Cinco semanas en globo


Dick y proposición de Joe.   Receta para el café



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XII



Travesía del estrecho.   El Mrima.   Conversación de
Dick y proposición de Joe.   Receta para el café.  

El uzaramo.   El desventurado Maizan.  

El monte Duthumi.   Las cartas del doctor.  

Noche sobre un nopal
El aire era puro y el viento moderado. El Victoria subió casi perpendicularmente a una altura de mil qui­nientos pies, que fue indicada por una depresión de dos pulgadas menos dos líneas en la columna barométrica.

A aquella altura, una corriente más marcada impelió al globo hacia el suroeste. ¡Qué magnífico espectáculo se extendía ante los ojos de los viajeros! La isla de Zanzí­bar se ofrecía por completo a la vista y destacaba en un color más oscuro, como sobre un vasto planisferio; los campos tomaban la apariencia de muestras de varios co­lores; y grandes ramilletes de árboles indicaban los bos­ques y las selvas.

Los habitantes de la isla parecían como insectos. Los hurras y los gritos se perdían poco a poco en la atmósfe­ra, y sólo los cañonazos del buque vibraban en la conca­vidad inferior del aeróstato.

 ¡Qué hermoso es todo esto!  exclamó Joe, rom­piendo por primera vez el silencio.

No obtuvo respuesta. El doctor estaba ocupado ob­servando las variaciones barométncas y tomando nota de los pormenores de su ascensión.

Kennedy miraba y no tenía ojos para verlo todo.

Los rayos del sol, uniendo su calor al del soplete, au­mentaron la presión del gas. El Victoria subió a una altu­ra de dos mil quinientos pies.

El Resolute presentaba el aspecto de un barquichue­lo, y la costa africana aparecía al oeste como una inmen­sa orla de espuma.

 ¿No dicen nada?  preguntó Joe.

 Miramos  respondió el doctor, dirigiendo su an­teojo hacia el continente.

 Lo que es yo, si no hablo, reviento.

 Habla cuanto quieras, Joe; nadie te lo impide.

Y Joe hizo él solo un espantoso consumo de onoma­topeyas. Los « ¡oh! », los « ¡ah! » y los « ¡eh! » brotaban de sus labios a borbotones.

Durante la travesía del mar, el doctor creyó conve­niente mantenerse a aquella altura que le permitía observar la costa más extensamente. El termómetro y el barómetro, colgados dentro de la tienda entreabierta, se hallaban cons­tantemente al alcance de su vista, y otro barómetro, colo­cado exteriormente, serviría durante la guardia de noche.

Al cabo de dos horas, el Victoria, a una velocidad de poco más de ocho millas, se aproximó sensiblemente a la costa. El doctor resolvió acercarse a tierra; moderó la llama del soplete, y muy pronto el globo bajó a trescien­tos pies del suelo.

Se hallaba sobre el Mrima, nombre que lleva aquella porcion de la costa oriental de África. Protegían sus ori­llas espesos manglares, y la marea baja permitía distinguir sus gruesas raíces roídas por los dientes del océano índi­co. Los dunas que formaban en otro tiempo la línea cos­tera ondulaban en el horizonte, y el monte Nguru alza­ba su pico al noroeste.

El Victoria pasó cerca de una aldea que el doctor re­conocio en el mapa como Kaole. Toda la población reu­nida lanzaba aullidos de cólera y de miedo; dirigieron en vano algunas flechas a ese monstruo de los aires que se balanceaba majestuosamente sobre aquellos impotentes furores.

El viento conducía hacia el sur, lo que, lejos de in­quietar al doctor, le complació, porque le permitía se­guir el derrotero trazado por los capitanes Burton y Speke.

Kennedy se había vuelto tan hablador como Joe, y los dos se dirigían mutuamente frases admirativas.

 ¡Se acabaron las diligencias!  decía el uno.

 ¡Y los buques de vapor!  decía el otro.

 ¡Y los ferrocarriles  respondía Kennedy , con los que se atraviesan los países sin verlos!

 ¡No hay como un globo!  exclamaba Joe . Se anda sin sentir, y la naturaleza se toma la molestia de pasar ante tus ojos.

 ¡Qué espectáculo! ¡Qué asombro! ¡Qué éxtasis! ¡Un sueño en una hamaca!

 ¿Y si almorzásemos?  preguntó Joe, a quien el aire libre abría el apetito.

 Buena idea, muchacho.

