XXII
El haz de luz. El misionero. Rapto en un rayo de
luz. El sacerdote lazarista. Poca esperanza.
Cuidados del doctor. Una vida de abnegación. Paso
de un volcán
Fergusson dirigió a varios puntos del espacio su poderoso rayo de luz y lo detuvo en un lugar de donde partían gritos de asombro; sus compañeros lanzaron hacia allí una ansiosa mirada.
El baobab sobre el cual el Victoria se mantenía casi inmóvil, se hallaba en el centro de un raso. Entre campos de sésamo y de caña de azúcar, unas cincuenta chozas, bajas y cónicas, alrededor de las cuales hormigueaba una numerosa tribu.
A cien pies debajo del globo descollaba un poste, junto al cual yacía una criatura humana, un joven de apenas treinta años, con largos cabellos negros, medio desnudo, flaco, ensangrentado, cubierto de heridas y con la cabeza inclinada sobre el pecho, como Cristo crucificado. Algunos cabellos más cortos en la coroniua indicaban aún la existencia de una tonsura casi desaparecida.
¡Un misionero! ¡Un sacerdote! exclamó Joe.
¡Pobre desdichado! respondió el cazador.
¡Lo salvaremos, Dick! dijo el doctor . ¡Lo salvaremos!
Aquella caterva de negros, al ver el globo, semejante a una enorme cometa con una cola de deslumbradora luz, experimentó, como era natural, un sobresalto indescriptible. Al oír sus gritos, el prisionero levantó la cabeza. Brilló rápidamente en sus ojos la luz de la esperanza, y, sin comprender lo que pasaba, tendió los brazos hacia sus inesperados libertadores.
¡Vive, vive! exclamó Fergusson . ¡Loado sea Dios! ¡Esos salvajes se hallan abismados en un magnífico espanto! ¡Lo salvaremos! ¿Estáis preparados, amigos?
Sí, Samuel.
Joe, apaga el soplete.
La orden del doctor fue ejecutada. Un vientecillo casi imperceptible empujaba suavemente al Victoria encima del prisionero, al mismo tiempo que, con la contracción del gas, descendía insensiblemente. Quedó flotando en medio de las luminosas ondas por espacio de diez minutos. Fergusson envolvió a la muchedumbre en el haz centelleante que proyectaba a trechos manchas de luz, muy rápidas y vivas. La tribu, bajo el dominio de un indescriptible terror, desaparecio poco a poco en el fondo de las chozas, sin quedar ningún negro alrededor del poste. El doctor había acertado al contar con la aparición fantástica del Victoria, que proyectaba rayos de sol en aquella intensa oscuridad.
La barquilla se acercó a tierra. Algunos negros, sin embargo, más audaces que los otros y comprendiendo que se les escapaba su víctima, aparecieron de nuevo lanzando espantosos gritos. Kennedy cogió su escopeta, pero el doctor no quiso que la disparase.
El sacerdote, de rodillas, sin fuerzas ya para tenerse en pie, ni siquiera estaba atado al poste, pues su debilidad hacía innecesarias las cuerdas. En el momento en que la barquilla llegó cerca del suelo, el cazador, soltando su arma, tomó al sacerdote en brazos y lo subió al globo; al mismo tiempo Joe arrojaba, todas a la vez, las doscientas libras de lastre.
El doctor contaba con subir rápidamente, pero, contra todas sus previsiones, el globo, después de haberse elevado unos cuatro pies, permanecio inmóvil.
¿Quién nos sujeta? exclamó con acento de terror.
Algunos salvajes acudían lanzando feroces aullidos.
¡Oh! exclamó Joe, asomándose . ¡Uno de esos malditos negros se ha colgado a la barquilla!
¡Dick! ¡Dick! exclamó el doctor . ¡La caja del agua!
Dick comprendió la intención de su amigo y, levantando una de las cajas de agua, que pesaba más de cien libras, la arrojó por la borda.
El Victoria, descargado de aquel lastre, subió bruscamente trescientos pies en medio de los rugidos de la tribu, cuyo prisionero se evadía envuelto en una luz resplandeciente.
