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creación ex nihilo de palabra divina (Génesis, 1) es sustituida por el
énfasis en un hombre hecho del barro –el material de la tierra–
al que Dios entrega el don del lenguaje con el que ha creado el
mundo (Génesis, 2). Al no ser creado de la palabra divina y serle
otorgado el don del lenguaje, el hombre se eleva por encima de una
naturaleza muda y creada directamente por la palabra de Dios. El
hombre efectivamente se convierte así en el encargado de comple-
tar la Creación: “la creación divina se completa con la asignación de
nombres a las cosas por parte del hombre”.
19
Desde estos supuestos,
Benjamin deduce una jerarquía –que describe como escolástica–
“de todas las entidades espirituales y lingüísticas según grados de
existencia o de ser”.
20
Él mismo escribe:
Lo más lingüísticamente existente, la expresión más perdurable, lo más
cargado y definitivamente lingüístico, en suma, lo más pronunciable
constituye lo puramente espiritual. Eso es precisamente lo que indica
el concepto de revelación, cuando asume la intangibilidad de la palabra,
como condición única y suficiente de la caracterización de la divinidad
de la entidad espiritual manifiesta en aquélla. El más elevado dominio
espiritual de la religión, en el sentido de la revelación, es por añadidura
también el único que no sabe de impronunciabilidad ya que es aborda-
do por el nombre y se pronuncia como revelación. Pero aquí se anuncia
que sólo en el hombre y su lenguaje reside la más elevada entidad espi-
ritual, como la presente en la religión, mientras que todo arte, incluida
la poesía, se basa no en el concepto fundamental y definitivo del espí-
ritu lingüístico, sino en el espíritu lingüístico de las cosas, aunque éste
aparezca en su más consumada belleza.
21
La economía benjaminiana del lenguaje otorga preeminencia
no a la inefabilidad, sino a la comunicabilidad. Como indica la pa-
labra revelación, el milagro no es lo indecible, sino precisamente lo
contrario: la pronunciabilidad y la comunicabilidad misma. Además,
“si la tradición teológica entendió siempre a la revelación como
algo que la razón humana no puede conocer por sí misma, esto
no puede significar entonces otra cosa que lo siguiente: el con-
tenido de la revelación no es una verdad expresable a fuerza de
proposiciones lingüísticas sobre lo existente […] sino, más bien, una
verdad que concierne al lenguaje mismo, al hecho mismo de que el
lenguaje –y, por lo tanto, el conocimiento– sea”.
22
Ahora bien, las
cosas se comunican pero son mudas, no reflejan la comunicabilidad
en todo su esplendor, el lenguaje no llega a pronunciarse comple-
tamente en ellas y por ello se encuentran en el estadio inferior de
la jerarquía benjaminiana: “el lenguaje en su entidad comunicativa
es imperfecto desde el punto de vista de su universalidad, cuando
la entidad espiritual que habla desde él no es lingüística, es decir,
comunicable, en la totalidad de su estructura. Sólo el hombre posee el
lenguaje perfecto en universalidad e intensidad”.
23
Y, sin embargo, el lenguaje humano del arte y la poesía a me-
nudo sacrifica su lugar en esta jerarquía porque, obsesionado por la
mudez de las cosas, por lo que no se puede decir, cae en la trampa de
lo inefable. Olvida que la revelación es, una vez más, la pronunciabi-
lidad y la expresabilidad misma. Si el hombre completa la Creación
nombrándola, la tarea de Benjamin es salvar la entidad espiritual del
lenguaje haciendo que se dirija ya no a lo inexpresable, sino a la
posibilidad misma de que la existencia del lenguaje, lo máximamente decible,
pueda ser dicha.
19. Idem.
20. Ibid., pp. 64-65.
21. Ibid., p. 65.
22. Giorgio Agamben, La potencia del pensamiento, Buenos Aires, Adriana Hidalgo,
2007, p. 28.
