Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSen tanto se negaran, como se negaron los cartagineses, a entregar a los tránsfugas númidas. Sin embargo, al poco tiempo Asdrúbal fue envuelto por el ejército enemigo y concedió a Masinisa todo lo que este quiso: extradición de tránsfugas, vuelta de los desterrados a Cartago, entrega de las armas, paso de las tropas bajo el yugo y pago de un tributo anual de cien talentos durante los cincuenta años siguientes. Cabe señalar que ni siquiera fue observada esta capitulación vergonzosa: los númidas la violaron degollando a las bandas desarmadas de los cartagineses en el camino que los conducía a su ciudad.ROMA DECLARA LA GUERRA. SE RESISTEN LOS CARTAGINESESNada habían hecho los romanos para impedir la ruptura de las hostilidades, ni habían intervenido en la hora oportuna. La guerra con Masinisa era para ellos en extremo ventajosa, pues, al entrar en campaña, los cartagineses contravenían el tratado con la República que les prohibía tomar las armas contra un aliado de Roma y llevarlas fuera de su frontera (volumen II, libro tercero, pág. 198). Además no tendrían delante de sí más que un adversario batido ya y debilitado. En previsión de que se presentase la ocasión, se habían reunido los contingentes de Italia y las naves estaban dispuestas; la declaración de guerra podía hacerse en el momento que se quisiera. En Cartago se ensayaron todos los medios para alejar la tormenta. Los agitadores de los patriotas Asdrúbal y Cartalo fueron condenados a muerte, y se envió a Roma una embajada impu­tándoles la responsabilidad de todo lo ocurrido. Pero al mismo tiempo partían de Utica, que era la segunda ciudad de los fenicios en Libia, otros embajadores con plenos poderes para entregarla incondicionalmente a Roma. Ante esta espontánea sumisión de la vecina de Cartago, sería una necedad no querer expiar la falta cometida, sino por el suplicio de dos cartagineses notables. El Senado decidió que las satisfacciones ofrecidas no eran suficientes. Se preguntó cuáles lo serían, y se respondió que nadie lo sabía mejor que los mismos cartagineses. En efecto, no podía ignorarse lo que Roma quería; pero ¿cómo someterse a la triste idea de que había sonado la última hora para la patria? Volvió a mandarse otra embajada a Italia, que constaba de treinta representantes que llevaban poderes ilimitados. Cuando llegaron en los primeros días del año 605, ya33

estaba declarada la guerra y embarcado el doble ejército consular; a pesar de esto intentaron conjurar la tormenta y ofrecieron una sumisión incon­dicional. El Senado les hizo saber que Roma deseaba garantizar a Cartago su territorio, su libertad municipal y su legislación local, que garanti­zaba también el dominio público y la propiedad privada, pero que en cambio los cartagineses debían obligarse primero, y en el término de un mes, a enviar a Lilibea a trescientos rehenes elegidos entre los hijos de las familias dueñas del gobierno. Allí se habían de entregar a los cónsules, que estaban ya en marcha para Sicilia, y después habrían de someterse a las órdenes que les darían los mismos cónsules conforme a las instrucciones que llevaban. Se ha gritado mucho en contra del doblez de Roma: acusación infundada, como lo notaron al momento los más ilustrados entre los mismos cartagineses. Exceptuando la conservación de Cartago, se les había concedido todo cuanto pedían; por otra parte, por el mismo hecho de que Roma no pensara en detener el embarque de las tropas podía colegirse cuáles eran las intenciones del Senado. Es verdad que obró con una dureza despiadada, pero de ninguna manera pretendió obrar con dulzura. Durante este tiempo no se quiso ver en Cartago -ni hubo hombre político que supiese guiar hacia ello toda aquella multitud de la ciudad- el último esfuerzo de la resistencia o la extrema resignación. Al llegar la nueva de la terrible sentencia de declaración de guerra y de la exigencia de rehenes, se optó por esta última y esperaron. Al entregarse ligados de pies y manos al enemigo mortal de Cartago, no tenían valor para mirar frente a frente las inevitables consecuencias de la situación que tenían en la realidad. Una vez que los rehenes estuvieron en Lilibea, los cónsules los mandaron a Roma, y respecto de los embajadores de Cartago, aplazaron el darles a conocer su última decisión para cuando llegasen a África. El desembarque de las tropas se verificó sin obstáculo y se les entregaron los víveres que exigieron. La gerusia de los cartagineses fue a Utica, donde los cónsules tenían su cuartel general, a recibir órdenes: en primer lugar se les exigió el desarme de la ciudad. Pero, ¿cómo, decían los cartagineses, nos vamos a defender de los expatriados y sobre todo de Asdrúbal, que ha huido para librarse de la pena de muerte, y cuyo ejército cuenta con más de veinte mil rebeldes? Roma proveerá a todo, se les respondió. Y ellos obedecieron: el consejo de la ciudad compareció ante los cónsules, se les entregó todo el material naval, todos los apro­visionamientos de los arsenales públicos, todas las armas encontradas34

