Cinco semanas en globo



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XVIII

El Karagwah.   El lago Ukereue.   Una noche en una

isla.   El ecuador.   Travesía del lago.   Las cascadas.  

Vista del país.   Las fuentes del Nilo.   La isla de

Benga.   La firma de Andrea Debono. – El pabellón

con las armas de Inglaterra
A las cinco de la mañana siguiente, empezaron los preparativos para la marcha. Joe, con el hacha que había tenido la fortuna de encontrar, rompió los colmillos del elefante. El Victoria, recobrando su libertad, arrastró a los viajeros hacia el nordeste a una velocidad de diecio­cho millas.

Durante la noche anterior, el doctor había calculado cuidadosamente su posición guiándose por la altura de las estrellas. Se hallaba a 20 4’ de latitud por debajo del ecuador, o sea a ciento sesenta millas geográficas. Atra­veso numerosas aldeas sin hacer ningún caso de los gri­tos que provocaba su aparición; tomó nota de la con­formación de los lugares basándose en observaciones sumarias; salvó las cuestas del Rubembé, casi tan pinas como las cimas del Usagara, y más adelante, en Tenga, encontró las primeras lomas de las cordilleras de Karag­wah, que, en su opinión, derivan necesariamente de las montañas de la Luna. La antigua leyenda que convertía aquellas sierras en la cuna del Nilo se acercaba a la verdad, puesto que confinan con el lago Ukereue, presunto receptáculo de las aguas del gran río.

Desde Kafuro, gran distrito de los mercaderes del país, distinguió por fin en el horizonte aquel lago tan buscado que el capitán Speke entrevió el 3 de agosto de 1858.

El doctor Samuel Fergusson se sentía enormemente emocionado. Estaba casi llegando a uno de los principa­les puntos de su exploración y, sin soltar un momento el anteojo, observaba el menor accidente de aquella co­marca misteriosa, estudiándola con todo detalle.

Debajo de él se extendía una tierra generalmente es­téril, que no presentaba más que algunas laderas cultiva­das; el terreno, sembrado de conos de mediana altura, se hacía llano en las inmediaciones del lago; campos sem­brados de cebada reemplazaban a arrozales, y allí cre­cían el llantén de donde se saca el vino del país y el mwani, planta silvestre sucedánea del café. Un conjunto de unas cincuenta chozas circulares cubiertas de bálago en flor constituía la capital de Karagwah.

Se percibían sin dificultad las expresiones atónitas de una raza bastante bella, de tez morena amarillenta. Mujeres de una corpulencia inverosímil se arrastraban por las plantaciones, y el doctor asombro a sus compa­ñeros diciéndoles que aquella obesidad, allí muy apre­ciada, se obtenía por medio de un régimen obligatorio de leche cuajada.

A mediodía el Victoria se hallaba a 10 45’ de latitud austral, y a la una de la tarde el viento lo empujaba hacia el lago.

Aquel lago debe al capitán Speke el nombre de Nyan­za Victoria. En aquel punto tenía unas noventa millas de ancho. En su extremo meridional el capitán encontró un grupo de islas al que llamó archipiélago de Bengala. Llegó hasta Muanza, el este, donde fue bien recibido por el sul­tán. Hizo la triangulación de aquella parte del lago, pero no pudo conseguir una barca para atravesarlo, ni tampo­co para visitar la gran isla de Ukereue, que es muy popu­losa, está gobernada por tres sultanes y, al bajar la marea, no forma más que una península.

El Victoria abordaba el lago más al norte, lo cual apesadumbraba al doctor, que hubiera querido determi­nar sus contornos inferiores. Las orillas, erizadas de ma­torrales espinosos y maleza inextricable, desaparecían literalmente bajo miríadas de mosquitos de un color pardusco.

Aquel país debía de ser inhabitable y estar deshabi­tado. Se veían manadas de hipopotamos revolcándose en los cañares o sumergiendose en las blanquecinas aguas del lago.

Éste, visto desde lo alto, ofrecía hacia el oeste un ho­rizonte tan ancho que parecía un mar. La distancia impi­de establecer comunicaciones entre una y otra orilla; además, las tempestades son allí fuertes y frecuentes, pues los vientos no encuentran obstáculo alguno en aquella cuenca elevada y descubierta.

Trabajo le costó al doctor dirigir el globo. Temía ser arrastrado hacia el este; pero, por fortuna, una corriente le llevó directamente al norte y, a las seis de la tarde, el Victoria se situó sobre una pequeña isla desierta, a 00 3’ de latitud y 320 52’ de longitud, y a veinte millas de la costa.

Los viajeros lograron anclar en un árbol; al anoche­cer calmó el viento y pudieron quedarse allí tranqui­lamente. Era impensable tomar tierra, porque allí, lo mismo que en las orillas del Nyanza, las legiones de mosquitos cubrían el suelo como una densa nube. Joe volvió del árbol acribillado; pero, como le parecía muy natural que los mosquitos picasen, no se desazonó ni poco ni mucho.

El doctor, sin embargo, menos optimista, soltó toda la cuerda que le fue posible para librarse de aquellos des­piadados insectos que ascendían con un murmullo in­quietante.

El doctor estableció la altura del lago sobre el nivel del mar, tal como lo había determinado el capitán Speke, es decir, tres mil setecientos cincuenta pies.

 ¡Conque estamos en una isla!  dijo Joe, que se de­sollaba rascándose.

 Una isla que podríamos recorrer en menos que canta un gallo  respondió el cazador  y donde, salvo esos amables insectos, no se ve un solo ser vivo.

 Las islas de que está el lago salpicado  respondió el doctor Fergusson  no son, en realidad, más que crestas de colinas sumergidas, y no hemos tenido poca fortuna en encontrar en ellas un abrigo, porque las orillas del lago están pobladas de tribus feroces. Dormid, pues, ya que el cielo nos prepara una noche tranquila.

 ¿Y no harás tú otro tanto, Samuel?

 No; yo no podría cerrar los ojos. Mis pensamientos me lo impedirían. Mañana, si el viento es favorable, mar­charemos directamente hacia el norte y tal vez descubra­mos las fuentes del Nilo, ese secreto hasta ahora impe­netrable. Tan cerca de las fuentes del gran río me sería imposible conciliar el sueño.

Kennedy y Joe, a quienes no turbaban hasta tal ex­tremo las preocupaciones científicas, no tardaron en dormirse profundamente bajo la vigilancia del doctor Fergusson.

