Cinco semanas en globo



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XL


Zozobra del doctor Fergusson.   Dirección persistente

hacia el sur.   Una nube de langostas.   Vista de

Yenné.   Vista de Sego.   Variación del viento.  

Sentimientos de Joe
En aquel sitio el lecho del río estaba dividido por grandes islotes en estrechos brazos de una corriente muy rápida. En uno de aquéllos se alzaban algunas chozas de pastores, pero la velocidad del Victoria, que iba en pro­gresivo aumento, no permitió realizar un examen ex­haustivo. Desgraciadamente el globo se inclinaba todavía más hacia el sur, y en unos instantes cruzó el lago Debo.

]Fergusson buscó a diferentes alturas, forzando ex­traordinariamente su dilatación, otras corrientes atmos­féricas, pero infructuosamente, por lo que pronto aban­donó una maniobra que aumentaba la pérdida de gas, comprimiendolo contra las fatigadas paredes del aerós­tato.

Estaba muy inquieto, pero no manifestó su zozobra a sus compañeros. La obstinacion con que el viento lo empujaba hacia la parte meridional de África desbarata­ba sus cálculos. No sabía a que recurrir para salir de apu­ros. Si no llegaba a territorio inglés o francés, ¿qué sería de él y de sus compañeros entre los bárbaros que infes­taban las costas de Guinea? ¿Cómo aguardarían en ellas un buque para regresar a Inglaterra? Y la dirección ac­tual del viento los lanzaba al reino de Dahomey, una de las tribus más salvajes, a merced de un rey que en las fiestas públicas sacrificaba millares de víctimas huma­nas. Allí su perdición era irremisible.

Por otra parte, el globo perdía gas visiblemente, y el doctor veía acercarse el momento en que sería de todo punto inservible. Sin embargo, viendo que el tiempo se despejaba un poco, abrigaba la esperanza de que des­pués de la lluvia sobrevendría alguna variación en las co­rrientes atmosféricas.

Pero volvió a tomar conciencia de su crítica situa­ción al oír la siguiente exclamación de Joe:

 ¡Frescos estamos! Va a arreciar la lluvia, y ahora di­luviará, a juzgar por el nubarrón que se acerca a pasos agigantados.

 ¡Otro nubarrón!  dijo Fergusson.

 ¡Y no pequeño!  repuso Kennedy.

 Como no he visto otro  comentó Joe.

 ¡Qué alivio!  dijo el doctor, dejando el anteojo . No es un nubarrón.

 ¿Cómo que no?  exclamó Joe.

 ¡No! ¡Es una nube!

 Pues eso es lo que decimos.

 Pero una nube de langostas.

~¡De langostas!

 Como lo oyes. Millones de langostas pasarán sobre estas tierras como una tromba, y desgraciada será la co­marca que sirva de teatro a sus devastaciones.

 Quisiera ver eso.

 Lo vas a ver, Joe  dijo el doctor . Dentro de diez minutos, esa nube nos alcanzará y juzgarás por ti mismo.

Fergusson no mentía. Aquella nube espesa, opaca, de varias millas de extensión, llegaba con un ruido atro­nador, proyectando en la tierra su inmensa sombra. Era una innumerable legión de esas langostas a las que se da el nombre de caballejos. A cien pasos del Victoria, se precipitaron sobre un territorio alfombrado de verdor; un cuarto de hora después, la masa reemprendía el vuelo y los viajeros aún podían distinguir de lejos los árboles desprovistos de hojas y las praderas convertidas en ras­trojos. Hubiérase dicho que un repentino invierno había sumido la campiña en la esterilidad más completa.

 ¿Qué te ha parecido, Joe?

 Una cosa muy curiosa, señor, pero muy natural. Lo que haría en pequeño una langosta, lo hacen en gran­de millones de ellas.

 ¡Espantosa lluvia!  exclamó el cazador . ¡Y más devastadora que el granizo!

 Y de la cual no es posible preservarse  respondió Fergusson . Alguna vez, los campesinos han tenido la idea de incendiar los bosques y hasta las mieses para de­tener el vuelo de tan voraces insectos; pero las primeras filas, precipitándose sobre las llamas, las apagaban bajo su enorme mole, y el resto de la columna pasaba inexo­rablemente. Por suerte, en estas comarcas se encuentra cierta compensación de sus estragos, pues los indígenas recogen un número inmenso de langostas, que son para ellos un bocado delicado y exquisito.

 Son los cangrejos del aire  dijo Joe , y siento no haberlos podido probar, pues me gusta instruirme.

Al anochecer, los viajeros llegaron a comarcas más pantanosas. Sucedieron a los bosques grupos de árboles aislados, y en las márgenes del río se distinguían algunas plantaciones de tabaco y terrenos anegados cubiertos de forraje. En una extensa isla apareció entonces la ciudad de Yenné, con las dos torres de su mezquita de tierra y el olor infecto que emana de millones de nidos de golon­drinas acumulados en sus paredes. Algunas copas de baobabs, mimosas y palmeras descollaban entre las ca­sas; incluso durante la noche, la actividad de la pobla­ción parecía muy grande. Yenné es, en efecto, una ciu­dad muy comercial, y abastece casi exclusivamente a Tombuctú, a donde llegan, con los diversos productos de su industria, sus barcas por el río y sus caravanas por caminos sombreados.

 Si no temiera prolongar nuestro viaje  dijo el doc­tor , habríamos descendido a la ciudad, donde sin duda hubiéramos encontrado a más de un árabe que ha viaja­do por Francia o Inglaterra, y que conoce nuestro tipo de locomoción. Pero no sería prudente en las circuns­tancias en que nos hallamos.

 Aplacemos la visita para nuestra próxima excur­sión  dijo Joe, riendo.

 Ademas, amigos mios, si no me equivoco, el viento presenta una ligera tendencia a soplar hacia el este, y no debemos desperdiciar una ocasión semejante.

El doctor arrojó algunos objetos que ya no les eran utiles; botellas vacías y una caja que había contenido carne; asi consiguió mantener el Victoria en una zona más favorable a sus proyectos. A las cuatro de la maña­na, los primeros rayos de sol bañaron Sego, la capital de Bambara, fácil de reconocer por las cuatro ciudades que la componen, por sus mezquitas moriscas y por el ince­sante ir y venir de barcas que trasladan a los habitantes de un barrio a otro. Pero los viajeros ni vieron ni fueron vistos, pues volaban con rapidez y directamente hacia el noroeste, y las inquietudes del doctor se calmaban poco a poco.

