Cinco semanas en globo



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XXIV

El viento cesa.   Las inmediaciones del desierto.   El

inventario de la provisión de agua.   Las noches del

ecuador.   Inquietudes de Samuel Fergusson.   La

verdadera situación.   Enérgicas respuestas de Kennedy

y Joe.   Otra noche
El Victoria, sujeto a un árbol solitario y casi seco, pasó una noche absolutamente tranquila. Los viajeros, abrumados por los tristes recuerdos de los últimos días, pudieron conciliar el sueño que tanto necesitaban.

Al amanecer, el cielo recobró su brillante limpidez y su calor. El globo se elevó por los aires, y tras varias ten­tativas infructuosas, encontró una corriente que, aunque poco rápida, le impelió hacia el noroeste.

 No adelantamos nada  dijo el doctor . Si no me equivoco en cosa de diez días hemos realizado la mitad de nuestro viaje; pero, al paso que vamos, necesitaremos meses para llegar a su término. Y, teniendo en cuenta que empieza a escasear el agua, la cuestión resulta bas­tante fastidiosa.

 Encontraremos agua  respondió Dick ; es imposi­ble que en un país tan extenso no haya algún río, algún arroyo o algún estanque.

 Así lo deseo.

 ¿No será el cargamento de Joe el que retarda nues­tra marcha?

Kennedy, al hablar así, quería ver la cara que ponía el muchacho y divertirse a su costa, como si a él no se le hubiesen ido también los ojos tras el oro, aunque supo ocultar a tiempo su codicia.

Joe le dirigió una mirada suplicante. El doctor no estaba de humor para chanzas, pensando únicamente con secreto terror en las inmensas soledades del Sáhara, en el que las caravanas pasan semanas enteras sin encon­trar un pozo donde apagar la sed devoradora. Exami­naba con la mayor atención todas las depresiones de la tierra.

Estas precauciones y los últimos incidentes habían modificado de una manera sensible la disposición de ánimo de los tres viajeros. Hablaban menos y se queda­ban más absortos en sus propios pensamientos.

El digno Joe no era el mismo hombre desde que su mirada se había sumergido en un océano de oro. Guar­daba silencio y miraba con avidez las piedras amontona­das en la barquilla, que, aunque en aquel momento care­cían de valor, lo adquirirían más adelante.

Además, el aspecto de aquella parte de África era in­quietante. Empezaba el desierto. No se veía ni una aldea, ni un grupo insignificante de chozas. La vegetación lan­guidecía. Distinguíanse apenas unas cuantas plantas sin fuerza para desarrollarse, como en los terrenos brezosos de Escocia, algunas arenas blanquecinas y piedras calci­nadas, algunos lentiscos y matorrales espinosos. En me­dio de aquella esterilidad, el rudimentario armazón del planeta aparecía en forma de agudas y afiladas aristas de roca. Aquellos síntomas de aridez daban mucho que pensar al doctor Fergusson.

No parecía que caravana alguna hubiese cruzado ja­más aquella comarca desierta. No se vislumbraba ningún vestigio de campamento, ni blancas osamentas de hombres o animales. ¡Nada! Y todo indicaba que un arenal inmenso sucedería a aquella región desolada.

Sin embargo, no se podía retroceder. Había que se­guir adelante, y el doctor no aspiraba a otra cosa. Hubie­ra deseado una tempestad que lo alejase de aquella re­gión. ¡Y ni una nube en el cielo! Al final de la jornada el Victoria apenas había avanzado treinta millas.

¡Si no hubiese escaseado el agua! ¡Pero no quedaban más que tres galones en total! Fergusson separó uno destinado a apagar la ardiente sed que un calor de 900 hacía insoportable. Quedaban, pues, dos galones para alimentar el soplete, los cuales no podían producir más que cuatrocientos ochenta pies cúbicos de gas, y como el soplete consumía unos nueve pies cúbicos por hora, sólo había gas suficiente para cincuenta y cuatro horas. El cálculo era rigurosamente matemático.

 ¡Cincuenta y cuatro horas!  dijo a sus compañe­ros . Y como estoy totalmente resuelto a no viajar du­rante la noche para no exponerme a pasar por alto un arroyo, un manantial o un pantano, nos quedan tres días y medio de viaje, durante los cuales es preciso encontrar agua a toda costa. He creído, anugos mios, que es mi de­ber poner en vuestro conocimiento esta grave situación, pues no reservo más que un solo galón para apagar nues­tra sed y forzoso será que nos sometamos a una ración severa.

 Como quieras  respondió el cazador , pero aún no ha llegado el momento de entregarnos a la desespera­ción. ¿No has dicho que todavía nos queda agua para tres días?

 Sí, amigo Dick.

 Pues bien, como nuestros lamentos serían inútiles, dentro de tres días tomaremos una decision; entretanto, redoblemos la vigilancia.

En la cena de aquel mismo día se midió estrictamen­te el agua. Verdad es que se aumentó la cantidad de aguardiente en los grogs, pero había que desconfiar de aquel licor, mas propio para aumentar la sed que para apagarla.

La barquilla descansó durante la noche sobre una in­mensa meseta que presentaba una depresión considera­ble. Su altura era apenas de ochocientos pies sobre el ni­vel del mar. Esta circunstancia hizo concebir alguna esperanza al doctor, recordándole la presunción de los geógrafos acerca de la existencia de una vasta extensión de agua en el centro de África. Pero aun en el supuesto de que el lago existiese, había que llegar a él, y no se produ­cía modificación alguna en aquel cielo inmóvil.

A la noche, apacible y magníficamente estrellada, le sucedieron los ardientes rayos de sol de un día inmuta­ble. La temperatura fue abrasadora desde que rayó el alba. A las cinco de la mañana, el doctor dio la señal de marcha, y durante bastante tiempo el Victoria permane­ció estancado en una atmósfera de plomo.

El doctor habría podido librarse de aquel calor in­tenso elevándose a zonas superiores, pero hubiera teni­do que consumir una cantidad mayor de agua, lo que entonces era imposible. Se contentó, pues, con mantener el globo a cien pies del suelo; allí, una corriente harto débil lo empujaba lentamente hacia el horizonte occi­dental.

El almuerzo se compuso de un poco de cecina y de pemmican. Hacia mediodía, el Victoria apenas había re­corrido unas cuantas millas.

 No podemos ir más deprisa  dijo el doctor . No­sotros no mandamos, obedecemos.

 Amigo Samuel  repuso el cazador , he aquí una ocasion en que un propulsor vendría a pedir de boca.

 Sin duda, Dick; admitiendo, sin embargo, que no requiriese agua para ponerse en movimiento, pues de lo contrario la situación sería exactamente la misma. Ade­más, hasta ahora no se ha inventado nada que sea practi­cable. Los globos se hallan aún en el punto en que se ha­llaban los buques antes de la invención del vapor. Seis mil años se tardó en idear las ruedas y las hélices; tene­mos, pues, para rato.

 ¡Maldito calor!  exclamó Joe, que sudaba a mares.

 Si tuviésemos agua, este calor nos serviría de algo, porque dilata el hidrógeno del aeróstato y se necesita una llama menos viva en el serpentín. Verdad es que, si tuviésemos agua, no tendríamos necesidad de economi­zarla. ¡Maldito sea el salvaje que nos ha costado la pre­ciosa caja!

 ¿Te arrepientes de lo que has hecho, Samuel?

 No, Dick, puesto que hemos podido sustraer a un desgraciado de una muerte horrible. Pero las cien libras de agua que arrojamos nos serían muy útiles, pues ten­dríamos doce o trece días de marcha asegurada, suficien­te sin duda para atravesar el desierto.

 ¿No estamos, por lo menos, a la mitad del viaje?  preguntó Joe.

 En distancia, sí; pero no en duración, si el viento nos abandona. Y el viento tiende a cesar completamente.

 Señor  repuso Joe , no nos quejemos; hasta ahora nos las hemos arreglado perfectamente, y a mi, por mas que me empeñe, me es imposible desesperarme. Halla­remos agua, se lo digo yo.

De milla en milla se deprimía el terreno, y las ondu­laciones de las montañas auríferas morían en la llanura, siendo las últimas prominencias de una naturaleza exte­nuada. Hierbas dispersas reemplazaban los hermosos árboles del este; algunas fajas de un verdor alterado lu­chaban contra la invasión de las arenas; y enormes rocas caídas de las lejanas cumbres, haciéndose pedazos al caer, se desparramaban en agudos guijarros, que pronto se convertirían en tosca arena y mas adelante en impal­pable polvo.

 He aquí África tal como tú te la imaginabas, Joe; te­nia yo razon cuando te decía: ¡Aguarda!

