Cinco semanas en globo



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XXX


Mosfeya.   El jeque.   Denham, Clapperton y Oudney.

  Vogel.   La capital de Loggum.   Toole.   Calma



sobre Kernak.   El gobernador y su corte.   El ataque.

  Las palomas incendiarias


Al día siguiente, de mayo, el Victoria reempren­dió su azaroso viaje. Los viajeros tenían puesta en él la misma confianza que un marino en su buque.

Huracanes terribles, calores tropicales, ascensiones peligrosas y descensos más peligrosos aún, todo lo había resistido. Se podría decir que Fergusson lo guiaba con un gesto; de modo que, pese a no conocer el punto definiti­vo de su llegada, el doctor no dudaba del buen éxito de su viaje. Pero, en aquel país de bárbaros y fanáticos, la pru­dencia le obligaba a tomar las más severas precauciones, por lo que recomendó a sus companeros que estuviesen siempre ojo avizor, vigilándolo todo a todas horas.

El viento conducía un poco más hacia el norte, y al­rededor de las nueve entrevieron la gran ciudad de Mos­feya, edificada en una eminencia encajonada entre dos altas montañas. Inexpugnable por su posición, no se po­día penetrar en ella sino por un camino angosto entre un pantano y un bosque.

En aquel momento, un jeque acompañado de una escolta a caballo, vestido con ropajes de vivos colores, y precedido de trompeteros y batidores que separaban las armas del camino, entraba orgullosamente en la ciudad.

El doctor descendió para contemplar más de cerca a aquellos indígenas, pero, a medida que el globo aumen­taba de tamaño a sus ojos, se fueron multiplicando sus ademanes de profundo terror, y no tardaron en desfilar con toda la velocidad que les permitían sus piernas o las patas de sus caballos.

El jeque fue el único que permaneció inmóvil. Co­gió su largo mosquete, lo amartilló y aguardó resuelta­mente. El doctor se acercó a él a menos de quince pies y, con toda la fuerza de sus pulmones, le saludó en árabe. Al oír aquellas palabras bajadas del cielo, el jeque se apeó y se prosternó sobre el polvo del camino, y el doc­tor no pudo distraerle de su adoración.

 Es imposible  dijo  que esas gentes no nos tomen por seres sobrenaturales, puesto que cuando vieron a los primeros europeos creyeron que pertenecían a una raza sobrehumana. Y cuando este jeque hable de su encuen­tro con nosotros, no dejará de exagerar el hecho con to­dos los recursos de una imaginación árabe. Juzgad, pues, lo que las leyendas dirán algún día acerca de nosotros.

 Bajo el punto de vista de la civilización  respondió el cazador , sería preferible pasar por simples mortales; eso daría a estos negros una idea muy distinta del poder europeo.

 Estamos de acuerdo, amigo Dick; pero ¿qué pode­mos hacer? Por más que les explicases a los sabios del país el mecanismo de un aeróstato, se quedarían en ayu­nas y continuarían atribuyéndolo a una intervención so­brenatural.

 Señor  preguntó Joe , ha hablado de los primeros europeos que exploraron este país, ¿puede decirnos quiénes fueron?

 Querido muchacho, nos hallamos precisamente en la ruta del mayor Denham, que fue recibido en Mosfeya por el sultán de Mandara. Había salido de Bornu, acom­pañaba al jeque a una expedición contra los fellatahs y asistió al ataque de la ciudad, que con sus flechas resistió denodadamente a las balas árabes y obligó a huir a las tropas del jeque. Todo eso no era mas que un pretexto para cometer asesinatos, robos y razzias. Despojaron al mayor de sus pertenencias y lo dejaron desnudo, y de no ser por un caballo bajo el vientre del cual se escondio y que le permitió huir a todo escape gracias a su desenfre­nado galope, jamás hubiera regresado a Kuka, la capital de Bornu.

 Pero ¿quién era ese mayor Denham?

 Un intrépido inglés que, desde 1822 hasta 1824, es­tuvo al mando de una expedición en Bornu, en compa­ñía del capitán Clapperton y del doctor Oudney. Partie­ron de Trípoli en marzo, llegaron a Murzuk, la capital del Fezzán, y, siguiendo el camino que más adelante to­maría el doctor Barth para regresar a Europa, llegaron a Kuka, cerca del lago Chad, el 16 de febrero de 1823. Denham llevó a cabo varias exploraciones en Bornu, en el Mandara y en las orillas orientales del lago; durante ese tiempo, el 15 de diciembre de 1823 el capitán Clap­perton y el doctor Oudney penetraron en Sudán hasta Sackatu, muriendo Oudney de fatiga y agotamiento en la ciudad de Murmur.

 Según veo  dijo Kennedy , esta parte de África también ha pagado a la ciencia su correspondiente tribu­to de víctimas.

 Sí, esta comarca es fatal. Marchamos directamente hacia el reino de Baguirmi, que en 1856 Vogel atravesó para penetrar en Wadai, donde desapareció. Era un jo­ven de veintitres años, que había sido enviado para coo­perar en los trabajos del doctor Barth; se encontraron los dos el 1 de diciembre de 1854; luego Vogel empezó las exploraciones del país y, hacia 1856, anunció en sus últimas cartas su intención de reconocer el reino de Wa­dai, en el cual no había penetrado aún ningún europeo; parece que llegó hasta Wara, la capital, donde, según unos, cayó prisionero, y, según otros, fue condenado a muerte y ejecutado por haber intentado subir a una montaña sagrada de las inmediaciones. Pero no se debe admitir con ligereza la noticia de la muerte de los viaje­ros, ya que ello dispensa de buscarlos. ¡Cuántas veces ha circulado oficialmente la noticia del fallecimiento del doctor Barth, cosa que a menudo le ha causado una legí­tima irritación! Es muy posible, pues, que Vogel se en­cuentre retenido por el sultán de Wadai, el cual tal vez exija un rescate. El barón de Nelmans se puso en marcha hacia Wadai, pero murió en El Cairo en 1855. Ahora sa­bemos que De Heuglin, con la expedición enviada de Leipzig, sigue el rastro de Vogel, y es de esperar que pronto conozcamos de una manera positiva el paradero de este joven e interesante viajero.

