Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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LOS PARTIDARIOS DE CIÑA EN ITALIA MARIO DESEMBARCAEl movimiento seguramente no habría tenido otras consecuencias, si el Senado, siempre flojo y perezoso, no hubiera descuidado obligar a los fugitivos a salir inmediatamente de Italia, ni les hubiera dejado la posibilidad de renovar en cierto modo la insurrección itálica, y la de convertirse en los campeones y emancipadores de los nuevos ciudadanos. Sin encontrar impedimento alguno aparecieron en Tibur, en Preneste, en todas las ciudades del Lacio y de Campania recientemente admitidas al derecho de ciudadanía; en todas partes pedían y obtenían hombres y dinero para hacer valer la causa común. De este modo llegaron al campamento del ejército que sitiaba Ñola. En aquel tiempo, los ejércitos pertenecían por sus instintos a la democracia y a la revolución, cuando el general no tenía bastante autoridad como para unirlos a su persona. Las arengas de los magistrados fugitivos, algunos de los cuales, como Ciña y Sertorio por ejemplo, se recomendaban al soldado por los buenos recuerdos de las últimas campañas, produjeron una impresión profunda. La destitución anticonstitucional del cónsul amigo de las masas, y la usurpación por parte del Senado de los derechos del pueblo soberano descontentaba al simple miliciano; y, en cuanto a los oficiales, el oro del cónsul o, mejor dicho, de los nuevos ciudadanos les mostraba claramente la brecha abierta a la ley. En seguida el ejército de Campania reconoció a Ciña como cónsul: uno por uno, todos los soldados le juraron fidelidad, y vinieron a ser el núcleo regular de las bandas enviadas por los nuevos ciudadanos y por las ciudades aliadas. Estas bandas no tardaron en ser considerables por su número: en su mayor parte fueron formadas con el propósito de marchar sobre la capital, y además le llegaron por el norte grandes refuerzos. Invitados por Ciña, desembarcaron en Telamón (en la costa de Etruria) los desterrados del año anterior. Estos apenas contaban con quinientos hombres armados, casi todos esclavos de los refugiados, o caballeros númidas alistados en África. Pero Mario, que en aquel mismo año había querido hacer causa común con el vil populacho de Roma, hizo romper las puertas de los calabozos (ergastula), donde los grandes propietarios tenían encerrados de noche a sus esclavos de labor, y les ofreció libertad y armas, oferta que no fue rechazada. El contingente de esclavos, el de los nuevos ciudadanos y el de los fugitivos326

CIÑA Y SILAque acudían a él de todas partes engrosaron rápidamente su ejército. Ya había reunido seis mil hombres bajo sus águilas y armado cuarenta buques que se colocaron en la desembocadura del Tíber, y que se iban apode­rando de todos los transportes cargados de trigo para la capital. Él y los suyos se pusieron a disposición del cónsul Ciña. Los jefes del ejército de Campania vacilaron. Los más prudentes, Sertorio entre otros, fueron del parecer de que no debían unirse muy estrechamente con un hombre a quien su nombre solo colocaría infaliblemente a la cabeza del movi­miento, un hombre de notoria incapacidad política, y a quien la sed de venganza hacía loco. Ciña no quiso tener esto en cuenta y nombró a Mario general en jefe en Etruria y por mar, con poderes de procónsul.ACTITUD EQUÍVOCA DE ESTRABÓN. LOS PARTIDARIOSDE CIÑA DELANTE DE ROMA. LOS PARTIDOS NEGOCIANCON LOS ITÁLICOS. SUERTE DE ESTRABÓN. VACILACIÓNDEL GOBIERNO. CAPITULACIÓN DE ROMAEn consecuencia, se acumulaba sobre Roma una tempestad terrible: era urgente llamar a las tropas del gobierno para ponerla a cubierto.' Pero las fuerzas de Mételo habían sido detenidas por los itálicos en el Samnium y delante de Ñola; solo Estrabón podía acudir en auxilio de Roma. Vino, en efecto, y estableció su campamento cerca de la puerta Colina. A