 ¿Y qué, señor?  replicó Joe . Esto, al menos, es lo natural. ¡Calor y arena! Absurdo sería buscar otra cosa en un pais semejante. Yo  añadió, riendo  no confiaba en sus bosques y praderas, que me parecieron siempre un contrasentido. No valía la pena venir de tan lejos para en­contrar la campiña de Inglaterra. Ahora es la primera vez que creo estar en África, y no siento conocerla de cerca.

Al anochecer el doctor comprobó que el Victoria, durante aquel día bochornoso, no había recorrido ni veinte millas. Una oscuridad caliente lo envolvió una vez que el sol hubo desaparecido detrás de un horizonte trazado con la limpieza de una línea recta.

El día siguiente, 1 de mayo, era jueves; pero los días se sucedían con una monotonía desesperante. Cada ma­ñana era idéntica a la que había precedido; el mediodía lanzaba siempre con igual profusión los mismos rayos inagotables, y la noche condensaba en su sombra el calor disperso que el día siguiente debía legar a la siguiente noche. El viento, apenas perceptible, parecía más una as­piracion que un soplo, y se podía presentir el instante en que hasta aquel aliento cesaría.

El doctor lograba reaccionar contra la tristeza de aquella situación; conservaba la calma y la sangre fría de un corazon aguerrido. Con un anteojo en la mano, inte­rrogaba todos los puntos del horizonte; veía decrecer imperceptiblemente las últimas colinas y borrarse la úl­tima vegetación, mientras que ante él se extendía toda la inmensidad del desierto.

La responsabilidad que pesaba sobre él le afectaba mucho, aunque sabía disimularlo. Aquellos dos hom­bres, Dick y Joe, ambos amigos, habían sido arrastrados por él, casi por la fuerza de la amistad o del deber. ¿ Había obrado bien? ¿No había entrado en vías prohibidas? ¿No intentaba en aquel viaje traspasar los límites de lo imposible? ¿No habría Dios reservado a siglos muy pos­teriores el conocimiento de aquel continente ingrato?

Todos estos pensamientos, como sucede en las horas de desaliento, se multiplicaban en su cabeza, y, por una irresistible asociación de ideas, le llevaban más allá de la lógica y el raciocinio. Después de constatar lo que no debió hacer, se preguntaba lo que debía hacer en aquel momento. ¿Sería imposible volver sobre sus pasos? ¿No había corrientes superiores que le llevaran hacia comar­cas menos áridas? Conocía la zona que habían atravesa­do, pero no aquella hacia la que se dirigían, por lo que su conciencia le hizo tomar la resolución de abrirse a sus compañeros, exponiéndoles la situación sin tapujos. Les mostró el camino recorrido y el que quedaba aún por re­correr; en rigor, se podía retroceder, o al menos inten­tarlo, y deseaba conocer su opinion.

 Yo no tengo otra opinión que la de mi señor  res­pondió Joe . Lo que él sufra, yo puedo sufrirlo mejor que él. A donde él vaya, yo iré.

 ¿Y tú, Kennedy?

 Yo, mi querido Samuel, no soy hombre que se de­sespere; nadie era más consciente que yo de los peligros de la empresa, pero decidí ignorarlos cuando vi que tú los afrontabas. Así pues, estoy contigo en cuerpo y alma. En la actual situación soy del parecer de que debe­mos perseverar, ir hasta el fin. Además, no me parece que retrocediendo fuesen menores los peligros. Adelan­te, pues, y cuenta con nosotros.

 ¡Gracias, mis dignos amigos!  respondió el doctor, verdaderamente conmovido . Conocía vuestra adhe­sión, pero tenía necesidad de que vuestras palabras me alentasen. ¡Gracias, gracias!

Y los tres se estrecharon la mano con efusión.

 Oídme  prosiguió Fergusson . Según mis cálculos, no nos hallamos a más de trescientas millas del golfo de Guinea. El desierto no puede, pues, extenderse indefinida­mente, puesto que la costa está habitada y reconocida has­ta cierta profundidad tierra adentro. Si es necesario, nos dirigiremos hacia dicha costa, y es imposible que no en­contremos algún oasis, algún pozo donde renovar nuestra provisión de agua. Pero lo que nos falta es viento; sin él nos hallamos retenidos en el aire por una calma chicha.

 Aguardemos con resignación  dijo el cazador.

Pero todos interrogaron en vano al espacio durante aquel interminable día. Nada apareció que pudiese hacer concebir una esperanza. Los últimos movimientos de la tierra desaparecieron al ponerse el sol, cuyos rayos hori­zontales se prolongaron en largas líneas de fuego sobre aquella inmensa llanura. Era el desierto.

Los viajeros, pese a haber recorrido una distancia no superior a quince millas, habían consumido, lo mismo que el día anterior, ciento treinta y cinco pies cúbicos de gas para alimentar el soplete, y de ocho pintas de agua tu­vieron que sacrificar dos para apagar una sed devoradora.

La noche transcurrió tranquila, demasiado tranqui­la. El doctor no durmió.
XXV

Un poco de filosofía.   Una nube en el horizonte.   En

medio de la niebla.   El globo inesperado.   Las

señales.   Reproducción exacta del Victoria.   Las

palmeras.   Vestigios de una caravana. – El pozo en

medio del desierto
Al día siguiente, la misma pureza del cielo y la mis­ma inmovilidad de la atmósfera. El Victoria se elevó a una altura de quinientos pies, pero avanzó muy poco hacia el oeste.

 Nos hallamos en pleno desierto  dijo el doctor .¡Qué inmensidad de arena! ¡Qué extraño espectáculo! ¡Qué singular disposición de la naturaleza! ¿Por qué en algunas comarcas hay una vegetación tan exuberante y en éstas una aridez tan desconsoladora, hallándose todos en la misma latitud y bajo los mismos rayos del sol?


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 El porqué, amigo Samuel, me tiene sin cuidado  respondió Kennedy ; la razón me preocupa menos que el hecho. Es así, y no hay más vueltas que darle.

 Bueno es filosofar un poco, amigo Dick; eso no perjudica a nadie.

 Filosofemos; no hay inconveniente. Tiempo tene­mos para ello, pues apenas nos movemos. Al viento le da miedo soplar, está dormido.

 No durará la calma  dijo Joe , pues ya me parece distinguir algunos nubarrones al este.

 Joe tiene razón  respondió el doctor.

 ¡Estupendo!  exclamó Kennedy . ¿Y nos corresponderá una nube, con una buena lluvia y un buen vien­to que nos azoten la cara?

 Ya veremos, Dick, ya veremos.

 Sin embargo, hoy es viernes, señor, y yo desconfío de los viernes.

 Pues espero ver hoy mismo disipadas tus preven­ciones.

 ¡Ojalá, señor! ¡Uf!  añadió, enjugándose la cara . Bueno será el calor en invierno, pero ahora maldita la falta que hace.

 ¿No crees que este sol abrasador puede echar a per­der el globo?  preguntó Kennedy al doctor.

 No; la gutapercha con la que está untado el tafetán resiste temperaturas mucho más elevadas. La tempera­tura a que lo he sometido interiormente por medio del serpentín ha sido algunas veces de 1580, y el envoltorio no se ha resentido lo más mínimo.

 ¡Una nube! ¡Una nube de veras!  exclamó en aquel momento Joe, cuya vista desafiaba todos los prismá­ticos.

En efecto, una faja espesa y ya visible se elevaba len­tamente sobre el horizonte. Era una nube de un carácter especial, formada, al parecer, de nubecillas que conser­vaban su forma primitiva, de lo que el doctor dedu­jo que no había en su aglomeración ninguna corriente de aire.

Aquella masa compacta había aparecido hacia las ocho de la mañana, y a las once alcanzaba el disco del sol, que desapareció por completo detrás de aquella tu­pida cortina. En ese mismo momento, la parte inferior de la nube abandonaba la línea del horizonte, que brilla­ba con una luz copiosa.

 No es más que una nube aislada  dijo el doctor , y no podemos contar mucho con ella. Mira, Dick, sigue teniendo exactamente la misma forma que esta mañana.

 En efecto, Samuel, ahí no hay ni lluvia, ni viento, al menos para nosotros.

 Eso es lo que me temo, pues se mantiene a una gran altura.

 Samuel, ¿y si fuésemos a buscar la nube, ya que no quiere descargar sobre nosotros?

 No creo que nos sirva de mucho  respondió el doctor ; será un consumo más considerable de gas y, por consiguiente, de agua. Pero, en nuestra situacion, debemos intentarlo todo; vamos a subir.

El doctor activó al máximo la llama del soplete en las espirales del serpentín. Se produjo un calor violento, y el globo se elevó bajo la acción del hidrógeno dilatado.