 ¡Oh! ¡Los preparativos no serán largos! Galletas y carne en conserva.

 Y café a discreción  añadió el doctor . Te permito tomar prestado un poco de calor de mi soplete, que tiene de sobra. Así no tendremos que temer un incendio.

 Sería terrible  repuso Kennedy . Parece que lleve­mos encima un polvorín.

 No tanto  respondió Fergusson . Si el gas se infla­mase, se consumiría poco a poco y bajaríamos a tierra, lo que sin duda sería un contratiempo; pero, no temáis, nuestro aeróstato está herméticamente cerrado.

 Comamos, pues  dijo Kennedy.

 Coman, señores   dijo Joe , y yo, al mismo tiempo que les imito, prepararé un café del que me hablarán des­pués de haberlo tomado.

 El hecho es  repuso el doctor  que Joe, amén de mil virtudes, tiene un talento especialísimo para prepa­rar esa bebida deliciosa; la elabora con una mezcla de varias procedencias que nunca me ha querido dar a co­nocer.

 Pues bien, mi señor, a la altura en que nos hallamos puedo confiarle mi receta. Se reduce simplemente a mez­clar moca, bourbon y rio nunez en partes iguales.

Pocos instantes después, tres humeantes y aromáti­cas tazas ponían punto final de un sustancial almuerzo, sazonado por el buen humor de los comensales; luego, cada cual volvió a su punto de observación.

El país destacaba por su prodigiosa fertilidad. Sen­deros tortuosos y estrechos desaparecían bajo bóvedas de verdor. Se pasaba por encima de campos cultivados de tabaco, maíz y centeno en plena madurez, y recrea­ban la vista vastos arrozales con sus tallos rectos y sus flores de color purpúreo. Se distinguían carneros y ca­bras encerrados en grandes jaulas colocadas en alto, so­bre pilotes, para preservarlas de la voracidad de los leo­pardos. Una vegetación espléndida cubría aquel suelo pródigo. En muchas aldeas se reproducían escenas de gritos y asombro a la vista del Victoria, y el doctor Fer­gusson se mantenía prudentemente fuera del alcance de las flechas. Los habitantes, agrupados alrededor de sus chozas contiguas, perseguían largo tiempo a los viajeros con vanas imprecaciones.

Al mediodía, el doctor, consultando el mapa, estimó que se hallaba sobre el país de Uzaramo. La campiña se presentaba erizada de cocoteros, papayos y algodone­ros, sobre los cuales el Victoria parecía reírse. Tratándo­se de África, a Joe aquella vegetación le parecía muy na­tural. Kennedy veía liebres y codornices que le pedían por favor una perdigonada; pero no quiso complacerlas, pues, siendo imposible cobrarlas, no hubiera hecho más que gastar pólvora en salvas.

Los aeronautas navegaban a una velocidad de doce millas por hora, y pronto se hallaron a 380 20’ de longi­tud sobre la aldea de Tounda.

 Allí es  dijo el doctor  donde Burton y Speke su­frieron calenturas violentas y por un instante creyeron su expedición comprometida. A pesar de que todavía no se hallaban demasiado alejados de la costa, ya se hacían sentir rudamente las fatigas y las privaciones.

En efecto, en aquella comarca reina una malaria perpetua, cuyo ataque el doctor sólo pudo evitar elevan­do el globo por encima de las miasmas de aquella tierra húmeda, cuyas emanaciones absorbía el ardiente sol.

De vez en cuando divisaban una caravana que des­cansaba en un kraal, aguardando el fresco de la noche para proseguir su camino. Un kraal es un vasto espacio rodeado de espinos, una especie de vallado o seto vivo donde los traficantes se ponen al abrigo de los animale dañinos y de las tribus merodeadoras de la comarca. Se veía a los indígenas correr y dispersarse al ver al Victoria. Kennedy deseaba contemplarlos de cerca, a lo que Samuel se opuso constantemente.

 Los jefes  dijo  van armados con mosquetes, y nuestro globo ofrece un blanco fácil para alojar en él una bala.

 Y un balazo, ¿echaría abajo el globo?  preguntó Joe.

 Inmediatamente, no; pero el agujero se haría gran­de muy pronto, y por él se escaparía todo el gas.

 Mantengámonos, pues, a una distancia respetable de esos tunantes. ¿Qué pensarán de nosotros, viéndonos volar por el aire? Estoy seguro de que desean adorarnos.

