Una mirada a la oscuridad



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—La inercia —dijo Barris—. La inercia, con este coche tan pesado, le permitirá adelantar aunque reduzca.

—¿Y si va cuesta arriba? —objetó Luckman—. La inercia no te llevará muy lejos si vas cuesta arriba y estás adelantando.

—¿Cuánto pesa este...? —Se inclinó para ver la marca—. ¿Cuánto pesa este Oldsmobile?

—Unos quinientos kilos —dijo Arctor. Charles Freck le vio hacer un guiño a Luckman.

—Entonces tienes razón —convino Barris—. No habría mucha fuerza de inercia con tan poco peso. ¿O quizá sí?

—Buscó un bolígrafo y algo donde escribir—. Quinientos kilos viajando a ciento veinte por hora da una fuerza igual a...

—Son quinientos kilos —añadió Arctor—, pero contando los pasajeros, el depósito lleno de gasolina y una gran caja de ladrillos en el maletero.

—¿Cuántos pasajeros? —preguntó el impasible Luckman.

—Doce.

—O sea, seis atrás y seis.



—No —corrigió Arctor—. Once atrás y el conductor sentado delante, a solas. Así habrá más peso en las ruedas traseras, ¿comprendes? Más fricción de las ruedas. Y el coche no coleará.

—¿Este coche colea? —se extrañó Barris.

—Sí, a menos que pongas once personas detrás —repuso Arctor.

—Entonces, sería mejor cargar el maletero con sacos de arena —dijo Barris—. Tres sacos de cien kilos. Así los pasajeros podrían ir mejor distribuidos y más cómodos.

—¿Y si pusiéramos trescientos kilos de oro en el maletero? —preguntó Luckman—. En lugar de tres sacos...

—¿No podéis cerrar el pico? —se quejó Barris—. Estoy tratando de calcular la fuerza de inercia de este coche corriendo a ciento veinte kilómetros por hora.

—No llegará a los ciento veinte —dijo Arctor—. Tiene un cilindro inútil. Quería decírtelo. Perdió una biela ayer por la noche, cuando yo volvía del 7-11.

—Entonces, ¿por qué estamos desmontando el carburador? —dijo Barris incrédulo—. Lo que hay que sacar es la culata. Bueno, y muchas cosas más. No sería extraño que el bloque estuviera cuarteado. Claro, por eso no arranca.

—¿No arranca? —preguntó Freck a Bob Arctor.

—No —dijo Luckman—, porque hemos sacado el carburador.

—¿Hemos sacado el carburador? —dijo Barris muy confundido—. ¿Para qué? No me acuerdo.

—Para cambiar todos los muelles y otras cosas más pequeñas —repuso Arctor—. Para que no vuelva a joderse y nos mate a todos. Eso es lo que nos aconsejó el mecánico.

—Si vosotros no estuvierais charloteando como un montón de flipados —dijo Barris, francamente enfadado—, acabaría mis cálculos y os podría decir cómo se comporta este coche con un carburador Rochester de cuatro cilindros, modificado, claro, con chiclés más pequeños. Así que ¡CERRAD EL PICO!

Luckman abrió el libro que llevaba en las manos. Inspiró profundamente, más de lo normal, hinchando el pecho y haciendo salir los bíceps.

—Barris, quiero leerte algo. —Empezó a recitar en voz alta, de modo especialmente fluido—. «Aquel que recibe la gracia de ver a Cristo más real que cualquier otra realidad...»

—¿Qué? —dijo Barris.

—¿Qué es eso? —preguntó Arctor.

—Chardin, Teilhard de Chardin.

—Jo, Luckman —dijo Arctor.

—«...ese hombre vive realmente en un lugar donde ninguna multiplicidad puede afligirlo y que, sin embargo, es el taller más activo de la realización universal.» —Luckman cerró el libro.

Charles Freck, muy inquieto, se interpuso entre Barris y Luckman.

—Apártate, Freck —dijo Luckman, echando atrás el brazo derecho, como si fuera a soltar un tremendo puñetazo en dirección a Barris—. Vamos, Barris, voy a dejarte frito hasta mañana, por hablar así a tus superiores.

Barris dejó caer papel y bolígrafo, gimió de terror y corrió dando tumbos hacia la abierta puerta de la casa.

—¡El teléfono, está sonando el teléfono! ¡Son los del carburador! —gritó mientras corría.

Todos se quedaron mirándole.

—Sólo era una broma —dijo Luckman, mordiéndose el labio.