A unos mil quinientos pies de la tierra encontró la masa opaca de la nube y entró en una espesa niebla, manteniéndose a esta altura. Sin embargo, no halló un soplo de viento; la niebla parecía incluso desprovista de humedad, y apenas se humedecieron los objetos expues­tos a su contacto. El Victoria, envuelto en aquel vapor, marchó con un poco menos de pereza, pero fue cosa in­significante.

El doctor constataba con tristeza el mediocre resul­tado obtenido con su maniobra, cuando oyó a Joe excla­mar en un tono de viva sorpresa:

 ¡Cielo santo!

 ¿Qué sucede, Joe?

 ¡Señor Samuel! ¡Señor Kennedy! ¡Qué cosa tan rara!

 ¿Qué ocurre? Explícate.

 ¡No estamos aquí solos! ¡Hay intrigantes! ¡Nos han robado nuestro invento!

 ¿Se ha vuelto loco?  preguntó Kennedy.

Joe era la viva imagen del asombro. No se movía.

 ¿Habrá turbado el sol la razón de este pobre mu­chacho?  dijo el doctor, volviéndose hacia él.

 ¿Quieres decirme ... ?  le preguntó.

 Pero ¿no lo ve, señor?  exclamó Joe, indicando un punto en el espacio.

-¡Por san Patricio!  exclamó Kennedy a su vez . ¡Esto es increíble! ¡Mira, mira, Samuel!

 Lo veo  respondió tranquilamente el doctor.

 ¡Otro globo! ¡Otros viajeros como nosotros!

En efecto, a doscientos pies de distancia, un aerósta­to flotaba en el aire con su barquilla y sus viajeros, y se­guía exactamente el mismo rumbo que el Victoria.

 Pues bien  dijo el doctor , vamos a hacerle algunas señales. Toma el pabellón, Kennedy, y enseñémosle nuestros colores.

Parece que los viajeros del segundo aeróstato habían concebido simultáneamente la misma idea, pues la misma enseña repetía idénticamente el mismo saludo en una mano que la agitaba de la misma forma.

 ¿Qué significa esto?  preguntó el cazador.

 ¡Son monos!  exclamó Joe . ¡Se están burlando de nosotros!

 Esto significa  respondió Fergusson, riendo  que eres tú mismo, amigo Dick, quien hace la señal en las dos barquillas; quiere decir que en las dos barquillas estamos nosotros, y que ese globo, en resumidas cuentas, es el Victoria.

 Con todo respeto, señor –dijo Joe , por ahí no paso.

 Ponte junto a la borda, Joe, mueve los brazos de un lado a otro, y verás.

Joe obedeció y vio instantáneamente reproducidos con toda exactitud sus movimientos.

 Es un efecto de espejismo  explicó el doctor , un simple fenómeno óptico debido al enrarecimiento desi­gual de las capas de aire. Ésa es la explicación.

 ¡Es maravilloso!  repetía Joe, que no daba crédito a sus ojos y no paraba de hacer contorsiones para conven­cerse.

 ¡Qué curioso espectáculo!  repuso Kennedy . ¡Da gusto ver nuestro Victoria! ¿Sabes que tiene buen porte y que se mantiene majestuosamente?

 Explíquese como se quiera  replicó Joe , es la cosa mas singular del mundo.

Pero la imagen no tardó en desvanecerse gradual­mente: las nubes se elevaron a mayor altura, abandonan­do al Victoria, que no trató de seguirlas, y al cabo de una hora desaparecieron en el cielo.

El viento, apenas perceptible, disminuyo mas y mas. El doctor, desesperado, hizo bajar el globo hasta muy cerca de tierra.

Los viajeros, a quienes aquel incidente había arrancado de sus preocupaciones, se entregaron de nuevo a sus tristes pensamientos, abrumados por un calor insoportable.

Hacia las cuatro, Joe indicó un objeto que sobresalía en el inmenso arenal, y pronto pudo afirmar que eran dos palmeras que se elevaban a poca distancia.

 ¡Palmeras!  exclamó Fergusson . ¿Hay, pues, una fuente, un pozo?

Tomó los prismáticos y se convenció de que a Joe no le engañaba la vista.

 ¡Por fin, agua! ¡Agua!  repitió . Estamos salvados, pues, por poco que avancemos, tarde o temprano llega­remos.

 ¿No podríamos, entretanto, señor, echar un trago? El aire es sofocante.

 Echémoslo, muchacho.

Nadie se hizo de rogar. En un momento desapareció una pinta entera, por lo que la provisión quedó reducida a tres pintas y media.

 ¡No hay nada en el mundo como el agua!  dijo Joe . ¡Qué cosa tan rica! Me la he bebido más a gusto que la cerveza de Perkins.

 Ahí tienes las ventajas de la privacion  respondió el doctor.

 ¡Pobres ventajas!  dijo el cazador . Yo de buena gana renunciaría al placer de beber agua, con tal de que no me faltara nunca cuando la necesito.

A las seis, el Victoria planeaba sobre las palmeras.

Eran dos árboles enclenques, enfermizos, casi secos, dos espectros de árboles sin hojas, más muertos que vi­vos. Fergusson los contempló con espanto.

Junto a un tronco se distinguían las piedras medio pulverizadas de un pozo, que, desmenuzadas por los ar­dores del sol, se confundían casi con la arena del desier­to. No había rastro alguno de humedad. Samuel sintió que se le oprimía el corazón, y se disponía a participar sus recelos a sus compañeros cuando las exclamaciones de éstos llamaron su atención.

Hacia el oeste, hasta donde alcanzaba la vista, se extendía una larga línea de blancas osamentas. Fragmentos de esqueletos rodeaban la seca fuente. Sin duda alguna, una caravana había llegado hasta allí, marcando su paso con este largo osario. Los más débiles habían caído uno tras otro en la arena, y los más fuertes, después de llegar a tan deseada fuente, habían encontrado junto a ella una muerte horrible.

Los pasajeros se miraron y se quedaron pálidos.

~¡No bajemos!  dijo Kennedy . ¡Huyamos de tan horrible espectáculo! No hallaremos una gota de agua.

 Debemos convencernos por nuestros propios ojos, Dick, y lo mismo da pasar aquí la noche que en otra par­te. Exploraremos el pozo hasta el fondo; acaso quede aún algo del manantial que hubo en otro tiempo.

El Victoria tomó tierra. Joe y Kennedy pusieron en la barquilla un peso de arena equivalente al suyo y baja­ron. Corrieron al pozo y penetraron en su interior por una escalera que no era mas que polvo. El manantial pa­recía agotado desde muchos años atrás. Cavaron en una arena seca y suelta, de una aridez incomparable, sin ha­llar indicio alguno de humedad.

El doctor les vio volver a la superficie del desierto inundados de sudor, agotados, cubiertos de un polvo fino, desalentados, desesperados.

Comprendió la infructuosidad de sus investigacio­nes. Lo presentía, pero no había dicho una palabra. Comprendía que a partir de aquel momento debería te­ner valor y energía por los tres.

Joe traía en la mano los fragmentos de un odre, que tiró con cólera en medio de los huesos esparcidos por el suelo.

Durante la cena reinó un profundo silencio entre los viajeros, que comian con repugnancia.

Y sin embargo, no habían sufrido aún los verdade­ros tormentos de la sed; sólo desesperaban por el futuro.


XXVI

Ciento trece grados.   Reflexiones del doctor.  

Pesquisas desesperadas.   Se apaga el soplete.   Ciento

cuarenta grados.   La contemplación del desierto.   Un

paseo de noche.   Soledad.   Desfallecimiento.  

Proyecto de Joe.   Un día de plazo
El espacio recorrido por el Victoria en todo el día anterior no pasaba de diez millas, y había consumido ciento sesenta y dos pies cúbicos de gas.

El sábado por la mañana el doctor ordenó partir.

 El soplete   dijo  ya no puede funcionar mas que seis horas. Si en este tiempo no hemos descubierto un pozo ni un manantial, ¡Dios sabe lo que será de noso­tros!

 ¡Ni un soplo de aire esta mañana, señor!  dijo Joe . Aunque tal vez se levante  añadió, viendo la mal disi­mulada tristeza de Fergusson.

¡Vana esperanza! Reinaba una calma chicha, una de esas calmas que en los mares tropicales encadenan obsti­nadamente a los buques de vela. El calor se hizo intole­rable, y el termómetro marcó 1130 a la sombra, bajo la tienda.

Joe y Kennedy, tendidos uno al lado del otro, busca­ban en la modorra, ya que no en el sueño, el olvido de la situación. Una inactividad forzada los condenaba a pe­nosos ocios. El hombre es más digno de lástima cuando no puede apartar sus pensamientos por medio de un tra­bajo u ocupación material. Los viajeros nada tenían que vigilar, ni nada tampoco que intentar; debían padecer la situación sin poder mejorarla.