Mosfeya había desaparecido del horizonte hacía tiempo. El Mandara desplegaba bajo las miradas de los aeronautas su asombrosa fertilidad, con sus bosques de acacias, sus árboles de rojas flores y las plantas herbáceas de sus campos de algodón y de índigo. El Chari, que de­sagua en el Chad, ochenta millas más alla, corria impe­tuosamente.

El doctor mostró a sus companeros el curso del río en los mapas de Barth.

 Ya veis   dijo  que los trabajos de este sabio son de una precisión suma. Nosotros marchamos en línea recta hacia el distrito de Loggum, tal vez hacia su capital, Ker­nak, que es donde murió el pobre Toole, joven inglés de veintidós años. Era abanderado en el 800 regimiento y hacía algunas semanas que se había unido al mayor Den­ham en África, donde no tardó en hallar la muerte. ¡Bien puede llamarse a esta inmensa comarca el cementerio de los europeos!

Algunas canoas de cincuenta pies de longitud des­cendían el curso del Chari. El Victoria, a mil pies de tie­rra, llamaba poco la atención de los indigenas; pero el viento, que hasta entonces había soplado con bastante fuerza, tendía a disminuir.

 ¿Vamos a sufrir otra nueva calma chicha?  pregun­tó el doctor.

 ¿Qué nos importa, señor? Ahora no hemos de te­mer ni la falta de agua ni el desierto.

 No, pero hemos de temer a las tribus, que son aún peores.

 He aquí  dijo Joe  algo que parece una ciudad.

 Es Kernak, a donde nos llevan las últimas bocana­das de viento. Podremos, si nos conviene, sacar un plano con toda exactitud.

 ¿No nos acercaremos?  preguntó Kennedy.

 Nada más fácil, Dick. Estamos justo encima de la ciudad. Permíteme cerrar un poco la espita del soplete y no tardaremos en bajar.

Media hora después, el Victoria se mantenía inmóvil a doscientos pies de tierra.

 Más cerca estamos de Kernak  dijo el doctor  que lo estaría de Londres un hombre encaramado en la esfe­ra que corona la cúpula de San Pablo. Podemos exami­nar la ciudad a gusto.

 ¿Qué ruido de mazos es ese que se oye por todas partes?

Joe miró con atención y vio que el ruido era produ­cido por un considerable número de tejedores, que gol­peaban al aire libre sus telas extendidas sobre gruesos troncos de árbol.

La capital de Loggum se dejaba abarcar toda entera por las miradas de los viajeros, como si fuese un plano. Era una verdadera ciudad, con casas alineadas y calles bastante anchas. En medio de una gran plaza había un mercado de esclavos que atraía a muchos compradores, pues los mandarenses, de manos y pies sumamente pe­queños, van muy buscados y se colocan ventajosamente.

A la vista del Victoria se produjo el efecto de costum­bre. Primero gritos y después un profundo asombro. Se abandonaron los negocios, se suspendieron los trabajos, cesaron todos los ruidos. Los viajeros permanecían in­móviles y no se perdían ni un detalle de la populosa ciu­dad. Descendieron hasta sesenta pies del suelo.

Entonces el gobernador de Loggum salió de su mo­rada, desplegando su estandarte verde y acompañado de músicos, que soplaban en roncos cuernos de búfalo con fuerza suficiente para destrozar los tímpanos. La mu­chedumbre se agolpó a su alrededor y el doctor Fer­gusson quiso hacerse comprender, pero no pudo conse­guirlo.

Aquellos indígenas de frente alta, cabellos ensortija­dos y nariz casi aguileña parecían altivos e inteligentes, pero la presencia del Victoria les turbaba de manera sin­gular. Se veían jinetes corriendo en distintas direcciones, y pronto fue evidente que las tropas del gobernador se reunían para combatir a tan extraordinario enemigo. En vano desplegó Joe, para calmar la efervescencia, pañue­los de todos los colores. No obtuvo resultado alguno.

El jeque, sin embargo, rodeado de su corte, reclamó silencio y pronunció un discurso del cual el doctor no pudo entender una palabra; era árabe mezclado con ba­guirmi. El doctor reconoció, por la lengua universal de los gestos, que se le invitaba a marcharse cuanto antes, cosa que no podía hacer, pese a sus deseos, por falta de viento. Su inmovilidad exasperó al gobernador, cuyos cortesanos comenzaron a aullar para obligar al mons­truo a alejarse de allí.

Aquellos cortesanos eran personajes muy singula­res. Llevaban la friolera de cinco o seis camisas de dife­rentes colores y tenían vientres enormes, algunos de los cuales parecían postizos. El doctor asombró a sus com­pañeros al decir que aquélla era su manera de halagar al sultán. La redondez del abdomen indicaba la ambición de la persona. Aquellos hombres gordos gesticulaban y gritaban, principalmente uno de ellos, que forzosamente había de ser primer ministro, si la obesidad encontraba su recompensa en la Tierra. La muchedumbre unía sus aullidos a los gritos de los cortesanos, repitiendo como monos sus gesticulaciones, lo que producía un movi­miento único e instantáneo de diez mil brazos.