 Dos días más en esta dirección y a esta velocidad, y alcanzaremos el río Senegal.

 ¿Y nos hallaremos en país amigo?  preguntó el ca­zador.

 Todavía no; pero, si el Victoria nos fallase, desde allí podríamos llegar a territorio francés. Sin embargo, lo que debemos desear es que el globo tire algunos cente­nares más de millas, y sin fatiga, zozobras ni peligros lle­garemos a la costa occidental.

 ¡Y todo habrá acabado!  dijo Joe . ¡Qué pena! Si no fuese por las ganas que tengo de contarlo, no quisiera bajar nunca de la barquilla. Señor, ¿cree que se dará cré­dito a nuestros relatos?

 ¡Quién sabe, Joe! Pero, en fin, siempre habrá un hecho incontestable: Miles de testigos nos habrán visto salir de una costa de África, y miles de testigos nos veran llegar a la otra costa.

 En este caso  intervino Kennedy , no se podrá ne­gar que la hemos atravesado.

 ¡Ah, señor Samuel!  añadió Joe, suspirando . Más de una vez echaré de menos mis pedruscos de oro maci­zo. Habrían dado consistencia a nuestras historias y ve­rosimilitud a nuestros relatos. A grano de oro por oyen­te, habría reunido a un escogido público para oírme y hasta para admirar.


XLI

Las proximidades del Senegal.   El Victoria continúa

bajando.   Se sigue echando lastre sin parar.   El

morabito Al Hadjí.   Los señores Pascal, Vincent y

Lambert.   Un rival de Mahoma.   Las montañas

difíciles.   Las armas de Kennedy.   Una maniobra de

Joe.   Alto sobre un bosque
El 27 de mayo, hacia las nueve de la mañana, el terre­no se presentó bajo un nuevo aspecto. Las extensas pen­dientes se transformaban en colinas que hacían presagiar montanas proximas. Había que traspasar la cordillera que separa la cuenca del Níger de la del Senegal y deter­mina la dirección de las aguas, o bien al golfo de Guinea, o bien a la bahía de Cabo Verde.

Aquella parte de África, hasta el Senegal, es peligro­sa. El doctor Fergusson lo sabía por las narraciones de sus predecesores, que habían sufrido mil privaciones y arrostrado mil peligros entre aquellos negros bárbaros. Aquel clima funesto acabó con la mayor parte de los companeros de Mungo Park. Fergusson estaba, pues, más decidido que nunca a no poner los pies en aquella comarca inhospitalaria.

Pero no tuvo un momento de sosiego. El Victoria bajaba sensiblemente, y fue preciso arrojar multitud de objetos más o menos útiles, sobre todo en el momento de salvar el pico o cresta de un cerro. Y así anduvieron por espacio de más de ciento veinte millas, sin parar de subir y bajar; el globo, nuevo peñasco de Sísifo, descen­día incesantemente; las formas del aeróstato, poco hin­chado, se alargaban, y el viento formaba bolsas en sus paredes.

Kennedy no pudo evitar comentario.

 ¿Tiene el globo alguna fisura?  preguntó.

 No  respondió el doctor ; pero sin duda, con el ca­lor, la gutapercha se ha reblandecido o derretido, y el hi­drógeno se escapa por el tejido del tafetán.

 ¿Y cómo impedir que se escape?

 De ninguna manera. No podemos hacer más que aligerar peso; arrojemos fuera de la barquilla cuanto po­damos arrojar.

 Pero ¿qué hemos de arrojar?  preguntó el cazador, recorriendo con su mirada la barquilla, ya muy despro­vista.

 Desprendámonos de la tienda que pesa bastante.

Joe, que era a quien incumbía esta orden, subió enci­ma del círculo que reunía las cuerdas de la red y desde allí pudo fácilmente desatar las gruesas cortinas de las tiendas y echarlas abajo.

 Esto hará feliz a una tribu entera de negros  dijo . Hay aquí tela para vestir a mil indígenas, pues ya se sabe cuán ahorrativos son en materia de trajes.

El globo se había elevado algo, pero enseguida resul­tó evidente que no perdía su tendencia a descender.

 Bajemos  dijo Kennedy  y veamos qué se puede hacer con la envoltura.

 Te lo repito, Dick, aquí no hay medio de repararla.

 ¿Cómo nos las arreglaremos, pues?

 Sacrificaremos todo lo que no sea absolutamente indispensable. Quiero evitar a toda costa un alto en es­tos sitios. Los bosques sobre los cuales pasamos en este momento, tocando casi la copa de los árboles, no tienen nada de seguros.

 ¿Hay leones? ¿Hay hienas?  preguntó Joe con des­precio.

 Hay algo peor, Joe: hombres, y de los más crueles que viven en África.

 ¿Cómo se sabe?

 Por los viajeros que nos han precedido. Además, los franceses, que ocupan la colonia de Senegal, han tenido necesariamente que ponerse en relación con las tri­bus circundantes; bajo el mando del coronel Faldherbe, se han practicado reconocimientos tierra adentro, y los señores Pascal, Vincent y Lambert han traído de sus ex­pediciones documentos preciosos. Han explorado estas comarcas formadas por el recodo del Senegal, en las cua­les la guerra y el saqueo no han dejado más que ruinas.

 Pero algún origen tendrá esta guerra devastadora  dijo el cazador.

 Sí, lo tiene. En 1854 un morabito del Futa senega­lés, Al Hadjí, declarándose inspirado como Mahoma, incitó a todas las tribus a la guerra contra los infieles, es decir, contra los europeos. Llevó la destrucción y la rui­na entre el río Senegal y su afluente el Falemé. Tres hor­das de fanáticos capitaneados por él recorrieron el país matando y saqueando, sin que se librase de su furor ni una sola aldea, ni una sola cabaña. Invadieron luego el valle del Níger, hasta la ciudad de Sego, que estuvo mu­cho tiempo amenazada. En 1857 se dirigieron mas al norte y atacaron el fuerte de Medina, construido por los franceses en las márgenes del río. Aquel establecimiento fue heroicamente defendido por Paul Holl, el cual resis­tió varios meses sin viveres y casi sin municiones, hasta que llegó en su auxilio el coronel Faidherbe. Al Hadji y sus hordas volvieron entonces a pasar el Senegal y regre­saron al territorio de Kaarta, donde continuaron sus ra­piñas y asesinatos. Pues bien, estas comarcas en las que nos hallamos son precisamente la guarida donde se han refugiado los bandidos, y os aseguro que no sería nada conveniente caer en sus manos.