 Que nos adoren, pero de lejos  respondió el doc­tor . No les quiero ver de cerca. Mirad, el país toma otro aspecto. Las aldeas son más escasas; los inangles han desa­parecido; a esta latitud la vegetación se detiene. El terreno se vuelve montuoso y preludia montañas proximas.

 En efecto  dijo Kennedy , me parece que por aquel lado distingo algunas prominencias.

 Hacia el oeste... Son las primeras cordilleras del Urizara; el monte Duthumi, sin duda, detrás del cual es­pero que podamos refugiarnos para pasar la noche. Voy a activar la llama del soplete, pues debemos mantener­nos a una altura de entre quinientos y seiscientos pies.

 Es una magnífica idea, señor, la que ha tenido  dijo Joe-, la maniobra no es difícil ni fatigosa: se da vuelta a una llave y no hay necesidad de más.

 Aquí estamos mejor  afirmó el cazador, cuando el globo hubo subido; el reflejo de los rayos del sol en la arena roja resultaba insoportable.

 ¡Qué árboles tan magníficos!  exclamó Joe . Aun­que son una cosa muy natural, son hermosísimos. Con menos de una docena se podría hacer un bosque.

 Son baobabs  respondió el doctor Fergusson . Mi­rad, allí hay uno cuyo tronco tendrá cien pies de circun­ferencia. Fue acaso al pie de este mismo árbol donde en 1845 pereció el francés Malzan, pues nos hallamos sobre la aldea de Deje la Mhora, donde se aventuró a entrar solo y fue apresado por el jefe de la comarca. Le amarra­ron al pie de un baobab, y aquel negro feroz, mientras sonaba el canto de guerra, le cortó lentamente las articu­laciones una tras otra; al llegar a la garganta se detuvo para afilar su cuchillo embotado y arrancó la cabeza del desventurado mártir antes de que estuviese enteramente cortada. El pobre francés tenía veintiséis años.

 ¿Y Francia no ha vengado un crimen semejante?  preguntó Kennedy.

 Francia reclamó, y el sald de Zanzíbar hizo cuanto pudo para dar caza al asesino, pero todas sus pesquisas fueron inútiles.

 Suplico que no nos detengamos en el camino  dijo Joe ; subamos, subamos, señor, hágame caso.

 Encantado, Joe, ya que el monte Duthumi se alza ante nosotros. Si mis cálculos son exactos, antes de las siete de la tarde lo habremos pasado.

 ¿No viajaremos de noche?  preguntó el cazador.

~No, mientras podamos evitarlo. Con precauciones y vigilancia, no habría peligro; pero no basta atravesar África, es preciso verla.

 Hasta ahora no tenemos motivo de queja, señor. ¡El país más cultivado y fértil del mundo, en lugar de un desierto! ¡Como para creer a los geógrafos!

 Aguarda, Joe, aguarda; veremos más adelante.

Hacia las seis y media de la tarde, el Victoria se en­contró frente al monte Duthumi; para salvarlo, tuvo que elevarse a más de tres mil pies. Al efecto, el doctor no tuvo más que elevar 180 la temperatura. Bien puede de­cirse que maniobraba el globo con habilidad. Kennedy le indicaba los obstáculos que tenía que salvar, y el Vic­toria volaba por los aires rozando la montaña.

A las ocho descendía la vertiente opuesta, cuya pen­diente era más suave. Echaron las anclas fuera de la bar­quilla, y una de ellas, encontrando las ramas de un enor­me nopal, se agarró firmemente a ellas. Joe se deslizó por la cuerda y la sujetó con la mayor solidez. Luego le tendieron la escala de seda, y se encaramó por ella con gran agilidad. El aeróstato, al abrigo de los vientos del este, permanecía casi inmóvil.

Los viajeros prepararon la cena y, excitados por su paseo aéreo, abrieron una amplia brecha en sus provi­siones.

 ¿Cuánto camino hemos recorrido hoy?  preguntó Kennedy, engullendo inquietantes bocados.

El doctor fijó su posición por medio de observacio­nes lunares y consultó el excelente mapa que le servía de guía, el cual pertenecía al atlas Der Neuster Entedekun­gen in Africa, publicado en Ghota por su sabio amigo Potermann y que éste le había enviado. Aquel atlas de­bía servir para todo el viaje del doctor, pues contenía el itinerario de Burton y Speke a los Grandes Lagos, Sudán según el doctor Barth, el bajo Senegal según Guillaume Lejean, y el delta del Níger por el doctor Baikie.

