Cinco semanas en globo



Yüklə 0,91 Mb.
səhifə12/19
tarix04.02.2018
ölçüsü0,91 Mb.
#23624
1   ...   8   9   10   11   12   13   14   15   ...   19

XVI

Signos de tempestad. – El país de la Luna. – El porvenir

del continente africano.   La máquina de la última

hora.   Vista del país al ponerse el sol.   Flora y fauna.

  La tempestad.   La zona de fuego.   El cielo estrellado


 He aquí las consecuencias  dijo Joe  de hacerse pa­sar por hijos de la Luna sin su permiso. Este satélite ha querido jugarnos una mala pasada. ¿Acaso, señor, ha com­prometido su reputación con su medicina?

 En resumidas cuentas  intervino el cazador , ¿quien era el sultán de Kazeh?

 Un borracho medio muerto  respondió el doctor , cuya pérdida será poco sentida. Pero la moraleja de todo lo que ha pasado es que los honores son efímeros y no conviene aficionarse a ellos demasiado.

 Es una lástima  replicó Joe . La cosa me iba a pe­dir de boca. ¡Ser adorado! ¡Hacer el dios a mi arbitrio! Pero ¿qué le vamos a hacer? Ha aparecido la Luna, y muy roja, lo cual demuestra claramente que estaba en­fadada.

Durante estos razonamientos y otros varios, en los que Joe examinó al astro de la noche bajo un punto de vista enteramente nuevo, en el cielo, por la parte del nor­te, se acumulaban densas nubes, nubes siniestras y pesa­das. Un viento bastante fuerte, que soplaba a trescientos pies del suelo, impelía al Victoria hacia el norte noreste. Encima del globo, la bóveda azulada estaba límpida, pero resultaba abrumadora.

Hacia las ocho de la noche, los viajeros se encontra­ron a 320 40’ de longitud y 40 17’ de latitud. Las corrien­tes atmosféricas, bajo la influencia de una tormenta pró­xima, los empujaban a una velocidad de treinta y cinco millas por hora. Pasaban rápidamente bajo sus pies las llanuras onduladas y fértiles de Mfuto. Los aeronautas admiraron aquel espectáculo.

 Nos hallamos en pleno país de la Luna  dijo el doc­tor Fergusson . Sin duda ha conservado este nombre que le dio la antigüedad, porque en él siempre se ha ado­rado a la Luna. Es verdaderamente una comarca magní­fica, y difícilmente se encontraría en el mundo otra ve­getación más bella.

 Si se la encontrase cerca de Londres  respondió Joe , no sería natural, pero sí muy agradable. ¿Por qué tales bellezas están reservadas a países tan bárbaros?

 ¿Quién sabe  replicó el doctor  si no se convertirá algún día esta comarca en el centro de la civilización? Tal vez se establezcan aquí los pueblos del futuro, cuan­do, extenuadas, las regiones de Europa no puedan ya nutrir a sus habitantes.

 ¿Tú crees?  preguntó Kennedy.

 Sin duda, mi querido Dick. Observa la marcha de los acontecimientos; considera las migraciones sucesivas de los pueblos y llegarás a la misma conclusion que yo. ¿No es verdad que Asia es la primera nodriza del mun­do? Por espacio tal vez de cuatro mil años, trabaja, es fe­cundada, produce, y después, cuando no se ven mas que piedras donde antes brotaban las doradas mieses de Ho­mero, sus hijos abandonan aquel seno agotado y mar­chito. Entonces se dirigen a Europa, joven y vigorosa, que los está alimentando desde hace ya dos mil años. Pero su fertilidad se agota; sus facultades productoras disminuyen de día en día; esas enfermedades nuevas que atacan cada año los productos de la tierra, esas malas co­sechas, esos recursos insuficientes, todo ello es indicio cierto de una vitalidad que se altera, de una extenuación próxima. Así es que ya vemos a los pueblos precipitarse a los turgentes pechos de América, como a un manantial que no es inagotable, pero que aún no está agotado. A su vez, el nuevo continente se hará viejo: sus bosques vír­genes desaparecerán bajo el hacha de la industria; su sue­lo se debilitará por haber producido en exceso lo que en exceso se le ha pedido; allí donde anualmente se reco­gían dos cosechas, apenas saldrá una de esas tierras al lí­mite de sus fuerzas. Entonces África ofrecerá a las nue­vas razas los tesoros acumulados por espacio de siglos en su seno. Estos climas fatales para los extranjeros se sanearán por medio de la desecación y las canalizacio­nes, que reunirán en un lecho común las aguas dispersas para formar una arteria navegable. Y este país sobre el cual planeamos, más fértil, más rico, más lleno de vida que los otros, se convertira en un gran reino donde se producirán descubrimientos más asombrosos aún que el vapor y la electricidad.