Los tormentos de la sed empezaron a hacerse sentir cruelmente. El aguardiente, lejos de apaciguar aquella necesidad imperiosa, la aumentaba más y más, y se hacía muy acreedor al nombre de «leche de los tigres» que le dan los naturales de África. Quedaban apenas dos pintas de un líquido recalentado, y todos fijaban sus miradas en aquellas gotas preciosas, sin que nadie se atreviese a mojar con ellas sus labios. ¡Dos pintas de agua en medio de un desierto!

Entonces el doctor Fergusson, abismado en sus re­flexiones, se preguntó si había obrado con prudencia, si no hubiera valido más conservar el agua que había des­compuesto para mantenerse en la atmósfera. Algún ca­mino había recorrido, sin duda, pero ¿había ganado algo con ello? Aunque se encontrase seiscientas millas más atrás bajo aquella latitud, ¿qué podía importarle, puesto que carecía de agua en aquel sitio? El viento, si por fin se levantara, soplaría tanto allí como aquí, incluso aquí con menos fuerza si viniera del este. Pero la esperanza em­pujaba a Samuel hacia adelante. ¡Y sin embargo, los dos galones de agua consumidos inútilmente hubieran bas­tado para hacer en el desierto un alto de nueve días ¡Y en nueve días podían producirse muchos cambios! Tal vez, al mismo tiempo que conservaba el agua, debió subir echando lastre, aunque luego para volver a bajar tuviese que perder gas en abundancia. ¡Pero el gas era la sangre del globo, era su vida!

Estas mil reflexiones se cruzaban en su cabeza, que apoyaba entre las manos durante horas enteras sin le­vantarla.

« ¡Es preciso hacer un último esfuerzo!  se dijo hacia las diez de la mañana . ¡Es preciso intentar por última vez descubrir una corriente atmosférica que nos lleve! ¡Es preciso arriesgar nuestros últimos recursos! »

Y, mientras sus compañeros dormitaban, llevó a una elevada temperatura el hidrógeno del aeróstato, el cual se redondeó con la dilatación del gas, y subió siguiendo en línea recta los rayos perpendiculares del sol. El doc­tor buscó en vano un soplo de aire desde los cien pies hasta los cinco mil; su punto de partida permaneció te­nazmente debajo de la barquilla. Una calma absoluta pa­recía reinar hasta en los últimos límites de la atmósfera.

Finalmente, el agua se acabó, el soplete se apagó por falta de gas, la pila de Bunsen dejó de funcionar y el Victo­ria, contrayéndose, bajó nuevamente a la arena para dete­nerse en el mismo hoyo que había abierto con la barquilla.

Era mediodía. El doctor estimó que se encontraban a 190 35’ de longitud y 60 51’ de latitud, a cerca de qui­nientas millas del lago Chad y a más de cuatrocientas de las costas occidentales de África. Al tomar tierra el glo­bo, Dick y Joe salieron de su pesada modorra.

 Nos detenemos  dijo el escocés.

 Por fuerza  respondió el doctor en tono grave.

Sus compañeros le comprendieron. El nivel del sue­lo, a consecuencia de su constante depresión, se hallaba entonces al nivel del mar, por lo que el globo se mantuvo en un equilibrio perfecto y una inmovilidad absoluta.

El peso de los viajeros fue reemplazado por una car­ga equivalente de arena, y éstos echaron pie a tierra, se sumieron en sus pensamientos y durante algunas horas no despegaron los labios. Joe preparó la cena, compues­ta de galletas y pemmican, que apenas probó nadie, y un sorbo de agua caliente completó tan triste cena.

Durante la noche, nadie veló, pero nadie durmió tampoco. El calor era sofocante. Al día siguiente no quedaba más que media pinta de agua; el doctor la puso aparte y todos resolvieron no recurrir a ella sino en últi­mo extremo.

 ¡Me ahogo!  exclamó al poco Joe . ¡El calor va en aumento! No me extraña  dijo, después de haber con­sultado el termómetro . ¡Ciento cuarenta grados!

 La arena  respondió el cazador  abrasa como si sa­liese de un horno. ¡Y ni una nube en este cielo de fuego! ¡Es para volverse loco!

 No nos desesperemos  dijo el doctor ; a estos grandes calores suceden inevitablemente, en esta latitud, tempestades que llegan con la rapidez del rayo. A pesar de la angustiosa serenidad del cielo, pueden producirse en él en menos de una hora grandes alteraciones.

 ¡Pero algún indicio habría!  repuso Kennedy.

 Pues bien  dijo el doctor , me parece que el baró­metro tiene una ligera tendencia a bajar.

 ¡El cielo te oiga, Samuel! Porque estamos clavados al suelo como un pájaro con las alas rotas.

 Con una diferencia, sin embargo, amigo Dick: nuestras alas están intactas y espero que todavía poda­mos utilizarlas.

 ¡Viento! ¡Viento!  exclamó Joe . ¡Viento con que trasladarnos a un arroyo, a un pozo, y no nos faltará nada! Tenemos víveres suficientes, y con agua aguarda­ríamos un mes sin sufrir. ¡Pero la sed es una cosa horrible!

La sed, así como la contemplación incesante del de­sierto, fatiga la mente. No había ni un accidente del te­rreno, ni un montículo de arena, ni un guijarro donde descansar la mirada. Aquella llanura descorazonadora causaba esa desazon conocida como enfermedad del de­sierto. La impasibilidad de aquel árido azul del cielo y aquel amarillo inmenso de la arena acababan por asus­tar. En aquella atmósfera incendiada, el calor parecía vi­brar, como encima de una fragua incandescente; el cora­zón se desesperaba ante aquella calma inmensa, y no se entreveía ninguna razón para que cesase aquel estado de cosas, pues la inmensidad es una especie de eternidad.

Así es que los pobres viajeros, privados de agua bajo aquella temperatura tórrida, empezaron a experimentar síntomas de alucinación; sus ojos se agrandaban y su mi­rada se volvía turbia.

Llegada la noche, el doctor resolvió combatir por medio de un paseo rápido aquella disposición alarman­te. Quiso recorrer aquella llanura de arena durante al­gunas horas, no para buscar, sino, simplemente, para andar.

 Seguldme  dijo a sus compañeros ; creedme, el pa­seo os sentará bien.

 Imposible  respondió Kennedy-. No podría dar un paseo.

 Yo prefiero dormir  dijo Joe.

 Pero, amigos, el sueño o el reposo os serán funes­tos. Reaccionad contra vuestro abatimiento. Vamos, se­guidme.

Nada pudo obtener de ellos el doctor, y partió solo en medio de la estrellada transparencia de la noche. Sus primeros pasos fueron penosos: los pasos de un hombre debilitado y que ha perdido la costumbre de andar. Pero pronto se percató de que aquel ejercicio le resultaría be­neficioso. Avanzó unas millas hacia el oeste, y su ánimo cobraba algún aliento cuando, de repente, se sintió aco­metido por una sensación de vértigo; se creyo inclinado sobre un abismo, sintió que se le doblaban las rodillas; aquella inmensa soledad le aterrorizó; él era el punto matemático, el centro de una circunferencia infinita, es decir, ¡nada! El Victoria desaparecía enteramente en la oscuridad. ¡El impasible doctor, el audaz viajero experi­mentó súbitamente un miedo insuperable! Quiso retro­ceder, pero fue en vano. Gritó, pero no le contestó nin­gún eco, y su voz cayó en el espacio como una piedra en un abismo sin fondo. Se tumbó en la arena desfallecido y solo, en medio de los grandes silencios del desierto.

A medianoche volvió en sí entre los brazos de su fiel Joe; éste, inquieto por la prolongada ausencia de su se­ñor, había seguido sus huellas perfectamente impresas en la llanura y lo había encontrado desvanecido.

 ¿Qué le ha ocurrido, señor?  preguntó.

 Nada, mi buen Joe; un momento de debilidad, ni más ni menos.

 En efecto, señor, no será nada. Pero, levántese; apóyese en mí y volvamos al Victoria.

El doctor, del brazo de Joe, volvió a tomar el camino que había seguido.

 Ha sido una imprudencia, señor, aventurarse como lo ha hecho. Podían haberle robado  añadió, riendo . Ahora, señor, hablemos con seriedad.

 Habla. Te escucho.

 Es absolutamente indispensable tomar una deci­sión. Nuestra situación no puede prolongarse más que unos pocos días, y si no llega viento estamos perdidos.  El doctor guardó silencio . Es necesario que alguno de nosotros se sacrifique por la salvación común, y es muy natural que sea yo.

 ¿Qué quieres decir? ¿Cuál es tu proyecto?

 Un proyecto muy sencillo: coger provisiones y ca­minar siempre hacia adelante hasta llegar a algún sitio. Durante ese tiempo, si el cielo les envía un viento favora­ble, no me aguarden; partan. Yo, si llego a una aldea, sal­dré del paso con unas cuantas palabras en árabe que usted me habrá facilitado por escrito y regresaré con ayuda o dejaré en la empresa mi pellejo. ¿ Qué le parece mi plan?