U3S PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSen casa de los particulares (tres mil armas arrojadizas y doscientas mil armaduras completas), y se preguntó qué más quería Roma. Entonces fue cuando el cónsul Lucio Marcio Censorino se levantó y reveló a los des­graciados su triste suerte: conforme a las instrucciones del Senado, su ciudad debía ser arrasada. Sin embargo, sus habitantes podían retirarse a morar en el punto de su territorio que más les agradase, siempre que estuviese a más de dos millas (alemanas) del mar. La medida estaba ya colmada. Los fenicios entonces despertaron de su letargo ante una orden tan cruel: reanimaron su entusiasmo heroico o sus ilusiones, y se dispu­sieron a luchar como los tirios lo habían hecho en otro tiempo contra Alejandro, y como habían combatido un día los judíos contra Vespasiano. La paciencia de este pueblo no tiene ejemplo. Se había resignado a la servidumbre y a la opresión, pero cuando ya no se trató solo de la sal­vación del Estado y de la libertad nacional, cuando había que abandonar el suelo amado de la ciudad de sus padres y abandonar la patria marítima tan adorada, toda aquella población de mercaderes y marineros se levantó al fin con un furor también sin ejemplo. No podía pensarse en ningún medio de salvación: tener conciencia de la situación equivalía a ver la necesidad de sufrirla, pero la voz de los pocos hombres que aconsejaban la sumisión a la inevitable suerte se perdía entre los tumultuosos gritos de las masas, como la voz del piloto se pierde en el ruido de la tempestad. En sus fanáticas ilusiones, el pueblo se apoderó de los magistrados que habían votado la entrega de las armas y de los rehenes, y buscó a los enviados de la ciudad, portadores inocentes del fatal mensaje. Los que habían osado volver a entrar en Cartago pagaron su regreso con su vida, y los pocos italianos que la casualidad había hecho que se encon­trasen en la ciudad fueron hechos cuartos: venganza anticipada de la destrucción que amenazaba la patria. No se tomó ninguna deliberación formal, pues no tenían armas, pero no hay ni que decir que se defenderían hasta el último trance. Se cerraron las puertas y se aglomeraron piedras al lado de las almenas y las murallas, desprovistas de sus antiguas pro­visiones de proyectiles. Se encargó el mando a Asdrúbal, nieto materno de Masinisa, y todos los esclavos fueron declarados libres. El ejército de emigrados que obedecía al fugitivo Asdrúbal era todavía dueño del territorio cartaginés, a excepción de las plazas marítimas ocupadas por los romanos en la costa del este: Hadrumete, la pequeña Leptis, Tapso, Achulla y Utica. Como sabían que sería un refuerzo inestimable, se lo35

