Medstar II: Curandera Jedi Michael Reaves y Steve Perry Versión 1



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A unos doce metros detrás de la tienda de Barriss había un pequeño claro rodeado por espesos matorrales de un profundo verdor llamados graznadores por el extraño sonido que emitían las hojas al ser agitadas por la brisa. La densa vegetación era el doble de alta que ella, y era allí donde Barriss practicaba las diferentes técnicas de combate con sable láser. No era un entrenamiento que un jedi soliera hacer en público, pero aquel sitio era lo más privado que había podido encontrar. La única forma de que alguien la viera era pasando por el extremo abierto del pequeño claro. Y dado que el pantano se hallaba a unos doce metros de allí, era poco probable que alguien eligiera aquel lugar para dar un paseo, por el bien de su salud.

El calor caía sobre el pequeño espacio abierto como una manta mojada.

Sudaba sin parar bajo la túnica marrón amplia que llevaba, y el sudor le empapaba el pelo y la piel, evaporándose apenas por culpa de la elevada humedad. Era desagradable, pero debía sobrellevarlo si quería vivir en Drongar, Se había acostumbrado a llevar en todo momento un hidroequipo encima. Si no lo hacía, se arriesgaba a deshidratarse.

Como había hecho antes en incontables ocasiones, Barriss repasó los ejercicios básicos de brazos y hombros, cortando y sajando el fétido aire tropical en movimientos sencillos, dobles y triples, cambiándose el arma de mano. Realizaba, principalmente, movimientos marciales de la Forma III, uno de los siete sistemas de lucha que los Jedi habían desarrollado a lo largo del tiempo. Era la forma preferida de la Maestra Unduli, pero había detractores que la tachaban de ser una disciplina demasiado defensiva. Aunque era cierto que inicialmente se había desarrollado en respuesta a los disparos de láser y de otros proyectiles, con el paso de los siglos se había convertido en mucho más.

—De las siete formas —le había dicho su Maestra—, la forma III, con su énfasis en prever y bloquear los disparos de energía a la velocidad de la luz requiere una conexión superior con la Fuerza. El camino es largo, pero el viaje merece la pena, porque un verdadero Maestro de la Forma III es invencible.

El zumbido del sable láser era un ronroneo reconfortante, y el afilado rayo de energía le resultaba tan familiar como su propio brazo. No podía recordar una época en la que no manejase el sable láser. De pequeña utilizaba los modelos de práctica de baja potencia, con los que se enfrentaban en duelo los jóvenes padawan. Eran lo bastante potentes como para soltar una buena descarga. Si te daban, lo notabas.

El dolor era un instructor de lo más eficaz.

Al cumplir los dieciséis años, encargó su propia unidad de energía completa, escogiendo el cristal azul para conformar el tono signatura de su rayo. Y lo había llevado desde entonces. Lo conocía con todo detalle, como a sus propios dedos. Parte de su formación consistía en desmontarlo y volverlo a montar usando sólo la Fuerza. Era más que un arma. Era una extensión de su cuerpo, casi una parte orgánica…

Sonrió al dar un paso adelante, haciendo girar ante sí el sable láser a toda velocidad, creando lo que parecía ser un sólido escudo de luz. Ya vuelves a pensar demasiado. Concéntrate en el momento.

En ese instante sintió una brisa de aire frío, como si alguien hubiera abierto un congelador detrás de ella, de una intensidad impresionante. Pasó enseguida, antes de darse cuenta de lo que era, pero la combinación de su mente a la deriva y la brisa gélida la sobresaltaron. Supo inmediatamente que el sable láser, que ahora se movía por debajo de su cintura y volvía a subir hacia arriba, estaba… demasiado bajo.

Escuchó más que sintió la punta de la hoja vibrante atravesándole la punta de la bota, hecha de plastitrenzado, un material flexible pero sumamente resistente. Al comprarlas, le ofrecieron una garantía: si se rompían, el fabricante le daría otro par gratis, siempre y cuando el dueño original siguiera vivo. El plastitrenzado podía doblar una hoja de duracero o incluso un vibrocuchillo.

Pero había pocos materiales a prueba de sable láser, y el plastitrenzado, por resistente que fuera, no se contaba entre ellos.

Barriss apagó rápidamente el sable láser. Miró hacia abajo y vio la sangre manando del limpio corte de la punta de su bota.

Se quedó de piedra. No por la herida, sino por el error que había dado pi(: ni occidente. ¿Cuántas veces había repasado aquella forma? ¿Cinco mil, diez mil veces? Era un error de principiante, una equivocación que sería inexcusable en una niña padawan de primer curso.

¿Se lo había imaginado? Era tentador pensar algo así, pero cuando el aire movió las hojas de los arbustos graznadores, ella había oído aquel sonido quejumbroso e inconfundible. La brisa había sido real.

