eran caprichosos e irreflexivos. Hoy corrían hacia adelante y mañana se detenían, se precipitaban de flanco o volvían hacia atrás. Llegaban y herían ligeros como el relámpago, y desaparecían del mismo modo. ¿Por qué no se ha encontrado a un hombre que, sacudiendo la pereza del siglo, haya observado diligentemente y descrito este prodigioso meteoro? Mucho tiempo después la ciencia creyó entrever la cadena de la que esta emi­gración armada era un anillo, al mismo tiempo que era la primera de las expediciones procedentes del fondo de la Germania que venía a chocar contra la civilización antigua. Pero la ciencia llegaba demasiado tarde; la tradición inmediata de los hechos había desaparecido por completo.INCURSIÓN DE LOS CIMBRIOS. SUS COMBATES. DERROTA DE CARBÓN. DERROTA DE SILANO. INVASIÓN DE LOS HELVECIOS EN LA GALIA MERIDIONAL. DERROTA DE LONGINO Y DE ORANGEComo quiera que fuese, el pueblo sin patria de los cimbrios, detenido largo tiempo ante las puertas del sur por los celtas del Danubio, y principalmente por los bois, pudo al fin romper la barrera. Era por los años en que los romanos acababan de dirigir sus ataques contra estos mismos galos o danubianos. ¿Los habrían llamado estos en su auxilio contra las legiones invasoras?... ¿O sería tal vez que la invasión romana les impediría defenderse por el lado del norte?... Los cimbrios atravesaron el país de los escordiscos, entraron en el año 641 en el de los tauriscos, y se aproximaron a los pasos de los Alpes de Carnola que cubría el cónsul Gneo Papirio Carbón, apostado en las alturas encima de Aquilea. Por orden de Roma, setenta años antes había tenido que evacuar el territorio, ya ocupado, una tribu de galos que quiso establecerse en la vertiente meridional (volumen II, libro tercero, pág. 208). En la época que vamos historiando, el temor al nombre romano tuvo todavía bastante poder para detener a los transalpinos. Los cimbrios no atacaron, y hasta retrocedieron, cuando Carbón les ordenó que abandonasen el país de los tauriscos, huéspedes y amigos de la República. Ahora bien, aun cuando el cónsul no estaba obligado de manera alguna por los tratados hechos con este187

HISTORIA DMtOMA, LIBRO IVpueblo, se apresuraron a seguir a los guías que se les dieron para conducirlos a la frontera. Pero estos guías se habían vendido para hacerlos caer en una emboscada donde los esperaba el mismo Carbón. Vinieron, pues, a las manos, no lejos de Noreya (en la Carintia). Los cimbrios vendidos vencieron al traidor y le mataron una gran parte de su gente; sin una tormenta que separó a ambos ejércitos, hubiera sido completa­mente destruido el de la República.Los cimbrios hubieran podido penetrar inmediatamente en Italia, pero prefirieron volver hacia el oeste. Abriéndose camino a lo largo de la orilla izquierda del Rin y a través de la cordillera del Jura, no tanto por las fuerzas de las armas como aviniéndose con los helvecios y los secuaneses, reaparecieron algunos años después de la derrota de Carbón en las inmediaciones del territorio romano. En el año 645, Marco Junio Silano entró en la Galia meridional para defender el país de los alóbroges, amenazado por la invasión. Los cimbrios le pidieron que les asignase tierras donde poder establecerse en paz, pero esta demanda era inad­misible. Por toda respuesta, el cónsul los atacó vigorosamente, pero fue completamente derrotado y su campamento cayó en poder del enemigo. Para reparar su desastre, fue necesario recurrir a nuevas levas. Sin embargo, tan difícil se hacía el alistamiento, que el Senado tuvo que recurrir a las leyes votadas por la iniciativa de Cayo Graco, que abreviaban el tiempo del servicio militar. También ahora los cimbrios, en vez de proseguir su victoria, enviaron una embajada a Italia para renovar su demanda de tierras donde establecerse; pero al mismo tiempo se ocuparon de someter los cantones célticos de las inmediaciones. La provincia romana y el nuevo ejército tuvieron algún respiro; pero he aquí que de repente se levanta en la Galia otro enemigo. Los helvecios habían sufrido mucho en sus incesantes combates con sus vecinos del norte. Arrastrados por el ejemplo de los germanos, desearon pasar a su vez a la Galia occidental, donde debían encontrar países más fértiles y una morada más tranquila. Pudo suceder también que, cuando los cimbrios atravesaron su país, hicieran alianza con ellos. Como quiera que fuese, todos los hombres válidos de los tugenos (lugar desconocido) y de los tigorinos (sobre el lago Morat, al pie del Jura) atravesaron la cordillera jurásica10 conducidos por Divicon, y llegaron hasta el país de los nitiobrigos (no lejos de Agen, sobre el Carona). Aquí se les opuso el ejército del cónsul Lucio Casio Longino, que se dejó coger en una emboscada en la que188