la cabeza de su numeroso y aguerrido ejército le hubiera sido fácil aniquilar inmediatamente y de un solo golpe las bandas de los insurrectos, todavía débiles; pero no era tal su plan, según parece. Dejó agravarse la situación hasta el día en que Roma se halló prácticamente sitiada. Ciña acampó en la orilla derecha del Tíber frente al Janículo con su cuerpo de ejército y el de Carbón, y Sertorio fue a colocarse en la orilla izquierda frente a Pompeyo, muy inmediato a la muralla de Servio. Mario ocupó las plazas marítimas, unas después de otras, con su ejército cada vez más engrosado, que había llegado ya a tres legiones, y con sus numerosos buques de guerra. Se apoderó de Ostia por la traición, y fue este el triste presagio del terror próximo. La entregó a sus bandas feroces, que mataron y saquearon muy a su placer. La interrupción del comercio era ya un gran peligro para Roma: por orden del Senado, se pusieron en estado de defensa los muros y las puertas, y se llamó a la milicia ciudadana sobre327

eljanículo. Por su inacción, Estrabón despertaba en todos, grandes y pequeños, la admiración y el espanto. Sin embargo, si se sospechó que estaba en inteligencia con Ciña, parece que la sospecha no tiene fundamento alguno, pues libró un formal combate contra la división de Sertorio. Además, en otra ocasión, cuando Mario había logrado penetrar hasta eljanículo gracias a sus inteligencias con un oficial de la guarni­ción, vino en auxilio de Octavio y consiguió rechazar a los insurrectos, matándoles mucha gente. Por tanto, no quería unirse a los jefes de la insurrección, y menos ponerse a sus órdenes. Parece que su intención fue más bien aprovecharse del estado en que se encontraba todo en aquellos momentos, y vender su apoyo al gobierno o al pueblo, con tal de que lo designaran cónsul para el año siguiente y hacerse de este modo dueño del poder. Pero el Senado no quería echarse en brazos de un usurpador para librarse de otro, y volvió la vista a otra parte. Un senadoconsulto expreso confirió la ciudadanía romana a todas las ciudades itálicas, comprometidas antes en la insurrección y en la guerra social, y a las que su defección había excluido de su antigua alianza. Así pues, estaba oficialmente confirmado que, en su larga lucha con Italia, Roma había jugado su existencia no por un motivo grande y serio, sino por pura vanidad, pues a la primera dificultad, y solo para procurarse algunos millares más de soldados, se la veía arrojar al agua toda la ganancia que tan cara le había costado durante la guerra social. Las ciudades a las que se les había otorgado la gracia enviaron sus tropas, pero, en vez de las numerosas legiones prometidas, el contingente suministrado ascendía apenas a diez mil hombres. Importaba mucho más entrar en negociaciones con los samnitas y los nolanos, hecho que hubiera permitido emplear en la defensa de Roma el cuerpo de ejército de Mételo, general con quien el Senado podía contar absolutamente. Pero los samnitas tuvieron grandes exigencias y recordaron lo de las Horcas Caudinas: por un lado exigieron la restitución del botín, de los cautivos y de los tránsfugas que habían hecho en su territorio; por otro, que les permitiesen conservar el que ellos habían hecho sobre los romanos, y, por último, requirieron la colación del derecho de ciudadanía, tanto para ellos como para los romanos que se habían pasado a sus filas. A pesar de la miseria de los tiempos, el Senado rechazó las condiciones de una paz deshonrosa. Ordenó a Mételo que dejase allí una pequeña división y viniese a Roma a marchas forzadas, con todos los soldados que pudiese recoger en la Italia del Sur. El general328

