Cinco semanas en globo



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IX



Se dobla el cabo.   El castillo de proa.   Curso de

cosmografía por el profesor Joe.   De la dirección de los

globos.   De la investigación de las corrientes

atmosféricas.   ¡Eureka!
El Resolute avanzaba rápidamente hacia el cabo de Buena Esperanza. El tiempo se mantenía sereno, aunque el mar se pico un poco.

El 30 de marzo, veintisiete días después de la salida de Londres, se perfiló en el horizonte la montaña de la Mesa. La ciudad de El Cabo, situada al pie de un anfitea­tro de colinas, apareció a lo lejos, y muy pronto el Reso­lute ancló en el puerto. Pero el comandante no hacía es­cala allí, sino para proveerse de carbón, lo que fue cosa de un día, y al siguiente el buque se dirigió hacia el sur para doblar la punta meridional de África y entrar en el canal de Mozambique.

No era aquél el primer viaje por mar de Joe, de ma­nera que éste no tardó en hallarse a bordo como en su propia casa. Todos le querían por su franqueza y su buen humor. Gran parte de la celebridad de su señor re­percutía en él. Se le escuchaba como a un oráculo, y no se equivocaba más que cualquier otro.

Mientras el doctor prosegula su curso en la cámara de los oficiales, Joe se despachaba a gusto en el castillo de proa y hacía historia a su manera, procedimiento segui­do por los más eminentes historiadores de todos los tiempos.

Se trataba, como era natural, del viaje aéreo. Joe con­siguió, no sin trabajo, que aceptasen la empresa los espi­ritus recalcitrantes; pero, una vez aceptada, la imagina­ción de los marineros, estimulada por los relatos de Joe, ya no concibió nada que fuese imposible.

El ameno narrador persuadía a su auditorio de que después de aquel viaje emprenderían otros muchos. Aquél no era más que el primer eslabón de una larga se­rie de empresas sobrehumanas.

 Creedme, camaradas; cuando se ha probado este género de locomoción, no se puede prescindir de él; así es que, en nuestra próxima expedición, en lugar de ir de lado, iremos hacia adelante sin dejar de subir.

 ¡Bueno!  exclamó un oyente, maravillado . En­tonces llegaréis a la Luna.

 ¡A la Luna!  respondió Joe con desdén . ¡No, eso es demasiado común! A la Luna va todo el mundo. Ade­más, allí no hay agua y es preciso llevar una enorme can­tidad de provisiones; e incluso atmósfera en frascos, por poco interés que se tenga en respirar.

 ¡Con tal de que haya ginebra!  dijo un marinero muy aficionado a esta bebida.

 Tampoco, camarada. ¡No! Nada de Luna. Reco­rreremos esas hermosas estrellas, esos encantadores pla­netas de los que tantas veces me ha hablado mi señor. Visitaremos primero Saturno...

 ¿ El que tiene un anillo?  preguntó el contramaestre.

 ¡Sí, un anillo nupcial! Lo que ocurre es que se igno­ra el paradero de su mujer.

 ¡Cómo! ¿Tan alto irán?  preguntó un grumete, atónito . Su señor debe de ser el diablo.

 ¿El diablo? ¡Es demasiado bueno para ser el diablo!

 ¿Y después de Saturno?  preguntó uno de los más impacientes del auditorio.

 ¿Después de Saturno? Haremos una visita a Júpi­ter, un extraño país donde los días no son más que de nueve horas Y media, lo cual resulta cómodo para los pe­rezosos, y donde los años, por extraño que parezca du­ran doce años, lo cual ofrece ventajas para los que no tie­nen más que seis meses de vida. ¡Eso prolonga algo su existencia!

 ¿Doce años?  repuso el grumete.

 Sí, pequeño, en esas tierras tú mamarías aún, y aquel de allá, que roza la cincuentena, sería un chiquillo de cuatro anos y medio.

 ¡No puede ser!  exclamaron unánimes todos los hombres que se hallaban en el castillo de proa.