Fergusson se había provisto también de una obra que en un solo volumen reunía todas las nociones ad­quiridas sobre el Nilo. Titulábase The sources of the Nil, being a general survey of the basin of that river and of its heab stream with the history of the Nilotic discovery by Charles Beke, th. D.

Poseía igualmente los excelentes mapas publicados en los Boletines de la Sociedad Geográfica de Londres, y no podía escapársele ningún punto de las comarcas des­cubiertas.

Consultando el mapa, vio que su rumbo latitudinal era de 20 o ciento veinte millas oeste.

Kennedy observó que el camino se dirigía hacia el mediodía. Pero esta dirección satisfacía al doctor, el cual queria reconocer, en la medida de lo posible, las huellas de sus predecesores.

Se resolvió dividir la noche en tres partes, a fin de turnarse en la vigilancia. El doctor comenzaba su guar­dia a las nueve, Kennedy a las doce y Joe a las tres.

Así pues, Kennedy y Joe, envueltos en sus mantas, se tendieron bajo la tienda y durmieron a pierna suelta mientras el doctor Fergusson velaba.
XIII

Cambio de tiempo.   La fiebre de Kennedy.   La

medicina del doctor.   Viaje por tierra.   La cuenca de

Imengé.   El monte Rubeho.  A seis mil pies.   Un

alto en el camino del día
La noche transcurrió en calma. Sin embargo, el sába­do por la mañana, Kennedy sintió cansancio y escalo­fríos al despertarse. El tiempo cambiaba; el cielo, cubierto de densas nubes, parecía prepararse para un nuevo diluvio. Un triste país, Zungomero, donde llueve continuamente, excepto tal vez unos quince días en el mes de enero.

Una violenta lluvia no tardó en envolver a los viaje­ros; debajo de ellos, los caminos cortados por nullabs, especie de torrentes momentáneos se volvían imprac­ticables, además de estar cubiertos de matorrales espi­nosos y llanas gigantescas. Se percibían claramente esas emanaciones de hidrógeno sulfurado de las que habla el capitán Burton.

 Según él  dijo el doctor , y tiene razón, se diría que hay un cadáver oculto detrás de cada matorral.

 Es un maldito pais  respondió Joe , y me parece que el señor Kennedy se encuentra mal por haber pasa­do en él la noche.

 En efecto, tengo una fiebre bastante alta  dijo el se­ñor Kennedy.

 Nada tiene de particular, mi querido Dick; nos hallamos en una de las regiones más insalubres de Áfri­ca. Pero no permaneceremos en ella mucho tiempo. En marcha.

Gracias a una diestra maniobra de Joe, el ancla se de­senganchó, y, por medio de la escala, el hábil gimnasta volvió a subir a la barquilla. El doctor dilató considera­blemente el gas y el Victoria remontó el vuelo, impelido por un viento bastante fuerte.

Aparecía alguna que otra choza en medio de aquella niebla pestilente. El país cambiaba de aspecto. En Africa ocurre con frecuencia que una región mefítica y de poca extensión confina comarcas absolutamente salubres.

Kennedy sufría visiblemente; la calentura abatía su vigorosa naturaleza.

 Sería mala cosa caer enfermo  dijo, envolviéndose en su manta y echándose bajo la tienda.

 Un poco de paciencia, mi querido Dick  respondló el doctor Fergusson , y pronto recobrarás completa­mente la salud.

-¡Ojalá, Samuel! Si en tu botiquín de viaje tienes alguna droga para curarme, adminístramela sin perder tiempo. La tragaré a ojos cerrados.

 Tengo un medicamento mejor que todas las dro­gas, amigo Dick, y naturalmente, voy a darte un febrífu­go que no costará nada.

 ¿Y cómo lo harás?

 Muy sencillo. Subiré encima de estas nubes que nos envuelven y me alejaré de esta atmósfera pestilente. Diez minutos te pido para dilatar el hidrógeno.

No habían transcurrido los diez minutos cuando los viajeros estaban ya fuera de la zona húmeda.

 Aguarda un poco, Dick, y notarás la influencia del aire puro y del sol.

 ¡Vaya un remedio!  dijo Joe . ¡Es maravilloso!

 ¡No! ¡Es totalmente natural!

 Eso no lo pongo en duda.

