Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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(volumen II, libro tercero, pág. 384). Muy pronto se extendió la economía pastoril también a las provincias, y este fue el asunto favorito de espe­culación para el capitalista romano. Apenas fue conquistada la Dalmacia, se vio invadida por aquel. Allí organizó la cría de ganado en gran escala según el método italiano; pero el mal más funesto procedía sin duda del sistema de las plantaciones. En los campos ya no se veían más que bandas de esclavos marcados con el hierro candente y con grillos en las piernas, trabajando en cuadrilla durante el día, bajo la vigilancia del capataz, y encerrados de noche, por regla general todos juntos, en un calabozo subterráneo (ergastulum). Este sistema había sido importado tiempo atrás de Oriente a Cartago (volumen II, libro tercero, pág. 18), y después los cartagineses lo introdujeron en Sicilia, donde por esta misma razón parece que se desarrolló antes y más completamente que en ninguna otra región sometida al dominio de Roma.5 El territorio de Leontium comprendía unas treinta mil yugadas (7.560 hectáreas) de tierras de labor correspondientes al dominio público, que fue arrendado por los censores. Pocos años después de los Gracos, vemos que ha sido distribuido entre ochenta y cuatro propietarios, detentadores cada uno de 360 yugadas por término medio, todos extranjeros, a excepción de uno solo que es leontino; por consiguiente, todos capitalistas y especuladores romanos en su mayor parte. Estos habían entrado con ardor por el camino que Cartago les trazara. Los ganados y el trigo de Sicilia, productos del trabajo servil, se prestaban a grandes negocios; romanos o no, estos traficantes habían extendido por toda la isla sus prados y sus plantaciones. Pero aún no se había introducido en Italia este sistema. Esta forma, la más funesta que puede adoptar la esclavitud, era casi generalmente ignorada en este país. La Etruria parece que fue la primera en ser invadida; pero, cuarenta años después de la época a que nos referimos, se practicaban ya las plantaciones en una vastísima escala y probablemente debían usarse también los calabozos para encerrar de noche a los esclavos. En el resto de la península el cultivo se realizaba generalmente con brazos libres o esclavos no encadenados. Hay además grandes trabajos que se ejecutan en forma de empresa y por contrato cerrado. Testimonio evidente de la diferente condición de la esclavitud en Sicilia y en Italia es que, al estallar en la isla la sublevación de los esclavos en el año 619, los únicos que no tomaron parte en ella fueron los esclavos mamertinos, que vivían según la regla italiana. Sondee quien quiera las profundidades de este mar de86

MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO GRACOdolores y miserias; basta echar una ojeada sobre la condición de los más ínfimos y desgraciados entre los proletarios, para asegurar, sin temor de ser desmentidos, que los negros de nuestros tiempos no han bebido más que una gota del cáliz, si se compara su situación con la de los esclavos romanos. En este momento no voy a considerar sino los peligros que amenazan la República, y las necesidades que estos imponen al gobierno. Seguramente este no había creado el proletariado servil, y su poder no alcanzaba a suprimirlo de una vez. Para esto, se hubiera necesitado un remedio que habría sido peor que la enfermedad. Lo más que hubiera podido hacer el gobierno, recurriendo a los procedimientos de una policía de seguridad rigurosa, era garantizar la vida y la propiedad de los go­bernados que estaban amenazadas constantemente por ejércitos de esclavos, e intentar la reducción del número de estos, favoreciendo y ensalzando el trabajo libre. Veamos de qué modo realizó esta doble misión la aristocracia romana.SUBLEVACIONES DE LOS ESCLAVOS PRIMERA GUERRA EN SICILIALas conspiraciones y las guerras serviles que estallaron por todas partes muestran bien a las claras cómo se procedió en este asunto. En Italia parecían prontos a renacer los dramas sangrientos que se habían presen­ciado al terminarse las guerras de Aníbal: en el año 621 fue necesario coger y decapitar de repente ciento cincuenta esclavos en Roma, cuatrocientos cincuenta