".:•( ir ¿s-.'..--; -'4 sus habitantes, al esperar su salvación de la solidez de sus murallas, habían puesto cuanto estaba en su mano para aumentar las ventajas de la situación. En el fondo del gran golfo de Túnez, entre el cabo Fariña al oeste y el Bon al este, se adelantaba una lengua de tierra rodeada de agua por tres lados y sin

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS ORACOScomunicación con el continente más que por la parte del sudoeste. Completamente llano y con no más que una legua de ancho en su punto más estrecho, el istmo iba extendiéndose en el interior del golfo, y aún en la actualidad termina por las dos alturas de Djebel Kawi y Sidi Bu Said, mientras en el centro está la llanura de El Mersa. Cartago ocupa el flanco del sur, dominado por la prominencia de Sidi Bu Said. La rápida pendiente de las alturas, las rocas y los bancos numerosos que había en el mar constituían por el lado del golfo una defensa natural de las más seguras. Para completarla había bastado un simple muro de circunvalación. Pero hacia el oeste, o por el lado de tierra, la naturaleza no había hecho nada para proteger la ciudad, y por tanto los cartagineses habían recurrido a todos los medios de defensa conocidos y practicados hasta entonces. Según demuestran los vestigios de los muros recientemente descubiertos, y que concuerdan exactamente con la descripción de Polibio, el recinto que miraba a la tierra firme se componía de un muro exterior de seis pies y medio de espesor, flanqueado por detrás y en toda su extensión por grandes casamatas, separadas a su vez de aquel por un camino cubierto de seis pies de ancho. Las casamatas tenían catorce pies de profundidad, sin contar las paredes de adelante y de atrás, que medían más de tres pies cada una.5 Esta enorme muralla, construida con grandes moles de piedra tallada, se elevaba sobre dos pisos coronados de almenas y gruesas torres de cuatro pisos cada uno. Tenía cuarenta y cinco pies de elevación.6 En el piso inferior de las casamatas había cuadras y almacenes de forraje para trescientos elefantes; encima, cuadras para los caballos, graneros y cuarteles para la tropa.7 La roca del Castillo, o Birsa (siriaco, Birtha; alemán, Burg, ciudadela), sobresalía en una altura considerable de ciento ochenta y ocho pies, tenía por lo menos dos mil pasos de base,8 y venía a caer sobre el gran muro, hacia la extremidad sur, exactamente igual que la muralla de piedra del Capitolio, que caía sobre el muro de circunvalación de Roma. En la meseta de la cima estaba el templo del dios de la medicina (Eschmoun, Esculapio), con una base de sesenta marcos. Al sur de la ciudad y partiendo del oeste, se encontraba el lago poco pro­fundo de Túnez (Mare stagnum), casi completamente separado del golfo por una lengua de tierra estrecha y baja que se unía al flanco sur del istmo cartaginés (Lígula),*3 mientras que hacia el sudoeste se abría el golfo pro­piamente dicho. Aquí es donde se encuentra el doble puerto artificial de Cartago: por un lado el puerto exterior, o del comercio (portus negociatorum),37