CIÑA Y SILAobedeció, pero he aquí lo que ocurrió: al no tener los samnitas delante de sí más que a Plaucio con un ejército insignificante, legado de Mételo, lo atacaron y lo derrotaron por completo; en tanto los nolanos hicieron una salida y quemaron la inmediata ciudad de Abella, aliada de Roma. Por otra parte, como Ciña y Mario habían otorgado a los samnitas todo lo que estos habían exigido (hasta este punto había caído el honor del nombre romano), les mandaron su contingente, que aumentó el de los insurrectos. Otro descalabro sensible fue que, después de un combate desgraciado para las tropas del gobierno, sus adversarios ocuparon Ariminun, y cortaron así toda comunicación entre Roma y el valle del Po, de donde le llegaban hombres y municiones. La escasez y el hambre comenzaron a sentirse en la grande y populosa ciudad, atestada de armas y soldados, pero con los almacenes vacíos de víveres. Mario era princi­palmente el que más se esforzaba por cortarlos. Ya había echado sobre el Tíber un puente de barcas que impedían la navegación; se apoderó de Antium, de Aricia, de Lanuvium y de otros lugares inmediatos; cerró todos los caminos y se ensañó de antemano, pasando a cuchillo a todo el que se resistía. No dejaba con vida más que a aquellos que hacían traición y le entregaban su ciudad. Las enfermedades contagiosas producidas por la miseria no tardaron en devorar a las masas armadas que se habían aglomerado dentro y en derredor de los muros de Roma. Murieron once mil veteranos de Estrabón y seis mil soldados de Octavio; y, sin embargo, el Senado no desesperaba. Hasta la muerte repentina de Estrabón fue considerada como un acontecimiento feliz. No fue arrebatado por la peste, como generalmente se cree, sino por un rayo que cayó en su tienda. Exasperada la muchedumbre por tantos motivos, sacó el cadáver del ataúd y lo arrastró por las calles. El resto de sus tropas se unió a las de Octavio. Habiendo restablecido la igualdad de las fuerzas con la llegada de Mételo y la muerte de Estrabón, el ejército del gobierno se preparó para librar una batalla a los insurrectos al pie del monte Albano. Pero el espíritu de los soldados de Roma estaba muy quebrantado, y, cuando vieron a Ciña marchar hacia ellos, lo aclamaron como si aún hubiera sido su cónsul y su general. Mételo no creyó prudente dar la batalla y volvió a encerrar a las legiones en el campamento. Los mismos optimates vacilaban y se dividían. Mientras que los que estaban con el cónsul Octavio, siempre inflexible en la intransigencia de sus miras estrechas, se oponían a toda concesión, Mételo, como soldado más hábil329

y político más prudente, intentaba un acomodamiento. Sin embargo, su entrevista con Ciña no hizo más que inflamar la cólera de los ultras de ambos partidos: Mario tachó a Ciña de cobarde y Octavio llamó a Mételo traidor. En cuanto a los soldados, inquietos y desconfiando acertadamente de la aptitud o de la capacidad de Octavio, invitaron a Mételo a tomar el mando en jefe, pero como este lo rehusase comenzaron a arrojar sus armas o a pasarse en masa al enemigo. El aguijón del sufrimiento hacía que el pueblo se mostrase en Roma cada día más disgustado. Ante la promesa hecha por el heraldo de Ciña de dar la libertad a los esclavos tránsfugas, estos se pasaron en masa de la ciudad al campamento ene­migo. Durante este tiempo, Octavio se oponía obstinadamente a un proyecto de senadoconsulto que emanciparía a todos aquellos que ingresasen en las filas del ejército. Era evidente que el gobierno regular estaba en baja y que no le quedaba más remedio, si es que la cosa aún era posible, que entrar en un arreglo con los jefes de las bandas sitiadoras, como hace el viajero débil con los jefes de bandidos. Envió parlamen­tarios a Ciña, pero surgieron dificultades, y durante los preliminares hizo acampar su ejército delante de las puertas. En aquel momento se presentó tal muchedumbre de desertores, que no hubo ya lugar para discutir condiciones. El Senado se sometió al cónsul que él mismo había deste­rrado, y le suplicó solo que economizase la sangre de sus conciudadanos. Ciña