¡Hurra! gritaron los dos compañeros del doctor.
El globo dio de repente un nuevo salto, que le hizo alcanzar una altura de más de mil pies.
¿Qué sucede? preguntó Kennedy, a punto de perder el equilibrio.
¡Nada! Es ese pícaro, que se ha desasido de la barquilla respondió tranquilamente Samuel Fergusson.
Y Joe, asomándose rápidamente, pudo aún distinguir al salvaje girar en el espacio con los brazos extendidos, y estrellarse al llegar a tierra. El doctor separó entonces los dos hilos eléctricos, y todo quedó abismado en una oscuridad profunda. Era la una de la noche.
El francés, que se había desmayado, abrió por fin los ojos.
Está usted a salvo le dijo el doctor.
¡A salvo! repitió él en inglés, con una melancólica sonrisa . ¡A salvo de una muerte cruel! Les doy las gracias, hermanos, pero tengo los días contados, contadas las horas. Me queda muy poco tiempo de vida.
Y el misionero, exhausto, cayó en una especie de sopor.
Se muere exclamó Dick.
No, no respondió Fergusson, inclinándose sobre él , pero está muy débil. Acostémosle bajo la tienda.
Y, con gran suavidad, tendieron sobre las mantas aquel pobre cuerpo demacrado, cubierto de cicatrices y heridas de las que aún brotaba sangre, aquel cuerpo en que el hierro y el fuego habían dejado muchas y muy dolorosas huellas. El doctor convirtió un pañuelo en hilas, que aplicó sobre las llagas después de haberlas lavado con la delicadeza de un diestro médico; luego tomó de su botiquin un estimulante y vertió algunas gotas en los labios del sacerdote.
Éste abrió con dificultad la boca y apenas tuvo fuerzas para decir:
¡Gracias! ¡Gracias!
El doctor comprendió que el enfermo necesitaba descansar, por lo que corrió las cortinas de la tienda y volvió a tomar la dirección del globo.
Teniendo en cuenta el peso del nuevo huésped, el globo había sido liberado de casi ciento ochenta libras de lastre, y por consiguiente, se mantenía sin ayuda del soplete. Al rayar el día, una corriente lo impelió con suavidad hacia el oeste noroeste. Fergusson fue a examinar al sacerdote aletargado.
¡Ojalá podamos conservar la vida de este companero que el Cielo nos ha enviado! exclamó el cazador . ¿Tienes alguna esperanza?
Sí, Dick. A base de cuidados y con este aire tan puro...
¡Cuánto ha sufrido el infeliz! dijo Joe, muy conmovido . ¿Saben que ha acometido empresas más atrevidas que las nuestras, viniendo solo a visitar estos pueblos?
¿Quién lo duda? repuso el cazador.
Durante todo el día, no quiso el doctor que se interrumplese el sueño del enfermo, a pesar de que aquel sueño era un largo sopor, entrecortado por quejidos que no dejaban de inspirar a Fergusson serias inquietudes.
Al llegar la noche, el Victoria permanecía estacionario en medio de la oscuridad, y en tanto que Joe y Kennedy se relevaban junto al enfermo, Fergusson velaba por la seguridad de todos.
Al día siguiente por la mañana, el Victoria había derivado algo hacia el oeste. El día se anunciaba puro y magnífico. El enfermo pudo llamar a sus nuevos amigos con una voz más clara. Éstos levantaron las cortinas de la tienda, y el sacerdote aspiró con placer el aire fresco de la mañana.
¿Cómo se encuentra? le preguntó Fergusson.
Mejor, creo respondió él . ¡Pero, mis buenos amigos, no les he visto más que como las imágenes que aparecen en un sueño! ¡Apenas soy consciente de lo que ha pasado! Díganme sus nombres para que no los olvide en mis últimas oraciones.
Somos viajeros ingleses respondió Samuel . Intentamos atravesar África en globo, y durante nuestra travesía hemos tenido la suerte de salvarle.
La ciencia tiene sus héroes dijo el misionero.
