Sin necesidad de prolongar inútilmente estos detalles, cada cual debe ver que, no
siendo los lazos de la servidumbre sino la dependencia mutua de los hombres y de las
necesidades recíprocas que los unen, es imposible esclavizar a un hombre si antes no se
le ha puesto en el caso de no poder prescindir de otro; y como esta situación no existe en
el estado natural, todos se hallan libres del yugo, resultando, vana en él la ley del más
fuerte.
Después de haber demostrado que la desigualdad apenas se manifiesta en el estado
natural y que su influencia es casi nula, me falta explicar su origen y sus progresos en
los desenvolvimientos sucesivos del espíritu humano. Después de haber demostrado que
la perfectibilidad, las virtudes sociales y las demás facultades que el hombre natural
había recibido en potencia no podían desarrollarse nunca por sí mismas; que para ello
necesitaban el concurso fortuito de diferentes causas externas que podían no haber
nacido nunca y sin las cuales el hombre natural hubiera permanecido eternamente en su
condición primitiva, me falta considerar y reunir los diferentes azares que han podido,
echando a perder la especie, perfeccionar la razón humana; volver malos a los seres
haciéndolos sociables, y de un término tan lejano, traer al hombre y al mundo al punto
en que los vemos.
Los acontecimientos que voy a describir pueden haber ocurrido de diferentes
maneras; confieso, pues, que sólo me puedo decidir en su elección por conjeturas; pero,
además de que estas conjeturas se convierten en razones cuando son las más probables
conclusiones de la naturaleza de las cosas y los únicos medios de que puede disponerse
para descubrir la verdad, las consecuencias que quiero deducir de las mías no serán por
ello conjeturales, puesto que sobre los principios que he formulado no podría
construirse ningún otro sistema que me proporcione los mismos resultados y del cual
pueda sacar las mismas conclusiones.
Esto me dispensará de extender mis reflexiones sobre el modo como el lapso de
tiempo transcurrido compensa la escasa verosimilitud de los acontecimientos; sobre el
sorprendente poder de las pequeñas causas cuando obran sin descanso; sobre la
imposibilidad en que nos hallamos, de un lado, de destruir ciertas hipótesis, si del otro
no se les puede dar el grado de certidumbre de los hechos; sobre que, dados dos hechos
como reales y habiendo que unirlos por una serie de hechos intermediarios,
desconocidos o considerados como tales, corresponde a la Historia, cuando existe,
procurar los hechos que sirven de enlace, o a la Filosofía, en su defecto, determinar los
hechos análogos que pueden enlazarlos; y, en fin, sobre que, en materia de
acontecimientos, la analogía reduce los hechos a un número mucho más pequeño de
clases diferentes de lo que se imagina. Tengo suficiente con ofrecer estos temas a la
consideración de mis jueces; me basta con haberme arreglado de modo que los lectores
vulgares no tuvieran necesidad de considerarlos.
Segunda parte
El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir esto es mío y halló
gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil.
¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al
género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la
cerca o cubriendo el foso: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si
olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!» Pero parece que ya entonces
las cosas habían llegado al punto de no poder seguir más como estaban, pues la idea de
propiedad, dependiendo de muchas, otras ideas anteriores que sólo pudieron nacer
sucesivamente, no se formó de un golpe en el espíritu humano; fueron necesarios ciertos
progresos, adquirir ciertos conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumentarlos
de época en época, antes de llegar a ese último límite del estado natural. Tomemos,
pues, las cosas desde más lejos y procuremos reunir en su solo punto de vista y en su
orden más natural esa lenta sucesión de acontecimientos y conocimientos.
El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de su
conservación. Los productos de la tierra le proveían de todo, lo necesario; el instinto le
llevó a usarlos. El hambre, otros deseos hacíanle experimentar sucesivamente diferentes
modos de existir, y hubo uno que le invitó a perpetuar su especie; esta ciega inclinación,
desprovista de todo sentimiento del corazón, sólo engendra un acto puramente animal;
satisfecho el deseo, los dos sexos ya no se reconocían, y el hijo mismo nada era para la
madre en cuanto podía prescindir de ella.
Tal fue la condición del hombre al nacer; tal fue la vida de un animal limitado al
principio a las puras sensaciones, aprovechando apenas los dones que le ofrecía la
naturaleza, lejos de pensar en arrancarle cosa alguna. Pero bien pronto surgieron
dificultades; hubo que aprender a vencerlas. La altura de los árboles, que le impedía
coger sus frutos; la concurrencia de los animales que intentaban arrebatárselos para
alimentarse, y la ferocidad de los que atacaban su propia vida, todo le obligó a aplicarse
a los ejercicios corporales; tuvo que hacerse ágil, rápido en la carrera, fuerte en la lucha.
Las armas naturales, que son las ramas de los árboles y las piedras, pronto se hallaron en
sus manos. Aprendió a dominar los obstáculos de la naturaleza, a combatir en caso
necesario con los demás animales, a disputar a los hombres mismos su subsistencia o a
resarcirse de lo que era preciso ceder al más fuerte.
A medida que se extendió el género humano, los trabajos se multiplicaron con los
hombres. La diferencia de los terrenos, de los climas, de las estaciones, pudo forzarlos a
establecerla en sus maneras de vivir. Los años estériles, los inviernos largos y crudos,
los ardientes estíos, que todo consumen, exigieron de ellos una nueva industria. En las
orillas del mar y de los ríos inventaron el sedal y el anzuelo, y se hicieron pescadores e
ictiófagos
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. En los bosques construyéronse arcos y flechas, y
fueron cazadores y
guerreros. En los países fríos se cubrieron con las pieles de los animales muertos a sus
manos. El rayo, un volcán o cualquier feliz azar les dio a conocer el fuego, nuevo
recurso contra el rigor del invierno; aprendieron a conservar este elemento y después a
reproducirlo, y, por último, a preparar con él la carne, que antes devoraban cruda.
Esta reiterada aplicación de seres distintos y de unos a otros debió naturalmente de
engendrar en el espíritu del hombre la percepción de ciertas relaciones. Esas relaciones,
que nosotros expresamos con las palabras grande, pequeño, fuerte, débil, rápido, lento,
temeroso, arriesgado y otras ideas semejantes, produjeron al fin en él una especie de
reflexión o más bien una prudencia maquinal, que le indicaba las precauciones más
necesarias a su seguridad.
Las nuevas luces que resultaron de este desenvolvimiento aumentaron su
superioridad sobre los demás animales haciéndosela conocer. Se ejercitó en tenderles
lazos, en engañarlos de mil modos, y aunque muchos le superasen en fuerza en la lucha
o en rapidez en la carrera, con el tiempo se hizo dueño de los que podían servirle y azote