23. Walter Benjamin, “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los
humanos”, en
op. cit., p. 64.
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obligue a llamarlo de una manera u otra, se vincula con este carác-
ter infinito del lenguaje. Y, sin embargo, el nombre del recién naci-
do se asocia inmediatamente con él. En efecto, a través del nombre
–y del nombre propio– se nos recuerda que es precisamente en nues-
tra condición de criaturas creadas por Dios, que podemos tener un
nombre y nombrar. Nuestro nombre, entonces, se liga una vez más
inextricablemente a nuestro contenido espiritual. Sir George James
Frazer, en su obra La rama dorada (1890), proporciona un ejemplo
de esta valiosa mediación inmediata que constituye la magia del len-
guaje. No deja de ser curioso que, de hecho, Frazer describa esta
inmediatez precisamente en su análisis sobre la magia homeopáti-
ca.
26
Nos señala que para ciertos pueblos el espíritu de una persona
se comunica en y no a través del lenguaje. Cuando esta persona dice
su nombre, se dice que tiene su alma –su entidad o contenido espi-
ritual– en la boca:
Por cuanto, podrían argüir estos filósofos primitivos, que, cuando un
hombre deja pasar a través de sus labios su nombre, se desprende con
éste de una parte de sí mismo y si persiste descuidadamente en ello,
terminará seguramente por disipar sus energías […] muchas […] en-
fermedades, pueden haber sido alegadas por estos moralistas sencillos,
ante sus discípulos aterrorizados, como ejemplos espantosos del destino
que más pronto o más tarde atrapa al libertino que se consiente a sí
mismo el hábito inmoderado, aunque agradable, de pronunciar su propio
nombre.
27
Volvamos a la cuestión de la mediatez inmediata del lengua-
je. No sólo hay una diferencia entre el lenguaje del hombre y el
lenguaje de las cosas, sino entre la palabra divina y el nombre que
el hombre da a las cosas. La palabra divina crea a las cosas. Dios otor-
ga después el lenguaje al hombre para que nombre las cosas y éstas
puedan así ser conocidas: “La palabra de Dios no conserva su creativi-
dad en el nombre. Se hizo en parte receptora, aunque receptora de
lenguaje. Tal recepción está dirigida hacia el lenguaje de las cosas,
desde las cuales no obstante trasluce la muda magia de la naturale-
za de la palabra de Dios”.
24
Si el lenguaje de las cosas ha de esperar
al lenguaje humano, lo cierto es que el lenguaje humano ha de
alimentarse del lenguaje de las cosas. Entre los nombres hay sin em-
bargo que otorgar una preeminencia especial al nombre propio:
La teoría del nombre propio es igualmente la teoría de la frontera entre
el lenguaje finito e infinito. De todos los seres, el humano es el único
que nombra a sus semejantes al ser el único que no fuera nombrado por
Dios […] Con la atribución del nombre consagran los padres al niño
a Dios. Desde un punto de vista metafísico y no etimológico, el nombre
dado carece de toda referencia cognitiva, como lo demuestra el hecho
de que también nombra al niño recién nacido.
25
Si recordamos que, de acuerdo a la segunda versión del Géne-
sis desarrollada por Benjamin, el hombre no fue creado de la pala-
bra divina y se le concedió el lenguaje como don, así se esclarece
la comprensión del “nombre propio” como frontera entre lenguaje
infinito y finito. Es decir, el hecho de que nombremos al recién
nacido, y de que por lo tanto no haya referencia cognitiva que nos
24. Ibid., p. 68.
25. Ibid., pp. 67-68.
26. Frazer señala: “la magia homeopática está fundada en la asociación de ideas por
semejanza; la magia contaminante o contagiosa está fundada en la asociación
de ideas por contigüidad”. Véase George James Frazer,
La rama dorada, México,
Fondo de Cultura Económica (fce), 1998, p. 35.
27. Ibid., p. 292.
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