en Minturnos y cuatro mil en Sinuesa. Se comprende que la situación debía ser aún peor en las provincias. Por este mismo tiempo, en el gran mercado de Délos y en las minas de plata del Ática, las insurrecciones solo cedían ante la fuerza de las armas empleadas contra ellos. La guerra contra Aristónicos y los habitantes de la Ciudad del Sol (Asia Menor) no fue más que una guerra de los poseedores contra la misma clase de rebeldes. Pero donde el mal estalló en proporciones inauditas, como puede comprenderse bien, fue en Sicilia, en esa tierra prometida de los plantadores. En el interior de la isla, principalmente, siempre había existido el robo. Pero ahora se convirtió de repente en una formal insurrección. Había en Enna (Castrogiovanni) un plantador llamado Damófilo, rival de los especuladores italianos por la extensión

de sus negocios industriales y por la importancia de su capital vivo. Cierto día el furor de sus esclavos rurales llegó a su colmo, y lo acometieron y asesinaron. Aquella banda salvaje después se precipitó sobre Enna, y degollaron en masa a los ciudadanos. Instantáneamente se extendió la insurrección por toda la isla: en todas partes fueron asesinados los dueños, o reducidos a su vez a la esclavitud. El numeroso ejército de los insurrectos puso a la cabeza de la fuerza a un hombre que poseía el don de los milagros y descifraba los oráculos. Natural de Apamea de Siria, Eunus tomó el nombre de Antioco, rey de los sirios. ¡Y por qué no! ¿No se había visto algunos años antes a otro sirio igual a él, pero que ni siquiera tenía el don de profecía, ceñir en su frente la diadema de los Seléucidas, en la perso­na del mismo Antioco? El nuevo rey de Sicilia eligió como su general a otro esclavo griego llamado Aqueo, y este, bravo y activo, comenzó sus correrías por toda la isla. De todas partes acudieron a unírsele los rudos pastores de la montaña; y hasta los trabajadores libres, en su odio encar­nizado contra los plantadores, hicieron causa común con los insurrectos. Su ejemplo fue imitado en otro punto del país por un esclavo cilicio lla­mado Cleon, que había sido ya ladrón en su patria. Ocupó Agrigento, y, aprovechándose de la mala inteligencia de los jefes romanos, las bandas de esclavos consiguieron algunas ventajas en combates parciales. Muy pronto estos triunfos fueron coronados con una completa victoria sobre el pretor Lucio Hipseo, cuyo ejército, formado en su mayor parte con el contingente siciliano, fue destruido y su campamento, tomado. Todo el país quedó a merced de las bandas vencedoras. Según los cálculos más fi­dedignos, su número pasaba de setenta mil hombres capaces para el combate; y durante tres años consecutivos, del 620 al 623, Roma se vio obligada a enviar contra ellos a los cónsules y los ejércitos consulares. Por último, después de muchos combates indecisos y hasta desgraciados, se puso término a la insurrección con la caída de Tauromenium y Enna. Delante de esta última ciudad, donde se habían refugiado las bandas de esclavos más decididas, y donde se defendieron con la tenacidad de hombres que no esperan salvación ni gracia, los cónsules Lucio Calpurnio Pisón y Publio Rupilio tuvieron que sostener el sitio durante dos años, de forma tal que la plaza se rindió a las armas romanas por hambre, y no por la fuerza.6Tales fueron los excelentes resultados de la política de seguridad organizada por el Senado, y dirigida por sus delegados en Italia y en las

>GRAC*provincias. Para extinguir al proletariado se necesita un gran poder y una gran prudencia administrativa, y, aunque no son siempre suficientes para ello, al menos se consigue sin muchos esfuerzos anularlo políticamente en toda sociedad grande y bien organizada. En realidad sería muy cómodo no tener que temer de las clases pobres y desheredadas más peligros que los que hacen correr en las selvas los osos y los lobos. Solo a los políticos cobardes, o a los que no miran los asuntos públicos sino por el lado del miedo a las masas, se les ocurre predecir la destrucción del orden social por efecto de las sublevaciones de los esclavos, o por las insu­rrecciones de los proletarios. En Roma era fácil, pero no se supo refrenar a las masas oprimidas, aun cuando estaban en plena paz y el Estado tenía medios de acción