tf,m R0Wl!l* «JfclM «Mque formaba un largo cuadrilátero que se abría al mar por el lado estrecho (la entrada no tenía más que setenta pies de anchura), con vastos muelles a derecha e izquierda; por otro lado el puerto de guerra, o cothon,10 que afectaba una forma cóncava con una isla en el centro. Allí era donde estaba el almirantazgo, y no podía llegarse a él sino por el puerto del comercio. Entre ambos pasaba el recinto de la ciudad; este iba hacia el este desde el Birsa, dejaba afuera el antepuerto y el pequeño istmo del lago, y envolvía la dársena interior cuya entrada se hallaba custodiada como una puerta. No lejos del puerto de guerra se veía la plaza del mercado, unida por tres calles estrechas a la ciudadela, y abierta por el lado de la ciudad. Al norte, y fuera de la ciudad propiamente dicha, había un espacio cubierto ya en esta época de casas de campo y magníficos jardines: la Magalia, o ciudad nueva (el El Mersa de nuestros días), con su muralla que se unía al recinto de Cartago. Por último, sobre la otra altura de la península estaba la Necrópolis. Estas tres ciudades, la vieja, la nueva y la de los muertos, ocupaban el extremo del istmo en toda su anchura de una a otra ribera. Solo eran accesibles por los dos grandes caminos de Utica y de Túnez, y por la estrecha lengua de tierra del lago que ninguna muralla cortaba, pero que, bajo la protección de la plaza, constituía la más sólida posición avanzada para un ejército defensor.Solo el hecho de poner un sitio formal ante una plaza grande y fuerte como Cartago era ya una empresa difícil y trabajosa, pero aumentaba las dificultades el hecho de que la defensa no estaba limitada a los muros de la capital. Gracias a sus recursos propios y a los del territorio inmediato, con sus ochocientas ciudades, villas y aldeas, dominadas la mayor parte por la facción de los emigrados, y gracias en fin a las numerosas tribus de libios libres o semilibres hostiles entonces a Masinisa, los cartagineses podían poner en campaña y sostener un numeroso ejército. El sitiador debía tener en cuenta que el arrojo desesperado de los emigrados y la rapidez de los movimientos de la caballería númida le preparaban formales y serios peligros.SITIO DE CARTAGOObligados los cónsules a un ataque con todas las reglas del arte, tenían que cumplir una difícil misión. Manió Manilio, que mandaba el ejército

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSde tierra, estableció su campamento frente al muro de la ciudadela, mientras Lucio Censorino comenzaba al mismo tiempo las operaciones por mar, atacando el istmo del lago. El ejército cartaginés, a las órdenes de Asdrúbal, estaba situado en la otra orilla del lago, al abrigo de la fortaleza de Neferis, desde donde incomodaba a los soldados romanos que iban a cortar maderas para las máquinas. El hábil oficial de caballería Himilcón Fameus mató a los cónsules mucha gente. Por último, Censorino consiguió construir dos enormes arietes y abrir con ellos brecha en la parte más débil del muro, pero llegó la noche, y fue necesario aplazar el asalto para la mañana siguiente. Protegidos por la oscuridad los sitiados cerraron la brecha, luego hicieron una salida feliz y prácticamente destruyeron las máquinas de los romanos, que al amanecer las hallaron inservibles. No por esto dejaron de intentar el asalto, pero la brecha, los muros vecinos, las casas inmediatas, todo estaba ocupado por nu­merosas fuerzas. Los romanos quisieron imprudentemente vencer todos aquellos obstáculos aglomerados, pero fueron rechazados con grandes pérdidas. Incluso estas hubieran sido mayores sin la prudencia del tribuno militar Escipión Emiliano, que, previendo el descalabro, tenía a sus soldados inmóviles y alineados no lejos de la muralla, de forma tal que pudo proteger a los fugitivos. Aún más desgraciado fue Manilio por el lado de tierra, pues el sitio se iba prolongando demasiado. Las enfer­medades desarrolladas en el campamento a consecuencia de los calores del verano, la partida del mejor de los dos generales, Censorino, el mal humor y la inacción de Masinisa, que, como puede suponerse, no miraba con indiferencia el que los romanos se apoderasen de una presa tan codiciada, y por último la muerte (a fines del año 605) del rey nonagenario, pusieron un dique a todas las operaciones ofensivas. Los romanos tenían bastante que hacer con preservar sus naves de los ataques de los brulotes de los sitiados y su campamento de los ataques nocturnos, y con asegurar provisiones para hombres y caballos en su campamento naval, para lo cual enviaban a sus forrajeadores a las inmediaciones. Dos expediciones enviadas contra Asdrúbal fracasaron; la primera, mal dirigida y extraviada en un país en que le era difícil subsistir, había terminado casi en un verdadero desastre. Sin embargo la guerra, que era desgraciada para los generales y el ejército, daba al tribuno militar Escipión Emiliano ocasión para realizar ilustres hazañas. A él se debió que, en la noche que el enemigo asaltó el campamento, este fuese cogido por la espalda39