 ¡Ah, señr!  exclamó Joe . Quisiera ver todo eso.

 Te has levantado demasiado temprano, muchacho.

 Además  dijo Kennedy , tal vez sea una epoca muy desdichada aquella en la que la industria lo absorba todo en su provecho. A fuerza de inventar máquinas, los hombres acabarán devorados por ellas. Yo siempre he imaginado que el último día del mundo será aquel en que alguna inmensa caldera calentada a miles de millo­nes de atmósferas haga estallar nuestro planeta.

 Y yo añado  dijo Joe  que no serán los americanos los que menos contribuyan a la construcción de esa cal­dera.

 ¡En efecto  respondió el doctor , son grandes cal­dereros! Pero, prescindiendo ahora de semejantes discu­siones, limitémonos a admirar esta tierra de la Luna, ya que nos hallamos en disposición de verla.

El sol, filtrando sus últimos rayos por el cúmulo de nubes amontonadas, adornaba con una cresta de oro los menores accidentes del terreno: árboles gigantescos, hierbas arborescentes, musgos a ras del suelo, todo reci­bía su parte de aquel luminoso efluvio. El terreno, ligeramente ondeado, formaba de vez en cuando pequeñas colinas cónicas. Ninguna montaña limitaba el horizon­te. Inmensas empalizadas cubiertas de maleza, impene­trables setos y junglas espinosas delimitaban los claros donde se levantaban numerosas aldeas, que los gigantes­cos euforbios cercaban de fortificaciones naturales, en­trelazándose con las ramas coraliformes de los arbustos.

Luego, el Malagarasi, principal afluente del lago Tanganica, empezó a serpentear bajo el follaje. En su seno recogía numerosos riachuelos, derivados de los to­rrentes que se formaban en la época de las crecidas y de los estanques abiertos en la capa arcillosa del terreno. Aquel panorama, para los que observaban a vista de pá­jaro, era una red de cascadas tendida sobre toda la super­ficie occidental del país.

Animales provistos de gibas monstruosas pacían en las fértiles praderas y desaparecían bajo las altas hierbas. Los bosques, que exhalaban magníficas esencias, se ofrecían a la vista como inmensos ramilletes; pero en aquellos ramilletes se refugiaban de los últimos calores del día leones, leopardos, hienas y tigres. De vez en cuando, un elefante hacía ondear la cima de las selvas, y se oía el crujido de los árboles que cedían a sus ebúrneos colmillos.

 ¡Qué país de caza!  exclamó Kennedy, entusias­mado . Una bala disparada al azar, en medio del bosque, tropezaría siempre con una res digna de ella. ¿No po­dríamos cazar un poco?

 No, amigo Dick, se acerca la noche, una noche amenazadora, escoltada por una tormenta. Y las tor­mentas son terribles en esta comarca, cuyo suelo esta dispuesto como una inmensa batería eléctrica.

 Tiene razón, señor  dijo Joe ; el calor se ha vuelto sofocante y el viento ha cesado por completo. Este bo­chorno me dice que se prepara algo.

 La atmósfera está sobrecargada de electricidad  respondió el doctor . Todo ser viviente es sensible a este estado del aire que precede a la lucha de los elemen­tos, y confieso que nunca había experimentado tanto como ahora su influencia.

 ¿No convendría, pues, descender?  preguntó el ca­zador.

 Al contrario, Dick, preferiría subir; pero temo ser arrastrado más allá de donde vamos durante estos cruza­mientos de corrientes atmosféricas.

 ¿Quieres, pues, abandonar el rumbo que seguimo desde la costa?