 Es la pura verdad   dijo Joe con aplomo . Pero ¿que queréis? Cuando uno se empeña en vegetar en este mundo, no aprende nada y es tan ignorante como una marsopa. ¡Pasead un poco por Júpiter y veréis! ¡Es me­nester, sin embargo, saber comportarse allí arriba, pues hay satélites que no son tolerantes!

Y todos reían, pero sólo le creían hasta cierto punto.. Y él les hablaba de Neptuno, donde los marineros son muy bien recibidos, y de Marte, donde los militares im­ponen su autoridad, lo cual acaba por resultar fastidioso. En cuanto a Mercurio, es un pícaro país de ladrones y mercaderes, tan parecidos unos a otros que difícilmente se les distingue. Y, por último, de Venus les pintaba un cuadro verdaderamente encantador.

 Y cuando volvamos de esta expedición  dijo el ameno narrador  se nos condecorará con la Cruz del Sur, que brilla allá arriba en el ojal del buen Dios.

 ¡Y bien merecida la tendréis!  admitieron los marineros.

Así, en alegres pláticas, transcurrían las largas tardes en el castillo de proa. Mientras tanto, las conversaciones instructivas del doctor seguian su camino.

Un día, hablando de la dirección de los globos, se le pidió a Fergusson que diese acerca del particular su pa­recer.

 Yo no creo  dijo  que se pueda llegar a dirigir un globo. Conozco todos los sistemas que se han ensayado o ideado, y ni uno solo es practicable. Como compren­derán, me he ocupado de esta cuestión, de interés capital para mí. Sin embargo, no he podido resolverla con los medios suministrados por los conocimientos actuales de la mecánica. Sería preciso descubrir un motor de un po­der extraordinario y de una ligereza imposible. Y aun así, no se podrían contrarrestar las corrientes de cierta importancia. Además, hasta ahora se ha pensado más en dirigir la barquilla que el globo, lo cual es un error.

 Existe, sin embargo  replicó un oficial , una gran relación entre un aeróstato y un buque, y éste puede di­rigirse a voluntad.

 No  respondió el doctor Fergusson . Existe muy poca relación o ninguna. El aire es infinitamente menos denso que el agua, en la cual el buque no se sumerge más que hasta cierto punto, mientras que el aeróstato se abis­ma por completo en la atmósfera y permanece inmóvil con relación al fluido circundante.

 ¿Cree entonces que la ciencia aerostática ha dicho ya su última palabra?

 ¡No tanto! ¡No tanto! Es preciso buscar otra cosa; si no se puede dirigir un globo, al menos hay que inten­tar mantenerlo en las corrientes atmosféricas favorables. Éstas, a medida que se sube, se vuelven mucho más uni­formes y son constantes en su direccion; ya no las per­turban los valles y las montañas que surcan la superficie del planeta, y eso, como muy bien sabe, es la principal causa de las variaciones del viento y de la irregularidad de su soplo. Una vez determinadas estas zonas, el globo no tendrá más que colocarse en las corrientes que le con­vengan.

 Pero, entonces  repuso el comandante Pennet , para alcanzarlas será menester subir o bajar constante­mente. He ahí la verdadera dificultad, mi querido doc­tor.

 ¿Por qué, mi querido comandante?

 Entendámonos: sólo supondrá una dificultad y un obstáculo para los viajes de largo recorrido, no para los simples paseos aéreos.

 ¿Y tendría la bondad de decirme por qué?

 Porque para subir es imprescindible soltar lastres, y para bajar es imprescindible perder gas, y con tanto subir y bajar las provisiones de gas y de lastre se agotan enseguida.

 He ahí la cuestión, amigo Pennet. He ahí la única dificultad que debe procurar allanar la ciencia. No se trata de dirigir globos; se trata de moverlos de arriba abajo sin gastar ese gas que constituye su fuerza, su san­gre, su alma, si es lícito hablar así.

 Tiene razon, mi querido doctor, pero esa dificultad aún no está resuelta, ese medio todavía no se ha encon­trado.

 Perdone, se ha encontrado.

 ¿Quién lo ha encontrado?

 ¡Yo!

 ¿Usted?


 Comprenderá que, de otro modo, no me aventura­ría a cruzar África en globo. ¡A las veinticuatro horas me quedaría sin gas!