El miércoles 23 de abril, a las cuatro de la mañana, el Victoría zarpaba. El cielo estaba ceniciento; la noche abandonaba difícilmente las aguas del lago, envueltas to­talmente en una densa niebla que un viento violento en­seguida disipó. El Victoría se balanceó por espacio de al­gunos minutos y por fin remontó directamente hacia el norte.

El doctor Fergusson palmoteó con alegría.

 ¡Estamos en el buen camino!  exclamó . ¡Si hoy no vemos el Nilo, no lo veremos nunca! ¡Amigos! pasa­mos el ecuador, entramos en nuestro hemisferio!

 ¡Oh!  exclamó Joe . ¿Usted cree, señor, que el ecuador pasa por aquí?

 ¡Justo por aquí, muchacho!

 Pues bien, con su permiso, me parece convenien­te que sin pérdida de tiempo lo rociemos con un buen trago.

 ¡Estupendo, venga un trago de grog!  respondió el doctor Fergusson, riendo . Tienes una manera nada tonta de entender la cosmografía.

Y así se celebró el paso de la línea a bordo del Vic­toria.

Este avanzaba rápidamente. Se vislumbraba al oeste la costa baja y poco accidentada, y al fondo las mesetas más elevadas del Uganda y el Usoga. La velocidad del viento era excesiva: casi treinta millas por hora.

Las aguas del Nyanza, agitadas con fuerza, espu­meaban como las olas del mar. El mar de fondo que se percibía le indicó al doctor que el lago era muy profun­do. Durante aquella rápida travesía apenas vieron una o dos embarcaciones toscas.

 Este lago  dijo el doctor  es evidentemente, por su posición elevada, el depósito natural de los ríos de la parte oriental de África, dándole el cielo en lluvia lo que le quita en vapor a sus afluentes. Me parece indudable que el Nilo nace aquí.

 Lo veremos  replicó Kennedy.

Hacia las nueve avistaron la costa oeste, que parecía desierta y poblada de árboles. El viento aumentó un poco hacia el este, y se pudo distinguir la otra orilla del lago. Ésta se curvaba de manera que terminaba en un án­gulo muy abierto, a 20 40’ de latitud septentrional. Altas montañas erguían sus áridos picos en aquel extremo del Nyanza; pero entre ellas una garganta profunda y si­nuosa daba paso a un río que hervía con violencia.

El doctor Fergusson, al tiempo que maniobraba el aeróstato, examinaba el terreno con ávida mirada.

 ¡Mirad!  exclamó . ¡Mirad, amigos míos! ¡Las na­rraciones de los árabes eran del todo exactas! Hablaban de un río por el cual desagua hacia el norte el lago Uke­reue, y ese río existe, y nosotros seguimos su curso, y fluye con una rapidez comparable a nuestra propia velo­cidad. ¡Y esa gota de agua que discurre bajo nuestros pies va indudablemente a confundirse con las olas del Mediterráneo! ¡Es el Nilo!

 ¡Es el Nilo!  repitió Kennedy, que se dejaba conta­giar por el entusiasmo de Samuel Fergusson.

 ¡Viva el Nilo!  dijo Joe, que, cuando estaba alegre, vitoreaba gustoso cualquier cosa.

Enormes rocas obstaculizaban en diversos puntos el curso de aquel misterioso río. El agua espumeaba; for­maba rápidos y cataratas que confirmaban al doctor en sus previsiones. De las montañas circundantes partían numerosos torrentes; se podían contar a centenares. De la tierra se veía brotar delgados hilos de agua, dispersos, que se cruzaban, se confundían, rivalizaban en veloci­dad y se precipitaban en aquel riachuelo que, después de absorberlos, se convertía en caudaloso río.

 He aquí el Nilo  repitió el doctor con convicción . El origen de su nombre ha apasionado a los sabios no menos que el origen de sus aguas. Se lo ha hecho derivar del griego, del copto, del sánscrito; después de todo, es lo de menos, ya que finalmente ha tenido que revelar el secreto de su procedencia.

 Pero ¿cómo podremos estar seguros  preguntó el cazador  de que este río es el mismo que exploraron los viajeros del norte anteriormente?

 Tendremos pruebas seguras, irrecusables, infalibles  respondió Fergusson , si el viento sigue siéndonos pro­picio aunque no sea mas que una hora.

Las montañas se separaban, dando paso a numerosas aldeas y a campos cultivados de sésamo, dourrab y caña de azúcar. Las tribus de aquellas comarcas se mostraban agitadas y hostiles. Presintiendo extranjeros, y no dio­ses, parecían más propensas a la cólera que a la adora­ción. Se diría que el hecho de dirigirse a las fuentes del Nilo significara usurparles algo. El Victoria tuvo que mantenerse fuera del alcance de los mosquetes.

 Difícil será abordar aquí  dijo el escocés.

 ¡Peor para esos indígenas!  replicó Joe . Les priva­remos del encanto de nuestra conversación.

 Y sin embargo, es preciso que yo baje  respondió el doctor Fergusson , aunque no sea más que un cuarto de hora. De otro modo, no puedo comprobar los resul­tados de nuestra exploración.

 ¿Es, pues, indispensable, Samuel?

 Tan indispensable que bajaremos aunque tenga­mos que andar a tiros.

 No lo sentiría  respondió Kennedy, acariciando su carabina.

 Dispuesto estoy a bordo, señor  dijo Joe, aprestán­dose al combate.

 No será la primera vez  respondió el doctor  que la ciencia haya tenido que empuñar las armas. A ellas se vio obligado a recurrir en las montañas de España un sa­bio francés cuando medía el meridiano terrestre.

 Mantén la calma, Samuel, y confía en tus dos guar­daespaldas.

 ¿Bajamos ya, señor?

 Todavía no. Vamos a elevarnos un poco para cono­cer con exactitud la configuración del terreno.

El hidrógeno se dilató y, en menos de diez minutos, el Victoria planeaba a una altura de dos mil quinientos pies del suelo.

Desde allí se distinguía una inextricable red de arroyos que el río acogía en su lecho. La mayor parte venían del oeste, atravesando fértiles campos y numerosas colinas.

 Nos hallamos a menos de noventa millas de Gondo­koro  dijo el doctor, señalando el mapa , y a menos de cinco del punto alcanzado por los exploradores proce­dentes del norte. Acerquémonos a tierra con precaucion.

El Victoria descendió más de dos mil pies.

 Ahora, amigos, preparaos para cualquier cosa.