 Si puedo  respondió Fergusson , me dirigiré má directamente hacia el norte durante siete u ocho grados y procuraré subir hacia las presuntas latitudes de las fuentes del Nilo. Quizá encontremos algún rastro de la expedición del capitán Speke, o incluso de la caravana del señor De Heuglin. Si mis cálculos son exactos, nos hallamos a 320 40’ de longitud, y quisiera subir directa­mente hasta más allá del ecuador.

 ¡Mira!  exclamó Kennedy, interrumpiendo a su compañero . ¡Mira esos hipopótamos que se deslizan fuera de los estanques, esas masas de carne sanguinolen­ta y esos cocodrilos que aspiran el aire con estrépito!

 ¡Parece que se ahogan!  dijo Joe . ¡Ah! ¡Qué ma­nera de viajar tan deliciosa la nuestra, que nos permite despreciar a toda esa chusma dañina! ¡Señor Samuel! ¡Señor Kennedy! ¡Miren esas manadas de animales que marchan en columna cerrada! No bajan de doscientos; son lobos.

 No, Joe, son perros salvajes; una famosa raza que no teme luchar contra el león. Su encuentro es para los viajeros el peligro más terrible. El que tropieza con ellos es inmediatamente despedazado.

 Pues no será Joe quien se encargue de ponerles bo­zal  respondió el buen criado . Por lo demás, si tal es su naturaleza, no se les puede reprochar.

Poco a poco, bajo la influencia de la tempestad se imponía el silencio; parecía que el aire condensado re­sultaba impropio para transmitir los sonidos; la atmós­fera estaba como acolchada y, al igual que una sala forra­da de gruesos tapices, perdía toda sonoridad. El pájaro remero, la grulla coronada, los arrendajos rojos y azules, el sinsonte y la moscareta se ocultaban entre las ramas de los grandes árboles. Toda la naturaleza presentaba los signos de un cataclismo proximo.

A las nueve de la noche el Victoria permanecía in­móvil sobre Msené, un gran grupo de aldeas difíciles de distinguir en la penumbra. Algunas veces, la reverbera­ción de un rayo extraviado en el agua dormida indicaba hoyos regularmente distribuidos, y, gracias a un último resplandor crepuscular, pudo la mirada captar la forma tranquila y sombría de las palmeras, los tamarindos, los sicomoros y los euforbios gigantescos.

 ¡Me ahogo!  dijo el escocés, aspirando a pleno pul­món la mayor cantidad posible de aquel aire enrareci­do . ¡No nos movemos! ¿Vamos a bajar?

 Pero ¿y la tormenta?  objetó el doctor, bastante in­quieto.

 Si temes ser arrastrado Por el viento, me parece que no puedes hacer otra cosa.

 Tal vez la tormenta no estalle esta noche  repuso Joe . Las nubes están muy altas.

 Una razón más que me impide traspasarlas. Sería menester subir a mucha altura, perder la tierra de vista y estar toda la noche sin saber si avanzamos, ni hacia dón­de nos dirigimos.

 Pues decídete, Samuel, porque la cosa urge.

 Ha sido una fatalidad que cesase el viento  repuso Joe . Nos habría alejado de la tormenta.

~En efecto, amigos, es lamentable, ya que las nubes suponen un peligro para nosotros. Contienen corrientes opuestas que pueden envolvernos en sus torbellinos y rayos capaces de incendiarnos. Además, la fuerza de las ráfagas puede precipitarnos al suelo si echamos el ancla en la copa de un árbol.

 ¿Qué hacemos, pues?

 Es preciso mantener el Victoria en una zona media entre los peligros de la tierra y los del cielo. Tenemos sufi­ciente agua para el soplete, y conservamos intactas las doscientas libras de lastre. En caso necesario, las utilizaré.

 Haremos la guardia contigo  dijo el cazador.

 No, amigos. Poned las provisiones a cubierto y acostaos; yo os despertaré si sobreviene alguna novedad.

 Pero, señor, ¿por qué no se echa también un poco, puesto que nada nos amenaza aún?

 No, muchacho, prefiero vigilar. Estamos inmóvi­les, y, si no varían las circunstancias, mañana amanece­remos exactamente en el mismo sitio.

 Buenas noches, señor.

 Buenas noches, si es posible.

Kennedy y Joe se acostaron, y el doctor permaneció solo en la inmensidad.