 Pero no habló de eso en Inglaterra.

 ¿Para qué? Quería evitar una discusión pública; me parecía algo inútil. Hice experimentos preparatorios en secreto y quedé satisfecho de ellos. No tenía necesidad de más.

 Y bien, mi querido Fergusson, ¿sería una impru­dencia preguntarle su secreto?

 En absoluto. El medio es muy sencillo, señores; ahora lo verán.

El auditorio redobló su atención y el doctor tomó tranquilamente la palabra.


X

Ensayos anteriores.   Las cinco cajas del doctor.   El

soplete de gas.   El calorífero.   Manera de maniobrar.

  Exito seguro


 Se ha intentado muchas veces, señores, subir o bajar a voluntad sin perder el gas o el lastre del globo. Un aero­nauta francés, el señor Mounier, pretendía alcanzar este objetivo comprimiendo aire en un receptáculo interior Un belga, el doctor Van Hecke, por medio de alas y pale­tas desplegaba una fuerza vertical que en la mayor parte de los casos hubiera sido insuficiente. Los resultados prácticos obtenidos por estos medios han sido insignifi­cantes.

»Yo he resuelto abordar la cuestión más directa­mente. Desde luego, suprimo por completo el lastre, sal­vo que me obligue a recurrir a él algún caso de fuerza mayor, como, por ejemplo, la rotura del aparato o la ne­cesidad de elevarme con gran rapidez para evitar un obs­táculo imprevisto.

»Mis medios de ascensión y descenso consisten úni­camente en dilatar o contraer, por medio de distintas temperaturas, el gas almacenado en el interior del aerós­tato. Y he aquí cómo obtengo este resultado.

»Han visto que, con la barquilla, embarcaron unas cajas cuyo uso desconocen sin duda. Hay cinco cajas.

»La primera contiene unos veinticinco galones de agua, a la cual añado algunas gotas de ácido sulfúrico para aumentar su conductibilidad y la descompongo por medio de una potente pila de Bunsen. El agua, como sa­ben, se compone de dos volúmenes de gas hidrógeno y un volumen de gas oxígeno.

»Este último, bajo la acción de la pila, pasa por el polo positivo a una segunda caja. Una tercera, colocada encima de la segunda y de doble capacidad, recibe el hi­drógeno que llega por el polo negativo.

»Dos espitas, una de las cuales tiene doble abertura que la otra, ponen en comunicación estas dos cajas con otra, que es la cuarta y se llama caja de mezcla. En ella, en efecto, se mezclan los dos gases procedentes de la descomposición del agua. La capacidad de esta caja de mezcla viene a ser de cuarenta y un pies cúbicos.

»En la parte superior de esta caja hay un tubo de pla­tino, provisto de una llave.

»Ya habrán comprendido, señores, que el aparato que les describo es, simplemente, un soplete de gas oxígeno e hidrogeno, cuyo calor supera el del fuego de una fragua.

»Establecido esto, paso a la segunda parte del aparato.

»De la parte inferior del globo, que está hermética­mente cerrado, salen dos tubos separados por un peque­ño intervalo. El uno arranca de las capas superiores del gas hidrógeno, y el otro de las inferiores.

»Estos dos tubos están provistos, de trecho en tre­cho, de sólidas articulaciones de caucho que les permi­ten adaptarse a las oscilaciones del aeróstato.

»Los dos bajan hasta la barquilla y se pierden en una caja cilíndrica de hierro, llamada caja de calor, cerrada en ambos por dos fuertes discos del mismo metal.

»El tubo que sale de la región inferior del globo pasa a la caja cilíndrica por el disco inferior y, penetrando en él, adopta entonces la forma de un serpentín helicoidal, cuyos anillos superpuestos ocupan casi toda la altura de la caja. Antes de salir, el serpentín pasa a un pequeño cono, cuya base cóncava, en forma de esférico, se dirige hacia abajo.

»Por el vértice de este cono sale el segundo tubo, que se traslada, como he dicho, a las partes superiores del globo.