lo prometió, pero no quiso hacerlo por medio de juramento. Mario había asistido a las conferencias sombrío y mudo.MARIO Y EL TERROR. ÚLTIMOS DÍAS DE MARIOSe abrieron, pues, las puertas de Roma. El cónsul entró con sus legiones; pero Mario, afectando irónicamente el respeto a la ley que lo había expulsado, se negó a ingresar en la ciudad hasta que no se lo permitiese otra ley. Los comicios se reunieron precipitadamente para votarla. Entonces pasó, y comenzó inmediatamente el régimen del terror. Se había decidido que no se escogerían las víctimas; se mataría en masa a codos los notables del partido aristocrático, y todos sus bienes serían confiscados. Por lo tanto, se volvieron a cerrar las puertas de la ciudad y se comenzó la matanza, que se prolongó sin tregua durante cinco días y cinco noches. Si alguno se había escondido, o había sido olvida330

CIÑA Y SILAdo, se lo buscaba y se lo mataba al día siguiente; de esta forma, la matanza se extendió durante algunos meses por toda Italia. El primero que pe­reció fue el cónsul Gneo Octavio. Fiel a la máxima que había sostenido muchas veces, de que era mejor morir que ceder ante los criminales que estaban fuera de la ley, se negó a escaparse; y vestido con las insignias de su cargo esperó sobre eljanículo al asesino que no tardó en presentarse. En estos días murieron Lucio César (cónsul en el año 664), ilustre ven­cedor de Acerra; Cayo, su hermano^ cuya ambición desmedida había provocado los tumultos sulpicianos, orador y poeta distinguido, y sobre todo, hombre amable y de excelentes condiciones para alternar en so­ciedad; Marco Antonio (cónsul en el 655), el primer abogado de su tiempo después de haber muerto Lucio Craso; Publio Craso (cónsul en el 657), que había mandado honrosamente en la guerra de España y la guerra social, y aun durante el sitio de Roma. Por último, también murieron una multitud de hombres notables del partido gobernante, entre ellos los ricos, buscados de manera especial por los codiciosos secuaces de Mario y Ciña. Enumeremos otras muertes, aún más lamentables: por ejemplo la de Lucio Mérula, quien había sucedido a Ciña contra su voluntad. Acusado por este crimen y citado ante los comicios, adelantó su inevitable condena, se abrió las venas y murió delante del altar de Júpiter, de quien era sacerdote, después de haber colocado las cintas sagradas tal como exigía la regla piadosa a todo sacerdote en la hora de la muerte. O la de Quinto Catulo (cónsul en el año 652), compañero en la hora del triunfo y de la victoria de este mismo Mario, que a las súplicas de los parientes de su antiguo colega respondió con cruel laconismo: "Es necesario que muera". En efecto, puede decirse que Mario fue el que ordenó esta horrible hecatombe. Él fue quien designó las víctimas a los verdugos. No hubo forma de proceso, sino en casos muy raros, como los de Mérula y Catulo. Ordinariamente una mirada, o el silencio mismo hacia los que lo salu­daban, era una sentencia, una sentencia ejecutada inmediatamente. Pero, una vez en tierra sus víctimas, aún no estaba terminada la venganza de Mario: prohibía hacerles funerales. Por orden suya (Sila lo había precedido en este funesto camino) se clavaron en la tribuna del Forum las cabezas de los senadores ajusticiados y numerosos cadáveres permanecieron tendidos en la plaza pública. El de Cayo César, arrastrado delante de la tumba de Quinto Vario, de quien él había sido sin duda el acusador, fue de nuevo pasado a cuchilladas. Por último, se vio al odioso anciano