KTÍ»{J»• tMU* «XIy obligado a retirarse. Él también fue quien consiguió en el primer ataque de Neferis, después de haber pasado un arroyo contra su parecer, operación que iba a ser la pérdida completa del ejército, desembarazar a los legionarios y librarlos de una completa derrota al arrojarse sobre el flanco de los cartagineses. Su bravura, heroica hasta la temeridad, había salvado además una división que todos consideraban perdida. Mientras que la perfidia de los demás oficiales, primeramente la del cónsul, ate­morizaba y obligaba a la resistencia a las ciudades y a los jefes de partido, dispuestos en un principio a someterse, él supo traer a un arreglo a uno de los mejores capitanes fenicios, Himilcón Fameas, que se pasó a los romanos con dos mil doscientos caballos. Por último, y ejecutando la última voluntad de Masinisa, había dividido el reino númida entre sus tres hijos, Micipsa, Gulusa y Mastanabal. En esa ocasión, al hallar que el segundo era un caballero, digno hijo de su padre desde todo punto de vista, lo había traído al campamento romano con toda la caballería ligera númida. Esta arma era precisamente la que faltaba al ejército expedicionario. Elegante naturalmente, pero de firme y recto andar, recordaba a su padre legítimo más que a su padre adoptivo: no excitaba la envidia y su nombre corría de boca en boca tanto en la ciudad como en el campamento. El mismo Catón, tan parco en sus elogios, pocos meses antes de morir (hecho que ocurrió en el año 505, y por tanto, Catón no vio realizada la destrucción de Cartago, que fue el anhelo de toda su vida) había aplicado al joven capitán y a sus incapaces camaradas el tan conocido verso de Hornero: "Solo él posee la sabiduría; los demás se agitan como sombras vanas".11En esto terminó el año y el periodo de mando de los dos generales. Sin embargo el cónsul Lucio Pisón (año 606) no llegó al ejército hasta muy tarde, y Lucio Mancino tomó bajo sus órdenes la escuadra. Sus predecesores habían hecho poco, pero estos no hicieron nada. En vez de continuar el sitio o de pensar en destruir el ejército de Asdrúbal, Pisón se entretuvo en atacar pequeñas plazas marítimas y muchas veces hasta fue rechazado. Clípea, por ejemplo, se resistió con éxito, y después de haber perdido todo el verano delante de Hipona, y de haberle quemado dos veces el material de sitio, se vio obligado a batirse en vergonzosa retirada. Con todo, tomó Neápolis, pero faltó a su palabra y dejó saquear la ciudad, y esa falta no fue nada favorable a la causa de los romanos ni a sus armas. El valor de los cartagineses aumentó. Bitias, un jefe nómada,40

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSse les unió con ochocientos caballos; sus enviados entablaron nego­