A estos medios de intimidación, que se juzgaron in­suficientes, se añadieron otros más temibles. Soldados armados de arcos y flechas formaron en orden de bata­lla, pero el Victoria ya se hinchaba y se ponía tranquila­mente fuera de su alcance. El gobernador, cogiendo en­tonces un mosquete, apuntó hacia el globo. Pero Kennedy le vigilaba y con una bala de su carabina rom­pió el arma en la mano del jeque.

A este golpe inesperado sucedió una desbandada ge­neral. Todos se metieron precipitadamente en sus casas y durante el resto del día la ciudad quedó absolutamente desierta.

Vino la noche. No hacía nada de viento. Preciso fue a los viajeros resolverse a permanecer inmóviles a tres­cientos pies de tierra. Ni una luz brillaba en la oscuri­dad, y reinaba un silencio sepulcral. El doctor redobló su prudencia, porque aquella calma podía ser muy bien una estratagema.

Razón tuvo Fergusson en vigilar. Hacia mediano­che, toda la ciudad pareció arder. Centenares de líneas de fuego se cruzaban como cohetes, formando una red de llamas.

 ¡Cosa singular!  exclamó el doctor.

 Lo más singular es  replicó Kennedy  que las lla­mas suben y se acercan a nosotros.

En efecto, acompañada de un griterío espantoso y descargas de mosquetes, aquella masa de fuego subía ha­cia el Victoria. Joe se preparó para arrojar lastres. Fer­gusson encontró muy pronto la explicación del fenó­meno.

Millares de palomas con la cola provista de materias inflamables habían sido lanzadas contra el Victoria. Asustadas, las pobres aves subían, trazando en la atmós­fera zigzagues de fuego. Kennedy descargó contra ellas todas sus armas, pero nada podían contra un ejército tan numeroso. Las palomas ya revoloteaban alrededor de la barquilla y del globo, cuyas paredes, reflejando su luz, parecían envueltas en una red de llamas.

El doctor no vaciló y, arrojando un fragmento de cuarzo, se puso fuera del alcance de tan peligrosas aves. Por espacio de dos horas se las vio desde la barquilla co­rriendo azoradas en distintas direcciones, pero poco a poco fue disminuyendo su número y, por último, desa­parecieron todas entre las sombras de la noche.

 Ahora podemos dormir tranquilos  declaró el doctor.

 ¡Para ser obra de salvajes  exclamó Joe , el ardid no es poco ingenioso!

 Sí, suelen utilizar palomas incendiarias para pren­der fuego a las chozas de las aldeas; pero nuestra aldea vuela más alto que sus palomas.

 Está visto que un globo no tiene enemigos que te­mer  dijo Kennedy.

 Sí los tiene  replicó el doctor.

 ¿ Cuáles?

 Los imprudentes que lleva en su barquilla. Así que, amigos míos, vigilancia y más vigilancia, siempre y por doquier.


XXXI

Partida durante la noche.   Los tres.   Los instintos de

Kennedy.   Precauciones.   El curso del Chari.   El

lago Chad.   El agua del lago.   El hipopótamo.   Una

bala perdida
Hacia las tres de la mañana, Joe, que estaba de guar­dia, vio que el globo se alejaba de la ciudad. El Victoria volvía a emprender su marcha. Kennedy y el doctor se despertaron.

Este último consultó la brújula y reconoció con sa­tisfacción que el viento los llevaba hacia el norte nor­deste.

 Estamos de suerte  dijo , todo nos sale a pedir de boca; hoy mismo descubriremos el lago Chad.

 ¿Es una gran extensión de agua?  preguntó con in­terés el señor Kennedy.

 Considerable, amigo Dick; en algunos puntos pue­de llegar a medir ciento veinte millas tanto de largo como de ancho.

 Pasear sobre una alfombra líquida dará un poco de variedad a nuestro viaje.

 Me parece que no tenemos motivo de queja. Nues­tro viaje es muy variado y, sobre todo, lo hacemos en las mejores condiciones posibles.

 Sin duda, Samuel; si exceptuamos las privaciones del desierto, no hemos corrido ningún peligro grave.

 Cierto es que nuestro valiente Victoria se ha porta­do siempre a las mil maravillas. Partimos el dieciocho de abril y hoy estamos a doce de mayo. Son veinticinco días de marcha. Diez días más y habremos llegado.

 ¿Adónde?

 No lo sé; pero ¿qué nos importa?

 Tienes razón, Samuel. Confiemos a la Providencia la tarea de dirigirnos y de mantenernos sanos y salvos. Nadie diría que hemos atravesado los países más pesti­lentes del mundo.

 Porque nos hemos podido elevar y nos hemos ele­vado.

 ¡Vivan los viajes aéreos!  exclamó Joe-. Después de veinticinco días, nos hallamos rebosantes de salud, bien alimentados y bien descansados; demasiado tal vez, porque mis piernas empiezan a entumecerse y no me vendría mal hacer a pie unas treinta millas para estirarlas un poco.

 Te darás ese gustazo en las calles de Londres, Joe. Ahora diré, para concluir, que al partir éramos tres, como Denham, Clapperton y Overweg, y como Barth, Richardson y Vogel, y que, más dichosos que nuestros predecesores, seguimos siendo tres, Sin embargo, es im­portantísimo que no nos separemos. Si, hallándose en tierra uno de nosotros, el Victoria tuviese que elevarse de pronto para evitar un peligro súbito e imprevisto, ¿quién sabe si le volveríamos a ver? A Kennedy se lo digo, pues no me gusta que se aleje con el pretexto de cazar.

 Me permitirás, sin embargo, amigo Samuel, que siga con mi capricho; no hay ningún mal en renovar nuestras provisiones. Además, antes de partir me hiciste entrever una serie de soberbias cacerías, y hasta ahora he avanzado muy poco por la senda de los Anderson y de los Cumming.