»El casquete esférico del pequeño cono es de plati­no, para que no se funda por la acción del soplete, pues éste se halla colocado en el fondo de la caja de hierro, en el centro del serpentín helicoidal, y el extremo de la lla­ma roza ligeramente el casquete.

»Todos saben, señores, lo que es un calorífero desti­nado a calentar las habitaciones, y saben también cómo actúa. El aire de la habitación, tras pasar por los tubos, vuelve a una temperatura más elevada. El aparato que aca­bo de describir no es, en realidad, más que un calorífero.

»¿Qué ocurre entonces? Una vez encendido el so­plete, el hidrógeno del serpentín y del cono cóncavo se calienta y sube rápidamente por el tubo, que lo conduce a las regiones superiores del aeróstato. Debajo se forma el vacío, que atrae el gas de las regiones inferiores, el cual se calienta a su vez y es continuamente reemplazado. Así se establece en los tubos y el serpentín una corriente su­mamente rápida de gas, que sale del globo y vuelve a él calentándose sin cesar.

»Ahora bien, los gases aumentan 1/480 de su volu­men por grado de calor. Por lo tanto, si fuerzo 180 la tem­peratura, el hidrógeno del aeróstato se dilatará 18/480, o mil seiscientos setenta y cuatro pies cúbicos;' por consi­guiente, desplazará mil seiscientos setenta y cuatro pies cúbicos de aire más, lo cual aumentará mil seiscientas li­bras su fuerza ascensional que equivale a un despren­dimiento de lastre de igual peso. Si aumento 1800 la temperatura, el gas experimentará una dilatación de 180/480, desplazará dieciséis mil setecientos cuarenta pies cúbicos más y su fuerza ascensional se incrementará mil seiscientas libras.

»Como ven, señores, puedo obtener fácilmente de­sequilibrios considerables. El volumen del aeróstato ha sido calculado de manera que, estando medio hinchado, desplace un peso de aire exactamente igual al de la en­voltura del hidrógeno y la barquilla con los viajeros y todos los accesorios. En ese punto, se halla en equilibrio en el aire, sin subir ni bajar.

»Para verificar la ascensión, doy al gas una tempera­tura superior a la temperatura ambiente por medio del soplete. Con este exceso de calor, obtiene una tensión más fuerte e hincha más el globo, que sube tanto más cuanto más dilato el hidrógeno.

»El descenso se realiza, naturalmente, moderando el calor del soplete y dejando que baje la temperatura. La ascension sera, pues, generalmente mucho más rápida que el descenso. Pero esta circunstancia resulta favora­ble, pues no tengo ningún interés en bajar rápidamente, mientras que una pronta marcha ascensional es lo que me permite evitar los obstáculos. Los peligros están aba­jo, no arriba.

»Además, como les he dicho, tengo cierta cantidad de lastre que me permitirá elevarme con más prontitud aun en caso necesario. La válvula situada en el polo su­perior del globo no es más que una válvula de seguridad. El globo conserva siempre la misma carga de hidrógeno, siendo las variaciones de temperatura que produzco en ese medio de gas cerrado las que provocan todos los mo­vimientos de ascension y descenso.

»Ahora, señores, añadiré un detalle práctico.

»La combustión del hidrógeno y del oxígeno en la punta del soplete produce únicamente vapor de agua. He dotado, por ello, a la parte inferior de la caja cilíndri­ca de hierro de un tubo de desprendimiento con válvula que funciona a menos de dos atmósferas de presión; por consiguiente, desde el momento en que alcanza esta pre­sión, el vapor se escapa por sí mismo.

»He aquí cifras muy exactas.

»Veinticinco galones de agua descompuesta en sus elementos constitutivos, dan 200 libras de oxígeno y 25 de hidrógeno. Esto representa en la presión atmosférica, mil ochocientos noventa pies cúbicos del primero y tres mil setecientos ochenta del segundo; en total cinco mil seiscientos setenta pies cúbicos de mezcla.

»La espita del soplete, enteramente abierta, consume veintisiete pies cúbicos por hora, con una llama por lo menos diez veces más potente que la de las farolas de alumbrado. Por término medio, pues, para mantenerme a una altura poco considerable, no quemaré más de nue­ve pies cúbicos por hora, por lo que mis veinticinco ga­lones de agua representan seiscientas treinta horas de navegación aérea, es decir, algo más de veintiséis días.