Pero la religión tiene sus mártires respondió el escocés.
¿Es usted misionero? preguntó el doctor.
Soy un sacerdote de la misión de los lazaristas. El Cielo les ha enviado, ¡loado sea Dios! ¡El sacrificio de mi vida estaba hecho! Pero, ustedes vienen de Europa. ¡Háblenme de Europa, háblenme de Francia! No he recibido en cinco años ni una sola noticia.
¡Cinco años solo entre esos salvajes! exclamó Kennedy.
Son almas que hay que rescatar dijo el joven sacerdote . Hermanos ignorantes y bárbaros a quienes sólo la religión puede civilizar e instruir.
Samuel Fergusson, para complacer al misionero, le habló mucho de Francia.
Éste le escuchaba con atención, y las lágrimas humedecían sus ojos. El desdichado joven estrechaba sucesivamente las manos de Kennedy y las de Joe entre las suyas, ardientes a causa de la fiebre. El doctor le preparó algunas tazas de té, que bebió con fruicion; entonces se sintió con fuerzas para incorporarse un poco y sonreír, viéndose mecido en un cielo tan puro.
Son audaces viajeros dijo , y el éxito coronará su atrevida empresa; volverán a ver a sus parientes y amigos, regresarán a su patria...
Pero la debilidad del joven sacerdote aumentó tanto que fue preciso acostarlo de nuevo. Una postración que duró algunas horas le tuvo como muerto entre las manos de Fergusson, el cual se sentía profundamente conmovido. Veía que aquella existencia se extinguía. ¿Tan pronto iba a perder a la víctima que habían arrancado del suplicio? Curó de nuevo las horribles úlceras del mártir y sacrificó la mayor parte de su provisión de agua para refrescar sus ardientes miembros. Le dedicó la atención más tierna e inteligente. El enfermo renacía poco a poco entre sus brazos, y recobraba el sentimiento, ya que no la vida.
El doctor sorprendió su historia entre sus palabras entrecortadas.
Hable su lengua materna le había dicho . Le fatigara menos y yo la comprendo perfectamente.
El misionero era un humilde joven bretón, nacido en la aldea de Aradón, en pleno Morbihan. Emprendió por vocación la carrera eclesiástica, pero a esa vida de abnegacion quiso anadir una vida de peligro, para lo cual ingresó en la orden de misioneros fundada por el glorioso san Vicente de Paúl. A los veinte años pasó de su país a las playas inhospitalarias de África. Y desde allí, poco a poco, superando obstáculos, desafiando privaciones, andando y orando, avanzó hasta el seno de las tribus que pueblan los afluentes del Nilo superior. Por espacio de dos años fue rechazada su religión, desconocido su celo, despreciada su caridad. Cayó prisionero de una de las más crueles tribus de Nyambara, que le trató de una manera horrible. Él, sin embargo, seguía enseñando, instruyendo, orando. Derrotada aquella tribu en uno de sus frecuentes combates con otras igualmente crueles, el misionero fue dado por muerto y abandonado. Entonces, en lugar de volver sobres sus pasos, continuó su peregrinación evangélica. Durante una temporada le tuvieron por loco, y aquélla fue la más tranquila de su vida. Se familiarizó con los idiomas de aquellas comarcas y siguió catequizando. Recorrió aquellas bárbaras regiones durante dos años más, empujado por esa fuerza sobrehumana que viene de Dios. Un año hacía que su celo evangélico le había llevado a una tribu de nyam nyam llamada Barafri, que es una de las más salvajes. La inesperada muerte de su jefe, acaecida hacía unos días, le había sido achacada a él, por lo que se decidió inmolarlo. Cuarenta horas hacía que duraba su suplicio, que, como el doctor había supuesto, debía terminar con la muerte al día siguiente a las doce. Cuando oyó las detonaciones de las armas de fuego, sintió reaccionar en él el instinto de conservación y gritó: « ¡A mí! ¡A mí! » Y creyó soñar cuando una voz venida de lo alto le dirigió palabras de consuelo.
¡No siento morir! añadió . Mi vida es de Dios, y Dios dispone de ella.