 O tienes muy poca memoria, amigo Dick, o la mo­destia te obliga a olvidar tus proezas. Me parece que, sin contar la caza menor, pesan ya sobre tu conciencia un antílope, un elefante y dos leones.

 ¿Y qué es eso para un cazador africano que ve pasar por delante de su fusil todos los animales de la creación? ¡Mira, mira qué manada de jirafas!

 ¡Jirafas!  exclamó Joe . ¡Si son del tamaño del puño!

 Porque estamos a mil pies de altura. De cerca verías que son tres veces más altas que tú.

 ¿Y qué dices de esa manada de gacelas?  repuso Kennedy . ¿Y de esos avestruces que huyen con la rapi­dez del viento?

 ¡Avestruces!  exclamó Joe . Son gallinas, y aún me parece exagerar bastante.

 Veamos, Samuel, ¿no podríamos acercarnos?

 Sí podemos, Dick, pero no tomar tierra. ¿Y qué sentido tiene herir a unos animales que no hemos de po­der coger? Si se tratara de matar a un león, un tigre o una hiena, lo comprendería; siempre sería una bestia peli­grosa menos. Pero matar a un antílope o una gacela, sin más provecho que la vana satisfacción de tus instintos de cazador, no merece la pena. Así pues, amigo mío, nos mantendremos a cien pies del suelo, y si distingues algu­na fiera obtendrás nuestros aplausos hiriéndola de un balazo en el corazón.

El Victoria bajó poco a poco, pero se mantuvo a una altura tranquilizadora. En aquella comarca salvaje y muy poblada era menester estar siempre en guardia con­tra peligros inesperados.

Los viajeros seguían directamente el curso del Cha­ri, cuyas encantadoras márgenes desaparecían bajo las sombrías arboledas de variados matices. Lianas y plan­tas trepadoras serpenteaban en todas direcciones y for­maban curiosos entrelazamientos. Los cocodrilos reto­zaban al sol o se zambullían en el agua ligeros como lagartos, y se acercaban, como jugando, a las numerosas islas verdes que rompían la corriente del río.

Así pasaron sobre el distrito de Maffatay, con el cual tan pródiga y espléndida ha sido la naturaleza. Hacia las nueve de la mañana, el doctor Fergusson y sus amigos alcanzaron la orilla meridional del lago Chad.

Allí estaba aquel mar Caspio de África, cuya exis­tencia se relegó por espacio de mucho tiempo a la categoría de las fábulas, aquel mar interior al que no habían llegado más expediciones que la de Denham y la de Barth.

El doctor intentó fijar la configuración actual, muy diferente de la que presentaba en 1847. En efecto, no es posible trazar de una manera definitiva el mapa de ese lago rodeado de pantanos fangosos y casi infranquea­bles donde Barth creyó perecer. De un año a otro, aque­llas ciénagas, cubiertas de espadafías y de papiros de quince pies de altura, desaparecen bajo las aguas del lago. Con frecuencia, las poblaciones ribereñas también quedan semisumergidas, como le sucedió a Ngornu en 1856; en la actualidad, los hipopótamos y los caimanes se zambullen donde antes se alzaban las casas.

El sol derramaba sus deslumbradores rayos sobre aquellas aguas tranquilas, y al norte los dos elementos se confundían en un mismo horizonte.

El doctor quiso comprobar la naturaleza del agua, que por espacio de mucho tiempo se creyó salada. No había ningún peligro en acercarse a la superficie del lago, y la barquilla descendió hasta rozar el agua como una golondrina.

Joe metió una botella y la sacó medio llena. El agua tenía cierto gusto de natrón que la hacía poco potable.

En tanto que el doctor anotaba el resultado de su observación, a su lado sonó un disparo. Kennedy no ha­bía podido resistir el deseo de enviarle una bala a un gi­gantesco hipopótamo. Éste, que respiraba tranquila­mente, desapareció al oírse el estampido, sin que la bala cónica hiciese en él ninguna mella.

 Mejor hubiera sido clavarle un arpón  dijo Joe.

 ¿Y dónde está el arpón?

 ¿Qué mejor arpón que cualquiera de nuestras an­clas? Para un animal semejante, un ancla es el anzuelo apropiado.

 ¡Caramba! Joe ha tenido una idea...  dijo Kennedy.

 A la cual os suplico que renunciéis  replicó el doc­tor . El animal nos arrastraría muy pronto a donde nada tenemos que hacer.

 Sobre todo, ahora que conocemos la calidad del agua del Chad. ¿Y es comestible ese pez, señor Fergus­son?

 Tu pez, Joe, es un mamífero del género de los pa­quidermos, y su carne, según dicen excelente, es objeto de un activo comercio entre las tribus ribereñas del lago.

 Siento, pues, que el disparo del señor Dick no haya tenido mejor éxito.

 El hipopótamo sólo es vulnerable en el vientre y entre los muslos. La bala de Dick no le ha causado la me­nor impresión. Si el terreno me parece propicio, nos de­tendremos en el extremo septentrional del lago; allí, Kennedy podrá hacer de las suyas y desquitarse.

 ¡De acuerdo!  dijo Joe . Que cace el señor Dick al­gún hipopótamo; me gustana probar la carne de ese anfi­bio. No me parece natural penetrar hasta el centro de Áfri­ca para vivir de chochas y perdices como en Inglaterra.
XXXII

La capital de Bornu.   Las islas de los biddiomahs.  

Los quebrantahuesos.   Las inquietudes del doctor.  

Sus precauciones.   Un ataque en el aire.   La

envoltura destrozada.   La caída.   Sacrificio sublime.