—¿Y si vuelve con la pistola y el silenciador? —preguntó Freck, con los nervios totalmente descontrolados. Fue desplazándose poco a poco hacia su coche, en busca de un lugar seguro por si Barris volvía disparando.

—Vamos —dijo Arctor a Luckman. Ambos reanudaron el examen del coche, mientras el receloso Freck vagaba cerca de su propio vehículo, preguntándose por qué habría decidido venir por aquí, precisamente hoy.

No había tranquilidad alguna en aquella casa, como era lo normal. Freck había sentido las malas vibraciones, ocultas bajo las bromas, desde que había llegado. ¿Qué huevos va mal aquí?, se preguntó. Sombrío, se metió en el coche.

¿También aquí van a empeorar las cosas?, meditó. ¿Cómo en casa de Jerry Fabin en las últimas semanas que estuve con él? Antes se estaba bien aquí, con todo el mundo de buen humor, poniéndonos cómodos para escuchar rock ácido, en especial los Rolling. Donna sentada, con su chaqueta y sus botas de cuero, llenando cápsulas, Luckman liando cigarrillos y explicando el seminario que planeaba ofrecer en el UCLA sobre el modo de fumar droga y liar marihuana. Y cómo el mismo Luckman liaría un día el cigarro perfecto, que luego sería exhibido en una vitrina de helio, en Constitución Hall, formando parte de la historia americana y junto a objetos de similar importancia. Cuando miro hacia atrás, reflexionó Charles, todo me parece mejor que ahora. Hasta el otro día, sentado con Barris en el Fiddler’s... Jerry ha sido el causante, pensó. De lo que está empezando aquí, lo mismo que le pasaba a Jerry. ¿Cómo es que días y momentos tan buenos se convierten de repente en algo asqueroso, y sin que haya motivo alguno, sin que haya una razón real? Un simple cambio, sin nada que lo origine.

—Me voy para siempre —dijo a Luckman y Arctor, que le observaban mientras ponía en marcha el coche.

—¡Hey, tío! —dijo Luckman, sonriendo amistosamente—. Te necesitamos. Eres nuestro hermano.

—No, me voy.

Barris salió de la casa en aquel momento. Tenía un aspecto precavido y llevaba un martillo en la mano.

—Se habían equivocado de número —gritó, avanzando con grandes precauciones. Se detenía y observaba a su alrededor como si fuera un monstruo en una película de autocine.

—¿Para qué es el martillo? —preguntó Luckman.

—Para arreglar el motor —dijo Arctor.

—Cuando estaba dentro —explicó Barris, avanzando hacia el Oldsmobile con el mismo aire cauteloso—, lo vi y se me ocurrió cogerlo.

—El tipo más peligroso es aquel que se asusta de su propia sombra —dijo Arctor.

Fueron las últimas palabras que Freck escuchó antes de alejarse. ¿Por quién iba aquello? ¿Por él, Charles Freck? Sintió un poco de vergüenza. Aunque bien pensado... ¡Mierda!, pensó. ¿Para qué quedarme en un sitio tan desagradable? Irse es lo normal, no es ninguna cobardía. No te metas en líos. Era su lema en la vida. Así que se alejó a toda velocidad, sin volver la cabeza. Que se arreglen entre ellos, pensó. ¿Qué falta me hacen? Pero... ¿Abandonarlos, después de haber presenciado aquel cambio tétrico? Se sintió muy mal. ¿Por qué había pasado eso? ¿Qué significaba? Luego, pensó que las cosas podrían seguir otro rumbo, mejorar, y esto le hizo sentirse mejor. Siguió conduciendo, atento a los invisibles coches de la policía. Su mente volvió a urdir una nueva fantasía:

TODOS VOLVIERON A REUNIRSE COMO ANTES.

Todos, incluso los que habían muerto y los que se habían vuelto chiflados, como Jerry Fabin. Todos volvieron a reunirse, y allí, en medio de una luz blanca, brillante, mucho mejor que la del sol, les parecía estar sobre el mar, y con otro mar por encima de sus cabezas.