»Y como puedo bajar a mi arbitrio, y renovar por el camino la provisión de agua, mi viaje puede prolongarse indefinidamente.

»He aquí mi secreto, señores. Es sencillo, y, como todas las cosas sencillas, no puede dejar de tener éxito. La dilatación y la contracción del gas del aeróstato, tal es mi medio, que no exige ni alas embarazosas ni motor mecánico. Un calorífero para producir las variaciones de temperatura y un soplete para calentarlo; eso no es incó­modo ni pesado.

»Creo, pues, haber reunido todas las condiciones para el éxito.

Así terminó su discurso el doctor Fergusson, y fue cordialmente aplaudido. No había objeción alguna que hacer; todo estaba previsto y resuelto.

-Sin embargo  dijo el comandante , puede ser peli­groso.

¿Qué importa  respondió sencillamente el doc­tor , si es practicable?


XI
Llegada a Zanzíbar.   El cónsul inglés.   Mala

disposición de los habitantes.   La isla de Kumbeni.  

Los hacedores de lluvia.   Hinchan el globo.   Partida

del 18 de abril.   último adiós.   El Victoria
Un viento constantemente favorable había acelera­do la marcha del Resolute hacia el lugar de su destino. La navegación del canal de Mozambique fue particu­larmente apacible. La travesía marítima era un buen pre­sagio de la aérea. Todos deseaban llegar pronto y ayudar al doctor Fergusson en sus últimos preparativos.

El buque avistó por fin la ciudad de Zanzíbar, situa­da en la isla del mismo nombre, y el 15 de abril, a las once de la mañana, ancló en el puerto.

La isla de Zanzíbar pertenece al imán de Mascate, aliado de Francia y de Inglaterra, y es indudablemente la más bella de sus colonias. El puerto recibe muchos bu­ques de los países vecinos.

La isla está separada de la costa africana por un ca­nal, cuya anchura mayor no pasa de treinta millas.

Existe un gran comercio de caucho, marfil y, sobre todo, ébano, porque Zanzíbar es el gran mercado de es­clavos. Allí se concentra todo el botín conquistado en las batallas que los jefes del interior libran incesante­mente. El tráfico se extiende por toda la costa oriental, e incluso en las latitudes del Nilo, y G. Lejean ha visto allí tratar abiertamente bajo pabellón francés.

Apenas llegó el Resolute, el cónsul inglés de Zanzí­bar subió a bordo y se puso a disposición del doctor, de cuyos proyectos le habían tenido al corriente desde ha­cía un mes los periódicos de Europa. Pero hasta enton­ces había formado parte de la numerosa falange de los incrédulos.

 Dudaba  dijo, tendiéndole la mano a Samuel Fer­gusson , pero ahora ya no dudo.

Ofreció su propia casa al doctor, a Dick Kennedy y, naturalmente, al bravo Joe.

Por el cónsul tuvo el doctor conocimiento de varias cartas que había recibido del capitán  Speke. El capitán y sus compañeros habían tenido que pasar mucha hambre y muchos contratiempos antes de llegar al país de Ugo­go. No avanzaban sino con una gran dificultad y no pensaban poder dar noticias inmediatas de su situación y paradero.

 He aquí peligros y privaciones que nosotros po­dremos evitar  dijo el doctor.

El equipaje de los tres viajeros fue trasladado a la casa del cónsul. Se disponían a desembarcar el globo en la playa de Zanzíbar, pues cerca del asta de las banderas de señalización había un sitio favorable, junto a una enorme construcción que lo hubiera puesto a cubierto de los vientos del este. Aquella gran torre, semejante a un tonel inmenso junto al cual la cuba de Heidelberg ha­bría parecido un insignificante barril, servía de fuerte, y en su plataforma vigilaban unos beluchíes, armados con lanzas, especie de soldados haraganes y vocingleros.