  La costa septentrional del lago


Desde su llegada al lago Chad el Victoria había en­contrado una corriente, que se inclinaba más al oeste. Algunas nubes moderaban el calor del día; además, cir­culaba un poco de aire en aquella inmensa extensión de agua. Sin embargo, hacia la una, el globo, tras cruzar en diagonal aquella parte del lago, se internó en las tierras por espacio de siete u ocho millas.

El doctor, al principio algo contrariado por esta di­rección, ya no pensó en quejarse de ella cuando distin­guió la ciudad de Kuka, la célebre capital de Bornu, ro­deada de murallas de arcilla blanca; unas mezquitas bastante toscas se alzaban pesadamente por encima de esa especie de tablero de damas que forman las casas árabes. En los patios de las casas y en las plazas públicas crecían palmeras y árboles de caucho, coronados por una cúpula de follaje de más de cien pies de ancho. Joe comentó que el tamaño de aquellos parasoles guardaba proporción con la intensidad de los rayos de sol, lo que le permitió sa­car conclusiones muy halagüefías para la Providencia.

Kuka está formada por dos ciudades distintas, sepa­radas por el dendal, un paseo de trescientas toesas de an­cho, a la sazón atestado de transeúntes a pie y a caballo. A un lado se encuentra la ciudad rica, con sus casas altas y aireadas, y al otro la ciudad pobre, triste aglomeración de chozas bajas y cónicas, donde pulula una población indigente, porque Kuka no es ni comercial ni industrial.

Kennedy encontró en aquellas dos ciudades, perfec­tamente diferenciadas, cierta semejanza con un Edim­burgo que se extendiera en un llano.

Pero los viajeros no pudieron dedicar a Kuka más que una mirada muy rápida, porque con la inestabilidad característica de las corrientes de aquella comarca, un viento contrario sobrevino de pronto y los arrastró por espacio de unas cuarenta millas sobre el Chad.

Entonces se les presentó un nuevo panorama. Po­dían contar las numerosas islas del lago, habitadas por los biddiomahs, sanguinarios piratas no menos temidos que los tuaregs del Sahara. Aquellos salvajes se disponí­an a recibir valerosamente al Victoria con flechas y pie­dras, pero el globo pronto dejó atrás las islas, sobre las que parecía aletear como un escarabajo gigantesco.

En aquel momento, Joe miraba el horizonte, y vol­viéndose hacia Kennedy le dijo:

 Señor Dick, usted que siempre está pensando en cazar, aquí tiene una buena oportunidad.

 ¿Por qué, Joe?

 Y ahora mi señor no se opondrá a sus disparos.

 Explícate.

 ¿No ve qué bandada de pajarracos se dirige hacia nosotros?

 ¡Pajarracos!  exclamó el doctor, cogiendo el anteojo.

 Sí, los veo  replicó Kennedy . Por lo menos hay una docena.

 Si no le importa, catorce  respondió Joe.

 ¡Quiera el cielo que sean de una especie bastante dañina para que el tierno Samuel no tenga nada que ob­jetarme!

 Lo que yo digo es  respondió Fergusson  que pre­feriría que esos pajarracos estuvieran muy lejos de no­sotros.

 ¿Les tiene miedo?  dijo Joe.

 Son quebrantahuesos de gran tamaño, Joe, y si nos atacan...

 ¿Y qué? Si nos atacan, nos defenderemos, Samuel Tenemos todo un arsenal. No me parece que esos ani­males sean muy temibles.

 ¿Quién sabe?  respondió el doctor.

Diez minutos después, la bandada se había puesto a tiro. Los catorce individuos de que se componía lanza­ban roncos graznidos y avanzaban hacia el Victoria más irritados que asustados por su presencia.

 ¡Cómo gritan!  dijo Joe . ¡Qué escándalo! Al pa­recer no les hace gracia que alguien invada sus dominios y se ponga a volar como ellos.

 La verdad es  dijo el cazador  que su aspecto es imponente, y me parecerian bastante temibles si fuesen armados con una carabina Purdey Moore.

 No la necesitan  respondió Fergusson, cuyo sem­blante empezaba a nublarse.

Los quebrantahuesos volaban trazando inmensos círculos, que iban estrechándose alrededor del Victoria. Cruzaban el cielo con una rapidez fantástica, precipitán­dose algunas veces con la velocidad de un proyectil y rompiendo su línea de proyección mediante un brusco y audaz giro.

El doctor, inquieto, resolvió elevarse en la atmósfera para escapar de aquel peligroso vecindario y dilató el hi­drógeno del globo, el cual subió al momento.

Pero los quebrantahuesos subieron con él, poco dis­puestos a abandonarlo.

 Tienen trazas de querer armar camorra  dijo el ca­zador, amartillando su carabina.

En efecto, los pájaros se acercaban, y algunos de ellos parecían desafiar las armas de Kennedy.

 ¡Qué ganas tengo de hacer fuego!  dijo éste.

 ¡No, Dick, no! ¡No los provoquemos! ¡Nos ataca­rían!

 ¡Buena cuenta daría yo de ellos!

 Te equivocas, Dick.

 Tenemos una bala para cada uno.

 Y si se colocan encima del globo, ¿cómo les dispara­rás? Imagínate que te encuentras en tierra frente a una manada de leones, o rodeado de tiburones en pleno océa­no. Pues bien, para un aeronauta, la situación no es me­nos peligrosa.

 ¿Hablas en serio, Samuel?

 Muy en serio, Dick.

 Entonces, esperemos.

 Aguarda... Estáte preparado por si nos atacan, pero no hagas fuego hasta que yo te lo diga.