 No caeremos  dijo Joe , aunque para elevar el Vic­toría tengamos que sacrificar hasta nuestros zapatos.

 No estamos lejos del río  dijo el doctor ; pero me temo que nuestro globo no podrá llevarnos más allá.

 Lleguemos a la orilla  replicó el cazador  y eso ha­bremos ganado.

 Es precisamente lo que intentamos hacer  dijo el doctor . Pero me inquieta una cosa.

 ¿ Cuál?


~Tendremos que salvar montañas, y resultará muy difícil, ya que no puedo aumentar la fuerza ascensional del aeróstato ni siquiera, produciendo el mayor calor posible.

 Aguardemos a ver qué ocurre  dijo Kennedy.

 ¡Pobre Victon'a!  exclamó Joe . Le he tomado el mismo cariño que un marino a su buque, y me separaré de él con pesar. Ya sé que no es lo que era cuando em­prendimos el viaje, pero, aun así, no debemos criticarlo. Nos ha prestado grandes servicios, y me romperá el co­razón abandonarlo.

 Tranquilízate, Joe; si lo abandonamos, sera a pesar nuestro. Nos servirá hasta que se halle extenuado. Sólo le pido que se mantenga otras veinticuatro horas.

 Se agota  dijo Joe, contemplándolo , flaquea, se le va la vida. ¡Pobre globo!

 Si no me equivoco  intervino Kennedy-, tenemos en el horizonte las montañas de que hablabas, Samuel.

 En efecto  dijo el doctor, después de examinarlas con su anteojo . Muy altas me parecen; mucho nos ha de costar atravesarlas.

 ¿No las podríamos evitar?

 Me parece que no, Dick  dijo Fergusson . ¿No ves el inmenso espacio que ocupan? ¡Casi la mitad del hori­zonte!

 Y diríase que nos cercan  añadió Joe ; avanzan por los dos extremos.

 Es absolutamente indispensable pasar por encima.

Aquellos obstáculos tan peligrosos parecían acer­carse con extrema rapidez, o, mejor dicho, el viento que era muy fuerte, precipitaba al Victoria hacia los agudos picos. Era preciso elevarse a toda costa; de lo contrario, se estrellarían.

 Vaciemos la caja de agua  dijo Fergusson . Con­servemos tan sólo el líquido estrictarriente necesario para un día.

 ¡Ya está!  dijo Joe.

 ¿Sube ahora el globo?  preguntó Kennedy.

 Algo, unos cincuenta pies  respondió el doctor, que no apartaba la vista del barómetro . Pero no es sufi­ciente.

Parecía, en efecto, que las altas cumbres salían al en­cuentro de los viajeros para precipitarse contra ellos. És­tos se hallaban muy lejos de dominarlas; todavía les fal­taban más de quinientos pies. También arrojaron la provisión de agua del soplete, de la cual no se conserva­ron más que algunas pintas; pero todavía no fue sufi­ciente.

 Y sin embargo, hemos de pasar  dijo el doctor.

 Echemos las cajas, ya que las hemos vaciado  dijo Kennedy.

 Echémoslas.

 ¡Ya está!  gritó Joe . ¡Qué triste es desaparecer trozo a trozo!

 ¡Oye, Joe! ¡Guárdate de repetir el sacrificio del otro día! Suceda lo que suceda, júrame no separarte de nosotros.

 Tranquilícese, señor, no nos separaremos.

El Victoria había subido unas veinte toesas más, pero la cresta de la montaña seguía dominándolo. Era una cresta recta que terminaba en una verdadera muralla escarpada, y se hallaba aún más de doscientos pies enci­ma de los viajeros.

«Dentro de diez minutos  se dijo el doctor , nuestra barquilla se habrá estrellado contra las rocas si no logra­mos elevarnos lo suficiente.»

 ¿Qué hacemos, señor?  preguntó Joe.

 Guarda sólo la provisión de pemmican y arroja toda la carne, que es lo que más pesa.

El globo se desprendió de otras cincuenta libras de peso y se elevó muy sensiblemente, lo que de nada le servía si no conseguía situarse sobre la línea de monta­ñas. La situación era espantosa. El Victoria corría con una rapidez suma e iba a hacerse trizas. El choque no podía dejar de ser terrible.

El doctor registró la barquilla con la mirada.

Estaba prácticamente vacía.

 ¡Por si acaso, Dick, disponte a sacrificar tus armas!

 ¡Sacrificar mis armas!  respondió el cazador, con­movido.

 Amigo Dick, no te lo pediría si no fuese necesario.

 ¡Samuel! ¡Samuel!

 ¡Tus armas y tus municiones pueden costarnos la vida!

 ¡Nos acercamos!  exclamó Joe . ¡Nos acercamos!

¡Diez toesas! La montaña todavía superaba al Victoria en diez toesas.

Joe cogió las mantas y las tiró; y, sin decir una pala­bra a Kennedy, tiró también algunos paquetes de balas y perdigones.

El globo subió, traspasó la peligrosa cumbre, y los rayos del sol bañaron su polo superior. Pero la barquilla se hallaba aún a una altura algo inferior a la de los peñas­cos, contra los cuales iba inevitablemente a estrellarse.

 ¡Kennedy! ¡Kennedy!  exclamó el doctor~. ¡Arro­ja tus armas o estamos perdidos!

 ¡Aguarde, señor Dick!  dijo Joe . ¡Aguarde un mo­mento!

Y Kennedy, al volverse, le vio desaparecer fuera de la barquilla.

 ¡Joe! ¡Joe!  gritó.

 ¡Desgraciado!  exclamó el doctor.

En aquel punto la cresta de la montaña tenía unos trescientos pies de ancho, y por el otro lado la pendiente presentaba menos declive. La barquilla llegó justo al nivel de aquella meseta bastante lisa y se deslizó por un te­rreno compuesto de puntiagudos guijarros que rechina­ban'con el roce.

 ¡Pasamos! ¡Pasamos! ¡Hemos pasado!  gritó una voz que hizo palpitar el corazón de Fergusson.

El intrépido muchacho se agarraba con las manos al borde inferior de la barquilla y corría por la cresta para aligerar al globo de la totalidad de su peso, viéndose obligado a sujetarlo con fuerza porque tendía a escapár­sele.