Sin embargo, durante el desembarco del aeróstato, el cónsul recibió aviso de que la población de la isla se opondría a ello por la fuerza. No hay nada tan ciego como el apasionamiento fanático. La noticia de la llega­da de un cristiano que iba a elevarse por los aires fue recibida con indignación, y los negros, más conmociona­dos que los árabes, vieron en este proyecto intenciones hostiles a su religión, figurándose que se dirigía contra el Sol y la Luna, que son objeto de veneración para las tri­bus africanas. Así pues, resolvieron oponerse a expedi­ción tan sacrílega.

El cónsul conferenció acerca del particular con el doctor Fergusson y el comandante Pennet. Éste no que­ría retroceder ante las amenazas; pero su amigo le hizo entrar en razón.

 Ya sé  le dijo  que acabaremos metiéndonos a esa gente en el bolsillo, y en caso necesario los propios sol­dados del imán nos prestarán auxilio; pero, mi querido comandante, un accidente sobreviene en el momento menos pensado, y bastaría un golpe cualquiera para cau­sar al globo una avería irreparable que comprometiera el viaje irremisiblemente. Es, pues, preciso, que andemos con pies de plomo.

 ¿Qué haremos, pues? Si desembarcamos en la cos­ta de África, tropezaremos con las mismas dificultades. ¿Qué podemos hacer?

 Es muy sencillo  respondió el cónsul . ¿Ven aque­llas islas situadas más allá del puerto? Desembarquen en una de ellas el aeróstato, aposten a los marineros for­mando un cinturón de protección, y no correrán ningún peligro.

 Perfectamente  dijo el doctor . Y allí podremos con toda libertad concluir nuestros preparativos.

El comandante aprobó el consejo y el Resolute se acercó a la isla de Kumbeni. Durante la madrugada del 16 de abril, el globo fue puesto a buen recaudo en medio de un claro, entre los extensos bosques que cubrían aquella tierra.

Clavaron en el suelo dos palos de 80 pies de alto, si­tuados a una distancia similar uno de otro; un juego de poleas sujeto a su extremo permitió levantar el aeróstato por medio de un cable transversal. El globo estaba en­tonces enteramente deshinchado. El globo interior se hallaba unido al vértice del exterior, de modo que subían los dos a un mismo tiempo.

En el apéndice inferior de uno y otro, se fijaron los dos tubos de introducción del hidrógeno.

El día 17 se invirtió en disponer el aparato destinado a producir el gas; se componía de 30 toneles, en los que se verificaba la descomposición del agua por medio de pedazos de hierro viejo y acido sulfúrico sumergidos en una gran cantidad de agua. El hidrógeno pasaba a un gran tonel central tras haber sido lavado, y desde allí su­bía por los tubos de introducción a los dos aeróstatos. De esta manera, ambos recibían una cantidad de gas per­fectamente determinada.

Para esta operación fue preciso echar mano de mil ochocientos sesenta y seis galones de ácido sulfúrico, dieciséis mil cincuenta libras de hierro y novecientos sesenta y seis galones de agua.

Esta operación empezó aproximadamente a las tres de la mañana del día siguiente y duró casi ocho horas. Al otro día, el aeróstato, cubierto con su red, se balanceaba graciosamente sobre la barquilla, sostenido por un gran número de sacos llenos de tierra. Se montó con el mayor cuidado el aparato de dilatación, y los tubos que salían del aeróstato fueron adaptados a la caja cilíndrica.

Las anclas, las cuerdas, los instrumentos, las mantas de viaje, la tienda, los víveres y las armas ocuparon en la barquilla el puesto que tenían asignado; la aguada se hizo en Zanzíbar. Las doscientas libras de lastre se dis­tribuyeron entre cincuenta sacos colocados en el fondo de la barquilla, pero al alcance de la mano.

Hacia las cinco de la tarde finalizaban estos prepara­tivos. Unos centinelas montaban guardia alrededor de la isla, y las embarcaciones del Resolute surcaban el canal.

Los negros seguían manifestando su cólera con gri­tos, muecas y contorsiones. Los hechiceros recorrían los grupos irritados y acababan de exasperar los ánimos; al­gunos fanáticos trataron,de ganar la isla a nado, pero se les rechazó fácilmente.