Espere le respondió el doctor , estamos a su lado y le salvaremos de la muerte igual que le hemos liberado del suplicio.
No Pido tanto al Cielo respondió el sacerdote, resignado . ¡Bendito sea Dios por haberme concedido, antes de morir, la dicha de apretar manos amigas y oír la lengua de mi país!
El misionero se sintió desfallecer nuevamente, y el día transcurrió entre la esperanza y la zozobra. Kennedy estaba muy conmovido, y Joe volvía la cabeza para ocultar sus lágrimas.
El Victoria avanzaba poco, y el viento parecía acunar su preciosa carga.
A la caída de la tarde, Joe distinguió hacia el oeste un resplandor inmenso. Bajo latitudes más elevadas se hubiera tomado aquel resplandor por una aurora boreal. El cielo parecía una hoguera. El doctor examinó con atención el fenómeno.
No puede ser más que un volcán en actividad dijo.
Pues el viento nos lleva hacia él replicó Kennedy.
Tranquilízate. Pasaremos a una altura considerable.
Tres horas después, el Victoria se hallaba rodeado de montañas. Su posición exacta era 250 15’ de longitud y 40 42’ de latitud. Tenía delante un cráter que vomitaba torrentes de lava derretida y arrojaba a gran altura enormes peñascos. Había arroyos de fuego líquido que se despeiíaban formando cascadas deslumbradoras. El espectáculo era magnífico, pero peligroso, porque el viento, con una fijeza constante, impelía el globo hacia aquella atmósfera incendiada.
Preciso era salvar aquel obstáculo, ante la imposibilidad de dejarlo a un lado. La espita del soplete fue abierta por completo, y el Victoria subió a una altura de seis mil pies, dejando entre el volcán y él un espacio de más de trescientas toesas.
Desde su lecho de dolor, el sacerdote moribundo pudo contemplar aquel cráter del que se escapaban con estrépito mil haces resplandecientes.
¡Qué hermoso espectáculo! dijo . ¡Cuán infinito es el poder de Dios hasta en sus más terribles manifestaciones!
Aquella inmensa explosión de lava en ignicion cubría las laderas de la montaña con un verdadero tapiz de llamas. El hemisferio inferior del globo resplandecía en la noche, y un calor tórrido subía hasta la barquilla. El doctor Fergusson decidió que era preciso huir pronto de aquella atmósfera peligrosa.
Hacia las diez de la noche, la montaña no era más que un punto rojo en el horizonte y el Victoria proseguía tranquilamente su viaje por una zona menos elevada.
XXIII
Cólera de Joe. La muerte de un justo. Velatorio del
cadáver. Arzidez. El entierro. Los trozos de
cuarzo. Fascinación de Joe. Un lastre precioso.
Localización de las montañas auríferas. Principio de
desesperación de Joe
La noche tendió sobre la tierra el más magnífico de sus mantos. El sacerdote se durmió, sumido en una postración pacífica.
¡No volverá en sí! dijo Joe . ¡Pobre joven! ¡Treinta años apenas!
¡Morirá en nuestros brazos! dijo el doctor con desesperación . Su respiración se debilita mas y mas, y nada puedo hacer yo para salvarle.
¡Malvados! exclamó Joe, que sentía de vez en cuando arrebatos de cólera . ¡Cuando pienso que el infeliz aún ha tenido palabras para compadecerles, para excusarles y para perdonarles ... !
El Cielo le concede una hermosa noche, Joe, tal vez su última noche. Ya no sufrirá mucho; su muerte no será más que un pacífico sueño.
El moribundo pronunció algunas palabras entrecortadas y el doctor se acercó a él. La respiración del enfermo se hacía difícil; el joven pedía aire. Levantaron enteramente las cortinas, y él aspiró con deleite la ligera brisa de aquella noche clara; las estrellas le dirigían su temblorosa luz, y la luna le envolvía en el blanco sudario de sus rayos.
¡Amigos míos dijo con voz débil me muero! ¡Que el Dios que recompensa les conduzca a puerto! ¡Que les pague por mí mi deuda de reconocimiento!