Cuando hubo llegado a la ladera opuesta y ante sus ojos se presentó el abismo, Joe, mediante un enérgico juego de muñecas, se levantó y, agarrándose de las cuer­das, subió al lado de sus companeros.

 Nada más difícil que lo que acabo de hacer  dijo.

 ¡Valiente Joe! ¡Amigo mío!  dijo el doctor con efu­sión.

 ¡Oh! Lo que he hecho  respondió Joe  no ha sido por ustedes, sino por la carabina del señor Dick. Se lo debía desde el asunto del árabe y me gusta pagar mis deudas. Ahora estamos en paz  añadió, presentando al cazador su arma predilecta . Me hubiera conmovido de­masiado verle separarse de ella.

Kennedy le dio un vigoroso apretón de manos sin pronunciar una palabra.

El Victoria ya no tenía más que bajar, lo que le era fá­cil; muy pronto se encontró a doscientos pies del suelo y entonces recuperó el equilibrio. El terreno presentaba nu­merosos accidentes muy difíciles de evitar durante la no­che con un globo que ya no obedecía. Estaba oscurecien­do con gran rapidez y, pese a sus reticencias, el doctor tuvo que resignarse a hacer un alto hasta el día siguiente.

 Vamos a buscar un lugar favorable para detenernos  dijo.

 ¡Ah! ¿Te decides al fin?  respondió Kennedy.

 Sí, he meditado detenidamente un proyecto que vamos a poner en práctica. No son más que las seis de la tarde; tendremos tiempo. Echa las anclas, Joe.

Joe obedeció, y las dos anclas quedaron colgando debajo de la barquilla.

 Distingo inmensos bosques  dijo el doctor . Ire­mos por encima de las copas de sus árboles y nos agarra­remos de alguna. Por nada de este mundo consentiría en pasar la noche en tierra.

 ¿Podremos bajar?  preguntó Kennedy.

 ¿Para qué? Os repito que sería peligroso separarnos. Además, reclamo vuestra ayuda para un trabajo difícil.

El Victoria, que rozaba la verde bóveda de inmensos bosques, no tardó en detenerse bruscamente; sus anclas habían quedado enganchadas. El viento cesó entrada ya la noche, y el globo permaneció casi inmóvil encima de un interminable campo de verdor formado por las copas de un bosque de sicomoros.
XLII

Combate de generosidad.   último sacrificio.   El

aparato de dilatación.   Destreza de Joe.  

Medianoche.   La guardia del doctor.   La guardia de

Kennedy.   Dick se duerme.   El incendio.   Los gritos.

  Fuera de alcance


El doctor Fergusson determinó su posición por la altura de las estrellas; se encontraban a veinticinco millas escasas del Senegal.

 Todo lo que podemos hacer, amigos míos  decla­ró, después de examinar el mapa , es pasar el río; pero como en él no hay ni puentes ni barcas, lo hemos de cru­zar en globo a toda costa, y al efecto debemos aligerarlo aún más.

 Pues no sé cómo lo haremos  replicó el cazador, que temía por sus armas , a no ser que uno de nosotros se decida a sacrificarse, a quedarse atrás... Y, en esta oca­sión, yo reclamo esa gloria.

 ¡De ninguna manera!  protestó Joe . ¿No tengo yo acaso la costumbre ... ?

 No se trata de echarse, amigo mio  aclaró el caza­dor , sino de alcanzar a pie la costa de África, y yo soy buen andarín.

 ¡No lo consentiré jamás!  replicó Joe.

 Vuestro combate de generosidad es inútil, mis bue­nos amigos  intervino Fergusson ; espero que no lle­guemos a tal extremo, y en el caso de llegar a él, lejos de separarnos, permaneceríamos juntos para atravesar el pais.

 Eso es lo mejor  dijo Joe . Un paseíto no nos ven­dría mal.

 Pero, antes  repuso el doctor , echaremos mano de un último medio para aligerar nuestro Victoria.

 ¿Cuál?  preguntó Kennedy . Estoy en ascuas de­seando conocerlo.

 Debemos desprendernos de las cajas del soplete, de la pila de Bunsen y del serpentín que nos obligan a arras­trar por los aires novecientas libras.

 Pero, Samuel, ¿cómo obtendrás luego la dilatación del gas?

 De ninguna manera; nos las arreglaremos sin ella.

 Pero...


 Oídme, amigos: he calculado muy exactamente lo que nos queda de fuerza ascensional, y es suficiente para transportarnos a los tres con los pocos objetos que lle­vamos. No pesaremos más de quinientas libras, inclui­das las anclas, que tengo interés en conservar.

 Amigo Samuel  respondió el cazador , tú, más competente que nosotros en la materia, eres el único juez de la situación; dinos lo que hemos de hacer y lo haremos.

 A sus órdenes, señor.

 Os repito, amigos míos, que aunque reconozco la gravedad de la determinación, hemos de sacrificar nues­tro aparato.

 ¡Sacrifiquémoslo!  replicó Kennedy.

 ¡Manos a la obra!  dijo Joe.

La operación presentó numerosas dificultades. Fue preciso desmontar el aparato pieza por pieza. Primero quitaron la caja de mezcla, después la del soplete y por último la caja donde se operaba la descomposición del agua. Se necesitó la fuerza reunida de los tres viajeros para arrancar los recipientes del fondo de la barquilla, donde se hallaban incrustados; pero Kennedy era tan fuerte, Joe tan diestro y Samuel tan ingenioso que ven­cieron todas las dificultades. Las diversas piezas fueron sucesivamente arrojadas, y desaparecieron abriendo grandes agujeros en el follaje de los sicomoros.

 Los negros se quedarán muy asombrados  dijo Joe  al encontrar en los bosques semejantes objetos. Ca­paces serán de convertirlos en ídolos.

A continuación tuvieron que ocuparse de los tubos metidos en el globo y que pasaban por el serpentín. Joe consiguió cortar, a unos pies por encima de la barquilla, las articulaciones de caucho; en cuanto a los tubos, hubo mayor dificultad, porque se hallaban retenidos por su extremo superior y sujetos con alambres al círculo mis­mo de la válvula. Fue entonces cuando Joe demostró una agilidad maravillosa. Descalzo, para no romper la envoltura, con ayuda de la red y a pesar de las oscilacio­nes, logró encaramarse hasta la cima exterior del aerós­tato, y allí, después de mil dificultades, agarrándose con una mano a aquella superficie resbaladiza, desatornilló las tuercas exteriores que sujetaban los tubos. Éstos se desprendieron entonces fácilmente y fueron retirados a través del apéndice inferior, que fue herméticamente ce­rrado por medio de una fuerte ligadura.