Entonces empezaron los sortilegios y los encanta­mientos; los hacedores de lluvia, que pretendían tener poder sobre las nubes, llamaron en su auxilio a los hura­canes y a las «lluvias de piedra»; cogieron hojas de todas las especies de árboles del país y las cocieron a fuego len­to, mientras mataban un cordero clavándole una larga aguja en el corazón. Pero, a pesar de todas sus ceremo­nias, el cielo permaneció sereno y puro.

Entonces los negros se entregaron a furiosas orgías embriagándose con tembo, aguardiente que se extrae del cocotero, o con una cerveza sumamente fuerte llamada togwa. Sus cantos, sin melodía apreciable, pero con un ritmo muy exacto, duraron hasta muy entrada la noche.

Hacia las seis, una última comida reunió a los viaje­ros alrededor de la mesa del comandante y de sus oficia­les. Kennedy, a quien nadie dirigía pregunta alguna, mur­muraba en voz baja palabras incomprensibles, con la mirada fija en el doctor Fergusson.

La comida fue triste. La aproximación del momento supremo inspiraba a todos penosas reflexiones. ¿Qué reservaba el destino a aquellos audaces viajeros? ¿Volve­rían a hallarse entre sus amigos, a sentarse junto al fuego del hogar? Si les llegaban a faltar los medios de transpor­te, ¿que seria de ellos en el seno de tribus feroces, en aquellas comarcas inexploradas, en medio de desiertos inmensos?

Estas ideas, vagas hasta entonces y a las que todos se inclinaban poco, en aquel momento asaltaban las imagi­naciones sobreexcitadas. El doctor Fergusson, tan frío e impasible como siempre, habló de varias cosas para disi­par aquella tristeza comunicativa, pero sus esfuerzos fueron vanos.

Como se temía alguna demostración contra la per­sona del doctor y de sus compañeros, los tres se queda­ron a dormir a bordo del Resolute. A las seis de la maña­na salieron de su camarote y se trasladaron de nuevo a la isla de Kumbeni.

El globo se balanceaba ligeramente, mecido por el viento del este. Los sacos de tierra que lo retenían ha­bían sido reemplazados por veinte marineros. El co­mandante Pennet y sus oficiales asistían a aquella solem­ne marcha.

En aquel momento Kennedy se dirigió al doctor, le cogió la mano y le dijo:

 ¿Es cosa decidida tu marcha, Samuel?

 Muy decidida, mi querido Dick.

 ¿He hecho yo cuanto de mí dependía para impedir este viaje?

 Todo.


 Entonces tengo sobre el particular la conciencia tranquila y te acompaño.

 Ya lo sabía  respondió el doctor, dejando que aflo­rase a su semblante una furtiva emoción.

Se acercaba el instante de los últimos adioses. El co­mandante y los oficiales abrazaron con efusión a sus in­trépidos amigos, sin exceptuar al digno Joe, que estaba muy contento y satisfecho. Todos quisieron que el doc­tor Fergusson les diese un apretón de manos.

A las nueve, los tres compañeros de viaje ocuparon su puesto en la barquilla. El doctor encendió el soplete y avivó la llama de modo que produjese un calor rápido. El globo, que se mantenía junto al suelo en perfecto equilibrio, empezó a levantarse a los pocos minutos. Los marineros tuvieron que aflojar un poco las cuerdas que lo retenían. La barquilla se elevó unos veinte pies.

-¡Amigos míos -exclamó el doctor, puesto en pie entre sus dos compañeros y quitándose el sombrero , pongámosle a nuestro buque aéreo un nombre que le dé suerte! ¡Llamémosle Victoria!

Resonó un hurra formidable.

 ¡Viva la reina! ¡Viva Inglaterra!

En aquel momento la fuerza ascensional del aerós­tato aumentó prodigiosamente. Fergusson, Kennedy y Joe dirigieron un último adiós a sus amigos.

 ¡Suelten las cuerdas!  exclamó el doctor.

Y el Victoria se elevó por los aires rápidamente, mientras las cuatro piezas de artillería del Resolute atro­naban el espacio en su honor.




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