 Lo estamos  respondieron Dick y Joe.

 ¡Bien!

Muy pronto, el Victoria avanzó siguiendo el lecho del río y apenas a cien pies de éste. En aquel punto, el Nilo medía cincuenta toesas, y en las aldeas de las orillas los indígenas se agitaban tumultuosamente. Al llegar al segundo grado, el río forma una cascada vertical de unos diez pies de altura y, por consiguiente, infranqueable.



 Aquí tenemos la cascada indicada por Debono  ex­clamó el doctor.

El cauce del río se ensanchaba y estaba sembrado de numerosos islotes que Samuel Fergusson devoraba con la mirada; parecía buscar un punto de referencia que no encontraba.

Unos negros se habían acercado en una barca hasta quedar situados debajo del globo. Kennedy les saludó con un disparo, y, aunque no hirió a ninguno, todos hu­yeron precipitadamente a la orilla.

 ¡Buen viaje!  les deseó Joe . Si yo fuera quien es­tuviese en su pellejo, no volvería; me daría miedo un monstruo que lanza rayos a voluntad.

De pronto, el doctor Fergusson cogió su anteojo y examinó la isla que había en medio del río.

 ¡Cuatro árboles!   exclamó . ¡Mirad allá abajo!

En efecto, en su extremo se alzaban cuatro árboles aislados.

 ¡Es la isla de Benga!  añadió.

 ¿Y qué?  preguntó Dick.

 Allí bajaremos, si Dios quiere.

 ¡Pero parece habitada, señor Samuel!

 Joe tiene razón; si no me equivoco, hay un grupo de unos veinte indígenas.

 Los asustaremos para que huyan  replicó Fergus­son . No será empresa difícil.

 De acuerdo  asintió el cazador.

El sol estaba en el cenit. El Victoria se acercó a la isla. Los negros, pertenecientes a la tribu de Makado, prorrumpieron en gritos desaforados. Uno de ellos agi­taba su sombrero de corteza. Kennedy apuntó hacia el sombrero, disparó y lo hizo pedazos.

Se produjo una desbandada general. Los indígenas se echaron al río precipitadamente y lo atravesaron a nado. Enseguida partió de las dos orillas una granizada de balas y una lluvia de flechas, pero sin peligro para el aeróstato, cuya ancla había hincado sus uñas en la hendi­dura de una roca. Joe se deslizó por la cuerda.

 ¡La escala!  gritó el doctor . Sígueme, Kennedy.

 ¿Qué vas a hacer?

 Bajemos; necesito un testigo.

 Heme aquí.

 Joe, alerta.

 Respondo de todo, señor. Esté tranquilo.

 ¡Ven, Dick!  dijo el doctor al llegar a tierra.

Y llevó a su companero hacia un grupo de rocas que se levantaban en la punta de la isla. Una vez allí, se pasó un rato buscando, escudriñó entre la maleza y se llenó las manos de sangre.

De repente, agarró con fuerza el brazo del cazador.

~Mira  le dijo.

 ¡Letras!  exclamó Kennedy.

En efecto, aparecían dos letras grabadas con toda claridad en la roca. Se leía perfectamente:


A. D.
 A.D.  especificó el doctor Fergusson . ¡Andrea Debono! ¡La firma del viajero que más se ha acercado a las fuentes del Nilo!

 El hecho es irrebatible, Samuel.

 ¿Estás convencido ahora?

 ¡No cabe duda, es el Nilo!

El doctor miró por última vez aquellas preciosas ini­ciales, cuya forma y dimensiones copió exactamente.

 Y ahora  dijo , al globo.

 Rápido, porque veo algunos indígenas que se pre­paran para cruzar el río.

 ¡Ya poco nos importa! Que el viento nos empuje ha­cia el norte durante algunas horas: llegaremos a Gondo­koro y estrecharemos la mano de nuestros compatriotas.

Diez minutos después, el Victoria se elevaba majes­tuosamente, en tanto que el doctor Fergusson, en señal de triunfo, desplegaba el pabellón con las armas de In­glaterra.
XIX

El Nilo.   La montaña temblorosa.   Recuerdos de

casa.   Las narraciones de los árabes.   Los nyam-­

nyam.   Reflexiones sensatas de Joe.   El Victoria da

bordadas.   Las ascensiones aerostáticas.   Madame

Blanchard
 ¿Cuál es nuestra dirección?  preguntó Kennedy a su amigo, que estaba consultando la brújula.

-Norte noroeste.

 ¡Entonces no es norte!

 No, Dick, y creo que nos resultará difícil llegar a Gondokoro. Lo siento; pero, en fin, hemos enlazado las exploraciones del este con las del norte y, por consi­guiente, no podemos quejarnos.

El Victoria se alejaba poco a poco del Nilo.

 Quiero dirigir una última mirada  dijo el doctor  a esta altitud infranqueable que nunca han podido traspa­sar los más intrépidos viajeros. Ahí están esas intratables tribus que mencionan Petherick, D'Arnaud, Miani y el joven viajero Lejean, a quien se deben los mejores traba­jos sobre el Alto Nilo.

 ¿Quiere eso decir  preguntó Kennedy  que nuestros descubrimientos concuerdan con los presentimientos de la ciencia?

 Completamente. Las fuentes del Nilo Blanco, del Bahr el Abiad, están sumergidas en un lago que parece un mar; allí es donde el río nace. Sin lugar a dudas, la poesía saldrá perdiendo, pues gustaba atribuirle a este rey de los ríos un origen celestial. Los antiguos lo llama­ron oceano, y algunos creyeron que procedía directa­mente del sol. Pero es preciso ceder y aceptar de vez en cuando lo que la ciencia nos enseña. Quizá no haya sa­bios siempre; pero siempre habrá poetas.

 Aún se distinguen cataratas  dijo Joe.

 Son las cataratas de Makedo, a tres grados de lati­tud. ¡No hay nada más exacto! ¡Qué lástima que no ha­yamos podido seguir por espacio de algunas horas el curso del Nilo!

 Y allá abajo, delante de nosotros  dijo el cazador , distingo la cima de una montaña.

 Es el monte Logwek, la montaña temblorosa de los árabes. Toda esta comarca ha sido explorada por Debo­no, que la recorría bajo el nombre de Letif Effendi. Las tribus próximas al Nilo son enemigas unas de otras y tienden a exterminarse mutuamente. Imaginaos cuántos peligros habrá tenido que afrontar Debono.