 Envió a Dick a tomar aires, como se hace todos los días en Europa, y del mismo modo que en la Martinica le enviaría a los Pitons para librarle de la fiebre amarilla

 La verdad es que este globo es un paraíso  dijo Kennedy, ya más aliviado.

 O por lo menos conduce a él  respondió Joe cor gravedad.

Era un espectáculo curioso el que ofrecían las nubes aglomeradas en aquel momento debajo de la barquilla. Rodaban unas sobre otras, y se confundían en un res­plandor magnífico reflejando los rayos del sol. El Victo­ria llegó a una altura de 4.000 pies. El termómetro indi­caba algún descenso en la temperatura. No se veía ya la tierra. A unas cincuenta millas al oeste, el monte Ru­beho levantaba su cabeza centelleante. Formaba el límite del país de Ugogo, a 360 20’ de longitud. El viento sopla­ba a una velocidad de veinticinco millas por hora, pero los viajeros no se percataban de su rapidez, ni siquiera tenían sensación de locomoción.

Tres horas después, la predicción del doctor se reali­zaba. Kennedy no experimentaba ningún escalofrío y almorzó con apetito.

 ¡Y que aún haya quien tome sulfato de quinina!  dijo con satisfacción.

 Decididamente  exclamó Joe , aquí es donde me retiraré cuando sea viejo.

Hacia las diez de la mañana, la atmósfera se despejo. Se hizo un agujero en las nubes, la tierra reapareció y el Victoria se acercó a ella insensiblemente. El doctor Fergusson buscaba una corriente que le llevase al noroeste, y la encontró a seiscientos pies del suelo. El terreno se volvía accidentado, incluso montuoso. Al este, el distri­to de Zungomero se borraba con los últimos cocoteros de aquella latitud.

Luego, las crestas de una montaña se presentaron más acentuadas. Algunos picos se levantaban en distin­tos puntos del horizonte. Era preciso vigilar constante­mente los conos agudos que parecían surgir inopinada­mente.

 Nos hallamos entre los rompientes  dijo Kennedy.

 Puedes estar tranquilo, amigo Dick, no tropezamos.

 ¡Hermosa manera de viajar!  replicó Joe.

En efecto, el doctor manejaba el globo con una des­treza maravillosa.

-Si tuviésemos que andar por este terreno encharca­do  dijo , nos arrastraríamos por un lodo insalubre. Desde nuestra salida de Zanzíbar hasta llegar donde es­tamos, la mitad de nuestras bestias de carga habrían muerto de fatiga, y nosotros pareceríamos espectros y llevaríamos la desesperación en el alma. Estaríamos en incesante lucha con nuestros guías y expuestos a su bru­talidad desenfrenada. Durante el día nos agobiaría un calor húmedo, insoportable, sofocante. Durante la no­che, experimentaríamos un frío con frecuencia intolera­ble, y acabarían con nuestra paciencia las picaduras de ciertas moscas, cuyo aguijón atraviesa la tela más gruesa y es capaz de volver loco a cualquiera. ¡Ya no digo nada de las bestias salvajes y de las tribus feroces!

 ¡Dios nos libre de unas y otras!  replicó simple­mente Joe.

 No exagero nada  prosiguió el doctor Fergusson , pues no se pueden leer las narraciones de los viajeros que han tenido la audacia de penetrar en estas comarcas sin que se le llenen los ojos de lágrimas.

Hacia las once pasaban la cuenca de Imengé; las tri­bus esparcidas por aquellas colinas amenazaban en vano con sus armas al Victoria, que llegaba, por fin, a las últi­mas ondulaciones montuosas que preceden al Rubeho y forman la tercera y más elevada cordillera de las monta­ñas de Usagara.

Los viajeros distinguían perfectamente la conforma­ción orográfica del país. Aquellas tres ramificaciones, de las que el Duthumi forma el primer eslabón, están sepa­radas unas de otras por vastas llanuras longitudinales; las elevadas lomas se componen de conos redondeados, entre los cuales las gargantas están sembradas de pedrus­cos erráticos y guijarros. El declive mas acusado de aquellas montañas se halla frente a la costa de Zanzíbar; las pendientes occidentales no son mas que llanuras in­clinadas. Las depresiones del terreno están cubiertas de una tierra negra y fértil donde la vegetación es vigorosa. Varios riachuelos se infiltran hacia el este y afluyen al Kingani, entre gigantescos ramos de sicomoros, tama­rindos, guayabas y palmeras.