LOS PUEBLOS DEL NORTEperecieron él, su lugarteniente, el consular Cayo Pisón y la mayor parte de sus soldados. El comandante interino, Cayo Popilio, que se había refugiado en el campamento, capituló al poco tiempo y pasó bajo el yugo, aunque antes entregó a los helvecios la mitad de sus bagajes y municiones, y bastantes rehenes (año 647). Las cosas llegaron a tal punto, que Tolosa, una de las ciudades más fuertes de la provincia romana, se sublevó contra la República y arrojó a su guarnición. Pero bien pronto, teniendo en cuenta que los cimbrios tardaban y que los helvecios no amenazaban inmediatamente la provincia, el nuevo general enviado por Roma, Quinto Servilio Cepión, tuvo tiempo para llegar a Tolosa y apoderarse de ella gracias a una traición. Saqueó a su placer las inmensas riquezas aglo­meradas en el antiguo y célebre santuario del Apolo galo. ¡Qué ingreso inesperado para el entrampado Tesoro! Desgraciadamente los vasos de oro y de plata, enviados a Marsella con una pequeña escolta, fueron robados en el camino por una cuadrilla de ladrones, que desaparecieron sin dejar huellas; después se dijo en público que el cónsul y sus oficiales eran los que habían preparado el golpe (año 648). Entre tanto, se man­tuvieron a la defensiva y guarnecieron la provincia con tres poderosos ejércitos, a la espera de que el enemigo principal, los cimbrios, renovasen el ataque. Estos llegaron en el año 649 (105 a.C.), conducidos por su rey Boyorix, pensando ahora seriamente en hacer una incursión en Italia. Cepión mandaba en la ribera derecha del Ródano; en la orilla izquierda estaba el cónsul Gneo Manlio Máximo; y bajo sus órdenes, a la cabeza de otro cuerpo de ejército, estaba su lugarteniente, el consular Marco Emilio Escauro, quien fue el primero en ser atacado. Exterminaron su ejército, y él fue hecho prisionero y conducido al campamento enemigo, donde el rey, oyendo a su cautivo advertirle orgullosamente que se guardase de invadir la Italia con sus cimbrios, se enfureció y lo mandó matar. Entre tanto, Máximo ordenó al procónsul que atravesase el Ródano. Cepión obedeció de mala gana y apareció al fin cerca de Arausi (Orange), en la orilla derecha del río, donde se habían concentrado todas las fuerzas romanas. Su masa imponente dio en qué pensar a los cimbrios, que quisieron entrar en negociaciones. Por desgracia, ambos generales vivían en el desacuerdo más completo. El cónsul Máximo, hombre de baja estirpe e incapaz, tenía de su parte la ley sobre su colega proconsular, más orgulloso y de mejor familia, pero no mejor capitán. Cepión se negó a acampar en un lugar común y a concertarse para las operaciones que189