No pierda la esperanza le respondió Kennedy . Lo que siente no es más que un abatimiento pasajero. ¡No va a morir! ¿Se puede morir en una noche de verano tan hermosa?
¡La muerte está aquí! respondió el misionero . ¡Lo sé! ¡Déjenme mirarla a la cara! La muerte, principio de la eternidad, no es mas que el fin de las tribulaciones de la tierra. ¡Pónganme de rodillas, hermanos, se lo suplico!
Kennedy lo levantó. Lástima daba ver aquellos miembros sin fuerza que se doblaban bajo su propio peso.
~¡Dios mío! ¡Dios mío! exclamó el apóstol moribundo . ¡Ten piedad de mí!
Su semblante resplandeció. Lejos de la tierra cuyas alegrías no había conocido jamás, en medio de una noche que le enviaba sus más suaves claridades, en el camino del cielo hacia el cual se elevaba en una ascensión milagrosa, parecía ya revivir una nueva existencia.
Su último movimiento fue una bendicion suprema a sus amigos de un día. Después cayó en brazos de Kennedy, cuyo semblante estaba inundado de lágrimas.
¡Muerto! exclamó el doctor, inclinándose sobre él . ¡Muerto! Y los tres amigos se arrodillaron a la vez para orar en voz baja . Mañana por la mañana dijo después Fergusson le daremos sepultura en esta tierra de África regada con su sangre.
Durante el resto de la noche, el doctor, Kennedy y Joe velaron sucesivamente el cadáver, y ni una sola palabra turbó su religioso silencio. Los tres derramaban abundantes lágrimas.
Al día siguiente el viento venía del sur, y el Victoria avanzaba lentamente sobre una vasta meseta montañosa, sembrada de cráteres apagados y yermas hondonadas, sin una gota de agua en sus áridas crestas. Montones de rocas, cantos rodados y margueras blanquecinas denotaban una esterilidad profunda.
Hacia mediodía, el doctor, para sepultar el cadáver, resolvió bajar a una hondonada, en medio de rocas plutónicas de formación primitiva. Tenía que buscar un refugio en las montañas circundantes para llegar a tierra, pues no había ni un solo árbol donde poder enganchar el ancla.
Sin embargo, tal como le había explicado a Kennedy, el lastre de que se desprendiera para salvar al sacerdote no le permitía ahora descender sin desprenderse de una cantidad proporcional de gas, por lo que tuvo que abrir la válvula del globo exterior. El hidrógeno salió, y el Victoria bajó tranquilamente hacia la hondonada.
Apenas la barquilla llegó al suelo, el doctor cerró la válvula; Joe saltó a tierra y, agarrándose con una mano a la barquilla, con la otra recogió los pedruscos necesarios para reemplazar su peso; entonces, quedándose ya libre de las dos manos, pudo en muy poco tiempo meter en la barquilla más de quinientas libras de piedras, que permitieron al doctor y a Kennedy desembarcar a su vez, sin que la fuerza ascensional del globo fuese suficiente para levantarlo.
No se necesitaron para mantener el equilibrio del Victoria tantas piedras como pudiera presumirse, ya que las recogidas por Joe pesaban extraordinariamente, lo cual llamó la atención del doctor. El suelo estaba completamente sembrado de cuarzo y de rocas porfídicas.
«He aquí un singular descubrimiento», se dijo mentalmente, mientras a pocos pasos de distancia Kennedy y Joe escogían un sitio a propósito para abrir la fosa.
Aquel barranco encajonado era como una especie de horno donde hacía un calor insoportable. Los abrasadores rayos del sol de mediodía caían a plomo.
Fue preciso limpiar el terreno de los fragmentos de roca que lo cubrían; luego cavaron un hoyo bastante profundo para poner el cadáver fuera del alcance de las fieras.
Allí depositaron con respeto los restos mortales del mártir. Luego le echaron tierra encima y formaron con rocas una especie de tumba. El doctor, sin embargo, permanecía inmóvil y abismado en sus reflexiones. No oía la llamada de sus compañeros ni buscaba una sombra para guarecerse del calor del día.