El Victoria, libre de aquel peso considerable, se ele­vó y tensó enormemente la cuerda del ancla.

A medianoche quedaron felizmente terminados aquellos trabajos, que resultaron muy fatigosos. Los viajeros cenaron rápidamente un poco de pemmican y de grog frío, pues el doctor ya no tenía calor para poner­lo a disposición de Joe.

Además, éste y Kennedy estaban rendidos.

 Acostaos y dormid, amigos míos  dijo Fergusson , yo haré la primera guardia. A las dos despertaré a Ken­nedy; a las cuatro, Kennedy despertará a Joe; a las seis partiremos, ¡y que el Cielo siga velando por nosotros durante esta última jornada!

Los dos compañeros del doctor, sin hacerse de ro­gar, se tumbaron al fondo de la barquilla y se sumieron enseguida en un profundo sueño.

La noche era apacible. Algunas nubes velaban de vez en cuando el último cuarto de luna, cuyos rayos indecisos disipaban muy ligeramente la oscuridad. Fergusson, aco­dado miraba a su alrededor. Vigilaba con atención la som­bría cortina de follaje que se extendía bajo sus pies sin dejar ver el suelo. El menor ruido le parecía sospechoso, y pro­curaba explicarse hasta el más leve temblor de las hojas.

Se hallaba en esa disposición de ánimo que la soledad vuelve más sensible aún, y durante la cual vagos terrores asaltan el cerebro. Al final de un viaje semejante, después de haber vencido tantos obstáculos, en el momento de conseguir el objetivo, los temores son más vivos, las emociones más fuertes, y el punto de llegada parece huir ante los ojos.

Por otra parte, la situación no era para tranquilizar a nadie, en un país bárbaro, y con un medio de transporte que, en definitiva, podía fallar de un momento a otro. El doctor ya no contaba con el globo de una manera abso­luta; había pasado el tiempo en que maniobraba con au­dacia porque estaba seguro de él.

Bajo estas impresiones, el doctor creyó percibir unos rumores indeterminados en aquellos inmensos bosques, incluso creyó ver brillar una llama entre los ár­boles. Miró con atención y enfocó su anteojo de noche en esa dirección; pero fue incapaz de distinguir nada, y hasta pareció que el silencio se había hecho más pro­fundo.

Sin duda Fergusson había experimentado una aluci­nación. Escuchó sin sorprender el menor ruido y, ha­biendo transcurrido el tiempo de su guardia, despertó a Kennedy, le recomendó que vigilara con muchísima atención y se acostó al lado de Joe, que dormía a pierna suelta.

Kennedy encendió tranquilamente su pipa, se res­tregó los ojos, que le costaba mucho mantener abiertos, apoyó los codos en un rincón y empezó a fumar vigoro­samente para disipar el sueño.

El silencio más absoluto reinaba a su alrededor. Un viento suave agitaba la cima de los árboles y mecía sua­vemente la barquilla, invitando al cazador a un sueño que le invadía a su pesar. Quiso resistirse a él, abrió va­rias veces los párpados, abismó en las tinieblas de la no­che algunas de esas miradas que no ven y, al final, su­cumbiendo a la fatiga, se quedó dormido.

¿Cuánto tiempo permaneció sumido en aquel esta­do de inercia? Lo único que pudo decir fue que le des­pertó un chisporroteo inesperado.

Se restregó los ojos y se puso en pie. Un calor in­soportable llegaba a su rostro. El bosque estaba ar­diendo.

 ¡Fuego! ¡Fuego!  exclamó, sin comprender lo que pasaba.

Sus dos compañeros se levantaron.

 ¿Qué es eso?  preguntó Samuel.

 ¡Un incendio!  exclamó Joe . Pero ¿quién puede ... ?

En aquel momento se oyeron gritos debajo del folla­je, violentamente iluminado.

 ¡Los salvajes!  exclamó Joe . ¡Han prenddo fuego al bosque para estar seguros de quemarnos!

 ¡Los talibas! ¡Los morabitos de Al Hadjíl  dijo el doctor.

Un círculo de fuego rodeaba al Victoria. Los chas­quidos de los troncos secos se mezclaban con los gemi­dos de las ramas verdes. Los bejucos, las hojas, todas las partes vivas de aquella vegetación exuberante se retor­cían envueltas en el elemento destructor. La mirada se perdía en un océano en llamas; los grandes árboles des­tacaban en negro en la inmensa fragua, con las ramas cu­biertas de ascuas; el inflamado conjunto se reflejaba en las nubes, y los viajeros creyeron hallarse encerrados en una esfera de fuego.

 ¡Huyamos!  exclamó Kennedy~. ¡A tierra! ¡Es nuestra única posibilidad de salvación!

Pero Fergusson lo detuvo con mano firme y, preci­pitándose hacia la cuerda del ancla, la cortó de un hacha­zo. Las llamas, prolongándose hacia el globo, lamían ya sus iluminadas paredes; pero el Victona, libre de sus ata­duras, se elevó más de mil pies.

Espantosos gritos resonaron en el bosque, acompa­ñados de violentas detonaciones de armas de fuego. El globo, atrapado por una corriente que se levantaba con el día, puso rumbo al oeste.

Eran las cuatro de la mañana.


XLIII


Los talibas.   La persecución.   Un país devastado.  

Viento moderado.   El Victoria baja.   Las últimas provisiones.   Los saltos del Victoria.   Defensa a tiros.

El viento refresca.   El río Senegal.   Las cataratas de Gouina.   El aire caliente.   Travesía del río
 Si ayer por la noche no hubiésemos tomado la pre­caución de aligerar peso  dijo el doctor , a estas horas estaríamos irremisiblemente perdidos.

 Por eso es bueno hacer las cosas a tiempo  repuso Joe . Gracias a eso nos hemos salvado, y es muy natural.

 No estamos fuera de peligro  replicó Fergusson.

 ¿Qué temes?  preguntó Dick . El Victoria no pue­de descender sin tu permiso, y aun cuando descendiera...

 ¡Como descendiese ... ! ¡Mira, Dick!

Los viajeros acababan de trasponer el lindero del bosque, y vieron a unos treinta jinetes vestidos con pantalón ancho y albornoz ondeante. Unos armados con lanzas y otros con espingardas, seguían al trote, a lomos de sus caballos vivos y ardientes, la dirección del Victo­ria, que avanzaba a una velocidad moderada.