 ¡Atención!  dijo el doctor Fergusson . Nos acer­camos al Rubeho, cuyo nombre significa en la lengua del pais «paso de los vientos». Haremos bien en doblar a cierta altura los agudos picachos. Si mi mapa es exacto, subiremos hasta una altura de más de cinco mil pies.

 ¿Alcanzaremos con frecuencia esas zonas superio­res ?

 Rara vez; la altura de las montañas de África es me­nor, según parece, que la de las de Europa y Asia. Pero, de todos modos, el Victoria las salvará sin dificultad al­guna.

En poco tiempo el gas se dilató, bajo la acción del ca­lor y el globo tomó una marcha ascensional muy pro­nunciada. La dilatación del hidrógeno no ofrecía ningun peligro, y la vasta capacidad del aeróstato no estaba llena más que en sus tres cuartas partes. El barómetro, mediante una depresión de unas ocho pulgadas, indicó una elevación de seis mil pies.

 ¿Podríamos estar subiendo así mucho tiempo?  preguntó Joe.

 La atmósfera terrestre  respondió el doctor  tiene una altura de seis mil toesas. Con un globo muy grande, iríamos lejos. Eso es lo que hicieron los señores Brioschi y Gay Lussac, pero empezó a manarles sangre de la boca y los oídos. Les faltaba aire respirable. Hace unos años, dos audaces franceses, los señores Barral y Bixio, se lanzaron también a las altas regiones, pero su globo se rasgó...

 ¿Y cayeron?  preguntó al momento Kennedy.

 Sin duda, pero como deben caer los sabios, sin ha­cerse ningún daño.

 ¡Pues bien, señores  dijo Joe , son ustedes libres de caer cuantas veces lo deseen! Pero yo, que no soy más que un ignorante, prefiero permanecer en un justo tér­mino medio, ni demasiado alto, ni demasiado bajo. No hay que ser ambicioso.

A seis mil pies, la densidad del aire ha disminuido ya sensiblemente; el sonido se mueve con dificultad y la voz se oye mucho menos. Los objetos se ven confusa­mente. La mirada no percibe más que grandes moles bastante indeterminadas; los hombres y los animales se vuelven absolutamente invisibles; los caminos parecen cintas, y los lagos, estanques.

El doctor y sus compañeros se sentían en un estado anormal; una corriente atmosférica de gran velocidad los arrastraba más allá de las montañas áridas, cuyas ci­mas coronadas de nieve deslumbraban; su aspecto con­vulsionado demostraba algún trabajo neptuniano de los primeros días del mundo.

El sol brillaba en su cenit, y los rayos caían a plomo sobre aquellas desiertas cimas. El doctor hizo un dibujo exacto de las montañas, formadas por cuatro cumbres situadas casi en línea recta, de las cuales la más septen­trional es la más alargada.

El Victoria no tardó en descender por la vertiente opuesta del Rubeho, costeando una llanura poblada de árboles de un verde muy sombrío. A esta llanura suce­dieron crestas y barrancos colocados en una especie de desierto que precedía al país de Ugogo. Más abajo se presentaban llanuras amarillentas, tostadas, agrietadas, salpicadas a trechos de plantas salinas y de matorrales espinosos.

Algunos bosquecillos, que más adelante se convir­tieron en verdaderas selvas, embellecieron el horizonte. El doctor se aproximó a tierra, echaron las anclas, y una de ellas quedó agarrada a las ramas de un corpulento si­comoro.

Joe, deslizándose rápidamente, sujetó el ancla con precaución; el doctor dejó el soplete funcionando para conservar en el aeróstato cierta fuerza ascensional que lo mantuvo en el aire. El viento había calmado casi súbita­mente.

 Ahora, amigo Dick  dijo Fergusson , coge dos es­copetas, una para ti y otra para Joe, y procurad entre los dos traer unos buenos filetes de antilope para la comida de hoy.

 ¡De caza!  exclamó Kennedy.

Echó la escala y bajó. Joe fue brincando de una a otra rama y aguardó, desperezándose, a Kennedy. El doctor, aliviado del peso de sus dos compañeros, pudo apagar el soplete.

 No eche a volar, señor  exclamó Joe.

 Tranquilo, muchacho, estoy sólidamente anclado. Voy a poner en orden mis apuntes. Cazad bien y sed prudentes. Yo, desde aquí, observaré el terreno y a la me­nor sospecha que conciba dispararé la carabina. El tiro será la señal de reunión.

 De acuerdo  respondió el cazador.


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