El viento conducía al Victoria hacia el noroeste. Para evitar el monte Logwek, fue preciso buscar una corrien­te más inclinada.

 Amigos –dijo el doctor a sus dos compañeros , ahora empezaremos verdaderamente nuestra travesía africana. Hasta hoy apenas hemos hecho mas que seguir las huellas de nuestros predecesores. En lo sucesivo nos lanzaremos a lo desconocido. ¿Nos faltará valor?

 No  respondieron a un mismo tiempo Dick y Joe.

 ¡Adelante, pues, y que el cielo nos proteja!

A las diez de la noche, sobrevolando hondonadas, bosques y aldeas dispersas, los viajeros llegaban a la ver­tiente de la montaña temblorosa, pasando por entre sus inhabitadas colinas.

Aquel memorable día 23 de abril, en quince horas de marcha habían recorrido, a impulsos de un viento fuer­te, una distancia de más de trescientas quince millas.

Pero esta última parte del viaje les había dejado una impresión triste. Reinaba en la barquilla un silencio completo. ¿Estaba el doctor Fergusson reflexionando en sus descubrimientos? ¿Pensaban sus dos compañeros en aquella travesía por regiones desconocidas? Algo de eso había, sin duda, mezclado con los más vivos recuer­dos de Inglaterra y de los amigos lejanos. Joe era el úni­co que daba muestras de una despreocupada filosofía, pareciéndole muy natural que la patria no estuviese allí estando en otra parte; pero respetó el silencio de Samuel Fergusson y de Dick Kennedy.

A las diez de la noche el Victoria «fondeó» en un punto de la montaña temblorosa; los expedicionarios cenaron debidamente y se durmieron, quedando, como siempre, uno de ellos de guardia.

Al día siguiente se despertaron más serenos. Hacía un tiempo delicioso y el viento era favorable; un almuer­zo condimentado con los chistes de Joe acabó de devol­ver el buen humor a todos.

La comarca que entonces recorrían confina con las montañas de la Luna y las del Darfur, y es casi tan exten­sa como toda Europa.

 Atravesamos, sin duda  dijo el doctor , la tierra que se ha dado en llamar reino de Usoga. Algunos geo­grafos afirman que en el centro de África hay una vasta depresión, un inmenso lago central. Veremos si tal teo­ría tiene algún viso de verdad.

 Pero ¿cómo se ha podido hacer una suposicion se­mejante?  preguntó Kennedy.

 Por las narraciones de los árabes. Los árabes son muy aficionados a los cuentos, tal vez demasiado. Algu­nos viajeros, al llegar a Kazeh o a los Grandes Lagos, vieron esclavos procedentes de las comarcas centrales y les pidieron noticias de su país. De este modo reunieron un legajo de documentos que les sirvieron de base para elaborar teorías. En el fondo de todo eso siempre hay algo cierto, pues ya hemos visto que no se equivocaban respecto al nacimiento del Nilo.

 En efecto, no se equivocaban  respondió Kennedy.

 Basándose en esos documentos se han trazado mapas, entre ellos el que tengo a la vista para que me sirva de guía y que me propongo rectificar en caso ne­cesario.

 ¿Toda esta región está habitada?  preguntó Joe.

 Sin duda, y mal habitada, por cierto  respondió el doctor.

 Me lo figuraba.

 Estas tribus dispersas se hallan agrupadas bajo la denominación genérica de nyam nyam, y este nombre no es más que una onomatopeya tomada del ruido que produce la masticación.

 ¡Perfectamente expresado!  dijo Joe . ¡Nyam! ¡Nyam!

 Si tú, Joe, fueses la causa inmediata de esta onoma­topeya, no te parecería tan perfecta.

 ¿Qué quiere decir, señor?

 Que estos pueblos tienen fama de antropófagos.

 ¿De veras?

 ¡Y tan de veras! Se dijo también que estos indígenas estaban provistos de rabo, como la mayor parte de los cuadrúpedos; pero luego se reconoció que tal apéndice pertenecía a la piel de animal con que se vestían.

 ¡Lástima! Un buen rabo va muy bien para espantar a los mosquitos.

 Es posible, Joe; pero debemos relegar eso del rabo a la categoría de las fábulas, como las cabezas de perro que el viajero Brun Rollet atribuía a ciertos pueblos.

 ¿Cabezas de perro? Para aullar y hasta para ser an­tropófago no me parece del todo mal.

 Lo que desgraciadamente no admite duda es la fe­rocidad de estos pueblos, muy ávidos de carne humana.

 Sentiría que probaran la mía  dijo Joe.

 ¿De veras?  dijo el cazador.

 Como lo oye, señor Dick. Si estoy predestinado a ser comido en un momento de hambre, que sea en su provecho y en el de mi señor. Pero ¡servir de pasto a esos salvajes! ¡Me moriría de vergüenza!

 De acuerdo, Joe  dijo Kennedy , contamos conti­go si se da el caso.

 A su disposicion, senores.

 Adivino la treta  replicó el doctor ; lo que Joe quiere es que le tratemos a cuerpo de rey y lo engordemos

 ¡Tal vez!  respondió Joe . ¡Los hombres somos tan egoístas!

Por la tarde, una niebla caliente que rezumaba del sol cubrió el cielo; apenas permitía distinguir los obje­tos, por lo que, temiendo chocar contra algún pico im­previsto, el doctor, a eso de las cinco, dispuso que se echase el ancla. No sobrevino ningún accidente durante la noche, pero la profunda oscuridad reclamó una vigi­lancia extrema.

Al amanecer del día siguiente el monzón sopló con gran violencia; el viento penetraba con ímpetu en las ca­vidades del globo y agitaba violentamente el apéndice por el que entraban los tubos de dilatación. Fue nece­sario sujetar los tubos con cuerdas, operación que Joe practicó muy hábilmente.

Al mismo tiempo, se aseguró de que el orificio del globo permanecía herméticamente cerrado.

 La importancia que eso tiene para nosotros  dijo el doctor Fergusson  es doble. En primer lugar, evitamos la pérdida de un gas precioso y, en segundo lugar, no de­jamos a nuestro alrededor un reguero inflamable, al cual tarde o temprano prenderíamos fuego.

 Lo cual sería un incidente fastidioso  dijo Joe.

 Si tal sucediese, ¿caeriamos despeñados?  preguntó Dick.