 Que es insensato, pero digno de tu gran corazón, Joe. No te separarás de nosotros; es imposible.

 Pero, señor, algo se ha de hacer, y lo que propongo no le perjudica en lo más mínimo, puesto que, como he dicho, no tendrá que aguardarme; y, en rigor, ¿no puedo salir bien de mi empeño?

 ¡No, Joe! ¡No! ¡No nos separaremos! La separa­ción sería un nuevo dolor añadido a los que nos afligen. Estaba escrito que habíamos de pasar lo que estamos pa­sando, y escrito también está probablemente que nues­tra situación mejore más adelante. Aguardemos, pues, con resignacion.

 De acuerdo, señor, pero le advierto que le doy un día para pensarlo y no aguardaré más. Hoy es domingo, o, mejor dicho, lunes, pues ya es la una de la madrugada. Si el martes no partimos, probaré fortuna. Mi decisión es irrevocable.

El doctor no respondió; llegó a la barquilla y se aco­modó al lado de Kennedy. Éste se hallaba sumido en un silencio absoluto, que no debía de ser efecto del sueño.
XXVII

Calor espantoso.   Alucinaciones.   Las últimas gotas

de agua.   Noche de desesperación.   Tentativa de

suicidio.   El simún.   El oasis.   León

y leona
Al día siguiente, lo primero que hizo el doctor fue consultar el barómetro. La columna de mercurio había experimentado un descenso apenas apreciable.

« ¡Nada!  dijo para sí . ¡Nada! »

Salió de la barquilla para examinar el tiempo: el mismo calor, la misma pureza del cielo, la misma impasibilidad.

 ¿Es, pues, preciso desesperar?  exclamó.

Joe, absorto en sus pensamientos, en su proyecto de exploración, no despegaba los labios.

Kennedy se levantó muy enfermo y presa de una so­breexcitación alarmante. Le acosaba la sed de una mane­ra horrible; su lengua y sus labios entumecidos difícil­mente podían articular un sonido.

Quedaban aún algunas gotas de agua. Todos lo sabí­an, todos pensaban en ellas y se sentían atraídos hacia ellas, pero nadie se atrevía a acercarse.

Aquellos tres compañeros, aquellos tres amigos se miraban con ojos extraviados, con un sentimiento de avidez bestial que se pintaba principalmente en el sem­blante de Kennedy, cuyo vigoroso organismo sucumbía antes a aquellas intolerables privaciones. Durante todo el día estuvo delirando; iba y venía lanzando gritos ron­cos, mordiéndose los puños, dispuesto a abrirse las ve­nas para apagar su sed con su propia sangre.

 ¡Ah!  exclamó . ¡País de la sed! ¡Mejor deberías llamarte país de la desesperación!

Cayó luego profundamente postrado, y no se oyó más que el silbido de su respiracion entre sus labios abrasados.

Al anochecer, Joe fue acometido a su vez por un principio de locura. Aquella interminable sábana de are­na la parecía un inmenso estanque de limpias y cristali­nas aguas, y más de una vez se puso de bruces en la infla­mada arena para beber, y se levantó con la boca llena de polvo.

 ¡Maldición!  dijo con cólera . ¡Es agua salada!

Entonces, mientras Fergusson y Kennedy permane­cían tendidos sin moverse, se apoderó de él el invencible pensamiento de apurar las pocas gotas de agua que había reservadas. Este pensamiento fue más fuerte que él; se dirigió, arrastrándose, a la barquilla, contempló con se­dientos ojos la botella donde estaba el agua, la cogió y se la llevó a los labios.

En aquel momento, estas palabras, « ¡A beber! ¡A be­ber! », fueron pronunciadas en un tono que desgarraba el alma.

Era Kennedy, que se arrastraba junto a él; el desgra­ciado inspiraba compasión, pedía de rodillas, lloraba.

Joe, llorando también, le ofreció la botella, y Ken­nedy apuró su contenido hasta la última gota.

 Gracias  dijo.

Pero Joe no le oyó; igual que él, se había desploma­do sobre la arena.

Se ignora lo que pasó durante aquella espantosa noche. Pero el martes por la mañana, bajo los chorros de fuego que derramaba el sol, los infortunados sintieron que sus miembros se secaban poco a poco. Cuando Joe quiso levantarse, le resultó imposible, de manera que no pudo poner en práctica su proyecto.

El muchacho miró a su alrededor. En la barquilla, el abrumado doctor, con los brazos cruzados, miraba un punto imaginario en el espacio espantoso; meneaba la cabeza de derecha a izquierda como una fiera enjaulada.

De repente, la mirada del cazador se dirigió a su ca­rabina, cuya culata sobresalía del borde de la barquilla.

 ¡Ah!  exclamó, levantándose con un esfuerzo so­brehumano.

Y se precipitó hacia el arma, extraviado, loco, y diri­gió el cañón hacia su boca.

 ¡Señor! ¡Señor!  exclamó Joe, arrojándose sobre él.

 ¡Déjame! ¡Quita!  dijo el escocés con voz ronca.

Los dos luchaban con encarnizamiento.

 Apártate o te mato  repitió Kennedy.

Pero Joe se asía a él con fuerza, y así combatieron durante más de un minuto sin que el doctor pareciese re­parar en nada; pero, durante la lucha, la carabina se dis­paró, y al ruido de la detonación el doctor se levantó como un espectro y miró a su alrededor.

De pronto, su mirada se animó, extendió una mano hacia el horizonte y, con una voz que nada tenía de hu­mano, exclamó:

 ¡Allá! ¡Allá! ¡Allá abajo!

Había una energía tal en su gesto que Joe y Kennedy se separaron y miraron.

La llanura se agitaba como un mar encrespado por la tempestad; olas de arena se estrellaban unas contra otras en medio de una intensa polvareda; una inmensa colum­na venía del sudeste arremolinándose con extrema rapi­dez; el sol desaparecía detrás de una nube opaca cuya sombra desrnedida se prolongaba hasta el Victoria; los granos de fina arena se deslizaban con la facilidad de las moléculas líquidas, y aquella marea ascendente subía poco a poco.

Una enérgica mirada de esperanza brilló en los ojos de Fergusson.

 ¡El simún!  exclamó.

 ¡El simún!  repitió Joe, sin comprender muy bien lo que decía el doctor.

 ¡Mejor!  exclamó Kennedy con una rabia desespe­rada . ¡Mejor! ¡Vamos a morir!

 ¡Mejor!  replicó el doctor . ¡Vamos a vivir!

Y empezó a echar rápidamente la arena que servia de lastre a la barquilla.

Sus compañeros le comprendieron al fin y se unie­ron a él.

.  ¡Y ahora, Joe  dijo el doctor , echa fuera unas cin­cuenta libras de tu mineral!

Joe no vaciló, aunque no dejó de experimentar cierta repugnancia. El globo se elevó.

 Ya era hora  exclamó el doctor.

El simún llegaba, en efecto, con la rapidez del rayo. Poco faltó para que el Victoria quedara aplastado, des­pedazado, destrozado. El inmenso torbellino lo alcanzó y lo envolvió en una lluvia de arena.

 ¡Más lastre fuera!  gritó el doctor a Joe.

 ¡Ya está!  respondió este último, arrojando un enor­me fragmento de cuarzo.

El Victoria subió rápidamente encima del torbellino; pero, envuelto en el inmenso desplazamiento de aire, fue arrastrado a una velocidad incalculable sobre aquel mar espumoso.

Samuel, Dick y Joe no hablaban. Miraban y espera­ban, refrescados por el viento del torbellino.

A las tres cesaba la tormenta; la arena, al caer de nue­vo, formaba una innumerable cantidad de montículos, y el cielo recobraba su tranquilidad inicial.

El Victoria, otra vez inmóvil, flotaba a la vista de un oasis, isla cubierta de árboles verdes que sobresalía de la superficie de aquel océano.

 ¡Allí! ¡Allí está el agua!  exclamó el doctor. De in­mediato, abriendo la válvula superior, dejó escapar el hi­drógeno y bajó lentamente a doscientos pasos del oasis.

Los viajeros habían recorrido en cuatro horas un es­pacio de doscientas cuarenta millas.

La barquilla quedó al momento equilibrada, y Ken­nedy, seguido de Joe, saltó a tierra.

 ¡Vuestros fusiles!  exclamó el doctor . ¡Vuestros fusiles, y sed prudentes!

Dick cogió su carabina y Joe una de las escopetas. Avanzaron rápidamente hasta los árboles y penetraron bajo aquella fresca vegetación que les anunciaba manan­tiales abundantes, sin hacer caso de unas anchas pisadas, de unas huellas recién dejadas en la tierra húmeda.