¿En qué piensas, Samuel? le preguntó Kennedy.
En un extraño contraste de la naturaleza, en un singular efecto del azar. ¿Sabéis en qué tierra ha encontrado su sepultura ese hombre abnegado y pobre por vocación?
¿Qué quieres decir, Samuel? preguntó el escocés.
¡Ese sacerdote, que había hecho voto de pobreza, reposa ahora en una mina de oro!
¡Una mina de oro! exclamaron Kennedy y Joe.
Una mina de oro respondió tranquilamente el doctor . Las piedras que pisáis como si careciesen de valor son mineral de una gran pureza.
¡Imposible! ílmposible! –repitió Joe.
Si escarbarais en estas hendiduras de esquisto arcilloso, no tardaríais mucho en encontrar pepitas importantes.
Joe se precipitó como un loco sobre aquellos fragmentos dispersos, y Kennedy no estuvo lejos de imitarle.
Cálmate, mi buen Joe le dijo su señor.
Señor, eso es muy fácil de decir.
¡Cómo! Un filósofo de tu temple...
No, señor; no hay filosofía que valga.
¡Veamos! Reflexiona un poco. ¿De qué nos serviría toda esta riqueza? No podemos llevárnosla.
¿No podemos llevárnosla? ¿Por qué no?
Pesa demasiado para nuestra barquilla. No quería participarte este descubrimiento por miedo a excitar tu codicia.
¡Cómo! dijo Joe-. ¡Abandonar estos tesoros! ¡Una fortuna que es nuestra, muy nuestra, y desperdiciarla!
¡Cuidado, amigo! ¿Se habrá apoderado de ti la fiebre del oro? ¿Acaso ese muerto que acabamos de enterrar no te ha enseñado el valor de las cosas humanas?
Es cierto respondió Joe . ¡Pero el oro es oro! ¿No me ayudará señor Kennedy, a recoger unos cuantos millones?
¿Qué haríamos con ellos, mi pobre Joe? dijo el cazador, sin poder dejar de sonreír . No hemos venido aquí a hacer fortuna y debemos volver sin ella.
Los millones pesan mucho repuso el doctor , y no se meten en el bolsillo tan fácilmente.
De todas formas respondió Joe, acorralado en sus últimas trincheras , ¿no podemos, en lugar de arena, cargar este mineral como lastre?
Consiento en ello dijo Fergusson . Pero avinagrarás mucho el gesto cuando tengamos que desprendernos de algunos miles de libras.
¡Miles de libras! –repuso Joe . ¿Es posible que esto sea oro?
Sí, amigo mío, es un depósito donde la naturaleza ha acumulado sus tesoros por espacio de siglos, y hay suficiente para enriquecer países enteros. Una Australia y una California reunidas en el fondo de un desierto.
¿Y no se aprovechará nada?
¡Tal vez! En cualquier caso, haré algo para consolarte.
Difícil será replicó Joe, contrito y mustio.
Tomaré la situación exacta de este sitio y te la daré. Al regresar a Inglaterra, tú la darás a conocer a tus conciudadanos, si crees que tanto oro puede hacerlos felices.
Veo, señor, que tiene razón. Me resigno, ya que no puedo hacer otra cosa. Llenemos la barquilla de este precioso mineral, y lo que quede a la conclusión de nuestro viaje, eso ganaremos.
Y Joe puso manos a la obra con tanto afán que no tardó en reunir casi mil libras en fragmentos de cuarzo, dentro del cual se halla encerrado el oro como en una ganga de gran dureza.
El doctor sonreía y le dejaba hacer mientras él realizaba su estima, de la cual resultó que la mina que servía de tumba al misionero se hallaba a 220 23’ de longitud y 40 55” de latitud septentrional.
Después, dirigiendo una última mirada al montículo de tierra bajo el cual descansaba el cuerpo del pobre francés, volvió a la barquilla.