Donna y otras dos chicas parecían tan sexys... Con pantalones cortos, Sin sostenes... Escuchó música, pero no reconoció el disco. ¡Hendrix, quizá!, supuso. Sí, un antiguo disco de Hendrix... aunque ahora le pareció ser J. J. No, eran todos juntos: Jim Croce, J. J. y, sobre todo, Hendrix. «Antes de que muera», murmuraba Hendrix, «dejadme vivir como quiero.» La fantasía mental estalló al momento. Había olvidado que Hendrix y Janis Joplin estaban muertos, igual que Croce. Hendrix y J. J. murieron después de una sobredosis... Dos personas tan fabulosas, tan fantásticas... Charles recordó que el manager de Janis sólo entregaba a la cantante unos cientos de dólares de vez en cuando. Janis no cobraba todo debido a sus hábitos de drogadicta. Y después, Freck escuchó en su mente la canción «Todo es soledad», de J. J. Empezó a chillar y no dejó de hacerlo hasta llegar a su casa.
Robert Arctor, sentado en el cuarto de estar de su casa, rodeado de sus amigos, trató de decidirse: ¿Qué le hacía falta? ¿Un carburador nuevo, uno de segunda mano o uno trucado? Y mientras meditaba, sentía la presencia constante, silenciosa, vigilante, de las holocámaras electrónicas. Y era una sensación agradable.

—Pareces atontado —le dijo Luckman—. Yo no perdería la cabeza por unos cientos de dólares.

—He decidido ir a pie hasta que encuentre un Oldsmobile como el mío —explicó Ardor—. Para llevarme el carburador sin pagar nada. Como cualquier persona haría.

—Especialmente Donna —intervino Barris—. Ojalá no hubiera estado aquí el otro día, cuando estuvimos fuera. Donna roba todo lo que puede, y para lo que no puede llama a sus amigos y les pide que lo hagan por ella.

—Me explicaron algo sobre Donna —dijo Luckman—. Un día, Donna metió veinticinco centavos en una de esas máquinas automáticas de sellos. El aparato no iba bien y empezaron a salir sellos, hasta que Donna llenó un cesto de la compra. Y la máquina siguió dando sellos. Al final, ella (y sus amigos los ladrones) contaron cerca de dieciocho mil sellos de quince centavos. Fabuloso, sí, pero ¿qué iba a hacer Donna Hawthorne con ellos? No ha escrito una carta en toda su vida... Bueno, escribió una a su abogado, para acusar a un tipo que la había estafado en un trato de drogas.

—¿Donna hace eso? —se extrañó Arctor—. ¿Dispone de un abogado para denunciar una transacción ilegal? ¿Cómo puede hacerlo?

—Posiblemente alegará que el tío le debe dinero.

—Imaginaos que recibís una carta de un abogado en la que os dice que paguéis la droga o vayáis a juicio —dijo Arctor, maravillado ante las ideas de Donna cosa que era muy frecuente.

—A lo que iba —prosiguió Luckman—. Donna tenía dieciocho mil sellos de quince centavos. ¿Qué demonios hacer con ellos? Es imposible venderlos a una estafeta de correos. Además, cuando fueran a revisar la máquina, los de correos verían que estaba averiada y si alguien se presentaba en una ventanilla con todos esos sellos de quince centavos... bueno, se darían cuenta al momento, sobre todo si fueran dieciocho mil. O sea, que estarían esperando a Donna con los brazos abiertos, ¿vale? Así que la chica meditó la jugada. Claro, antes había cargado los sellos en su MG y huido a toda prisa del lugar. Luego telefoneó a otros amigos, también de esos ladrones flipados que ella conoce. Los tipos se presentaron con una taladradora hidráulica, de un tipo que no hace ruido, un modelo muy raro que también habían robado. Arrancaron la máquina de sellos del hormigón a medianoche, la metieron en un Ford Ranchero y la llevaron a casa de su amiga. El coche también debía ser robado, no me extrañaría. Y todo por los sellos.

—¿Quieres decir que vendió los sellos? —preguntó Arctor, asombrado ante lo que oía—. ¿Con una máquina automática? ¿Uno por uno?

—Lo que me explicaron es que volvieron a poner la máquina de sellos en un cruce muy concurrido, pero de forma que no pudiera verla ningún coche de correos. Y se preocuparon de que siguiera funcionando.

—Habría sido más inteligente robar la caja del dinero —objetó Barris.

—Así que vendieron los sellos —dijo Luckman— durante algunas semanas, hasta que la máquina se agotó, como era de esperar. ¿Y luego? Ya veo a Donna rompiéndose la cabeza durante aquellas semanas, estrujándose ese cerebro campesino que tiene... Su familia procedía del campo, de no sé qué país europeo. Bueno, la cuestión es que Donna, cuando el aparato agotó los sellos, decidió utilizarlo para vender bebidas no alcohólicas. Esas máquinas también las atiende correos y están muy vigiladas. Te condenan a cadena perpetua por una cosa así.