 ¡No! El gas ardería gradualmente y nosotros baja­riamos poco a poco. De este accidente fue víctima Ma­dame Blanchard, aeronauta francesa que prendió fuego a su globo disparando cohetes desde la barquilla. No cayó precipitada, y seguramente no habría muerto si no hubiese tenido la desgracia de que su barquilla chocase contra una chimenea, desde la cual cayó al suelo.

 Esperemos que no  dijo el cazador . Hasta ahora nuestra travesla no me parece peligrosa, y no veo razon que nos impida llegar a nuestra meta.

 Ni yo tampoco, amigo Dick. Los accidentes han sido casi siempre causados por la imprudencia de los ae­ronautas o por la mala construcción de sus aparatos, y aun así, contándose por millares las ascensiones aerostáticas, no se consignan más que veinte accidentes que hayan oca­sionado la muerte. En general, el momento de tomar tie­rra y el de empezar la ascensión son los más peligrosos, y durante ellos no debemos omitir precaución alguna.

 Ha llegado la hora de almorzar  dijo Joe . Tendre­mos que contentamos con carne en conserva y café, has­ta que al señor Kennedy se le presente la ocasión de re­galarnos con una buena ración de venado.


XX

La botella celeste.   La higuera palmera.   Los

mammouth trees.   El árbol de la guerra.   El tiro



alado.   Combate entre dos tribus.   Carniceria.  

Intervención divina
El viento arreció horriblemente y perdió su regula­ridad. El Victoria bordeaba incesantemente, mirando tan pronto al norte como al sur, sin poder tomar ningún rumbo determinado.

 Nos movemos mucho y avanzamos poco  dijo Kennedy, observando las frecuentes oscilaciones de la aguja imantada.

 El Victoria se mueve a una velocidad que no baja de treinta leguas por hora  dijo Samuel Fergusson . Aso­maos y veréis cuán rápidamente desaparece el campo bajo nuestros pies. ¡Mirad! Aquel bosque parece que se precipita contra nosotros.

 El bosque se ha convertido ya en un raso  respon­dió el cazador.

 Y el raso en una aldea  añadió Joe unos instantes después . ¡Qué caras de negros se ven tan embobadas!

 Es muy natural  respondió el doctor . En Francia, los campesinos, al aparecer los primeros globos, hicie­ron a éstos fuego tomándolos por monstruos aereos; por consiguiente, bien se puede permitir a un negro de Sudán manifestar su asombro.

 Señor, con su permiso voy a echarles una botella vacía  dijo Joe, mientras el Victoria pasaba a unos cien pies de una aldea . Si la botella llega entera, la adorarán; si se hace pedazos, cada uno de ellos se convertirá en un talismán prodigioso.

Y sin más, tiró una botella, que al llegar al suelo se hizo añicos, como era natural, y los indígenas se metieron pre­cipitadamente en sus chozas lanzando horribles gritos.

Un poco más adelante Kennedy exclamó:

 ¡Mirad qué árbol más extraño! Por arriba es de una especie y por abajo de otra.

 ¡Ésta sí que es buena!  dijo Joe . En este país nacen los árboles unos sobre otros.

 Es pura y simplemente un tronco de higuera  ex­plicó el doctor , sobre el cual ha caído un poco de tierra vegetal. El viento ha llevado hasta allí una semilla de pal­mera, y ésta ha crecido igual que en pleno campo.

 Es un buen procedimiento  dijo Joe , que pienso introducir en Inglaterra. Con él mejorarán mucho los parques de Londres y se multiplicarán considerable­mente los árboles frutales. Los huertos se extenderán a lo alto, lo que será una gran ventaja para los propietarios de pequeños terrenos.

En aquel momento fue preciso elevar el Victoria para salvar un bosque de seculares banianos de más de trescientos pies de altura.

 ¡Magníficos árboles!  exclamó Kennedy . No he visto nada tan hermoso como el aspecto de esos venera­bles bosques. Míralos, Samuel.

 La altura de esos banianos es verdaderamente ma­ravillosa, amigo Dick; y sin embargo, no tendría nada de excepcional en los bosques del Nuevo Mundo.

 ¡Cómo! ¿Hay árboles aún más altos?

 Sin duda los hay entre los conocidos como mam­mouth trees. En California se encontró un cedro de cua­trocientos pies de altura, es decir, más alto que la torre del Parlamento y que la gran pirámide de Egipto. La base tenía ciento veinte pies de circunferencia, y por las capas concéntricas de su madera pudo calcularse que te­nía más de cuatro mil años.

 No era, pues, extraño que estuviese tan crecidito. En cuatro mil años da tiempo a dar un buen estirón.

Pero, durante la anécdota del doctor y la respuesta de Joe, el bosque había dado paso a un grupo de chozas dispuestas circularmente alrededor de un plaza. En su centro se levantaba un único árbol que hizo exclamar a Joe:

 Pues si éste lleva cuatro mil años dando semejantes flores, no me parece algo digno de elogio.

Y señalaba un sicomoro gigantesco, cuyo tronco de­saparecía enteramente bajo un montón de huesos huma­nos. Las flores a que se refería Joe eran cabezas recién cortadas, clavadas en la corteza con puñales.

 ¡El árbol de guerra de los canibales!  dijo el doc­tor . Los indios arrancan el cuero cabelludo, y los afri­canos toda la cabeza.

 Claro, eso depende de la moda de cada país  dijo Joe.

La aldea de las cabezas sangrientas desapareció en el horizonte, y se presentó entonces otro espectáculo no menos repugnante: cadáveres medio devorados, esque­letos carcomidos y miembros humanos desparramados, dejados para pasto de hienas y chacales.

 Son, sin duda, cuerpos de criminales. Al igual que en Abisinia, los dejan a merced de los animales carnice­ros, que los devoran después de haberlos despedazado.

 No es mucho más cruel que la horca  dijo el esco­cés . Tan sólo más asqueroso.

 En las regiones del sur de África  repuso el doctor­se encierra a los criminales en su propia choza, con su ganado y algunas veces con toda su familia, y les pren­den fuego.

 Eso es, sin duda, una crueldad, pero convengo con Kennedy en que la horca no es menos bárbara.

Joe, con la excelente vista de que tan buen uso sabía hacer, distinguió en el horizonte algunas bandadas de aves de rapiña.

 Son águilas  exclamó Kennedy, tras haberlas reco­nocido con su anteojo . Unos magníficos pájaros, cuyo vuelo es tan rápido como el nuestro.