«mWMUii «01**, UB»0 IVabrazar públicamente al asesino que le llevó la cabeza de Antonio mien­tras estaba a la mesa. Había mandado que lo buscaran en el retiro donde se había ocultado, y había costado algún trabajo impedir que fuese él mismo a matarlo. Sus legiones de esclavos le habían servido de depen­dientes, y en estas sangrientas saturnales no se dejaba de festejar su nueva libertad con el saqueo de las casas de sus antiguos señores, asesinando y escarneciendo a cuantos en ella se encontraban. Los furores de Mario desesperaban a sus compañeros. Sertorio conferenció con el cónsul para que les pusiera un término a toda costa; el mismo Ciña estaba aterrado. Pero la demencia es un poder en tiempos semejantes: para salvarse del vértigo se precipitan en el abismo. Además no era cosa fácil ligar las manos de Mario y de sus bandas, y Ciña, lejos de tener valor para ello, tomó al viejo general por colega en el consulado del año siguiente. Ante este régimen de sangre, se sentían tan paralizados los vencedores moderados como los hombres del partido vencido. Los capitalistas eran los únicos que veían sin pena a aquellos orgullosos oligarcas humillados bajo el peso de aquella mano extraña. Además les tocaba la mejor parte de todas las confiscaciones y de todas las ventas en almoneda. De aquí el sobrenombre de "escamoteadores" (SacculariiJ'cfA.e les dio el pueblo.MUERTE DE MARIOLos destinos habían otorgado al autor de todos estos males, al viejo Mario, las dos cosas que había deseado. Le habían concedido que se vengase de toda la cohorte noble que había procurado siempre desvirtuar sus victorias y exagerar sus derrotas; a los alfilerazos había respondido con puñaladas. A principios del año siguiente, revistió una vez más la suprema magistratura, con lo que se cumplió su sueño de un séptimo consulado, sueño prometido por el oráculo y que él perseguía desde hacía años. Los dioses le dejaban tomar lo que había apetecido; pero también en este día, conforme a la ley de una ironía fatal, y como en tiempos de la antigua leyenda, la muerte vino a arrebatarlo cuando acababan de colmarse sus deseos. Siendo la honra de su país durante su primer consulado, vino a ser el juguete durante su sexta magistratura; cónsul por séptima vez, fue maldecido por todos los partidos y odiado por todo un pueblo. Él,332

V< OJMU ,*



CIÑA Y SILA

aquel hombre leal, hábil e íntegro en todos sus propósitos, en adelante no es más que el jefe ignominioso y extraviado de una horrible banda de asesinos. No dejaron de asaltarlo grandes remordimientos. Pasaba los días en la embriaguez de su furores, pero las noches, en crueles insomnios; comenzó a emborracharse para entregarlo todo al olvido. Después le sobrevino una fiebre violenta que lo tuvo aletargado durante siete días: en el delirio de su enfermedad disponía y libraba grandes batallas en Asia Menor, y recogía los laureles prometidos a Sila. Final­mente, dejó de existir el 13 de enero del año 668. ¡Murió a los setenta años, en su lecho, en plena posesión de lo que él había llamado poder y honores! La Némesis no siempre es la misma; no siempre venga la sangre con la sangre. ¿No era ya una justa retribución que, a la nueva de la muerte del "famoso salvador del pueblo", Roma e Italia respirasen con libertad y más alegres que en otro tiempo con la noticia de la victoria de los campos Ráudicos?Como quiera que fuese, ocurrió después de su muerte más de un acontecimiento que recordaba aquellos tiempos nefastos. En el acto de los funerales del cónsul se vio a Cayo Fimbria, que había teñido sus manos en sangre más que ningún otro en medio de las matanzas ordenadas por Mario, intentar asesinar a un personaje ilustre, respetado por todos y perdonado por el mismo Mario, el supremo pontífice Escévola (cónsul en el año 659). Pero un día Serterio reunió a todos los bandidos de Mario con el pretexto de que iba a pagarles su sueldo, los rodeó de soldados celtas en quienes tenía confianza, y los hizo cuartos en número de más de cuatro mil.GOBIERNO DE CIÑACon el terror había venido la tiranía. Ciña permaneció cuatro años seguidos al frente del Estado, en calidad de cónsul; con regularidad él se nombraba a sí mismo y a sus colegas sin el voto del pueblo. Parecía que los demócratas