Sin embargo, la cúpula de nubes bajaba insensible­mente y la oscuridad se hacía profunda. Aquella negra bóveda se condensaba alrededor del globo terrestre como si intentara aplastarlo.

De repente, un potente relámpago, rápido e incisivo, rasgó las tinieblas; aún no se había cerrado la grieta cuando un espantoso trueno conmovió las profundida­des del cielo.

 ¡Alerta!  gritó Fergusson.

Los dos compañeros del doctor, a quienes había despertado el estampido del trueno, estaban ya a sus ór­denes.

 ¿Vamos a bajar?  preguntó Kennedy.

 ¡No! El globo se haría pedazos. ¡Subamos antes de que esas nubes se conviertan en agua y se desencadene el viento!

Acto seguido, activó la llama del soplete en las espi­rales del serpentín.

Las tempestades de los trópicos se desarrollan con una rapidez comparable a su violencia. Un segundo re­lámpago desgarró la nube, y otros muchos le sucedieron inmediatamente. Cruzaban el cielo destellos eléctricos que chisporroteaban bajo las gruesas gotas de lluvia.

 Hemos tardado demasiado  dijo el doctor . ¡Aho­ra tenemos que atravesar una zona de fuego con nuestro globo lleno de aire inflamable!

 ¡A tierra! ¡A tierra!  repetía sin cesar Kennedy.

 El peligro de ser fulminados por un rayo sería casi el mismo, y las ramas de los árboles no tardarían en ras­gar el globo.

 ¡Subimos, señor Samuel!

 ¡No tan deprisa como yo quisiera!

Durante las borrascas ecuatoriales es muy común, en aquella parte de África, contar de treinta a treinta y cinco relámpagos por minutos. El cielo se convierte materialmente en una inmensa fragua, y los truenos se suceden sin interrupción.

En aquella atmósfera inflamada, el viento se desen­cadenaba con una violencia aterradora y retorcía las nu­bes incandescentes; parecía que el soplo de un ventila­dor inmenso activase aquella hoguera.

El doctor Fergusson mantenía el soplete a pleno rendimiento; el globo se dilataba y subía, mientras Ken­nedy, de rodillas en el centro de la barquilla, sujetaba las cortinas de la tienda. El globo se arremolinaba hasta el punto de producir vértigo, y los viajeros experimenta­ban peligrosas oscilaciones. Formábanse grandes huecos en la envoltura del aeróstato, y el viento se introducía en ellos con fuerza, golpeando el tafetán. Una especie de granizada, precedida de un rumor tumultuoso, surcaba la atmósfera y crepitaba sobre el Victoria. El globo, sin embargo, seguía su curso ascensional; los relámpagos trazaban en su circunferencia tangentes inflamadas que le daban la apariencia de una esfera de fuego.

 ¡Confiémonos a Dios!  dijo el doctor Fergusson . Estamos en sus manos; sólo Él puede salvarnos. Pre­paremonos para cualquier cosa, incluso un incendio. Nuestra caída puede ser gradual y no súbita.

La voz del doctor llegaba apenas a oídos de sus com­pañeros, pero éstos podían ver su semblante tranquilo en medio de los surcos que abrían los relámpagos. Ob­servaba los fenómenos de fosforescencia producidos por el fuego de San Telmo que ondeaba en la red del ae­róstato.

Éste giraba, se arremolinaba, pero no dejaba de su­bir, y al cabo de un cuarto de hora había traspasado la zona de las nubes tempestuosas. Las emanaciones eléc­tricas se extendían debajo de él como una gigantesca co­rona de fuegos artificiales suspendida de su barquilla.

Aquél era uno de los más bellos espectáculos que la naturaleza puede ofrecer al hombre. Abajo, la tempes­tad. Arriba, el cielo estrellado, tranquilo, mudo, impasi­ble, con la luna proyectando sus pacíficos rayos sobre las nubes enfurecidas.

El doctor Fergusson consultó el barómetro. Marca­ba doce mil pies de elevación. Eran las once de la noche.

 ¡Gracias a Dios, el peligro ha pasado!  dijo . Aho­ra basta con mantenernos a esta altura.

 ¡De buena nos hemos librado!  respondió Ken­nedy.

 Bien  replicó Joe , estas cosas animan el viaje. No me pesa haber visto una tempestad desde cierta altura. ¡Es un espectáculo grandioso!