Los pájaros se agruparon a poca distancia, de suerte que se distinguían perfectamente su cuello pelado, que estiraban para gritar, y su cresta cartilaginosa, salpicada de papilas violáceas, que se erguía con furor. Su cuerpo tenía más de tres pies de longitud, y la parte inferior de sus blancas alas resplandecía al sol. Hubiérase dicho que eran tiburones alados, con los cuales presentaban un fantástico parecido.

 ¡Nos siguen!  dijo el doctor, viéndolos elevarse con él . ¡Y por más que subamos, subirán tanto como nosotros!

 ¿Qué hacer, pues?  preguntó Kennedy. El doctor no respondió . Atiende, Samuel  prosiguió el cazador ; haciendo fuego con todas nuestras armas, tenemos a nuestra disposición diecisiete tiros contra catorce ene­migos. ¿Crees que no podremos matarlos o dispersar­los? Yo me encargo de unos cuantos.

 No pongo en duda tu destreza, Dick, y doy por muertos a los que pasen por delante de tu carabina; pero, te lo repito, si atacan el hemisferio superior del globo, se pon­drán a cubierto de tus disparos y romperán el envoltorio que nos sostiene. ¡Nos hallamos a tres mil pies de altura!

En aquel mismo momento, uno de los pájaros más feroces se dirigió al globo con el pico y las garras abier­tos, en actitud de morder y desgarrar a un tiempo.

 ¡Fuego, fuego!  gritó el doctor.

Y el pájaro, mortalmente herido, cayó dando vueltas en el espacio.

Kennedy cogió una escopeta de dos cañones y Joe amartilló otra.

Asustados por el estampido, los quebrantahuesos se alejaron momentáneamente, pero volvieron casi ense­guida a la carga con furor centuplicado. Kennedy deca­pitó de un balazo al que tenía más cerca. Joe le rompió un ala a otro.

 Ya no quedan más que once  dijo.

Pero entonces los pájaros adoptaron otra táctica y, como si se hubiesen puesto de acuerdo, se dirigieron al Victoria; Kennedy miró a Fergusson.

Éste, a pesar de su impasibilidad y energía, se puso pálido. Hubo un momento de espantoso silencio. Des­pués se oyó un ruido estridente, como el de un tejido de seda que se rasga, y la barquilla empezó a precipitarse rápidamente.

 ¡Estamos perdidos!  gritó Fergusson, fijando la vista en el barómetro, que subía muy deprisa.

 ¡Afuera el lastre!  añadió . ¡Nada de lastre!

Y en pocos segundos desapareció todo el cuarzo.

 ¡Seguimos cayendo!... ¡Vaciad las cajas de agua! ¿Me oyes, Joe? ¡Nos precipitamos en el lago!

Joe obedeció. El doctor se inclinó, mirando el lago que parecía subir hacia él como una marea ascendente. El volumen de los objetos aumentaba rápidamente; la bar­quilla se encontraba a menos de doscientos pies de la su­perficie del Chad.

 ¡Las provisiones! ¡Las provisiones!  exclamó el doctor.

Y la caja que las contenía fue lanzada al espacio.

La velocidad de la caída disminuyó, pero los desdi­chados seguían cayendo.

 ¡Echad más! ¡Echad más!  repitió el doctor.

 No queda ya nada  dijo Kennedy.

 ¡Sí!  respondió lacónicamente Joe, persignándose rápidamente.

Y desapareció por encima de la borda.

 ¡Joe! ¡Joe!  gritó el doctor, aterrorizado.

Pero Joe ya no podía oírle. El Victoria, sin lastre, reco­bró su marcha ascensional y se elevó hasta una altura de mil pies. El viento, introduciéndose en la envoltura des­hinchada, lo arrastraba hacia las costas septentrionales.

 ¡Perdido!  dijo el cazador con un gesto de desespe­ración.

 ¡Perdido por salvarnos!  respondió Fergusson.

Y dos gruesas lágrimas brotaron de los ojos de aque­llos dos hombres tan intrépidos. Ambos se asomaron, intentando distinguir algún rastro del desgraciado Joe, pero ya estaban lejos.

 ¿Qué haremos?  preguntó Kennedy.

 Bajar a tierra en cuanto sea posible, Dick, y aguar­lar.

Después de haber recorrido sesenta millas, el Victo­ria descendió a una costa desierta, al norte del lago. En­gancharon las anclas en un árbol poco elevado, y el caza­dor las sujetó sólidamente.

Llegó la noche, pero ni Fergusson ni Kennedy pu­dieron conciliar el sueño un solo instante.
XXXIII

Conjeturas.   Restablecimiento del equilibrio del

Victoria.   Nuevos cálculos del doctor Fergusson.  



Caza de Kennedy.   Exploración completa del lago

Chad.   Tangalia.   Regreso.   Lari
Al día siguiente, 13 de mayo, los viajeros reconocie­ron la parte de la costa que ocupaban, la cual era una es­pecie de islote en medio de un inmenso pantano. Alre­dedor de aquel trozo de terreno firme se levantaban cañas tan grandes como árboles de Europa y que se ex­tendían hasta donde alcanzaba la vista.

Aquellas ciénagas inaccesibles hacían segura la posi­ción del Victoria. Bastaba vigilar la parte del lago. La superficie del agua parecía ilimitada, sobre todo por el este, sin que en ningún punto del horizonte se distin­guiesen ni islas ni continente.

No se habían atrevido aún los dos amigos a hablar de su desgraciado compañero. Kennedy participó, al cabo, sus conjeturas al doctor.

 Quizá Joe no esté perdido  dijo . Es un muchacho listo como pocos y un excelente nadador. En Edimbur­go atravesaba sin dificultad el Firth of Forth. Lo volve­remos a ver, aunque no sé ni cómo ni cuándo; por nues­tra parte, debemos hacer todo lo posible para facilitarle la ocasión de encontrarnos.