 ¡Llbrenos el cielo de sus ataques!   dijo el doctor . Para los que viajamos por el aire, son más terribles que las fieras y las tribus salvajes.

 ¡Bah!  respondió el cazador . Con unos cuantos tiros las ahuyentaríamos.

 Prefiero, amigo Dick, no tener que recurrir a tu ha­bilidad; el tafetán del globo no resistiría sus picotazos. Afortunadamente, me parece que nuestra máquina, lejos de atraerlas, las asusta.

 Se me ocurre una idea  intervino Joe . Hoy estoy en vena, y a cada instante brota de mi cerebro una nueva. Si pudiésemos formar un tiro de águilas vivas y engan­charlas al globo, nos arrastrarían por los aires.

 El método ha sido propuesto en serio  respondió el doctor , pero me parece poco practicable con anima­les tan ariscos por naturaleza.

 Las adiestraríamos  repuso Joe . En lugar de po­nerles bocado, las guiariamos por medio de unas anteo­jeras que les tapasen los ojos. Tapando uno de los dos, según cuál fuese éste, irían a derecha o a izquierda, y ta­pando los dos se detendrían.

 Permíteme, Joe, preferir un viento favorable a tus águilas de tiro; su manutención resulta más barata, y es mas seguro.

 Se lo permito, señor;, pero no echo la idea en saco roto.

Era mediodía. Desde hacía un rato, el Victoria avan­zaba a una velocidad más moderada; la tierra ya no huía a sus pies, simplemente pasaba.

De pronto llegaron a oídos de los viajeros gritos y silbidos que les hicieron asomarse para ofrecerles un es­pectáculo emocionantísimo.

Dos tribus se batían encarnizadamente, envolvién­dose en nubes de flechas. Cegados por el furor de la pe­lea, los combatientes no se percataron de la llegada del Victoria. Eran unos trescientos, habiendo entre ellos al­gunos que, revolcándose en la sangre de los heridos, ofrecían un cuadro de lo más nauseabundo.

Al ver el globo, hicieron cesar un momento las hos­tilidades. Luego multiplicaron sus aullidos y dispararon algunas flechas contra la barquilla. Una de ellas pasó tan cerca que Joe la cogió al vuelo con la mano.

 ¡Pongámonos fuera de tiro!  exclamó el doctor Fergusson . No podemos permitirnos ninguna impru­dencia.

Después de la tregua, empezó de nuevo la matanza con azagayas y hachas; en cuanto un enemigo caía, era instantáneamente decapitado por su adversario. Las mujeres tomaban parte en la refriega, recogiendo las en­sangrentadas cabezas y apilándolas a ambos extremos del campo de batalla. A veces se peleaban para quedarse con los asquerosos trofeos.

 ¡Repugnante escena!  exclamó Kennedy con pro­fundo asco.

 ¡Menuda pandilla!  dijo Joe . Y sin embargo, si lle­varan uniforme serían como todos los guerreros del mundo.

 ¡Qué ganas tengo de intervenir en el combate!  re­puso el cazador, apuntando con su carabina.

 ¡No!  respondió al momento el doctor-. ¡No nos metamos en camisa de once varas! ¿Sabes acaso cuál de los dos bandos tiene razón para asumir el papel de la Providencia? Huyamos pronto de tan repugnante es­pectáculo. Si los grandes capitales pudieran dominar así el escenario de sus hazañas, acabarían tal vez por perder la afición a la sangre y las conquistas.

El jefe de una de las tribus se distinguía por una constitución atlética, unida a una fuerza hercúlea. Con una mano clavaba la lanza en las compactas filas de sus enemigos, y con la otra descargaba el hacha. En un mo­mento dado, tiro su ensangrentada azagaya, se precipitó sobre un herido a quien cortó un brazo de un tajo, cogió el miembro aún palpitante y empezó a devorarlo.

 ¡Qué horrible bestia!  dijo Kennedy . ¡No puedo seguir conteniéndome!

Y el guerrero, herido de un balazo en la frente, cayó de espaldas.

Al verlo caer, se apoderó de sus guerreros un pro­fundo estupor. Aquella muerte sobrenatural los dejó he­lados y reanimó el ardor de sus adversarios, que les obli­garon a abandonar el campo de batalla.

 Busquemos más arriba una corriente que nos aleje de aquí  dijo el doctor . Este espectáculo me resulta vo­mitivo.

Pero, por mucha que fuese la prisa que se dio en par­tir, tuvo que ver cómo la tribu victoriosa se precipitaba sobre los muertos y heridos y se disputaba aquella carne aún caliente, que devoraba con la mayor ansia.

 ¡Qué asco!  dijo Joe . ¡Es nauseabundo!

El Victoria se elevaba a medida que se iba dilatando. Los aullidos de la horda ebria de sangre lo siguieron al­gún tiempo; finalmente, fue impelido hacia el sur y se apartó de aquella escena de carniceria y antropofagia.

El terreno presentaba accidentes variados, y lo sur­caban numerosos cursos de agua que fluían hacia el este; sin duda eran tributarlos de esos afluentes del lago Nu o del río de las Gacelas, del cual Lejean ha hecho detalles realmente curiosos.

Llegada la noche, el Victoria echó el ancla a 270 de longitud y 40 20’ de latitud septentrional, después de una travesía de ciento cincuenta millas.
XXI

Rumores extraños.   Un ataque nocturno.   Kennedy y

Joe en el árbol   Dos disparos.   ¡A mí! ¡A mí!  

Respuesta en francés.   La mañana.   El misionero.  

El plan de salvación
Oscurecía con gran rapidez. El doctor, sin poder reconocer el terreno, había enganchado el globo a un árbol muy alto, del cual distinguía a duras penas confu­sas formas.

Empezó su guardia a las nueve, como tenía por cos­tumbre, y Dick le relevó a las doce.

 ¡Vigilancia, Dick, mucha vigilancia!  recomendó el doctor.

 ¿Hay alguna novedad?

 No, pero no puedo asegurar de una manera positi­va dónde nos ha traído el viento, y creo haber oído de­bajo de nosotros vagos rumores. Un exceso de pruden­cia no resultará perjudicial.

 Habrás oído los gritos de algunas fieras.

 No, me ha parecido otra cosa... En fin, veremos; a la menor alarma no dejes de despertarnos.

 Duerme tranquilo.

El doctor, después de haber escuchado de nuevo con la mayor atención, sin oír nada de particular, se echó so­bre su manta y no tardó en dormirse.