XVII

Las montañas de la Luna.   Un océano de verdor.  

Se echa el ancla.   El elefante remolcador. – Fuego nutrido. –

Muerte del paquidermo.   El horno de campaña. –

Comida sobre la hierba. – Una noche en tierra
Hacia las seis de la mañana del lunes, el sol se elevó sobre el horizonte, las nubes se disiparon y un agradable vientecillo refrescó el ambiente durante la alborada.

La tierra, intensamente perfumada, reapareció ante los viajeros. El globo, girando alrededor de sí mismo en medio de las corrientes antagonistas, había derivado muy poco, y el doctor, dejando que el gas se contrajera, descendió con objeto de tomar una dirección más sep­tentrional. Sus tentativas fueron durante mucho tiempo infructuosas. El viento lo empujó hacia el oeste, hasta avistar las célebres montañas de la Luna, que forman un semicírculo alrededor de un extremo del lago Tanganica.

La cordillera, poco accidentada, destacaba en el azu­lado horizonte; parecía una fortificación natural, inacce­sible a los exploradores del centro de África. Algunos co­nos aislados ostentaban el sello de las nieves perpetuas.

 Nos encontramos en un país inexplorado  dijo el doctor . El capitán Burton avanzó mucho hacia el oeste, pero no pudo llegar a estas montañas célebres; incluso negó su existencia, defendida por su compañero Speke, pretendiendo que eran fruto de la imaginación de éste. Para nosotros, amigos, ya no hay duda posible.

 ¿Las traspasaremos?  preguntó Kennedy.

 No lo quiera Dios. Espero hallar un viento favora­ble que me devuelva hacia el ecuador; si es necesario, me detendré, igual que un barco echa el ancla para evitar vientos que le harían perder el rumbo.

Pero las previsiones del doctor no tardaron en reali­zarse. Después de haber tanteado diferentes alturas, el Victoria fue impelido hacia el nordeste a una velocidad moderada.

 Avanzamos en la dirección correcta  dijo, consul­tando la brújula , y escasamente a doscientos pies de tie­rra. Tales circunstancias nos favorecen para explorar es­tas nuevas regiones. El capitán Speke, cuando iba en busca del lago Ukereue, remontó más al este, en línea recta con Kazeh.

 ¿Iremos mucho tiempo así?  preguntó Kennedy.

 Tal vez. Nuestro objetivo es reconocer el naci­miento del Nilo, y aún nos quedan por recorrer seis­cientas millas antes de llegar al límite extremo que han alcanzado los exploradores procedentes del Norte.

 ¿Y no echaremos pie a tierra para estirar un poco las piernas?  preguntó Joe.

 Por supuesto; tenemos que conseguir víveres. Tú, mi buen Dick, nos aprovisionarás de carne fresca.

 Cuando quieras, amigo Samuel.

 Tendremos tambien que reponer la reserva de agua. ¿Quién nos asegura que no seremos arrastrados hacia comarcas áridas? Todas las precauciones son pocas.

A mediodía, el Victoria se hallaba a 290 15’ de longi­tud y 30 15’ de latitud. Había pasado la aldea de Uyofu, último límite septentrional del Unyamwezy, a la altura del lago Ukereue, que los viajeros no tenían aún al al­cance de sus miradas.

Los pueblos que viven cerca del ecuador parecen algo más civilizados, y están gobernados por monarcas absolutos cuyo despotismo no conoce límites. Su aglo­meración más compacta constituye la provincia de Ka­ragwah.

Quedó resuelto entre los tres viajeros echar pie a tie­rra en cuanto encontrasen un sitio favorable. Debían hacer un alto prolongado para inspeccionar cuidadosa­mente el aeróstato. Se moderó la llama del soplete y se echaron fuera de la quilla las anclas, que corrían rozando las altas hierbas de una inmensa pradera; desde cierta al­tura parecía cubierta de menudo césped, pero este cés­ped tenía en realidad de siete a ocho pies de largo.

El Victoria acariciaba aquellas hierbas sin curvarlas, como si fuera una mariposa gigantesca. La vista no tro­pezaba con ningún obstáculo. Parecía un océano de ver­dor sin ningun rompiente.