debían emprender, pues aspiraba a la absoluta independencia en el mando. En vano los delegados del Senado intentaron un acomodamiento. Una entrevista de ambos generales exigida por sus oficiales no hizo más que aplazar la ruptura. Apenas vio Cepión que Máximo andaba en nego­ciaciones con los cimbrios, y creyendo que estaba a punto de llevarse él solo la honra de su sumisión, se arrojó de repente sobre aquellos con todo su cuerpo de ejército. Sin embargo, fue completamente aniquilado y su campamento tomado el 6 de octubre del año 649 (105 a.C.), y su derrota no hizo más que preparar la destrucción completa del segundo ejército. Ochenta mil soldados romanos quedaron, según se dice, en el campo de batalla, sin contar las cuarenta mil personas de la indefensa e innumerable multitud que los acompañaba. Al parecer solo escaparon diez hombres. Lo que hay de cierto es que de ambos ejércitos se libraron muy pocos, pues los romanos luchaban con el río a sus espaldas.Por las pérdidas materiales y el efecto moral, la catástrofe de Orange casi superó la de Canas. Las derrotas sucesivas de Carbón, Silano y Longino no habían producido en el ánimo de los italianos una impresión profunda, pues estaban acostumbrados a que la guerra comenzase siempre por descalabros. En realidad se tenía una fe inquebrantable en el pocfer invencible de las armas romanas, y preocuparse por las excepciones a la regla general, aunque numerosas, hubiera parecido un cuidado superfino. Sin embargo, el desastre de Orange, los cimbrios vencedores y al pie de los Alpes que no estaban defendidos, el que la insurrección hubiera estallado de nuevo y con más fuerza que nunca en este lado de la cordillera y en Lusitania, Italia abierta y sin ejército: qué terrible realidad al despertar de tanto sueño. Inmediatamente se presentaron a sus ojos los tumultus galici del siglo IV, cuyos ecos aún duraban, la batalla del Alia y el incendio de Roma. Y, como si fuera poco, el presente desastre y el terror de la invasión por toda la península duplicaba la fuerza de los antiguos recuerdos: todo el Occidente creyó sentir el próximo derrumbamiento de la dominación romana. Un senadoconsulto limitó el tiempo del luto, como al día siguiente de la batalla de Canas. Por otra parte, los nuevos alistamientos atestiguan la gran carencia de hombres. Todo italiano útil para tomar las armas fue obligado a jurar que no abandonaría Italia, y se prohibió a los capitanes de los buques anclados en los puertos italianos embarcar a ninguno de aquellos. ¿Qué habría sucedido si los cimbrios hubiesen atravesado los Alpes inmediatamente190

LOS PUEBLOS DEL NORTEdespués de su doble victoria? Pero el torrente se desvió de nuevo y fue a inundar el territorio de los arvernos, que se defendieron con gran trabajo: después, cansados de esta guerra de sitios, y volviendo la espalda a Italia, los cimbrios se internaron hacia el oeste por el lado de los Pirineos.



LA OPOSICIÓN EN ROMA IGUERRA A FUERZA DE PROCESOS CRIMINALESSi el decrépito organismo de la ciudad romana podía levantarse vivo al salir de una crisis, había sonado la hora en que, pasando por una de esas mudanzas de la fortuna tan numerosas en su historia, Roma se veía bastante en peligro como para despertar todas las fuerzas, todo el pa­triotismo de sus habitantes. Al mismo tiempo la amenaza no estalló tan repentinamente que no quedase tiempo para desarrollar el libre juego de sus fuerzas preservadoras. Lejos de esto, asistimos a los tristes fenómenos que se manifestaron ya cuatro años antes, a consecuencia del mal éxito de la guerra de África. De hecho, en Numidia y en las Galias, el mal era de la misma naturaleza. Allí tal vez la oligarquía había sido la que había cometido la falta, mientras que aquí eran los individuos y los funcionarios. Pero la opinión pública veía siempre lo mismo cuando acusaba la bancarrota de un poder que abría bajo sus pies un abismo y sacrificaba la víspera el honor del Estado, en tanto al día siguiente comprometía su existencia. Ahora, como entonces, nadie se engañaba acerca del lugar de la enfermedad, pero nadie osaba tampoco aplicarle el verdadero y serio remedio. El vicio estaba en el sistema, ¿quién lo ignoraba?, y sin embargo también esta vez se limitan a atacar a deter­minados hombres, a quienes hacen responsables. El huracán se desen­cadenó sobre las más altas cabezas de los aristócratas, con tanta más furia cuanto las calamidades del año 649 superaban en extensión y gravedad las del año 645. Al mismo tiempo, el pueblo iba dejándose llevar por el sentimiento instintivo, pero seguro, de la necesidad de la tiranía como un medio contra la oligarquía. Ahora se muestra más que nunca favorable a todo oficial de algún renombre que quiera apoderarse del poder o intente reemplazar el régimen actual por una dictadura.Quinto Cepión fue el primero a quien se sacrificó. Esto era hacer justicia. El desastre de Orange se debió principalmente a su insubordinación,