El cielo estaba cubierto de densas nubes, pero ni un soplo de aire turbaba la tranquilidad de la atmósfera. El Victoria, sujeto con una sola ancla, no experimentaba oscilación alguna.

Kennedy, acodado en la barquilla de manera que le permitiese vigilar el soplete, consideraba aquella oscura calma. Interrogaba el horizonte, y, como suele suceder­les a quienes poseen un espíritu inquieto o previsor, de vez en cuando su mirada creía distinguir vagos resplan­dores.

Hasta hubo un momento en que creyó percibir uno muy claramente a doscientos pasos de distancia; pero no fue más que un destello, tras el cual no volvió a ver nada.

Era, sin duda, una de esas sensaciones luminosas que el aparato de la visión se forja en las oscuridades profundas.

Kennedy se tranquilizó y volvió a abismarse en su contemplación indecisa, cuando hendió los aires un agu­do silbido.

¿Era el grito de un animal, de algún pájaro noctur­no? ¿Salía de labios humanos?

Kennedy, comprendiendo la gravedad de la situa­cion, estuvo a punto de despertar a sus compañeros, pero como, fueren hombres o animales, no estaban a su alcance, se limitó a comprobar que sus armas estaban cargadas y, con un anteojo de noche, abismó su mirada en el espacio.

Creyó vislumbrar debajo de la barquilla ciertas for­mas vagas que se deslizaban cuidadosamente hacia el árbol y, al pálido resplandor de un rayo de luna que se filtró como un relámpago entre dos nubes, reconoció claramente a un grupo de individuos que se agitaban en la sombra.

Recordó entonces la aventura de los cinocéfalos y tocó con la mano al doctor en el hombro.

El doctor se despertó inmediatamente.

 Silencio  dijo Kennedy , hablemos en voz baja.

 ¿Ocurre algo?

 Sí; despertemos a Joe.

En cuanto Joe se levantó, el cazador refirió lo que había visto.

 ¿Otra vez los malditos monos ?  dijo Joe.

 Es posible; pero debemos tomar precauciones.

 Joe y yo  dijo Kennedy  bajaremos al árbol por la escala.

 Y entretanto  respondió el doctor  yo tomaré mis medidas para poder ascender rápidamente.

 De acuerdo.

 Bajemos  dijo Joe.

 No hagáis uso de las armas mas que en último ex­tremo; es inútil revelar nuestra presencia en estos pa­rajes.

Dick y Joe contestaron con un ademán. Se desliza­ron sin ruido hacia el árbol y se colocaron en la horqui­lla formada por las dos gruesas ramas donde el ancla ha­bía clavado sus uñas.

Llevaban unos minutos escuchando, sin moverse y casi sin respirar, entre el follaje, cuando se produjo como un roce en la corteza y Joe asió la mano del es­cocés.

 ¿ Oye?

 Sí; se acerca.



 ¿Será una serpiente? El silbido que ha oído...

 ¡No! Tenía algo de humano.

 Prefiero que sean salvajes. Los reptiles me repug­nan.

 El ruido aumenta  repuso Kennedy poco después.

 ¡Sí! Algo sube, alguno trepa.

 Vigila este lado; yo me encargó del otro.

 Bien.

Se hallaban aislados en la cima de una robusta rama que arrancaba verticalmente del centro del baobab, que parecía él solo todo un bosque. La oscuridad, aumenta­da por el espeso follaje, era profunda; sin embargo, Joe, indicando a Kennedy la parte inferior del árbol, le dijo al oído:



 Negros.

Algunas palabras pronunciadas en voz baja llegaron a los dos viajeros.

Joe se preparó para disparar.

 Aguarda  dijo Kennedy.

Unos salvajes, en efecto se habían encaramado por el baobab; brotaban de todas partes, subiendo por las ra­mas como reptiles, con lentitud, pero con aplomo; les denunciaban las emanaciones de sus cuerpos, frotados con una grasa infecta.

No tardaron en aparecer dos cabezas ante Kennedy y Joe, justo a la altura de la rama que ocupaban.

 ¡Atención!  dijo Kennedy . ¡Fuego!

La doble detonación retumbó como un trueno y se extinguió entre gritos de dolor. En un momento, toda la horda había desaparecido.

Pero en medio de los aullidos había sonado un grito extraño, inesperado, imposible. De una boca humana salieron estas palabras pronunciadas en francés: « ¡A mí! ¡A mí! »

Kennedy y Joe, atónitos, volvieron a la barquilla a toda prisa.

 ¿Habéis oído?  les preguntó el doctor.

 ¡Perfectamente!

 ¡Un francés en manos de esos bárbaros!

 ¿Un viajero?

 ¡Un misionero tal vez!

 ¡Pobrecillo!  exclamó el cazador . ¡Lo están martirizando!

El doctor procuraba en vano ocultar su emoción.

 No hay duda  dijo . Un desdichado francés ha caí do en manos de esos salvajes. Pero nosotros no partiremos sin haber hecho todo lo posible por salvarle. Al oí nuestros disparos, habrá pensado en un auxilio inesperado, en una intervención providencial. No defraudare­mos su última esperanza. ¿No es éste vuestro parecer?

 No puede ser otro, Samuel, y dispuestos estamos a obedecerte.

 En tal caso, idearemos un plan y apenas amanezca intentaremos liberarlo.

 Pero ¿cómo lo separaremos de esos miserables ne­gros?  preguntó Kennedy.

 Es evidente  dijo el doctor , por la manera que han tenido de huir, que no conocen las armas de fuego. De­bemos, pues, aprovecharnos de su terror; pero es preci­so aguardar la madrugada para obrar, y urdir nuestro plan de salvamento según la disposición de los lugares.

 El desdichado no debe de estar lejos  dijo Joe , porque...

~¡A mí! ¡A mí!  repitió la voz, más debilitada.

 ¡Los muy bárbaros!  exclamó Joe, conmovido . ¿Y si lo matan esta noche?

 ¿Oyes, Samuel?  repuso Kennedy, cogiendo la mano del doctor . ¿Y si lo matan esta noche?

 No es probable, amigos; los pueblos salvajes dan muerte a sus prisioneros durante el día; necesitan la luz del sol.

 ¿Y si aprovechara las tinieblas de la noche  dijo el escocés , para llegar hasta ese desdichado?

 ¡Le acompaño, señor Dick!

 ¡Deteneos, amigos, deteneos! Vuestra resolución honra vuestro corazón y vuestro valor; pero nos pon­dría en peligro a todos y acabaría de agravar la situación del que queremos salvar.