 No sé cuándo pararemos de correr  dijo Ken­nedy , pues no distingo un solo árbol al cual podamos acercamos. Me parece que tendré que renunciar a la caza.

 Aguarda, amigo Dick, aguarda. Imposible te sería cazar en medio de estas hierbas, que son más altas que tú; pero acabaremos por encontrar un lugar propicio.

Verdaderamente era un paseo delicioso, un auténti­co crucero por aquel mar tan verde, casi transparente, con suaves ondulaciones provocadas por el soplo del viento. La barquilla justificaba su nombre, pues parecía realmente que hendía las olas, levantando de vez en cuando bandadas de pájaros de espléndidos colores que escapaban emitiendo alegres gritos. Las anclas se sumer­gían en aquel lago de flores y trazaban un surco que se cerraba tras ellas, como la estela de un barco.

De pronto, el globo recibió una fuerte sacudida. Sin duda el ancla había hincado sus uñas en la hendidura de una roca oculta bajo la gigantesca alfombra de césped.

 Estamos anclados  dijo Joe.

 Pues bien, echa la escala  replicó el cazador.

No bien hubo pronunciado estas palabras, un grito agudo retumbó en el aire, y de la boca de los tres viajeros escaparon las siguientes frases, entrecortadas por excla­maciones:

 ¿Qué es eso?

 ¡Un grito singular!

 ¡Y seguimos avanzando!

 Se habrá desprendido el ancla.

 ¡No! ¡Está asegurada!  exclamó Joe, tirando de la cuerda.

 ¡Sin duda con el ancla arrastramos la roca!

Las hierbas se removieron a bastante distancia, y en­cima de ellas apareció una forma alargada y sinuosa.

 ¡Una serpiente!  exclamó Joe.

 ¡Una serpiente!  repitió Kennedy, al tiempo que cargaba su carabina.

 ¡No!  replicó el doctor . Es la trompa de un ele­fante.

 ¡Un elefante, Samuel!

Y así diciendo, Kennedy apuntó con la escopeta.

 Aguarda, Dick, aguarda.

~No, no tire, señor; el animal nos remolca.

~Y en buena dirección, Joe, en muy buena dirección.

El elefante, que avanzaba con cierta rapidez, no tar­dó en llegar a un raso, donde se le pudo ver entero. Por su gigantesco tamaño, el doctor reconoció a un macho de una magnífica especie. Los brazos del ancla habían quedado trabados entre sus dos blancos colmillos, ad­mirablemente curvados, cuya longitud no bajaba de ocho pies.

El animal forcejeaba en vano para desprenderse con la trompa de la cuerda que lo sujetaba a la barquilla.

 ¡Adelante, valiente!  exclamó Joe en el colmo de la alegría, animándolo con entusiasmo . ¡He aquí una nueva manera de viajar! Mejor tira este animal que un buen caballo.

 Pero ¿adónde nos lleva?  preguntó Kennedy, que agitaba con impaciencia la carabina como si le quemase las manos.

 Nos lleva a donde queremos ir, amigo Dick. Ten un poco de paciencia.

 Wig a more! Wig a more!, como dicen los campe­sinos escoceses  gritaba el alegre Joe . ¡Adelante, ade­lante!

El animal empezó a galopar muy deprisa. Agitaba la trompa de derecha a izquierda, y con sus bruscos movi­mientos sacudía violentamente la barquilla. El doctor, hacha en mano, estaba preparado para cortar la cuerda en caso necesario.

 Pero no nos separaremos del ancla hasta el último momento  dijo.

Aquella carrera a remolque del elefante duró cerca de hora y media. El animal, al parecer, no sentía la me­nor fatiga. Esos enormes paquidermos pueden estar mu­cho tiempo galopando, y de un día para otro se los en­cuentra a distancias enormes, como las ballenas, con las que coinciden en velocidad y dimensiones.

 Si bien se mira  dijo Joe , hemos hincado el arpón en una ballena y no hacemos mas que remedar la manio­bra de los balleneros durante la pesca.

Pero un cambio en la naturaleza del terreno obligó al doctor a modificar su medio de locomoción.

Al norte de la pradera, a unas tres millas, se veía un espeso bosque, por lo que era necesario separar el globo de su improvisado conductor.