Se colgó el sable láser en el cinto, alzó el pie, y se quitó la bota, poniéndose sin problemas a la pata coja.

El corte era estrecho y no muy profundo, quizá de tres centímetros de largo, y a un par de centímetros por encima del segundo y del tercer dedo del pie, Los bordes epidérmicos estaban quemados, pero el corte seguía sangrando sin parar. Evidentemente, el plastitrenzado había absorbido lo justo de la energía del arma para impedir la completa cauterización de la herida. Barriss se quedó ahí de pie, a la pata coja, mirándose la herida. Negó con la cabeza.

Convocó a la Fuerza, la sintió fluyendo en su interior y se concentró en el corte. No corría peligro de morir desangrada, pero no le apetecía volver a la base para que le curasen la herida dando saltitos y dejando un rastro de sangre.

La circulación fluía a buen ritmo y de repente se detuvo. Podía sentir cómo empezaba a palpitar el dolor. Respiró hondo, le hizo espacio y lo arrinconó. Aplicó mentalmente la Fuerza a la herida. Los bordes parecieron juntarse un poco, pero luego volvieron a abrirse.

—¿Por qué no dejas que le eche un vistazo a eso? —dijo una voz cercana. Ella alzó la vista, sorprendida. Era el teniente Divini, el nuevo cirujano.

—Puedo yo sola —dijo ella.

El chico, Uli, recordó ella, cuyo uniforme estaba repleto de barro del pantano hasta los muslos, dio un paso adelante y le examinó el pie.

—Creo que te has cortado un par de tendones. Habrá que cortar la hemorragia, y vas a necesitar al menos tres o cuatro grapas y un dermosello. Por aquí revolotean cantidad de pequeños microorganismos. —Abarcó todo el planeta con un gesto de la mano—. Mejor parcheada y sellada que infectada y lamentándolo, ¿no?

Tenía razón, por supuesto. Barriss asintió.

—¿Y cómo propones que lo hagamos?

Él sonrió.

—No hay problema. Voy preparado —se señaló un bolsillo del cinto—. Tengo aquí el equipo básico —señaló una zona del suelo relativamente seca—. Siéntese, señorita.

Barriss lo hizo, conteniendo una sonrisa, y Vli se agachó junto a ella en esa posición relajada de cuclillas que sólo podían realizar los de tobillos flexibles. Abrió la mediunidad, extendió la tela estéril, la activó y se puso un par de guantes mientras ella colocaba el pie. El campo palpitó cuando ella lo atravesó con el pie.

Él utilizó un brillo esterilizador en la herida, y tanto la reluciente sonda de azul actínido, como el ruido que se oyó a continuación indicaron que la herida había quedado limpia de bacterias y gérmenes. Luego cogió un nebulizador de nulicaína.

—Eso no lo necesito —dijo ella.

—Es verdad. Lo había olvidado.

Volvió a poner el anestésico en el equipo. Lubricó una zona con coagulante y empleó un hemostato para abrir el corte. Acercándose, Barriss pudo ver que los tendones de los dedos de sus pies tenían pequeños cortes superficiales que revelaban un par de elipsis blancas más pálidas, como perladas.

Se concentró en mantener el dolor a raya.

Uli untó de coagulante los cortes y esperó. En cinco segundos, los cortes cambiaron de color y recuperaron el de los tendones sanos.

—¿Qué habías olvidado? —preguntó ella.

—Estuve de interino en el Gran Zoo, en Alderaan —dijo él, cogiendo la biogropadora—. En cierta ocasión traté a un Jedi herido. Menudo control corporal. La capacidad de detener hemorragias menores y de rechazar el dolor es muy útil.

Insertó la punta de su grapadora en la herida y la activó. La grapa, hecha de un memoriplástico biodegradable, como ya sabía Barriss, formó un pequeño rizo. Aguantaría una semana más o menos, y después sería absorbido por su cuerpo. Para entonces, la herida ya se habría curado.

—¿Cómo pudo ser eso? —preguntó ella, refiriéndose a lo que le había contado—. Los Jedi tienen sus propios sanadores en casi todos los planetas del Núcleo, incluido Alderaan. No suelen acudir a médicos externos.

Él insertó otra grapa en la punta del aplicador.

—Una noche, una panda de borrachos decidió destrozar una cantina del centro de Aldara. Iniciaron un altercado que se extendió a la calle. Una senadora de la República pasaba por allí y su zumbador se vio en medio de In reyerta. Tenía un jedi protegiéndola. Eran treinta o treinta y cinco matones, y se les puso entre ceja y ceja volcar el zumbador de la senadora. El Jedi… creo recordar que era un cereano, puso objeciones a la acción. Los matones decidieron enseñar una lección al Jedi.

—¿Qué ocurrió?