De repente, a veinte pasos de distancia, sonó un ru­gido.

 ¡El rugido de un león!  dijo Joe.

 ¡Mejor!  repitió el cazador, exasperado . ¡Luchare­mos! Uno es fuerte cuando no se trata más que de luchar.

 ¡Prudencia, señor Dick, prudencia! De la vida de uno depende la de todos.

Pero Kennedy no le escuchaba. Avanzaba con los ojos en llamas y la carabina amartillada, terrible en su audacia. Debajo de una palmera, un enorme león de ne­gra melena permanecía en actitud de ataque. Apenas dis­tinguió al cazador, dio un salto hacia él; pero no había llegado aún a tierra cuando una bala le atravesó el cora­zón y cayó muerto.

 ¡Hurra! ¡Hurra! –exclamó Joe.

Kennedy se precipitó hacia el pozo, se deslizó por los húmedos peldaños y se tumbó boca abajo ante un fresco manantial, donde sumergió los labios ávidamen­te. Joe le imitó. Sólo se oían esos lametones que dan los animales para beber.

 ¡Cuidado, señor Dick!   dijo Joe, respirando . ¡No abusemos!

Pero Dick, sin responder, seguía bebiendo. Sumer­gía la cabeza y las manos en aquella agua bienhechora; se embriagaba.

 ¿Y el señor Fergusson?  preguntó Joe.

El nombre del doctor hizo volver en sí a Kennedy, el cual llenó una botella que llevaba y se dirigió corriendo hacia la escalera del pozo.

Pero cuál no sería su asombro al encontrarse cerrada por un enorme cuerpo la salida de la gruta. Joe, que lo seguía, tuvo que retroceder con él.

 ¡Estamos encerrados!

 ¿Quién nos puede haber encerrado? ¡Eso es impo­sible!

Antes de concluir la frase, un rugido terrible le hizo comprender con qué nuevo enemigo tenía que habérselas

 ¡Otro león!  exclamó Joe.

 ¡No, una leona! ¡Ah! ¡Maldito animal! Aguarda  dijo el cazador, volviendo a cargar con presteza su ca­rabina.

Un instante después hacía fuego, pero el animal ha­bía desaparecido.

 ¡Adelante!  exclamó Kennedy.

 No, señor Dick, no. La leona está viva; si la hubiese matado, su cuerpo habría rodado hasta aquí. ¡Está a acecho, preparada para saltar sobre el primero que vea aparecer, y ése está perdido!

 ¿Qué hacer, pues? ¡Es preciso salir! ¡Samuel nos está esperando!

 Atraigamos al animal; coja mi escopeta y déme su carabina.

 ¿Cuál es tu plan?

 Ahora lo verá.

Joe se quitó la chaqueta que llevaba, la puso en el ex­tremo del arma y se la presentó como cebo a la leona, asomándola por la abertura. La fiera se arrojó con furor contra aquel objeto, y Kennedy, que la aguardaba muy preparado, le metió un balazo en el cuerpo. La leona rodó por la escalera, rugiendo, y derribó a Joe. Éste creía ya sentir en su cuerpo las enormes garras del animal, cuando se oyó un segundo disparo y el doctor Fergus­son apareció en la abertura, con una escopeta todavía humeante en la mano.

Joe se levantó con ligereza, saltó por encima de la leona, ya rematada, y le entregó a su señor la botella lle­na de agua.

Cogerla y vaciarla casi por completo fue para Fer­gusson una misma cosa, y los tres viajeros, desde el fon­do de su corazón, dieron gracias a la Providencia, que tan milagrosamente les había salvado.
XXVIII

Noche deliciosa.   La cocina de Joe,   Disertación sobre

la carne cruda.   Historia de James Bruce.   Los sueños

de Joe.   El barómetro baja.   El termómetro sube.  

Preparativos de marcha.   El huracán
La noche fue encantadora. La pasaron bajo la fresca sombra de las mimosas, después de una reconfortante cena en la que no se escatimaron el té y el grog.

Kennedy había recorrido aquel pequeño dominio en todas direcciones, sin dejarse un solo matorral por regis­trar. Los viajeros eran los únicos seres animados de aquel paraíso terrenal; se echaron sobre sus mantas y pasaron una noche apacible que les hizo olvidar sus pasados dolores.

Al día siguiente, 7 de mayo, el sol brillaba con todo su esplendor; pero sus rayos no podían atravesar la den­sa cortina de sombra. Como había abundancia de víve­res, el doctor resolvió aguardar en aquel punto un viento favorable.

Joe había trasladado allí su cocina portátil y se entre­gaba a una multitud de combinaciones culinarias, gas­tando el agua con despreocupada prodigalidad.

 ¡Qué extraña sucesión de penas y placeres!  excla­mó Kennedy . ¡Tanta abundancia después de tanta pri­vación! ¡Tanto lujo después de tanta miseria! ¡Cuán cer­ca estuve de volverme loco!

 Amigo Dick  le dijo el doctor , de no ser por Joe, no estarías ahora en actitud de disertar sobre la inestabi­lidad de las cosas humanas.

 ¡Buen amigo!  exclamó Dick, tendiéndole la mano a Joe.

 No tiene que agradecerme nada  respondió éste . Llegado el caso, señor Dick, usted haría conmigo otro tanto, aunque prefiero que no se le presente la ocasión.

 ¡Cuán pobre es nuestra naturaleza!  repuso Fer­gusson . ¡Dejarse abatir por tan poca cosa!

 ¡Por un poco de agua, señor! ¡Preciso es que sea el agua un elemento muy necesario para la vida!

 Sin duda, Joe. Los que se ven privados de comer re­sisten mucho más tiempo que los que se ven privados de beber.

 Yo lo creo. Además, en caso necesario se come lo que se encuentra, aunque sea a un semejante, si bien debe de ser un alimento que deja una profunda huella en el ánimo.

 Es una comida, sin embargo  dijo Kennedy , a la que los salvajes no hacen ningún asco.

 Sí, pero los salvajes son salvajes y están acostum­brados a comer carne cruda, una costumbre que me re­pugnaria.

 Tan repugnante es, en efecto  repuso el doctor , que nadie dio crédito a los relatos de los primeros viaje­ros que vinieron a África, los cuales refirieron que mu­chas tribus se alimentan de carne cruda. La generalidad negó el hecho, lo que dio origen a una singular aventura de James Bruce.

 Cuéntenosla, señor, ya que tenemos tiempo para escucharle  dijo Joe, repantigándose voluptuosamente sobre la fresca hierba.

 Con mucho gusto. james Bruce era un escocés del condado de Stirling que, desde 1768 hasta 1772, recorrió toda Abisinia hasta el lago Tana, en busca de las fuentes del Nilo. Regresó después a Inglaterra, donde no publi­có sus viajes hasta 1790. Sus narraciones fueron acogidas con la mayor incredulidad, como sin duda alguna serán acogidas las nuestras. Los hábitos de los abisinios pare­cían tan diferentes de los usos y costumbres ingleses que nadie quería creerlo. Entre otros pormenores, James Bruce había dicho que los pueblos del África oriental comían carne cruda. Este hecho hizo que todo el mundo se declarase contra el viajero. ¡Podía decir lo que se le ocurriese! ¡Nadie iría a comprobarlo! Bruce era un hombre de mucho valor y con un genio de demonios. Las dudas le ponían de un humor de perros. Un día, en un salón de Edimburgo, un escocés sacó delante de él el tema de las chanzas diarias, y al hablar de la carne cruda declaró que tal cosa no era ni posible ni cierta. Bruce guardó silencio. Salió y volvió a los pocos instantes con un filete crudo, espolvoreado con sal y pimienta, según la costumbre africana. «Caballero  dijo el escocés , por el mero hecho de dudar de una cosa que yo he asegura­do, me ha inferido una gran ofensa. Creyéndola imposi­ble, ha incurrido en error, y para demostrárselo a los presentes se va a comer inmediatamente este filete crudo o me dará satisfacción por sus injurias.» El escocés tuvo miedo y obedeció sin dejar de hacer muecas de repugnancia. Entonces, con la mayor sangre fría, James Bruce añadió: «Aun admitiendo, caballero, que la cosa no sea cierta, en lo sucesivo no sostendrá que es imposible.»

 Bien contestado  dijo Joe . Si el escocés cogió una indigestión, bien merecida la tuvo. Y si al regresar a In­glaterra hay quien ponga nuestro viaje en duda...

 ¿Qué harás, Joe?

 ¡Haré comer a los incrédulos los restos del Victo­ria, sin sal y sin pimienta!

Y Kennedy y el doctor se rieron de la ocurrencia de Joe. Así pasó el día en agradables conversaciones. Con la fuerza volvía la esperanza, y con la esperanza, la audacia. El pasado se borraba delante del porvenir con una rapi­dez providencial.