Kennedy tomó a su cargo detener al elefante en su carrera; apuntó, pero estaba mal colocado para herir al animal con éxito. Una primera bala, dirigida al cráneo, quedó tan chafada como si hubiese dado contra una plancha de hierro fundido, sin causar la menor impre­sión a la enorme bestia; ésta, al estampido del arma, no hizo más que acelerar el paso, alcanzando la velocidad de un caballo lanzado al galope.

 ¡Diablos!  dijo Kennedy.

 ¡Vaya una cabeza dura!  exclamó Joe.

 Lo intentaremos con unas balas cónicas  repuso Dick, cargando la carabina con cuidado.

Cuando el escocés hizo fuego, el animal lanzó un grito terrible y siguió galopando como si tal cosa.

 Señor Dick  dijo Joe, cogiendo una escopeta , si no le ayudo esto va a ser el cuento de nunca acabar.

Y dos balas entraron en los costados del elefante.

Éste se detuvo, levantó la trompa y emprendió de nuevo la marcha a todo escape hacia el bosque. Sacudía su colosal cabeza, y la sangre empezaba a brotar copio­samente de sus heridas.

 Sigamos haciendo fuego, señor Dick.

 ¡Y que sea muy nutrido!  añadió el doctor . Tene­mos el bosque a menos de veinte toesas.

Sonaron otros diez disparos. El elefante dio un salto tan espantoso que la barquilla y el globo crujieron como si se hubiesen partido, y al doctor se le cayó el hacha de las manos.

La pérdida del hacha, que fue a parar al suelo, com­plicaba la situación de una manera terrible, pues el cable del ancla, reciamente asegurado, no podía ni ser desata­do ni cortado por los cuchillos de los viajeros. El globo se aproximaba rápidamente al bosque cuando el animal, en el momento de levantar la cabeza, recibió un balazo en un ojo. Entonces se detuvo, vaciló, sus rodillas se do­blaron y presentó su pecho al cazador.

 Una bala en el corazón  dijo éste, descargando una vez más la carabina.

El elefante lanzó un grito de dolor y de agonía; se in­corporó momentáneamente, haciendo ondear la trom­pa, y cayó desplomado sobre uno de sus colmillos, que se rajó de arriba abajo. Estaba muerto.

 ¡Se ha partido un colmillo!  exclamó Kennedy~. En Inglaterra, el marfil se paga a treinta y cinco guineas las cien libras.

 ¿Tanto?   dijo Joe, bajando a tierra por la cuerda del ancla.

 ¿De qué sirve echar cuentas, amigo Dick?  respondió el doctor Fergusson . ¿Traficamos acaso nosotros con marfil? ¿Hemos venido aquí para hacer fortuna?

Joe contempló el ancla, sólidamente agarrada al col­millo que había quedado ileso. Samuel y Dick también bajaron, mientras el aeróstato, medio deshinchado, se balanceaba sobre el cuerpo del animal.

 ¡Magnífica pieza!  exclamó Kennedy . ¡Qué mole! ¡En la India nunca había visto un elefante de este tamaño!

 Claro que no, amigo Dick; los elefantes del centro de África son los más corpulentos. Los Anderson y los Cumming los han perseguido con tal encarnizamiento por las inmediaciones de El Cabo que emigran hacia el ecuador, donde los encontraremos con frecuencia en nutridas manadas.

 Entretanto  intervino Joe , creo que podremos sa­borear un poco de éste. Me comprometo a ofrecerles una suculenta comida a expensas de este animalazo. El señor Kennedy irá a cazar durante una o dos horas; el se­ñor Samuel inspeccionará el Victoria y yo desempeñaré mis funciones de cocinero.

 Muy bien ordenado  respondió el doctor . Tienes carta blanca para obrar culinariamente como mejor te parezca.

 Y yo  dijo el cazador  haré uso de las dos horas de libertad que Joe se ha dignado otorgarme.

 Sí, amigo; pero no cometas ninguna imprudencia. No te alejes.

 Puedes estar tranquilo.

Y Dick, armado con su fusil, se internó en el bosque.

Entonces Joe empezó a desempeñar sus funciones. Primero cavó un hoyo de dos pies de profundidad y lo llenó de ramas secas, que cubrían el suelo procedentes de los boquetes hechos en el bosque por los elefantes, cuyas huellas se veían. Una vez estuvo lleno el agujero, levantó encima una pila de leña de dos pies y le prendió fuego.