Hubiera querido poner una tosca y modesta cruz sobre a aquella tumba abandonada en medio de los desiertos de África, pero no había en las cercanías ni un miserable arbusto.
Dios la reconocerá dijo.
Una preocupación bastante seria ocupaba también la mente de Fergusson. El doctor habría dado todo aquel oro por hallar un poco de agua con que reemplazar la que había echado con la caja cuando el negro se colgó de la barquilla. Pero eso era imposible en aquellos terrenos áridos, lo que le tenía muy inquieto. Obligado a alimentar incesantemente el soplete, empezaba a escasear la destinada a beber, y se propuso no desperdiciar ninguna ocasión de renovar su reserva.
Al volver a la barquilla, la encontró casi enteramente ocupada por las piedras del ávido Joe. No dijo, sin embargo, una palabra. Kennedy ocupó también su sitio habitual, y Joe los siguió a ambos, no sin dirigir una mirada codiciosa a los tesoros que quedaban en el barranco.
El doctor encendió el soplete; el serpentín se calentó, la corriente de hidrógeno se estableció a los pocos minutos y el gas se dilató; sin embargo, el globo permaneció inmóvil.
Joe le veía actuar con inquietud y no decía esta boca es mía.
Joe dijo el doctor.
Joe no respondió.
¿Me oyes, Joe?
Joe dio a entender que oía, pero que no quería comprender.
¿Quieres hacerme el favor repuso Fergusson de arrojar algunas piedras?
Pero, señor, usted me ha permitido...
Te he permitido reemplazar el lastre, eso es todo.
Sin embargo...
¿Acaso pretendes que nos quedemos eternamente en este desierto?
Joe dirigió una mirada de desesperación a Kennedy, pero éste se encogió de hombros dándole a entender que era preciso resignarse.
¿Y bien, Joe?
¿Es que no funciona el soplete? insistió el muchacho con obstinación.
Está encendido, ¿no lo ves? Pero el globo no se elevará mientras no lo aligeres un poco.
Joe se rascó una oreja, cogió un pedazo de cuarzo, el menor de cuantos había, lo sopesó una y otra vez y, por fin, lo arrojó con la mayor repugnancia. Pesaría una tres o cuatro libras.
El Victoria permaneció inmóvil.
¿Todavía no subimos?
Todavía no respondió el doctor . Sigue echando lastre.
Kennedy se reía. El joven tiró unas diez libras más pero el globo seguía sin moverse. Joe se puso pálido.
Mi querido muchacho dijo Fergusson , Dick, tú y yo pesamos, si no me equivoco unas cuatrocientas libras; es preciso, por consiguiente, que nos desprendamos de un peso igual al nuestro.
¡Echar cuatrocientas libras! exclamó Joe, aterrorizado.
Y algo más, si hemos de subir. ¡Ánimo!
El digno muchacho, exhalando profundos suspiros, empezó a echar lastre. De vez en cuando se detenía.
¡Subimos! exclamaba.
No subimos le respondía invariablemente el doctor.
Ya se mueve decía unos instantes después.
Sigue echando repetía Fergusson.
¡Sube! Estoy seguro de ello.
Sigue echando replicaba Kennedy.
Entonces, Joe, cogiendo con desesperacion un último pedrusco, lo arrojó fuera de la barquilla. El Victoria se elevó unos cien pies y, con ayuda del soplete, no tardó en alejarse de las cumbres de las montañas circundantes.
Ahora, Joe dijo el doctor , si conseguimos conservar esta provisión de lastre hasta la conclusión del viaje, te quedará una buena fortuna y serás rico el resto de tu vida.
Joe no respondió una palabra y se tumbó sobre su lecho mineral.
Ya ves, mi querido Dick prosiguió el doctor Fergusson , el poder que ejerce ese metal en un buen sujeto como Joe. ¡Cuántas pasiones, cuán sórdidas avaricias, qué crímenes tan atroces engendraría el conocimiento de una mina semejante! Resulta realmente triste.
Por la noche, el Victoria había avanzado noventa millas al oeste y se encontraba a mil cuatrocientas millas de Zanzíbar en línea recta.
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