Joe no hubiera querido salir nunca de aquel sitio en­cantador; era el reino de sus sueños. Estaba en él como en su casa. Se empeñó en que su señor le diera la situa­ción exacta del oasis, y con mucha gravedad escribió en­tre sus apuntes de viaje: 150 43’ de longitud y 80 32’ de latitud.

Kennedy no lamentaba mas que una cosa: no poder cazar en aquel bosque en miniatura, por no haber, según él decía, abundancia de fieras.

 Sin embargo, amigo Dick  repuso el doctor , eres demasiado olvidadizo. ¿Y el león y la leona?

 ¿Y qué?  dijo con el desdén que inspira al verdade­ro cazador la caza ya muerta . Pero el hecho es que su presencia en este oasis nos permite suponer que no esta­mos muy lejos de comarcas más fértiles.

 No es suficiente prueba, Dick. Semejantes anima­les, acosados por el hambre o la sed, salvan con frecuen­cia distancias considerables. Así es que durante la noche haremos bien en vigilar con más atención e incluso en encender hogueras.

 ¡Hogueras con esta temperatura!  exclamó Joe . En fin, si es necesario, se hará. Pero, la verdad, me causará verdadero pesar la destrucción de este hermoso bos­que que tan útil nos ha sido.

-Procuraremos no incendiarlo  respondió el doc­tor , a fin de que otros puedan hallar en él un refugio en medio del desierto.

 Lo procuraremos, señor; pero ¿cree usted que este oasis es conocido?

 Sin duda. Es un lugar de alto para las caravanas que frecuentan el centro de África, y su visita podría no gus­tarte, Joe.

 ¿Es que por aquí también abundan esos horribles nyam nyam?

 Desde luego. Ése es el nombre general de todas es­tas poblaciones, y, bajo el mismo clima, las mismas razas deben de tener costumbres análogas.

 ¡Qué asco!  dijo Joe . Pero, si bien se mira, la cosa es muy natural. Si los salvajes tuviesen los mismos gus­tos que los civilizados, ¿en qué se diferenciarían unos de otros? He aquí unos personajes que no se hubieran he­cho de rogar para zamparse el filete del escocés y al pro­pio escocés por añadidura.

Después de esta reflexión tan sensata, Joe fue a en­cender las hogueras para la noche, procurando escatimar la leña todo lo posible. Afortunadamente, las precaucio­nes fueron inútiles, y uno tras otro cayeron en un tran­quilo sueño.

Al día siguiente el tiempo siguió sin cambiar; se mantenía obstinadamente bueno. El globo permanecía inmóvil, sin que la más insignificante oscilación revelase el menor soplo de viento.

El doctor empezaba a inquietarse de nuevo. Si el via­je se prolongaba, los víveres serían insuficientes. Des­pués de haber estado próximos a sucumbir por falta de agua, ¿se verían condenados a morir de hambre?

Pero cobró ánimo al ver que el mercurio bajaba muy sensiblemente en el barómetro. Había señales evidentes de una próxima variación atmosférica. Resolvio, por tanto, hacer los preparativos de marcha para aprovechar la primera ocasión. La primera medida fue llenar la caja de víveres y la de agua.

Fergusson tuvo que restablecer a continuación el equilibrio del aeróstato y Joe se vio obligado a sacrificar una notable parte de su precioso mineral. Con la salud le habían vuelto las ideas de ambicion, y puso muy mala cara antes de obedecer a su señor, pero este le manifestó que no podía levantar un peso tan considerable, y le dio a escoger entre el agua y el oro. Joe dejó de vacilar, y echó a la arena un considerable número de sus preciosos pedruscos.

 Para los que vengan detrás de nosotros  dijo . Que­darán muy asombrados al hallar la fortuna en este sitio.

 ¿Y si algún sabio viajero  preguntó Kennedy  en­cuentra esos ejemplares?

 No dudes, amigo Dick, que le sorprenderá mucho y publicará su sorpresa en numerosos volúmenes. Algún día oiremos hablar de un maravilloso yacimiento de cuarzo aurífero en medio de las arenas de África.

 Y la causa de todo será Joe.

La idea de engañar tal vez a algún sabio consoló al joven y le hizo sonreír.

Durante el resto del día el doctor aguardó en vano una variación en la atmósfera. La temperatura subió, y habría resultado insoportable sin las sombras del oasis. El termómetro marcó 1490 al sol. Una verdadera lluvia de fuego atravesaba el aire. Fue el día de más calor ob­servado hasta entonces.

Joe dispuso las hogueras igual que la noche anterior, y, durante las guardias del doctor y de Kennedy, no se produjo ningún nuevo incidente.

Pero, hacia las tres de la mañana, Joe, que era el encargado de la vigilancia, notó que bajaba la temperatura, que el cielo se cubría de nubes y que la oscuridad au­mentaba.

 ¡Alerta!  exclamó, despertando a sus compaiíe­ros . ¡Alerta! ¡Se levanta viento!

 ¡Es una tempestad!  dijo el doctor contemplando el cielo . ¡Al Victoria! ¡Al Victoria!

Tuvieron que darse prisa. El Victoria se inclinaba bajo la fuerza del huracán y arrastraba la barquilla, que iba surcando la arena. Si, por casualidad, hubiera caído una parte del lastre, el globo habría partido y toda espe­ranza de encontrarlo habría sido vana.

Pero Joe, corriendo más que un galgo, detuvo la bar­quilla, y el aeróstato se dobló sobre la arena con peligro de romperse. El doctor ocupó su sitio, encendió el so­plete y arrojó el exceso de peso.

Los viajeros miraron por última vez los árboles del oasis, que se plegaban por efecto de la tempestad, y lue­go arrastrados por un viento del este a doscientos pies de altura, desaparecieron en la noche.
XXIX

Indicios de vegetación.   Idea fantástica de un autor

francés.   País magnífico.   El reino de Adamaua.   Las

exploraciones de Speke y Burton enlazadas con las de

Barth.   Los montes Alantika.   El río Benué.   La

ciudad de Yola.   El Bagelé.   El monte Mendif
Desde el momento de la partida, los viajeros avanza­ron con gran rapidez, como si les faltase tiempo para abandonar aquel desierto que tan funesto había estado a punto de serles.

Hacia las nueve y cuarto de la mañana se entrevieron algunos indicios de vegetación: hierbas flotando en aquel mar de arena y que les anunciaban, como a Cristó­bal Colón, la proximidad de la tierra. Verdes vástagos brotaban tímidamente entre pedruscos que, a su vez, se convertirían en rocas de aquel océano.

Ondeaban en el horizonte colinas aun poco eleva­das, cuyo perfil, difuminado por la bruma, se dibujaba vagamente. La monotonía desaparecía.

El doctor saludaba con entusiasmo aquella nueva co­marca, y, cual vigía en un buque, estaba a punto de gritar:

 ¡Tierra, tierra!

Una hora después, el continente se ofrecia a sus ojos con un aspecto aún salvaje, pero menos llano, menos desnudo y con algunos árboles que se perfilaban en el cielo ceniciento.

 ¿Nos hallamos, pues, en tierra civilizada?  pregun­tó el cazador.

 Según lo que entienda por civilizado, señor Dick; de momento no veo habitantes.

 Al paso que llevamos  respondió Fergusson , no tardaremos en verlos.

 ¿Nos encontramos aún en tierra de negros, señor Samuel?

 Sí, Joe, mientras no lleguemos al país de los árabes.

 ¿Árabes, señor? ¿Verdaderos árabes con sus came­llos?

 No, sin camellos. Los camellos son raros, por no decir desconocidos, en estas comarcas. Para encontrar­los es preciso subir unos grados al norte.

 ¡Qué fastidio!

 ¿Por qué, Joe?

 Porque, si tuviésemos viento contrario, los came­llos podrían sernos útiles.

 ¿ Cómo?

 Es una idea que se me ocurre, señor. Podríamos en­gancharlos a la barquilla y hacer que la remolcaran.

 ¿Qué le parece?

 No eres el primero, Joe, a quien se le ha ocurrido la idea. Ha sido explotada, aunque es verdad que en una novela, por un autor francés muy ingenioso. Unos via­jeros montan en un globo tirado por camellos, a quienes devora un león, el cual se coloca en su puesto y arrastra a su vez, y así sucesivamente. Ya ves que todo eso no es más que pura fantasía y nada tiene en común con nues­tro género de locomoción.

Joe, algo humillado al pensar que su idea ya había sido utilizada, estuvo devanándose los sesos para averi­guar qué animal pudo devorar al león, y, no encontrán­dolo, se dedicó a examinar el país.