Al ver a los viajeros prorrumpieron en gritos sal­vajes, blandiendo sus armas. La cólera y la amenaza se leían en sus semblantes morenos, cuya ferocidad acen­tuaba una barba escasa pero erizada. Atravesaban con facilidad las mesetas bajas y las suaves colinas que des­cienden al Senegal.

 ¡Son ellos!  dijo el doctor . ¡Los crueles talibas, los feroces morabitos de Al Hadjí! Preferiría hallarme en el bosque rodeado de fieras, que caer en manos de tan in­mundos bandidos.

-Su aspecto no es tranquilizador  dijo Kennedy~. ¡Y se les ve muy fornidos!

 Afortunadamente  dijo Joe , son bestias de una es­pecie que no vuela; al menos es un consuelo.

 ¡Mirad esas aldeas en ruinas y esas chozas reduci­das a cenizas!  dijo Fergusson . Es obra de ellos; la ari­dez y la devastación marcan las huellas de su paso.

 Pero no pueden alcanzarnos  replicó Kennedy . Si logramos poner el río entre ellos y nosotros, estaremos completamente seguros.

 Dices bien, Dick; pero para eso es preciso no caer  respondió el doctor, mirando el barómetro.

 Por si acaso, Joe  repuso Kennedy , no estaría de mas preparar las armas.

 Eso no puede perjudicarnos, señor Dick; ha sido una suerte no haberlas sembrado por el camino.

 ¡Mi carabina!   exclamó el cazador . Espero no se­pararme nunca de ella.

Y Kennedy la cargó con el mayor cuidado. Le que­daba aún pólvora y balas suficientes.

 ¿A qué altura nos mantenemos? -preguntó el cazador.

 A unos setecientos cincuenta pies. Pero ya no tene­mos la posibilidad de buscar corrientes favorables subiendo o bajando; nos hallamos a merced del globo.

 Lo cual es un grave inconveniente  repuso Ken­nedy . El viento es bastante flojo; si hubiéramos encon­trado un huracán como el de otros días, ya habriamos perdido de vista a esos infames bandidos.

 Esos malditos  dijo Joe  nos siguen sin ninguna dificultad, al trote. ¡Un auténtico paseo!

 Si los tuviésemos a tiro  dijo el cazador , me diver­tiría derribándolos a todos uno tras otro.

 ¡Buena la haríamos!  respondió Fergusson . Si los tuviesemos a tiro, ellos también nos tendrían a tiro a no­sotros, y nuestro Victoria ofrecería un blanco fácil a las balas de sus largas espingardas. Hazte cargo de lo que sería de nosotros si agujereasen el globo.

La persecución de los talibas continuó toda la maña­na. Hacia las once, los viajeros apenas habían recorrido quince millas hacia el oeste.

El doctor examinaba en el horizonte hasta las más pe­queñas nubecillas. Temía una variación atmosférica. Si el viento arrastraba el globo hacia el Níger, ¿qué sería de ellos? Notaba, además, que el globo tendía a bajar sensible­mente. Desde su partida había perdido ya más de trescien­tos pies, y el Senegal debía de estar aún a unas doce millas; a la velocidad actual todavía les faltaban tres horas de viaje.

En aquel momento, nuevos gritos llamaron su aten­ción. Los talibas se agitaban, precipitando el galope de sus caballos.

El doctor consultó el barómetro y comprendió la causa de aquella algarabía.

 Bajamos  dijo Kennedy.

 Sí  respondió Fergusson.

« ¡Malo! », pensó Joe.

Pasado un cuarto de hora, la barquilla se hallaba a menos de ciento cincuenta pies del suelo, pero el viento era más fuerte.

Los talibas, sin detenerse, hicieron una descarga.

 ¡Estáis demasiado lejos, imbéciles!  exclamó Joe . Bueno será tenerlos a raya.

Y, apuntando a uno de los jinetes que iban delante, hizo fuego. El taliba dio una voltereta; sus compañeros se detuvieron y el Victoria les sacó ventaja.

 Son prudentes  dijo Kennedy.

 Porque creen estar seguros de cogernos  respondió el doctor . Y nos cogerán si seguimos bajando. Es abso­lutamente indispensable que nos elevemos.

 ¿Qué vamos a echar?  preguntó Joe.

 Todo el pemmican que queda. Serán treinta libras menos de peso.

 ¡Pues allá va!  dijo Joe, obedeciendo las órdenes de su señor.

La barquilla, que casi llegaba al suelo, subió entre el griterío de los talibas; pero, media hora después, el Vic­toria volvía a bajar rápidamente.

El gas se escapaba por los poros de sus paredes.

La barquilla rozó el suelo y los negros de Al Hadjí se precipitaron hacia ella; pero, como sucede en seme­jantes circunstancias, apenas el globo tocó el suelo, dio un salto y fue a caer una milla más adelante.

 ¡No escaparemos!  dijo Kennedy con rabia.

 Joe, echa nuestra reserva de aguardiente  ordenó el doctor , nuestros instrumentos, todo lo que pese, por poco que sea, y también el ancla.

Joe arrancó los barómetros y los termómetros; pero todo eso suponia muy poco, y el globo, que subió momentáneamente, no tardó en volver a tocar el suelo Los talibas corrían tras ellos y no estaban ya más que a doscientos pasos.

 ¡Echa las dos escopetas!  exclamó el doctor.

 No será sin haberlas descargado  respondió el cazador.

Y cuatro disparos sucesivos hicieron morder el sue­lo a cuatro talibas, que cayeron entre los frenéticos gritos de la horda.

El Victoria se levantó de nuevo, dando saltos enor­mes, como una inmensa pelota que bota en el suelo.

¡Extraño espectáculo el que ofrecían aquellos desdi­chados intentando huir a pasos de gigante, y que, a se­mejanza de Anteo, parecia que recobraban fuerzas al lle­gar a tierra! Pero aquella situación no podía prolongarse incesantemente. Era casi mediodía. El Victoria se agota­ba, se vaciaba, se alargaba; su envoltura se tornaba fofa y ondulante; los pliegues del tafetán rechinaban al rozar unos con otros.

 ¡El Cielo nos abandona!  dijo Kennedy . ¡Vamos a caer!

Joe no respondió, no hacía más que mirar a su señor.

 ¡No!  dijo éste . Aún podemos desprendernos de más de ciento cincuenta libras.