A continuación se dirigió a los inanimados restos del elefante, que había caído a unas diez toesas del bosque; cortó diestramente la trompa, que medía aproximada­mente dos pies de ancho en su base, escogió la parte más delicada y a ella unió una de las esponjosas pezuñas del animal, porque, en efecto, estas partes son el mejor bo­cado, como la giba del bisonte, las patas del oso y la cabeza del jabalí.

Cuando la hoguera se hubo consumido del todo, interior y exteriormente, el agujero, limpio de cenizas y brasas, ofreció una temperatura muy elevada. Los tro­zos del elefante, envueltos en hojas aromáticas, fueron depositados en el fondo de aquel horno improvisado y cubiertos de ceniza caliente, sobre la cual Joe encendió una nueva hoguera. Cuando se hubo consumido la leña, la carne estaba a punto para ser comida.

Entonces, Joe sacó la apetitosa carne del horno, la colocó sobre hojas verdes y la dispuso en medio de una magnífica alfombra de hierba, añadiendo galletas, aguar­diente, café y un agua fresca y cristalina que cogió de un arroyo inmediato.

Daba gusto ver aquel festín tan bien presentado, y Joe, sin ser demasiado vanidoso, era de la opinión de que más gusto daría comerlo.

 ¡Un viaje sin fatigas ni peligros!  repetía . ¡Una comida a tiempo! ¡Una hamaca perpetua! ¿Qué más se puede pedir? ¡Y el bueno del señor Kennedy que no queria venir.l

Por su parte, el doctor Fergusson realizaba una ins­peccion minuciosa del aeróstato, el cual no había sufrido en la tormenta avería alguna. El tafetán y la gutapercha habían resistido a las mil maravillas. Teniendo en cuenta la altura actual del terreno y calculando la fuerza ascen­sional del globo, el doctor vio con satisfacción que había la misma cantidad de hidrógeno y que, hasta entonces, la envoltura se mantenía perfectamente impermeable.

No hacía más que cinco días que los viajeros habían salido de Zanzíbar. La provisión depemmican estaba in­cólume; la de galletas y carne en conserva bastaban para un largo viaje; por consiguiente, lo único que había que renovar era la reserva de agua.

Los tubos y el serpentín se hallaban en perfecto esta­do. Gracias a sus articulaciones de caucho, se habían prestado dócilmente a todas las oscilaciones del aerós­tato.

Terminado su examen, el doctor puso en orden sus apuntes. Trazó un croquis muy exacto del terreno cir­cundante, con la pradera que se extendía hasta perderse de vista, el bosque y el globo inmóvil sobre el cuerpo del monstruoso elefante.

Pasadas las dos horas que tenía a su disposición, Kennedy volvió con una sarta de rollizas perdices y un pernil de oryx, animal perteneciente a la especie más ágil de antílopes. Joe se encargó de guisar este aumento de provisiones.

 La mesa está puesta  anunció luego con cierta so­lemnidad.

Y los tres viajeros no tuvieron más que sentarse so­bre la alfombra de verdor. Las pezuñas y la trompa del elefante fueron declaradas exquisitas por unanimidad; se bebió a la salud de Inglaterra, como de costumbre, y de­liciosos habanos perfumaron por primera vez aquella encantadora comarca.

Kennedy comía, bebía y hablaba por los codos; esta­ba un si es no es achispado, y propuso seriamente a su amigo el doctor establecerse en aquel bosque, construir en él unas cabañas y comenzar la dinastía de los robinso­nes africanos.

La idea no tuvo consecuencias, si bien Joe se propu­so a sí mismo para desempeñar el papel de Viernes.

La campiña parecía tan tranquila, tan desierta, que el doctor resolvió pasar la noche en tierra. Joe formó un círculo de hogueras, barricadas indispensables contra las bestias feroces. Las hienas, los naguardos y los chacales atraídos por el olor de la carne del elefante, vagaban por los alrededores. Kennedy tuvo que hacer algunos disparos para ahuyentar a visitantes demasiado audaces; pero, final­mente, la noche transcurrió sin incidentes desagradables.


Yüklə 0,91 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   8   9   10   11   12   13   14   15   ...   19




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©genderi.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

    Ana səhifə