despreciaban y repelían para siempre los comicios soberanos. Jamás ningún hombre del partido popular ejerció, antes ni después de Ciña, el poder absoluto tan completamente, ni por tanto tiempo en Italia y en la mayor parte de las provincias. Tampoco ha habido un gobierno que haya tenido una administración tan falta de objeto. Serevalidó la ley propuesta primero por Sulpicio, y después por el mismo Ciña, que aseguraba la igualdad del voto entre los nuevos ciudadanos, los emancipados y los ciudadanos antiguos; y fue confirmada y puesta en vigor el año 670 por u-n senadoconsulto expreso. Se nombraron censores encargados de distribuir a todos los italianos en treinta y cinco tribus. Por un cambio extraño, a falta de candidatos idóneos fue nombrado censor Filipo, el cónsul del año 663 y el autor principal de la caída de Druso cuando este había querido conferir el voto a los itálicos. En la actualidad, le correspondía anotarlos en las listas del censo. En cuanto a las instituciones reaccionarias fundadas por Sila en el año 666, se cree que fueron suprimidas. Por lo demás, se hizo todo lo posible por agradar al proletariado: desaparecieron entonces las restricciones sobre los cereales, y a propuesta del tribuno del pueblo, Marco Junio Bruto, en la primavera del año 671 se comenzó la fundación de una colonia en Capua, según los planes de Cayo Graco. Una ley sobre el crédito, cuyo autor era Lucio Valerio Placeo el Joven, redujo todos los créditos a la cuarta parte de su valor nominal, anulando las otras tres en favor del deudor. Pero estas leyes, las únicas que en lo tocante a la constitución se prolongaron durante el mando de Ciña, estaban dictadas bajo la presión del momento; y lo más deplorable en esta catástrofe de la política romana es que, en lugar de pertenecer a un sistema cualquiera, por pobre o malo que fuese, se habían promulgado al azar y sin plan fijo. Se acariciaba al pueblo, y al mismo tiempo se lo hería inútilmente afectando un desdén insensato hacia la regularidad constitucional de las elecciones. Se hubiera podido hallar un punto de apoyo en las clases ricas, pero se les infirió una sensible herida con las leyes del crédito. Los más firmes pilares que sostenían aquel régimen eran los nuevos ciudadanos, por más que no hacían nada. Se aceptó su auxilio, pero al mismo tiempo se pensó en arreglar definitivamente la extraña condición de los samnitas, quienes aun llamándose ciudadanos romanos no dejaban de reivindicar su par­ticular independencia como el único objeto y el premio de tantos com­bates. Después de haber vejado y muerto a los senadores más notables como si fueran perros rabiosos, no se había hecho nada por atraer al Senado a los intereses del gobierno o, cuando menos, para inspirarle un terror durable, de suerte tal que el gobierno mismo tuviese asegurada su vida. No era así como Cayo Graco había comprendido la ruina de la oligarquía. Nunca hubiera tolerado que el nuevo jefe del poder, sentado sobre un trono edificado con sus propias manos, se portase como un rey holgazán. Ciña no había sido elevado a aquella altura por la fuerza de su voluntad, sino por el acaso: ¿Cómo extrañarse de verlo permanecer allí, en el lugar a donde lo había arrojado la tempestad revolucionaria, hasta el día en que otra tormenta llegase a arrebatarlo?CIÑA Y SILA. ITALIA Y LAS PROVINCIAS FAVORABLES AL GOBIERNO ACTUAL. MEDIDAS CONTRA SILAEsta alianza, entre la fuerza a la que nada se resiste y la completa impotencia e incapacidad, se manifiesta entre los agitadores del poder revolucionario en la guerra que hacen a la oligarquía. Sin embargo, de aquella es de quien depende su resistencia. En Italia, son los dueños absolutos de la situación. Entre los antiguos ciudadanos muchos se inclinaban a la democracia. El mayor número, el ejército de los hombres de orden, incluso detestando los horrores de la tiranía de