Bajo su mirada se extendía un lago de mediana ex­tensión, con un anfiteatro de colinas que aún no tenían derecho a llamarse montañas. Allí serpenteaban valles numerosos y fecundos, e intrincadas selvas con gran va­riedad de árboles. El palmito dominaba aquella masa, con sus hojas de quince pies de longitud y sus tallos eri­zados de agudas espinas; el bombax transmitía al viento el fino vello de sus semillas; los intensos perfumes del pendano, ese kenda de los árabes, impregnaban el aire hasta la zona que atravesaba el Victoria, el papayo de ho­jas palmeadas, la esterculiácea que produce la nuez de Sudán, el baobab y los bananos completaban aquella flo­ra lujuriante de las regiones intertropicales.

 El país es soberbio  dijo el doctor.

 Ahí hay animales  dijo Joe . No estarán lejos los hombres.

 ¡Magníficos elefantes!  exclamó Kennedy . ¿No habría medio de cazar un poco?

 ¿Cómo quieres que nos detengamos, amigo Dick, con una corriente tan violenta? Sufre un poco el suplicio de Tántalo. Ya te desquitarás más adelante.

Motivos había, en efecto, para excitar la imaginacion de un cazador, así es que el corazón de Dick palpitaba con fuerza y sus dedos se crispaban sobre la culata de su Purdey.

La fauna de aquel país estaba a la altura de su flora. El toro salvaje se revolcaba en una hierba espesa bajo la cual desaparecía enteramente. Elefantes de la mayor talla, grises, negros o amarillos, pasaban como un tifón tempestuoso por los poblados bosques, rompiendo, golpeando, sa­queando, dejando tras de sí una huella de devastación. Por las verdes laderas de las colinas fluían cascadas y arroyos, formando espaciosas charcas donde los hipopótamos se bañaban con mucho estrépito, y manatíes de doce pies de longitud y de cuerpo pisciforme se exhibían en las orillas, dirigiendo al cielo sus redondos pechos henchidos de leche.

Era un extraño zoológico en un maravilloso jardín botánico, donde innumerables pájaros de mil colores brillaban entre las plantas arborescentes.

Por aquella prodigalidad de la naturaleza, el doctor reconoció el soberbio reino de Adamaua.

 Seguimos las huellas de los descubrimientos mo­dernos  dijo . He recuperado la pista interrumpida de los viajeros, lo que es, amigos mios, una feliz fatalidad. Podremos enlazar los trabajos de los capitanes Burton y Speke con las exploraciones del doctor Barth. Hemos dejado a los viajeros ingleses para encontrar a un ham­burgués, y no tardaremos en llegar al punto extremo al­canzado por este atrevido sabio.

 Me parece  dijo Kennedy , a juzgar por el espacio que hemos recorrido, que entre las dos exploraciones hay una extensión de país muy considerable.

 Es cosa fácil de calcular; coge el mapa y mira cuál es la longitud de la punta meridional del lago Ukereue al­canzada por Speke.

-Se encuentra aproximadamente a treinta y siete gra­dos  dijo Kennedy.

 Y la ciudad de Yola, cuya situación fijaremos esta noche y a la que llegó Barth, ¿a cuántos grados se en­cuentra?

 A unos doce grados de longitud.

 Son, pues, veinticinco grados; a sesenta millas cada uno hacen un total de mil quinientas millas.

 Un agradable paseíto para hacerlo a pie  dijo Joe.

 Se dará, sin embargo, ese paseo. Livingstone y Moffat siguen subiendo hacia el interior; el Nyassa, des­cubierto por ellos, no está muy lejos del lago Tanganica, reconocido por Burton, y, antes de que concluya el siglo presente, estas comarcas inmensas serán indudablemen­te exploradas. Pero  añadió el doctor, consultando su brújula  siento que el viento nos empuje tan al oeste; yo hubiera querido remontar hacia el norte.

Después de doce horas de marcha, el Victoria se en­contró en los confines de la Nigricia. Los primeros habi­tantes de aquella tierra, árabes chouas, apacentaban sus rebaños nómadas. Las inmensas cumbres de los montes Alantika pasaban por encima del horizonte. Sus monta­ñas, que hasta ahora no ha pisado ningun pie europeo, tienen una altura que se calcula en mil trescientas toesas. Su pendiente occidental determina el curso de todas las aguas de aquella parte de África hacia el océano; son las montañas de la Luna de aquella región.

A la vista de los viajeros apareció, al fin, un verdade­ro río, y por los inmensos hormigueros que lo rodeaban, el doctor reconoció el Benué, uno de los grandes afluen­tes del Níger, llamado por los indígenas la «fuente de las aguas».

 Este río  dijo el doctor a sus compañeros  se con­vertirá con el tiempo en la vía natural de comunicación con el interior de la Nigricia. El vapor Pléyade, bajo el mando de uno de nuestros bravos capitanes, ya lo ha re­montado hasta la ciudad de Yola. De manera que, como veis, nos encontramos en tierras conocidas.

Numerosos esclavos se ocupaban de los trabajos del campo; cultivaban sorgo, una especie de mijo que cons­tituye la base de su alimentación. Las más estúpidas muestras de asombro se sucedían al paso del Victoria, que pasaba como un meteoro. Al anochecer, el globo se detuvo a cuarenta millas de Yola, y ante él, aunque a lo lejos, se alzaban los dos conos puntiagudos del monte Mendif.

El doctor mandó echar las anclas, que quedaron en­ganchadas en la copa de un árbol elevado. Pero un viento muy recio azotaba al Victoria hasta el punto de tumbar­lo, y algunas veces la posición de la barquilla resultaba sumamente peligrosa. Fergusson no cerró los ojos en toda la noche, y con frecuencia estuvo a punto de cortar el cable y huir de la tormenta. Por último, la temperatura calmó y las oscilaciones del aeróstato ya nada tuvieron de alarmante.

Al día siguiente, el viento fue más moderado, pero alejaba a los viajeros de la ciudad de Yola, la cual, re­construida por los fuhlahs excitaba la curiosidad de Fer­gusson; sin embargo, fue preciso elevarse hacia el norte e incluso un poco hacia el este.

Kennedy propuso hacer un alto en aquel territorio de caza; Joe, por su parte, afirmaba que la necesidad de carne fresca se dejaba sentir; pero las costumbres salva­jes de aquel país, la actitud de la población y algunos dis­paros dirigidos al Victoria obligaron al doctor a pro­seguir el viaje. Atravesaban una comarca, escenario de matanzas y de incendios, en que los combates son ince­santes y los sultanes se juegan un reino entre las más atroces carnicerías.

Numerosas y pobladas aldeas se extendían entre inmensos prados, cuya espesa hierba estaba sembrada de violetas; las chozas, semejantes a gigantescas colmenas, se refugiaban detrás de espinosos setos. Kennedy co­mentó varias veces que las agrestes laderas de las colinas recordaban los glen de las altas tierras de Escocia.

Pese a todos sus esfuerzos por seguir otro rumbo, el doctor iba derecho al nordeste, hacia el monte Mendif, que desaparecía entre las nubes. Las altas cumbres de aquellas montañas separan la cuenca del Níger de la cuenca del lago Chad.

No tardó en aparecer el Bagelé, con sus dieciocho al­deas a su alrededor, corno una multitud de niños en tor­no a su madre. El espectáculo era magnífico para unas miradas que dominaban y abarcaban todo el conjunto. Las laderas estaban cubiertas de campos de arroz y de cacahuetes.

A las tres, el Victoria se hallaba frente al monte Men­dif. No habiéndolo podido evitar, era menester traspa­sarlo. El doctor, aumentando ciento ochenta grados la temperatura, dio al globo una fuerza ascensional de cer­ca de mil seiscientas libras; éste se elevó a más de ocho mil pies. Fue la mayor elevación obtenida durante el via­je; la temperatura bajó de tal modo que el doctor y sus compañeros tuvieron que recurrir a las mantas.

Fergusson se dio prisa en bajar, ya que el envoltorio del aeróstato amenazaba romperse. Tuvo, sin embargo, suficiente tiempo para comprobar el origen volcánico de la montaña, cuyos cráteres apagados no son más que profundos abismos. Grandes aglomeraciones de excre­mentos de aves daban a las lomas del Mendif la aparien­cia de rocas calizas, bastando aquellas aglomeraciones para abonar las tierras de todo el Reino Unido.

A las cinco, el Victoria, a resguardo de los vientos del sur, seguía con lentitud las pendientes de la montaña y se detenía en un inmenso raso separado de todo lugar habi­tado. Apenas llegó a tierra, se tomaron las debidas pre­cauciones para sujetarlo, y Kennedy, escopeta en mano, se dirigió hacia la llanura inclinada. No tardó en volver con media docena de ánades y una especie de chocha que Joe condimentó lo mejor que pudo. La cena fue agrada­ble y la noche transcurrió en una gran calma.




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