 Dios te oiga, Dick  respondió el doctor, conmovi­do . Haremos cuanto esté a nuestro alcance para encon­trar a nuestro amigo. Ante todo, orientémonos, después de haber liberado al Victoria de su envoltura exterior, que de nada sirve, con lo que nos libraremos de un peso de seiscientas cincuenta libras.  

El doctor Fergusson y Kennedy pusieron manos a la obra. Tropezaron con grandes dificultades, pues fue preciso arrancar trozo a trozo el tafetán, que ofrecía mu­cha resistencia, y cortarlo en estrechas tiras para des­prenderlo de las mallas de la red. El desgarrón ocasiona­do por el pico de los quebrantahuesos tenía algunos pies de longitud.

Invirtieron más de cuatro horas en la operación; pero al fin vieron que el globo interior, enteramente ais­lado, no había sufrido ninguna avería. El Victoria ofrecía un volumen una quinta parte menor que el de antes. La diferencia fue bastante sensible para llamar la atención de Kennedy.

 ¿Será suficiente?  preguntó al doctor.

 Acerca del particular, Dick, puedes estar tranquilo. Yo restableceré el equilibrio, y, si vuelve nuestro pobre Joe, volveremos a emprender con él el camino por el es­pacio.

 Si no me falla la memoria, Samuel, en el momento de nuestra caída no debíamos de estar muy lejos de una isla.

 Lo recuerdo, en efecto; pero aquella isla, como to­das las del Chad, estará sin duda habitada por una chus­ma de piratas y asesinos que seguramente habrán sido testigos de nuestra catástrofe, y si Joe cae en sus manos, ¿que será de él, a no ser que la superstición le proteja?

 Él es perfectamente capaz de ingeniárselas para sa­lir de apuros, te lo repito; confío en su destreza y en su inteligencia.

 También yo. Ahora, Dick, vete a cazar por las in­mediaciones, pero no te alejes. Urge renovar nuestros víveres, de los cuales hemos sacrificado la mayor parte.

 Bien, Samuel; volveré pronto.

Kennedy cogió una escopeta de dos cañones y, por entre las crecidas hierbas, se dirigió a un bosque bastan­te cercano. Repetidos disparos dieron a entender al doc­tor que la caza sería abundante.

Entretanto, él se ocupó de hacer el inventarlo de los objetos conservados en la barquilla y de establecer el equilibrio del segundo aeróstato. Quedaban unas treinta libras de pemmican, algunas provisiones de té y café, una caja de un galón y medio de aguardiente y otra de agua totalmente vacía; toda la carne seca había desaparecido.

El doctor sabía que, a causa de la pérdida del hidró­geno del primer globo, su fuerza ascensional había sufri­do una reducción de unas novecientas libras. Así pues, tuvo que basarse en esta diferencia para reconstruir su equilibrio. El nuevo Victoria tenía una capacidad de se­senta y siete mil pies y contenía treinta y tres mil cuatro­cientos ochenta pies cúbicos de gas. El aparato de dilata­ción parecía hallarse en buen estado, y la espita y el serpentín no habían experimentado deterioro alguno.

La fuerza ascensional del nuevo globo era, pues, de unas tres mil libras. Sumando el peso del aparato, de los viajeros, de la provisión de agua, de la barquilla y sus ac­cesorios, y embarcando cincuenta galones de agua y cien libras de carne fresca, el doctor llegaba a un total de dos mil ochocientas treinta libras.

Podía, por tanto, llevar para los casos imprevistos ciento setenta libras de lastre, en cuyo caso el aeróstato se hallaría equilibrado con el aire.

Tomó sus disposiciones en consecuencia y reempla­zó el peso de Joe por un suplemento de lastre. Invirtió todo el día en estos preparativos, los cuales llegaron a su término al regresar Kennedy. El cazador había aprove­chado las municiones. Volvió con todo un cargamento de gansos, ánades, chochas, cercetas y chorlitos, que él mismo se encargó de preparar y ahumar. Ensartó cada pieza en una fina caña y la colgó sobre una hoguera de leña verde. Cuando las aves estuvieron en su punto fue­ron almacenadas en la barquilla.

Al día siguiente, el cazador debía completar las pro­visiones.

La noche sorprendió a los viajeros en medio de sus ocupaciones. Su cena se compuso de pemmican, galletas y té. El cansancio, después de haberles abierto el apetito, les dio sueño. Durante su guardia, ambos interrogaron más de una vez las tinieblas creyendo oír la voz de Joe, pero, ¡ay!, estaba muy lejos de ellos aquella voz que hu­bieran querido oír.

Al rayar el alba, el doctor despertó a Kennedy.

 He meditado mucho  le dijo  acerca de lo que con­viene hacer para encontrar a nuestro companero.

 Cualquiera que sea tu proyecto, Samuel, lo aprue­bo. Habla.

 Lo más importante es que Joe tenga noticias nues­tras.

 ¡Exacto! Si llegase a figurarse que lo abandona­mos...

 ¿Él? ¡Nos conoce demasiado! Nunca se le ocurriría semejante idea; pero es preciso que sepa dónde estamos.

 Pero ¿cómo?

 Montaremos en la barquilla y nos elevaremos.

 ¿Y si el viento nos arrastra?

 No nos arrastrará, afortunadamente. El viento nos conduce al lago, y esta circunstancia, que hubiera sido contraria ayer, hoy es propicia. Nuestros esfuerzos se limitarán, pues, a mantenernos durante todo el día sobre esta vasta extensión de agua. Joe no podrá dejar de ver­nos allí donde sus miradas se dirigirán incesantemente. Acaso llegue hasta a informarnos de su paradero.