Mario, no veían en una restauración oligárquica más que el advenimiento de un segundo reinado del terror en provecho del otro partido. La impresión de los crímenes del año 667 no había dejado huellas relativamente profundas en la nación, tomada en su conjunto, porque no había alcanzado más que a la aristocracia de Roma, y porque, durante los tres años que siguieron, un gobierno pacífico y tolerable había borrado en cierto modo los malos recuerdos. Respecto de los ciudadanos nuevos que formaban cuando menos la quinta parte de los itálicos, si no eran partidarios decididos • del régimen actual, no por eso dejaban de detestar la oligarquía. La gran mayoría de las provincias, entre las que estaban Sicilia, Cerdeña, las dos Galias y las dos Españas, aceptaban de buen grado, lo mismo que Italia, el actual estado de cosas. En África, Quinto Mételo, que por fortuna había escapado de la matanza, intentó conservar esta provincia ayudado por los optimates; se le unió Marco Craso, el hijo más joven de Publio Craso, víctima de la proscripción de Mario, quien le llevó algunos refuerzos de España. Pero, como se dividieron al poco tiempo, tuvieron que ceder el puesto al pretor de los revolucionarios, Cayo Fabio Adriano. El Asia, por su parte, estaba en poder de Mitrídates. La oligarquía, condenada y abatida en todas partes, tenía solo por último asilo la provincia de Macedonia, y sin la completa seguridad de que Sila pudiese335

HISTOW*<1W ROMA, UBRO IVmantenerse en ella. Allí se habían refugiado su mujer y sus hijos, que habían escapado a duras penas, y un cierto número de senadores; en su cuartel general había una especie de Senado. Por lo demás, el gobierno revolucionario no hacía más que lanzar decreto sobre decreto contra el procónsul de los oligarcas. Los comicios lo destituyeron y lo pusieron en el bando del imperio a él, a Mételo, a Apio Claudio y a otra infinidad de refugiados ilustres. Su casa en Roma fue arrasada, y todas sus propiedades rurales fueron devastadas. Sin embargo, todos estos excesos no hacían nada definitivo. Si Cayo Mario hubiese vivido, no hay duda de que hubiera marchado contra Sila a las regiones de Oriente, adonde lo transportaban los delirios de su última enfermedad. Ya hemos referido en otra parte las medidas tomadas por el gobierno de Ciña después de la muerte de Mario. Lucio Valerio Placeo el Joven,2 que tan pronto como Mario dejó de existir fue promovido al consulado y al mando en Oriente, no era buen soldado ni buen oficial. Cayo Fimbria, su compañero, aun­que tenía talento no quería obedecer, a la vez que el ejército confiado al cónsul era tres veces menor que el de Sila. Se supo punto por punto que Placeo se había marchado al Asia para evitar una derrota, y, después, que Fimbria lo había derribado y se había puesto en su lugar a prirfcipios del año 669. Por último, llegó la noticia de que Sila había hecho la paz con Mitrídates. Hasta entonces este había guardado silencio respecto de las autoridades revolucionarias de Roma. Pero he aquí que llega una carta dirigida al Senado en la que anuncia su próxima llegada a Italia. En ella declara que respetará los derechos conferidos a los nuevos ciudadanos; y que los castigos y las ejecuciones que eran inevitables no se verificarían en masa, sino sobre los jefes solamente. Ante esta nueva, Ciña despertó de su letargo. Hasta ahora no había hecho contra su adversario más que armar algunos hombres y reunir algunos buques en el Adriático; en la actualidad se decide a pasar precipitadamente a Grecia.TENTATIVA DE ARREGLO. MUERTE DE CIÑA ARMAMENTOS DE CARBÓN Y DE LOS NUEVOS CIUDADANOSPor otra parte, como la carta de Sila despertaba en el partido del justo medio la esperanza de un arreglo amistoso, pues teniendo en cuenta las circunstancias podía dársele el epíteto de moderada, la mayoría del Senado336


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