Él se rió mientras le ponía la tercera grapa. Barriss le miró a la cara y pensó, Algún día, cuando tenga edad suficiente para tener arrugas de la risa, será increíblemente guapo.

—Lo que ocurrió fue que cuatro médicos internos de cirugía, yo incluido, y dos residentes nos pasamos el resto de la noche reinsertando manos, pies, brazos y piernas a los borrachos. Los sables láser dejan cortes muy limpios, quirúrgicos. Los tanques de bacta echaban humo. La senadora no resultó herida, pero la trajeron para revisión, y su guardaespaldas vino con ella. Tenía una herida de vibro cuchillo en un brazo, una laceración de tamaño considerable que llegaba justo hasta el cúbito. Pero no sangraba, y la verdad es que parecía que le daba igual. Yo le limpié y le puse las grapas.

Barriss sonrió. Se preguntó quién sería aquel Jedi. Ki-Adi-Mundi era el único Jedi cereano que conocía, y la habilidad de un Maestro jedi no solía desperdiciarse en un papel de guardaespaldas, ni siquiera para una senadora, Probablemente sería uno de los muchos que murieron en Geonosis, pensó. Que pocos somos ahora, qué pocos…

Uli puso cuatro grapas y luego examinó los bordes externos de la herida.

—Estoy pensando en poner un par de grapas más, aparte del dermosello, para cerrar la piel —le dijo.

Ella asintió. Eso evitaría que, al andar, la presión recayera en los bordes de las heridas del corte.

El comenzó la reparación extorna con movimientos limpios y precisos.

—Está haciendo usted un buen trabajo, doctor Divini.

—Llámame Uli —dijo él—. El doctor Divini es mi padre. Y mi abuelo, Y mi bisabuelo. Y todos ellos siguen en activo juntos.

—Les decepcionó que no te unieras a ellos, ¿verdad?

Él rió.


—Una Jedi con sentido del humor. ¿Es que las sorpresas no se acaban nunca?

Cuando él terminó, ella le dio las gracias. Se puso en pie y realizó una pomposa inclinación.

—Encantado de servirla —le dijo—. Es mi trabajo —la contempló con el ceño fruncido mientras ella se ponía otra vez la bota—. Bien, un humano o humanoide normal tardaría en curarse unos cinco o seis días. Pero tú tardarás cuánto… ¿tres?

—Dos. Dos y medio como mucho. Uli negó con la cabeza.

—Ojalá se pudiera comercializar eso.

La inquietante imagen de los seres muriendo en la SO le vino a la mente sin censuras, y ella pudo ver por la cara del chico que él también se había acordado de eso. Cambió de tema.

—¿Pasas mucho tiempo merodeando por el pantano? Él sonrió, y una vez más aparentó catorce años.

—Mi madre colecciona alas-bengala de Alderaan —dijo él—. Algunos de los bichos de este planeta son muy parecidos. Igual son parientes panespérmicos. Vaya cogerle unos cuantos.

De repente, su nombre le sonó muy familiar.

—Una vez vi una exposición en el Museo Xenozoológico de Coruscant.

La colección de alas-bengala más exhaustiva de la galaxia conocida. Llenaba tres de las mayores salas del edificio. La presentaba la conocida mudopterista Elana Divini. ¿Es pariente tuya?

—A mi madre no le van las medias tintas —miró su crono—. Tengo que irme. Mi turno empieza otra vez en diez minutos. —Gracias otra vez por las puntadas.

—Gracias por la oportunidad.

Cuando se fue, Barriss caminó por el claro. Tenía bien el pie y se curaría pronto, pero no quedaba ni rastro de esa extraña brisa gélida que había sentido de repente. Llevaba en aquel horno de planeta tanto tiempo que casi se había olvidado de lo que era el viento fresco. ¿Cómo podía producirse en Drongar una brisa fría sin ayuda mecánica? ¿Y además dentro de un campo de fuerza? Normalmente, la temperatura se igualaba a la corporal antes de amanecer, y nunca llegaba a refrescar mucho, ni siquiera por la noche.

Y lo que era más importante, en el supuesto de que le hubiera rozado una brisa gélida, ¿cómo había podido distraerse hasta el punto de cortarse a sí misma con un sable láser? La última vez que había ocurrido eso tenía nueve años, y apenas se hizo un cortecito en la muñeca. Nada ni remotamente parecido a aquello.

No había vuelta de hoja: se había portado como una auténtica principiante.

Barriss regresó a su tienda. Aquello era una mala señal. Cuanto más tiempo estaba en Drongar, parecía alejarse más y no acercarse a su meta de convertirse en una auténtica Jedi.

Se estremeció. Por un momento tuvo la impresión de que volvía a sentir aquella brisa. Pero esa vez no fue en la piel, sino en el corazón.




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