 ¿Dónde están?  preguntó Kennedy, pensando que el doctor se había vuelto loco.

 ¡La barquilla!  respondió éste . Colguémonos de la red. Las mallas nos sostendrán y llegaremos al río. ¡Pronto! ¡Pronto!

Y aquellos hombres audaces no vacilaron en inten­tar semejante medio de salvación. Se colgaron de las ma­llas de la red, tal como había indicado el doctor, y Joe, sosteniéndose con una mano, cortó con la otra las cuer­das de la barquilla, la cual cayó en el momento preciso en que el aeróstato iba a desplomarse definitivamente.

 ¡Hurra! ¡Hurra!  exclamó, mientras el globo, sin lastre alguno, ascendía a trescientos pies de altura.

Los talibas espoleaban a sus caballos, que barrían el suelo con los cascos; pero el Victoria, encontrando un viento más activo, les tomó la delantera y avanzó rápida­mente hacia una colina que cerraba el horizonte al oeste. Fue una circunstancia favorable para los viajeros, por­que pudieron pasar al otro lado de la colina, mientras que la horda de Al Hadjí se vio obligada a dar un rodeo por el norte para salvar el obstáculo.

Los tres compañeros se sostenían agarrados de la red, que habían podido atar por debajo, de suerte que formaba una especie de bolsa flotante.

De repente, después de haber pasado la colina, el doctor exclamó:

 ¡El río! ¡El río! ¡El Senegal!

En efecto, a una distancia de dos millas fluía una ex­tensa corriente de agua. La orilla opuesta, baja y fértil, ofrecía una retirada segura y un lugar favorable para el descenso.

 Un cuarto de hora más  dijo Fergusson , y a salvo.

Pero, desgraciadamente, el globo vacío caía poco a poco sobre un terreno casi enteramente desprovisto de vegetación, compuesto de largas pendientes y llanuras pedregosas, donde no se velan mas que algunos mato­rrales y una hierba espesa que el ardor del sol había se­cado.

El Victoria tocó varias veces el suelo y volvió a ele­varse; pero sus saltos disminuían en extensión y altura, y en el último se quedó enganchado por la parte superior de la red a las altas ramas de un baobab aislado, único ár­bol en medio de aquel terreno desierto.

 ¡Todo ha concluido!  exclamó el cazador.

 Y a cien pasos del río  dijo Joe.

Los tres desdichados saltaron a tierra y el doctor condujo a sus dos compañeros hacia el Senegal.

En aquel lugar, el río producía un barboteo continua­do; al llegar a la orilla Fergusson reconoció las cataratas de Goulna. No había ni una barca, ni un ser animado a la vista. El Senegal, que tenía allí dos mil pies de ancho, se precipitaba con atronador ruido desde una altura de cien­to cincuenta de este a oeste, y la línea de peñascos que se oponía a su curso se extendía de norte a sur. En medio de la cascada había rocas de extrañas formas, como inmen­sos animales antediluvianos petrificados entre las aguas.

La imposibilidad de atravesar aquel abismo era evi­dente. Kennedy no pudo reprimir un gesto de desespe­ración.

Pero el doctor Fergusson, en un tono de enérgica audacia, exclamó:

 ¡Todavía nos queda un medio!

 Ya lo sabía yo  dijo Joe, con esa confianza en su se­ñor que no le abandonaba jamás.

La hierba seca le había inspirado al doctor una idea atrevida. Era el único recurso. Volvió rápidamente con sus compañeros al punto donde se había quedado la en­voltura del aeróstato.

 Les llevamos al menos una hora de delantera a los bandidos  dijo . No perdamos tiempo, compañeros; recoged hierba seca, mucha hierba seca; necesito por lo menos cien libras.

 ¿Para qué?  preguntó Kennedy.

 Como no tenemos gas, cruzaremos el río utilizan­do aire caliente.

 ¡Ah, mi querido Samuel!  exclamó Kennedy . ¡Eres verdaderamente un gran hombre!

Joe y Kennedy pusieron manos a la obra y en un momento reunieron una enorme pila de hierba junto al baobab.

Entretanto, el doctor había agrandado el orificio del aeróstato cortando su parte inferior, tras haber hecho salir por la válvula el poco hidrógeno que aún pudiera contener; despues amontono cierta cantidad de hierba seca bajo la envoltura y le prendió fuego.

No hace falta mucho tiempo para hinchar un globo con aire caliente. Una temperatura de 1800, es suficiente para disminuir a la mitad, enrareciéndolo, el peso del aire que contiene, de manera que el Victoria empezó a recobrar sensiblemente su forma redondeada. La hierba abundaba; el doctor activaba el fuego y el volumen del aeróstato aumentaba visiblemente.

Era entonces la una menos cuarto.

En aquel momento unas dos millas al norte, apare­ció la partida de talibas. Oíanse sus gritos y el ruido de los cascos de los caballos corriendo a todo galope.

 Dentro de veinte minutos estarán aquí  dijo Ken­nedy.

 ¡Hierba! ¡Hierba, Joe! ¡Dentro de diez minutos es­taremos en el aire!

~Aquí tiene, señor.

El Victoria estaba hinchado en sus dos terceras partes.

 Amigos míos, agarrémonos a la red, como hemos hecho antes.

 Ya está  respondió el cazador.

Diez minutos después, unas sacudidas indicaron la tendencia del globo a elevarse. Los talibas se acercaban; estaban apenas a quinientos pasos.

 Agarraos bien  exclamó Fergusson.

 ¡No tema, señor, no!

Y el doctor, con el pie añadió más hierba a la hoguera.

El globo, totalmente dilatado por el aumento de tem­peratura, se elevó rozando las ramas del baobab.

 ¡En marcha!  exclamó Joe.

Una descarga de mosquetes le respondió, y una de las balas le hizo un rasguño en un hombro; pero Ken­nedy, inclinándose, descargó su carabina y derribó a otro enemigo.

Gritos de rabia imposibles de reproducir acompaña­ron la ascensión del globo, que subió cerca de ochocien­tos pies. Se apoderó de él un viento fuerte que le hizo os­cilar de manera alarmante, mientras el intrépido doctor y sus dignos compañeros contemplaban bajo sus pies el abismo de las cataratas.

Diez minutos después, sin haber hablado una pala­bra, los intrépidos viajeros descendian poco a poco al tiempo que se acercaban a la otra orilla.