inagotables. Grave síntoma de debilidad era esta insuficiencia del gobierno de la República: ¡síntoma también de otros vicios mayores! El pretor romano tenía en sus atribuciones legales la misión de proveer a la seguridad de los caminos y castigar con el suplicio de la cruz a todos los esclavos que se cogían ejerciendo el robo. En efecto, ¿qué otro medio que el terror podía emplearse para contener a los esclavos? Siempre que eran invadidos los caminos de la isla, vemos al funcionario romano ordenar inmediatamente una batida. Pero, en reali­dad, el que los ladrones fuesen condenados a muerte perjudicaría mucho a los plantadores italianos, y ¿qué hace entonces el pretor? Entrega a los cautivos a sus señores para que estos hagan justicia por sus manos, pero estos señores eran además muy económicos: cuando los pastores de sus rebaños les piden vestidos, les contestan apaleándolos, y les preguntan si es que los viajeros van por los caminos completamente desnudos. Ya sabemos a dónde condujo semejante connivencia. Por consiguiente, después de dominada la insurrección, el cónsul Publio Rupilio crucificó a todos los esclavos que cayeron en su poder, que no bajaron de veinte mil. ¡Ahora había gran peligro en guardar consideraciones hacia el capital de los especuladores!LOS CAMPESINOS DE ITALIASi se hubiera querido dar de nuevo vida al trabajo libre y disminuir el proletariado servil, aunque infinitamente más difícil, sin duda la empresa habría prometido un inmenso resultado a la República, pero en esto el

gobierno hizo nada o casi nada. Durante la primera crisis social, la ley había prescrito al propietario que emplease en su dominio cierto número de trabajadores libres en proporción con la cantidad de esclavos (volu­men I, libro segundo, págs. 318-319). Después, el gobierno hizo traducir al latín un libro cartaginés que trataba de la agricultura: ¡primer y único ejemplo de una obra literaria inspirada y aprobada por el Senado! Pero este libro enseñaba indudablemente los métodos de las plantaciones fenicias, e iba a convertirse en un manual de los especuladores italianos. Las mismas tendencias se manifestaban en los hechos más importantes, o, mejor dicho, en lo que en Roma era una cuestión capital, en todo su sistema colonial. No se necesitaba gran previsión ni talento para com­prender que no había más que un remedio eficaz contra los funestos progresos del proletariado rural. Dado el estado de los negocios exteriores, la emigración en gran escala hallaba en Roma las ocasiones y los medios más favorables (volumen I, libro segundo, pág. 326). Hasta fines del si­glo VI se había luchado contra el aniquilamiento progresivo de la pequeña propiedad, con la creación incesante de nuevos dominios en beneficio de los campesinos. Sin embargo, aunque concebida en las vastas proporciones exigidas por la salvación pública, la obra había sido parcial: el Senado* no había tocado los terrenos comunales ocupados desde tiempo atrás por los particulares (volumen I, libro segundo, pág. 285). Hasta había permitido nuevas ocupaciones en el territorio conquistado. Además, sin dar la tierra a los ocupantes, sobre todo en el territorio de Capua, se había reservado su distribución anexionando simplemente extensos dominios a los terrenos de aprovechamiento común. Sin embargo, se ve que las raras asignaciones hechas habían producido un bien considerable. Un gran número de ciudadanos pobres había hallado en ellos un recurso útil y, por tanto, había renacido la esperanza en todos los corazones. Pero a partir de la fundación de Luna no hallamos huella alguna de nuevas asignaciones coloniales, a no ser el hecho aislado de la colonia picentina de Osimo en el año 597. La razón es muy sencilla. Después de la sumi­sión de los boyos y de los apuanos, en Italia ya no quedaba territorio alguno por conquistar (pasamos en silencio los valles ligurios, que no podían atraer a colonos por su esterilidad). Terminada la conquista hubiera stdo muy conveniente hacer una distribución de cierta parte de los terrenos comunales, pero esto era atentar contra los privilegios de la aristocracia. Así como esta viene luchando desde hace tres siglos contra semejante

MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO GRACOproyecto, continuará también impugnándolo en adelante. Distribuir los territorios de los que Roma se había apoderado fuera de Italia parecía cosa demasiado impolítica. Por consiguiente, era necesario que Italia continuase siendo soberana y mantener en pie la muralla que separaba a los subditos provinciales de sus dominadores. Si no se quería abandonar los intereses de la política trascendental, o los intereses de casta, no había más remedio que asistir pasivamente a la ruina de la clase agrícola en Italia, y esto es lo que sucedió. Como antes, los capitalistas compraron los restos de las pequeñas fincas, y, por más que los pequeños cultivadores se empeñaron en resistir, se vieron desposeídos sin contrato ni venta, y a veces por los medios más infames. Hubo ocasiones en que, mientras el campesino araba en su campo, llegaba el enemigo y expulsaba a su mujer y a sus hijos. Luego el desdichado no tenía más remedio que ceder ante el hecho consumado. Los grandes propietarios no quieren ya brazos libres y prefieren a los esclavos, pues no están siempre sujetos a las requi­sas para el servicio militar.Lo poco que aún quedaba de los antiguos proletarios fue esclavizado muy pronto y puesto al mismo nivel. El trigo producido a bajo precio en Sicilia invadía los mercados, depreciando al mismo tiempo los trigos de Italia. En Etruria, la antigua aristocracia indígena se ligó muy pronto con los especuladores. Desde el año 620 las cosas fueron llegando a tal estado que no existía en el país ni un solo ciudadano libre. Pudo decirse en Roma muy alto y en medio de la plaza pública que "para los animales había algún refugio, pero para los ciudadanos no quedaba más que el aire y el sol. Llámanse señores del mundo, cuando no poseen más que un mogote de tierra improductiva". ¿Se quiere un comentario elocuente de estas siniestras palabras? Pues consúltense las listas de los ciudadanos. Desde el fin de las guerras de Aníbal hasta el año 595, su número va aumentando, lo cual se explica fácilmente por las distribuciones hechas todos los días y en gran escala en los terrenos comunales (volumen II, libro tercero, pág. 406). En el año 595 el censo arrojó trescientos veintiocho mil ciudadanos válidos; a partir de aquí se entra en un periodo de constante decrecimiento. En las listas del año 600 solo se encuentran ya trescientos veinticuatro mil; en las del 607, trescientos veintidós mil, y en las del 623, trescientos diecinueve mil. Resultados deplorables para una época de paz profunda, tanto en el interior como en el exterior. Siguiendo esta pendiente, la población no tardaría en reducirse a.9'

plantadores y esclavos. ¿Iba el Imperio Romano a concluir de la misma forma que el Imperio de los partos? ¿No quedaría muy pronto reducido a buscar sus soldados en los mercados de esclavos?IDEAS REFORMISTAS. ESCIPION EMILIANOTal era la situación de los asuntos interiores y exteriores en el momento en que el Estado romano comenzaba el siglo Vil de su historia. A donde quiera que los ojos se dirijan, no se ven más que abusos y decadencia. ¿Acaso un hombre prudente y sabio podía dejar de ver la urgencia del peligro y la necesidad de remediarlo? Roma contaba con un gran número de hombres de esta clase. Pero si entre ellos había alguno que pareciese llamado a poner mano sobre las reformas políticas y sociales, era segu­ramente el hijo predilecto de Paulo Emilio, el nieto adoptivo del gran Escipión, Publio Cornelio Escipión Emiliano Africano, aquel que llevaba su glorioso apellido por derecho de herencia y de conquista. Moderado y prudente como su padre, tenía una constitución física verdaderamente de hierro, tenía también ese espíritu decidido que no vacila ante Ik necesidad inmediata de las circunstancias. En su juventud había evitado los trillados senderos de los charlatanes políticos, no había aparecido en las antesalas de los senadores notables ni en los pretorios, donde resona­ban las vanas declamaciones de los enderezadores de entuertos. Tenía una pasión decidida por la caza. A los dieciséis años, después de haber hecho ya la campaña contra Perseo siguiendo a su padre, había visto solicitado por toda recompensa de sus brillantes acciones el derecho de recorrer libremente los sitios reservados y los sotos reales, intactos desde hacía cuatro años. Por lo demás, los