ciaciones con los reyes de Numidia y Mauritania, y hasta reanudaron sus
inteligencias con Macedonia. Sin las discordias intestinas (Asdrúbal el
emigrado, sospechando del otro Asdrúbal que mandaba en la ciudad y
que tenía alianza con Masinisa, lo hizo matar en pleno Senado) y sin
las disensiones, más fumestas aún que las armas romanas, quizá los asuntos
de Cartago hubieran tomado mejor aspecto. !ESCIPIÓN EMILIANO. TOMA DE CARTAGO ,Como quiera que fuese, en Roma se dispuso poner término a una situación que engendraba grandes peligros, y se recurrió a medios grandes y excepcionales. Solo un hombre había vuelto con honor hasta entonces de las llanuras líbicas en el transcurso de la presente guerra: hasta su nombre lo designaba para el generalato. Se prescindió de la observancia rigurosa de la ley, y, en lugar de la edilidad que solicitaba, Escipión Emiliano fue promovido antes de tiempo al consulado, y por una decisión especial recibió el mando supremo del ejército de África. A su llegada a Utica, año 607, halló las cosas gravemente comprometidas. El almirante romano Manzino, a quien Pisón había confiado nominalmente la continuación del sitio de Cartago, no había hecho más que apostarse frente a la ciudad exterior de Magalia por la parte del mar, por donde el acceso era más difícil, y había ocupado una escarpada roca apenas defendida, lejos de los cuarteles habitados. Había concentrado allí a casi toda su gente, que no eran muchos por cierto, con la esperanza de penetrar a viva fuerza en Magalia. Ya los sitiadores habían llegado hasta las puertas, ya toda la turba del campamento corría en masa y atraída por la codicia y la esperanza del saqueo, cuando un esfuerzo de los cartagineses los rechazó y empujó a sus posiciones. Allí se vieron casi encerrados, sin municiones y corriendo los mayores peligros. Para li­bertarlos, apenas desembarcó Escipión mandó por mar a los legionarios y las milicias que había llevado consigo, y lo consiguió haciendo que conservasen además la altura de que eran dueños anteriormente. Hecho esto, marchó al campamento de Pisón, se puso al frente del ejército y se dirigió con él hacia Cartago. Aprovechándose de su ausencia, Asdrúbal y Bitias habían establecido su campamento fuera de los muros de la ciudad

Mu ttJIft^M MRÍA4 8OJy renovado el ataque de la roca. Pero Escipión volvió a tiempo con su vanguardia, impidió a aquellos que consiguiesen su objeto y comenzó más formalmente el sitio de la ciudad. En un principio el general purgó el campamento de toda la barabúnda inútil de taberneros y vivanderos, y cogió con mano firme las abandonadas riendas de la disciplina; así volvieron a tomar buen aspecto y se activaron las operaciones militares. En un ataque nocturno contra la ciudad exterior, los romanos abordaron las almenas desde lo alto de una torre portátil que los colocaba al nivel de los muros, y abrieron una poterna por donde pasó todo el ejército. Los cartagineses abandonaron la Magalia, allí tenían su campamento delante de las puertas, y pusieron a Asdrúbal a la cabeza de los treinta mil hombres de guarnición que quedaban en el interior de la plaza. Para comenzar con un acto de energía, hizo colocar en lo alto de las murallas a todos los prisioneros romanos, y allí, a la vista de los sitiadores, aquellos infelices fueron cruelmente martirizados y luego precipitados en el foso. Algunos ciudadanos osaron censurar este acto y elevaron su voz, pero les impuso silencio el periodo de terror que se inauguró entonces. Después de haber rechazado al enemigo al interior de la plaza, Escipión quiso además cortarle todas sus comunicaciones con el exterior e instaló su cuartel general sobre el istmo que une la península de Cartago con la tierra firme. En vano los sitiados se esforzaron por estorbarle los trabajos; él construyó su campamento fortificado en toda la anchura del istmo, cerrando completamente el paso de la ciudad por este lado. Sin embargo, aún entraban en el puerto algunos buques con provisiones, fueran estos de atrevidos comerciantes a quienes atraía la esperanza del lucro, o las naves de Bitias, que desde Néferis, en la extremidad del lago de Túnez, se aprovechaba de todos los vientos favorables para enviar a Cartago algunas provisiones. Por duros que fuesen los sufrimientos de los demás habitantes, la guarnición tenía aún raciones suficientes. Entonces Escipión levantó en el golfo, a partir de la lengua de tierra que lo separaba del mar, un dique de noventa y seis pies de ancho para cerrar herméticamente, por decirlo así, la entrada del puerto. La ciudad parecía perdida desde el momento en que iba terminándose esta construcción de la que los cartagineses se habían burlado en un principio, pues la creían imposible. Pero las sorpresas se sucedían a porfía. Mientras los romanos trabajaban en su gigantesca mole, los sitiados hiceron lo mismo día y noche, durante dos meses, en el interior del puerto, sin que pudiesen averiguar los


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