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HISTORIA DE3»MA, LIBRO IVsin contar con la malversación del botín de Tolosa, de la que lo acusaban presunciones muy probables, cuando no pruebas patentes. La oposición tenía además contra él otro motivo de odio no menos serio: durante su consulado había tenido la audacia de querer quitar a los capitalistas sus asientos en el jurado. Para atacarlo, se partió de la antigua y respetable sentencia: "El vaso se ha manchado, pero respetad la santidad de la función". Comprimiendo en otro tiempo el odio en su pecho, los ciuda­danos romanos habían recibido silenciosamente al autor del desastre de Canas. En la actualidad, y contra la regla constitucional, el hombre culpable de la derrota de Orange fue destituido del proconsulado por un plebiscito: cosa inaudita después de la crisis en que desapareció la monarquía. Sus bienes, confiscados, entraron a formar parte del Tesoro. Otra ley lo expulsó un poco más tarde del Senado (año 650). Aún no era bastante: el pueblo quería otras victorias, pero sobre todo quería la sangre del ex procónsul. En el año 651, y a propuesta de cierto número de tribunos de la oposición, a la cabeza de los cuales estaban Lucio Apuleyo Saturnino y Cayo Norvano, se instituyó un tribunal excepcional para entender en los crímenes de robo y de alta traición cometidos en la Galia, y aunque de hecho estuviesen abolidas la detención preventiva y la pena de muerte por delitos políticos, el desgraciado Cepión fue puesto en prisión: a nadie se ocultaba que se lo iba a sentenciar a la pena capital. El partido gobernante intentó detener la moción por medio de la intercesión tribunicia, pero cuando los tribunos quisieron oponer su veto se los expulsó violentamente de la asamblea, y en el tumulto fueron acometidos y heridos a pedradas. No hubo más remedio que aceptar el proceso criminal, y la querella siguió en el año 651 la misma marcha que seis años antes. Fueron condenados Cepión, su colega en el mando supremo, Gneo Manlio Máximo, y otra porción de personajes notables. Un tribuno del pueblo, amigo de Cepión, a duras penas pudo salvar la vida del principal acusado, sacrificando su propia vida civil."MARIO, GENERAL EN JEFEPero había otra cuestión mucho más importante que la de la venganza. ¿Cómo iba a hacerse la guerra al otro lado de los Alpes y, ante todo, a quién se iba a conferir el generalato? Con espíritus menos prevenidos,752