conocimientos científicos y literarios consti­tuían sus placeres y goces principales. Gracias a los cuidados paternales había penetrado en el verdadero santuario de la Grecia civilizada, supe­rando el trivial helenismo con el falso gusto de su refinada cultura. Dotado de un juicio recto y firme sabía separar el trigo de la cizaña, y la nobleza completamente romana de su marcha se imponía en las cortes de Oriente y frente a los burlones ciudadanos de Alejandría. En la fina ironía y en la pureza clásica de su lenguaje, se reconocía el aticismo de su cultura helénica. Sin ser escritor de profesión, igual que Catón dio a luz sus aren­gas políticas, y como las cartas de su hermana adoptiva, la madre de los

MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO GRACOGracos, estas arengas fueron consideradas por los críticos de los tiempos posteriores como obras maestras y modelos de buena prosa. En su casa se reunían los mejores literatos griegos y romanos, y sus preferencias, frecuentemente plebeyas, le suscitaron muchas envidias y sospechas por parte de sus colegas del Senado, que no tenían más ilustración que su ilustre nacimiento. Honrado y de leal carácter, todos, amigos y enemigos, confiaban en su palabra; no era aficionado a la especulación ni al lujo, vivía con sencillez, y en los asuntos de dinero obraba con lealtad y gran desinterés. Su liberalidad y su tolerancia admiraban a sus contemporáneos, que solo miraban las cosas desde el punto de vista del negocio. Fue un bravo soldado y un buen capitán: en la guerra de África obtuvo la corona que Roma otorgaba a aquellos ciudadanos que habían salvado al ejército con gran peligro de su vida. Llegado a general, puso glorioso término a la guerra que había visto comenzar cuando era un simple oficial. Sin embargo, como no tuvo jamás que desempeñar misiones muy difíciles, pudo dar la completa medida de su talento militar. Escipión Emiliano no fue un genio. Amaba preferentemente a Jenofonte, soldado frío y tranquilo, y como él también escritor sobrio. Hombre justo y recto, si los hubo, parecía más que nadie llamado a asegurar el ya vacilante edificio del Estado y a preparar la reforma de la organización social. Acudió siempre a donde pudo, y con buena voluntad; al destruir e impedir los abusos, mejoró notablemente la justicia. Su influencia y su apoyo no faltaron a Lucio Casio, ciudadano activo y animado también por los austeros sentimientos del honor antiguo. A pesar de la violenta resistencia de los grandes, hicieron que se aprobase la ley que introducía el voto secreto en los tribunales populares, que era aún el órgano más importante de la jurisdicción criminal. Por otra parte, si de joven no había querido tomar parte en las acusaciones públicas, de hombre ya, hizo comparecer ante los tribunales a los grandes culpables pertenecientes a la aristocracia. Lo mismo delante de Cartago que de Numancia, lo encontramos siempre como hombre moral y prudente, arrojando de su campamento a los malos sacerdotes y a las mujeres, e introduciendo en la soldadesca la ley férrea de la antigua disciplina. Siendo censor en el año 612, purgó despiada­damente las listas de la elegante multitud de viciosos "de barba acicalada". Era común que empleara palabras severas con el pueblo, y que exhortara a la fidelidad y a la integridad de costumbres de los antiguos tiempos. Ahora bien, de más sabía, como todos, que esforzar la justicia y dar93

algún que otro remedio aislado no era curar el mal que corroía la socie­dad. Y, sin embargo, no intentó nada decisivo. Cayo Lelio (cónsul en el año 614), su más antiguo amigo, su maestro y su confidente político, concibió un día la idea de presentar una moción para que se quitasen a los detentadores que los poseían todos los terrenos comunales de Italia no enajenados por el Estado. Si eran distribuidos entre cierto número de colonos, se detendría seguramente la creciente decadencia de las clases rurales. Pero se vio obligado a abandonar su proyecto ante la gran tormenta que comenzaba a levantarse, y su inacción le valió el sobrenombre de Prudente (Sapiens). Escipión pensaba lo mismo que Lelio. Tenía plena conciencia del peligro. Si no se trataba más que de pagar con su persona, marchaba derecho y con bravura legal a donde veía el