 Lo hará, sin duda, si está solo y libre.

 Y si está preso  repuso el doctor , no teniendo los indígenas la costumbre de encerrar a sus cautivos, nos vera y comprenderá el objeto de nuestras pesquisas.

 Pero  repuso Kennedy , si no hallamos ningun in­dicio, pues debemos preverlo todo, si no ha dejado una huella de su paso, ¿qué haremos?

 Procuraremos regresar a la parte septentrional del lago, manteniéndonos a la vista todo lo posible; allí, aguardaremos, exploraremos las orillas, registraremos las márgenes, a las cuales Joe intentará sin duda llegar, y no nos iremos sin haber hecho todo lo posible por en­contrarlo.

 Partamos, pues  respondió el cazador.

El doctor tomó el plano exacto de aquel pedazo de tierra firme que iba a dejar y estimó, según su mapa, que se hallaba al norte del Chad, entre la ciudad de Lari y la aldea de Ingemini, visitadas ambas por el mayor Den­ham. Mientras tanto, Kennedy completó sus provisio­nes de carne fresca; sin embargo, pese a que en los panta­nos circundantes se distinguían huellas de rinocerontes, manatíes e hipopótamos, no tuvo ocasión de encontrar uno solo de semejantes animales.

A las siete de la mañana, no sin grandes dificultades de esas que el pobre Joe sabía solucionar a las mil mara­villas, desengancharon el ancla del árbol. El gas se dilató y el nuevo Victoria se elevó a doscientos pies del suelo. Primero vaciló, girando sobre sí mismo; pero atrapado luego por una corriente bastante activa, avanzó sobre el lago y fue empujado muy pronto a una velocidad de veinte millas por hora.

El doctor se mantuvo constantemente a una altura que variaba entre doscientos y quinientos pies. Kennedy descargaba con frecuencia su carabina. Cuando sobre­volaban las islas, los viajeros se acercaban a tierra impru­dentemente, registrando con la mirada los cotos, los matorrales, los jarales, los puntos sombríos, todas las desigualdades de las rocas capaces de dar asilo a su com­pañero. Bajaban hasta situarse muy cerca de las largas piraguas que surcaban el lago. Los pescadores, al verles, se precipitaban al agua y regresaban a su isla, sin disimu­lar en absoluto el miedo que sentían.

 No se ve nada  dijo Kennedy, después de dos ho­ras de búsqueda.

 Aguardaremos, Dick, sin desanimarnos; no debe­mos de estar lejos del lugar del accidente.

A las once, el Victoria había avanzado noventa mi­llas. Encontró entonces una nueva corriente que, en án­gulo casi recto, lo impelió unas sesenta millas hacia el este. Planeaba sobre una isla muy extensa y poblada que, en opinión del doctor, debía de ser Farram, donde se en­cuentra la capital de los biddiomahs. Al doctor Fergus­son le parecía que de todos los matorrales veía salir a Joe escapándose y llamándole. Libre, lo hubieran cogido sin dificultad; preso, se hubieran apoderado de él repitiendo la maniobra empleada con el misionero; pero nada apa­reció, nada se movió. Motivos había para desesperarse.

A las dos y media, el Victoria avistó Tangalia, aldea situada en la margen oriental del Chad y que marcó el punto extremo alcanzado por Denham en la época de su exploración.

Inquietaba al doctor la dirección persistente del viento. Se sentía empujado hacia el este, arrojado de nuevo al centro de África, a los interminables desiertos.

 Es absolutamente indispensable que nos detenga­mos   dijo , e incluso que tomemos tierra. Debemos re­gresar al lago, sobre todo por Joe; pero tratemos antes de encontrar una corriente opuesta.

Por espacio de más de una hora, buscó en diferentes zonas. El Victoria siguió derivando tierra adentro; pero, afortunadamente, a la altura de mil pies un viento muy fuerte lo condujo hacia el noroeste.

No era posible que Joe estuviese retenido en una de las islas del lago, pues hubiera hallado algún medio de manifestar su presencia. Tal vez le habían llevado a tie­rra. Así discurría el doctor cuando volvió a ver la orilla septentrional del Chad.

La idea de que Joe se hubiese ahogado era inadmisi­ble. Un pensamiento horrible cruzó la mente de Fergus­son y de Kennedy: los caimanes eran numerosos en aquellos parajes. Pero ni uno ni otro tuvieron valor para formular semejante preocupación. Sin embargo, resulta­ba tan insistente que el doctor dijo sin más preámbulos:

 Los cocodrilos no se encuentran más que en las orillas de las islas o del lago, y Joe habrá sido bastante diestro para no caer en sus garras. Además, no son muy peligrosos, pues los africanos se bañan impunemente sin temer sus ataques.

Kennedy no respondió; prefería callar a discutir tan terrible posibilidad.

El doctor distinguió la ciudad de Larl hacia las cinco de la tarde. Los habitantes estaban ocupados en la reco­lección del algodón delante de chozas formadas con ca­ñas entretejidas, en medio de cercados muy limpios y cuidadosamente conservados. Aquella aglomeración de unas cincuenta cabañas ocupaba una ligera depresión de terreno en un valle que se extendía entre suaves colinas. La violencia del viento les hacía avanzar más de lo que les convenía; pero su dirección varió por segunda vez y con­dujo al Victoria precisamente a su punto de partida en el lago, en la especie de isla firme donde habían pasado la noche precedente. El ancla, en lugar de encontrar las ra­mas del árbol, hizo presa en las raíces de un haz de cañas a las que daba una gran resistencia el fango del pantano.

A duras penas pudo el doctor contener el aeróstato; pero, al fin, el viento amainó al llegar la noche, que los dos amigos pasaron en vela, casi desesperados.


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