 ¿Por qué?  replicó Kennedy . Los salvajes están amedrentados y dispersos. No volverán.

 Dick, te lo suplico, obedéceme; mi objetivo es la salvación de todos. Si por casualidad te dejases sorprender, estaría todo perdido.

 Pero, ese infortunado, ¿qué aguarda, qué espera?

¡Ninguna voz responde a su voz!... ¡Nadie le socorre!... ¡Debe de creer que le han engañado sus sentidos, que no ha oído nada!...

 Se le puede tranquilizar  dijo el doctor Fergusson.

Y en pie, en medio de la oscuridad, formando con las manos una bocina, gritó con fuerza en la lengua del ex­tranjero.

 ¡Quienquiera que sea, tenga confianza! ¡Tres ami­gos velan por usted!

Le respondió un aullido terrible, que sin duda ahogó la respuesta del prisionero.

 ¡Le degüellan..., le van a degollar!  exclamó Ken­nedy . ¡Nuestra intervención no habrá servido más que para acelerar la hora del suplicio! ¡Es preciso actuar!

 Pero ¿cómo, Dick? ¿Qué pretendes hacer en medio de esta oscuridad?

 ¡Oh..., si fuese de día!  exclamó Joe.

 ¿Y qué harías si fuese de día?  preguntó el doctor, en un tono singular.

 Nada más sencillo, Samuel  respondió el cazador . Bajaría a tierra y dispersaría a tiros a esa chusma.

 ¿Y tú, Joe?  preguntó Fergusson.

 Yo, señor, obraría más prudentemente, haciendo llegar un aviso al prisionero para que huyera en una di­rección convenida.

 ¿Y cómo harías llegar el aviso?

 Por medio de esta flecha que he cogido al vuelo, a la cual ataría una nota o simplemente hablándole en voz alta, puesto que los negros no comprenden nuestro idioma.

 Vuestros planes, amigos míos, son impracticables. La mayor dificultad para ese infortunado seria escapar­se, admitiendo que llegase a burlar la vigilancia de sus verdugos. En cuanto a ti, Dick, con mucha audacia y va­liéndote del terror ocasionado por nuestras armas de fuego, tal vez tuvieras éxito; pero si tu proyecto fracasase estarías perdido y tendríamos que salvar a dos perso­nas en lugar de a una. ¡No! Es preciso que todas las ba­zas estén a nuestro favor y actuar de otra manera.

 Pero inmediatamente  replicó el cazador.

 ¡Tal vez!  respondió Samuel, insistiendo en esa pa­labra.

 Señor, ¿sería capaz de disipar estas tinieblas?

 ¿Quién sabe, Joe?

 ¡Ah! Si hiciera una cosa semejante, le proclamaría el primer sabio del mundo.

El doctor permaneció algunos instantes silencioso y reflexivo. Sus dos compañeros le miraban con ansiedad, sobreexcitados por aquella situación extraordinaria. Fergusson no tardó en volver a tomar la palabra.

 He aquí mi plan  dijo . Nos quedan doscientas li­bras de lastre, puesto que están aún intactos los sacos que hemos traído. Supongamos que el prisionero, exte­nuado evidentemente por los padecimientos, pesa tanto como cualquiera de nosotros; todavía nos quedarán unas sesenta libras para arrojar con objeto de subir más rápidamente.

 ¿Cómo piensas, pues, maniobrar?  preguntó Ken­nedy.

 Voy a decírtelo, Dick. Sin duda admitiras que si re­cojo al prisionero y me desprendo de una cantidad de lastre igual a su peso, no habré turbado en lo más míni­mo el equilibrio del globo; pero entonces, si quiero rea­lizar una ascensión rápida para ponerme fuera del alcan­ce de esa tribu de negros, tendré que recurrir a medios más enérgicos que el soplete. Pues bien, precipitando el lastre excedente en el momento requerido, estoy seguro de subir con mucha rapidez.

 Es evidente.

 Sí, pero hay un pequeño inconveniente. Después, para bajar, tendré que perder una cantidad de gas  pro­porcional al exceso de lastre de que me haya desprendido. Ese gas no tiene precio, pero no se puede lamentar su pérdida cuando se trata de la salvación de un ser humano.

 Tienes razón, Samuel, debemos sacrificarlo todo por salvarle.

 Actuemos, pues, y tengamos los sacos preparados en la barquilla de modo que podamos arrojarlos todos a un mismo tiempo.

 Pero, esta oscuridad...

 Oculta nuestros preparativos y no se disipará hasta que estén terminados. Procurad tener todas las armas al alcance de la mano. Tal vez sea preciso hacer fuego, para lo cual disponemos de una bala en la carabina, cuatro en las dos escopetas y doce en los dos revólveres; en total, diecisiete, que pueden dispararse en un cuarto de minu­to. Aunque quizá no tengamos que armar tanto escán­dalo. ¿Preparados?

 Preparados  respondió Joe.

En efecto, los sacos estaban a punto, y las armas cargadas.

 Bien  dijo el doctor . Estad muy alerta. Joe queda encargado de arrojar el lastre, y Dick de apoderarse de prisionero; pero que no se haga nada hasta que yo dé la orden. Joe, ve ahora a desenganchar el ancla y vuelve en­seguida a la barquilla.

Joe se deslizó por el cable y reapareció a los pocos instantes. El Victoria, en libertad, flotaba en el aire, casi inmóvil.

Durante este tiempo el doctor se aseguró de que ha­bía una cantidad suficiente de gas en la caja de mezcla para alimentar, en caso necesario, el soplete sin necesi­dad de recurrir durante algún tiempo a la acción de la pila de Bunsen. Quitó los dos hilos conductores perfectamente aislados que servían para descomponer el agua; luego, tras registrar su bolsa de viaje, sacó de ella dos pe­dazos de carbón terminados en punta y los fijó en el ex­tremo de cada hilo.

Sus dos amigos le miraban sin comprender lo que hacía, pero callaban. Cuando el doctor hubo terminado su trabajo, se colocó en pie en medio de la barquilla, co­gió un carbón en cada mano y acercó una punta a la otra.

De repente, un resplandor intenso y deslumbrador, que no podían resistir los ojos, se produjo entre las dos puntas de carbón, y un haz inmenso de luz eléctrica disi­pó la oscuridad de la noche.

 ¡Oh, señor!  exclamó Joe.

 ¡Silencio!  ordenó el doctor.




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