LOS PUEBLOS DEL NORTEla elección no hubiera sido difícil. Comparados los tiempos presentes con los antiguos, Roma no era ahora muy rica en notabilidades militares; sin embargo, no carecía de generales que se hubieran hecho ilustres: Quinto Máximo en la Galia, Marco Emilio Escauro y Marco Minucio en la región del Danubio, y Quinto Mételo, Publio Rutilio Rufo y Cayo Mario en África. No se trataba tampoco de combatir contra un Pirro o un Aníbal, sino solo de restablecer frente a los bárbaros del norte el re­nombre de la superioridad, tantas veces reconocida, de las armas y de la táctica romanas. No se necesitaba un héroe, sino un soldado vigoroso y entendido. Pero en este momento todo era posible, todo, menos una decisión imparcial de la administración. A los ojos de la opinión pública, el gobierno había perdido toda su confianza, y la sentencia dada contra él por el pueblo en tiempos de la guerra de Yugurta no podía dejar de ser hoy lo que había sido entonces. Así pues, aunque los mejores capitanes pertenecían a la aristocracia, tuvieron que ceder el puesto en medio de su brillante carrera cuando surgió otro oficial de nombradía. Rebajando sus servicios ante la asamblea popular, y titulándose candidato de oposición, este se levantó en un momento hasta el pináculo del poder. ¿Qué hay de chocante en que después de las derrotas de Gneo Manlio y Quinto Cepión se renovase el incidente que se había producido aun después de las victorias de Mételo? A pesar de la ley que prohibía la pro­moción por dos veces consecutivas al consulado, Cayo Mario osó aspirar a una nueva elección para la función suprema. Llamativamente, no solo fue nombrado para el año 650, cuando aún tenía el mando del ejército de África, y no solo le fue dado por provincia el generalato de la gue­rra de las Calías, sino que se le amplió el consulado por cinco años consecutivos (del 650 al 654). Insulto manifiesto y calculado contra la aristocracia, sus sentimientos exclusivistas y sus insensatos y ciegos desdenes hacia el hombre nuevo. No por esto el acontecimiento fue menos inaudito en los fastos de la República, pues constituía un flagrante ataque al espíritu de sus libres leyes. Como quiera que fuese, el mando supremo conferido inconstitucionalmente al primer general demócrata dejará huellas profundas y perpetuas en todo el sistema de la organización militar. Mario ya había comenzado la transformación del ejército en África, y durante los cinco años de su mando, obedeciendo en esto a las necesidades de los tiempos más que al atractivo de sus poderes ilimitados, acabó de convertir las milicias ciudadanas en un ejército a sueldo y permanente.

IHWOIVLOS ROMANOS A LA DEFENSIVA UNIÓN DE LOS CIMBRIOS, TEUTONES Y HELVECIOSEl nuevo jefe del ejército apareció al otro lado de los Alpes, seguido de un estado mayor sólido y numeroso: en él se veía a Lucio Sila, el atrevido oficial que había conducido cautivo a Yugurta y que iba a distinguirse nuevamente. Mario llevaba consigo además un valiente ejército de italianos y confederados. Sin embargo, no encontró delante de sí al ene­migo contra quien marchaba. Los admirables vencedores de Orange, después de haber talado la orilla izquierda del Ródano, habían pasado los Pirineos, como ya hemos dicho, y luchaban en aquel momento con los bravos indígenas de la parte del norte y del interior de España. En realidad parece que, desde su primera aparición en la historia, los germanos quisieron manifestar ese talento que caracteriza su raza y su ineptitud para las empresas. Por consiguiente, Mario tuvo tiempo suficiente para reducir de nuevo a la obediencia a los tretosagos, que habían hecho defección al compás de la vacilante fidelidad de las tribus sujetas de ligurios y galos, y pudo concentrar los socorros y contingentes de los pueblos aliados, masaliotas, alóbroges, secuaneses y otros, a quie* nes los cimbrios hacían correr los mismos peligros que a Roma. Por otra parte, usando una severidad oportuna y una imparcial justicia para todos, pequeños y grandes, muy pronto restableció la disciplina en el ejército que se le había confiado. Además dio al soldado el vigor necesario para los rudos deberes de la próxima campaña al imponerle largas marchas, unas veces, e inmensos trabajos de fortificación, otras, y hacién­dole abrir el canal del Ródano, que fue concedido después a Masalia y que facilitó los transportes mandados desde Italia al ejército. Por lo demás, Mario se mantuvo en la más estricta defensiva, sin traspasar la frontera de la provincia. En el año 641, según parece, el torrente címbrico fue detenido en España por la heroica resistencia de los pueblos indígenas, sobre todo de los celtíberos, y se volvió entonces hacia los Pirineos y desde allí hacia el océano Atlántico. Aquí todo el país, desde la cadena pirenaica hasta el Sena, se sometió a los terribles conquistadores que no encontraron resistencia sino al llegar a los confines de la valerosa confederación de los belgas. Pero mientras ocupaban el territorio de los vellocasos (Rúan), les llegó un contingente poderoso; vinieron a engrosar sus filas tres tribus helvecias, los tigorinos, los tugenos y otra,194


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