abuso, cualquiera que fuese el ciudadano que tuviera por delante, pero, como estaba convencido de que para salvar a la patria se necesitaba una revolución semejante a la que había producido la reforma de los siglos IV y V, concluía de aquí, con razón o sin ella, que el remedio era peor que la enfermedad. Por lo tanto se colocó con su pequeño círculo de amigos entre los aristó­cratas, que no le perdonaron nunca el apoyo que prestara a la Ley Casia, y los demócratas, que lo tenían por moderado, y a quienes él no quería seguir. Aislado durante su vida, fue ensalzado por ambos partidos después de su muerte: hoy campeón y defensor de los conservadores, mañana precursor de los reformistas. Antes de él, los censores al dimitir de su cargo no hacían más que pedir a los dioses el aumento del poder y de la grandeza de Roma: en cambio Escipión, al salir de la censura, les pidió que velasen por la salvación de la República. Invocación dolorosa que nos revela el secreto de su pensamiento.TIBERIO GRACOLa empresa ante la cual retrocedió aquel hombre que había salvado dos veces al ejército romano, y luego lo había conducido a la victoria, osó intentarla un hombre oscuro y sin pasado. Tiberio Sempronio Graco, que es a quien aludimos, fue el que se propuso salvar Italia (de 591 a 621). Su padre, que había llevado el mismo nombre que él, había sido cónsul en los años 577 y 591 y censor en el 585, se había conducido en todo como el verdadero tipo del aristócrata romano. Siendo edil había celebrado94

MOVIMIENTO REFORMISTA. TIBERIO GRACOlos juegos públicos con un esplendor inusitado y grandes cargas para las ciudades sujetas, e incurrido por ello en la severa y merecida censura del Senado (volumen II, libro tercero, pág. 370). Por otra parte, al intervenir en el lamentable proceso dirigido contra los Escipiones, sus enemigos personales, había obedecido a su humor caballeresco y a sus inclinaciones de casta. También hay que señalar que se pronunció abiertamente durante su censura contra la admisión de los emancipados a votar en las centurias, pues había luchado en pro de los principios conservadores. Por último, como pretor en la provincia del Ebro, en España, había prestado grandes servicios a la patria por su bravura y su justicia, y asegurado en la memoria de las poblaciones sujetas el respeto y amor a su nombre. El joven Tiberio era hijo de Cornelia, hija del vencedor de Zama. Escipión había reconocido el generoso apoyo que le había prestado su adversario político, y lo había elegido por yerno. Todo el mundo conoce a Cornelia, esa mujer ilustre, de elevados sentimientos y de un espíritu muy culto. Después de la muer­te de su marido, que era mucho mayor que ella, se negó a desposarse con el rey de Egipto, y, por otra parte, educó a sus tres hijos de forma tal que tuviesen siempre a la vista la vida de su padre y de su abuelo. El mayor de los dos varones, Tiberio, tenía un natural excelente y honrado. Con su mirada dulce y su carácter tranquilo, lo que menos parecía era un agitador de las masas populares. Todas sus relaciones y todas sus ideas se aproximaban a las de los Escipiones; de hecho, compartía con su hermano y su hermana las elegancias y la instrucción filohelénica. Escipión Emiliano, su primo, fue también su cuñado; a los dieciocho años, sirviendo a sus órdenes en la guerra en que fue destruida Cartago, mereció por su valor los elogios del austero capitán y obtuvo distinciones militares. No debe causarnos admiración que este espíritu inteligente se convenciese de la decadencia de Roma, así en la cabeza como en los demás miembros del cuerpo político. Vivía en un medio en el que dominaba este pensa­miento. Comenzó a convencerse cada día más de la necesidad de la restauración de las clases rurales. Adicto a las ideas reformistas, quiso proseguir a todo trance su realización, pues no eran solo los jóvenes los que no comprendían que Lelio hubiese retrocedido, y lo tachaban de debilidad. El ex cónsul y ex censor Apio Claudio, uno de los senadores más notables, había echado en cara a los Escipiones y a sus amigos, con elocuencia apasionada y poderosa, el haber abandonado cobardemente sus proyectos de leyes agrarias. La censura era tanto más amarga, cuanto95


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