Allí, sorprendido, maravillado, atónito, había un grupo de unos diez hombres con uniforme francés. júz­guese cuál sería su asombro al ver elevarse aquel globo en la margen derecha del río. Casi creyeron en un fenó­meno celeste. Pero sus jefes, que eran un teniente de Ma­rina y un alférez de navío, conocían por los periódicos de Europa la audaz tentativa del doctor Fergusson y al momento comprendieron el suceso.

El globo, deshinchándose poco a poco, descendía con los atrevidos aeronautas colgados de su red; pero era muy dudoso que pudiese llegar a tierra, por lo que los franceses se echaron al río y recibieron en sus bra­zos a los tres ingleses en el momento de bajar el Victoria a algunas toesas de la orilla izquierda del Sene­gal.

 ¡El doctor Fergusson!  dijo el teniente.

 El mismo  respondió tranquilamente el doctor , y sus dos amigos.

Los franceses llevaron a los viajeros a la orilla del río, mientras que el globo, medio deshinchado y arras­trado por una corriente rápida, fue a sepultarse como una inmensa burbuja, con las aguas del Senegal, en las cataratas de Gouina.

 ¡Pobre Victoria!  exclamó Joe.

El doctor no pudo reprimir una lágrima; abrió los brazos, y sus dos amigos se precipitaron hacia él profun­damente conmovidos.

XLIV


Conclusión.   El acta.   Los establecimientos franceses.

  El puesto de Medina.   El Basilic.   San Luis.   La



fragata inglesa.   Regreso a Londres
La expedición que se encontraba a orillas del río ha­bía sido enviada por el gobernador de Senegal y se com­ponía de dos oficiales, los señores Dufraisse, teniente de Infantería de Marina, y Rodamel, alférez de navío, un sargento y siete soldados. Hacía dos días que estaban buscando la situación más favorable para el estableci­miento de un puesto en Gouina, cuando fueron testigos de la llegada del doctor Fergusson.

Huelga decir que los tres viajeros recibieron muchos abrazos y muchas felicitaciones. Habiendo los franceses podido comprobar por sí mismos la realización del au­daz proyecto de Samuel Fergusson, se convertían en los testigos naturales de éste.

Así es que el doctor les pidió, en primer lugar, que constataran de manera oficial su llegada a las cataratas de Gouina.

 ¿Tendrá la bondad de levantar acta y firmarla?  le preguntó al teniente Dufraisse.

 Estoy a su disposicion  respondió éste.

Los ingleses fueron conducidos a un puesto provi­sional establecido a orillas del río, y allí se les prodi­garon las mayores atenciones y se les proveyó abun­dantemente de cuanto pudiera hacerles falta. Allí se redactó también, en los siguientes términos, el acta que se encuentra actualmente en los archivos de la Sociedad Geográfica de Londres.

«Los abajo firmantes declaramos que en el día de la fecha hemos visto llegar, colgados de la red de un globo, al doctor Fergusson y a sus dos compañeros, Richard Kennedy y Joseph Wilson habiendo caído dicho globo a unos pasos de nosotros en el lecho mismo del río, sien­do arrastrado por la corriente y abismándose en las cata­ratas de Gouina. En testimonio de lo cual firmamos la presente en unión de dichos viajeros para que conste donde sea pertinente. Firmado en las cataratas de Goui­na, el 24 de mayo de 1862.

»SAMUEL FERGUSSON, RICHARD KENNEDY, JOSEPH WILSON; DUFRAISSE, teniente de Infantería de Marina; RODAMEL, alférez de navío; DUFAYS, sargento; FLIPPEAU, MAYOR, PÉLISSIER, LOROIS, RASCAGNET, GUILLON y LEBEL, soldados.»

Aquí concluye la asombrosa travesía del doctor Fer­gusson y de sus valerosos compañeros, constatada por irrecusables testigos. Se hallaban ya entre amigos y ro­deados de tribus más hospitalarias que mantienen rela­ciones con los establecimientos franceses.

Habían llegado al Senegal el sábado 24 de mayo, y el 27 del mismo mes estaban en el puesto de Medina, situa­do a orillas del río, un poco más al norte.

Los oficiales franceses les recibieron con los brazos abiertos y les agasajaron todo lo posible. El doctor y sus compañeros tuvieron ocasión de embarcar casi inmedia­tamente en el pequeño barco de vapor Basilic, que des­cendía por el Senegal hasta su desembocadura.

Catorce días después, el 10 de junio, llegaron a Sant Luis, donde el gobernador les ofreció una magnífica acogida. Ya estaban repuestos completamente de sus tri­bulaciones y fatigas. Joe decía a todo aquel que quisiera escucharle:

 Nuestro viaje, después de todo, ha sido muy tonto, y no aconsejo que lo emprenda quien desee experimen­tar emociones fuertes. Acaba por resultar tedioso; de no ser por las aventuras del lago Chad y del Senegal, nos habríamos muerto de aburrimiento.

Había una fragata inglesa próxima a zarpar, y los tres viajeros embarcaron en ella; el día 25 de junio llega­ron a Portsmouth, y el siguiente a Londres.

No describiremos el entusiasmo con que les acogió la Sociedad Geográfica ni los obsequios de que fueron objeto. Kennedy partió inmediatamente para Edimbur­go con su famosa carabina, deseoso de tranquilizar cuanto antes a su vieja ama de llaves.

El doctor Fergusson y su fiel Joe siguieron siendo los mismos hombres que hemos conocido, sin que se hubiera verificado en ellos más que una variación im­portante.

Se habían convertido en íntimos amigos.

Todos los periódicos de Europa colmaron de elo­gios a los audaces exploradores, y el Daily Telegraph lanzó una tirada de novecientos setenta y siete mil ejem­plares el día en que publicó un extracto del viaje.

En sesión pública celebrada en la Real Sociedad Geográfica, el doctor dio cuenta de su expedición aeronáutica, y obtuvo para él y sus compañeros la medalla de oro destinada a recompensar la más notable exploración del año 1862.

El principal resultado del doctor Fergusson ha sido constatar de la manera más precisa los hechos y los datos geográficos reunidos por Barth, Burton, Speke y otros viajeros. Gracias a las expediciones actuales de Speke y Grant, De Heuglin y Munzinger, que se dirigen a las fuentes del Nilo o al centro de Africa, podremos dentro de poco comprobar los propios descubrimientos del doctor Fergusson en la inmensa comarca comprendida entre los grados 14 y 33 de longitud.



FIN


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