—¿Es cierto? —preguntó Barris.

—¿El qué? —repuso Luckman.

—Esa tía está loca —opinó Barris—. Deberían encerrarla. ¿Os dais cuenta de que nos aumentaron los impuestos por culpa de su robo? —añadió con voz enojada.

—Escribe una carta al gobierno —dijo Luckman. No le había gustado la reacción de Barris—. Y le pides a Donna que te dé un sello. Seguro que te lo vende.

—Y sin descuento —dijo Barris.

Las holos, pensó Arctor, grabarán metros y metros de película en sus costosas cintas. Y no será una película vacía, sino llena de acontecimientos.

No le importaba mucho lo que pasara mientras Robert Arctor estuviera sentado frente a una holocámara. Lo importante era lo que ocurría... al menos para él... ¿para quién? para Fred, mientras Bob Arctor estaba ausente, o dormido, y otras personas se hallaban dentro del radio de acción de las cámaras. Debería irme, pensó, dejar solos a estos tipos y hacer que vinieran otros conocidos. De ahora en adelante debo hacer mi casa accesible a infinidad de gente.

Fue entonces cuando empezó a pensar en algo que le asustó. Supongamos, meditó, que al analizar las cintas veo a Donna, abriendo una ventana con un cuchillo o una cuchara, entrando en la casa y destruyendo mis cosas, robándome. Otra Donna: la chica tal cual es, o como es cuando nadie puede verla. El hecho filosófico «cuando un árbol cae en el bosque». ¿Cómo es Donna cuando nadie la observa?

¿Es posible que esa chica fabulosa, fantástica, vivaz e tremendamente cordial se transforme al momento en un ser maligno? ¿Es que voy a ver un cambio que me destrozará la mente? Donna o Luckman, toda la gente que aprecio. ¿Serán como un perro o un gato cuando te vas de casa? El gato vaciará una almohada y empezará a rellenarla con todas las cosas de valor: el reloj eléctrico, el transistor, la máquina de afeitar... meterá todo lo que pueda antes de que regrese el dueño. Otro gato se aprovechará de que estás fuera para robarte o comprometerte, o se fumará tus porros, o caminará sobre el techo, o hará conferencias telefónicas... Quién sabe. Una pesadilla, un mundo sobrenatural al otro lado del espejo, una ciudad terrorífica con seres irreconocibles arrastrándose por ella. Donna andando a cuatro patas y comiendo en el plato de los animales... Cualquier viaje psicodélico, algo horrible, insondable y repugnante.

Aunque... También es posible que el mismo Bob Arctor recorra la casa a medianoche, sonámbulo, y haga cosas por el estilo. Como tener relaciones sexuales con la pared. O que aparezcan flipados misteriosos, desconocidos hasta la fecha, girando en redondo sus cabezas como si fueran lechuzas. Y los micros ocultos captarán las conspiraciones demenciales maquinadas por Bob y sus amigos para hacer volar el water de hombres de la gasolinera Standard, empleando explosivos plásticos y cumpliendo así los planes de algún cerebro calenturiento. Quizá todo esto ocurra de noche, cuando Bob piensa que está dormido, y todo sea normal durante el día.

Bob Arctor, especuló, puede conocer más información de la que está preparado para recibir, más datos sobre Donna, la chica de la chaquetilla de cuero, Luckman, el hombre de la vestimenta chillona, o incluso sobre Barris... que tal vez se vaya a dormir cuando nadie le vea y siga durmiendo hasta volver a ver a alguien.

Aunque esto último era muy dudoso. Lo más probable es que Barris agarrara repentinamente el transmisor que ocultaba entre la confusión y el caos de su habitación —que, como todas las demás, se encontraba ahora, por primera vez, sometida a vigilancia las veinticuatro horas del día— y enviara una señal en clave al otro montón de esotéricos hijos de puta con los que maquinaba sus conspiraciones contra gente como él o como ellos. ¿Será otra sección del gobierno?, reflexionó Bob Arctor.

Por otro lado, Hank y sus camaradas no se alegrarían mucho de que Bob Arctor dejara su casa. Después de haber hecho la dificultosa instalación de las costosas holocámaras no sentaría bien que Bob desapareciera, que nunca saliera en alguna de las cintas. En resumen, no podía irse para realizar sus planes personales de vigilancia. Sería a costa de la policía, que al fin y al cabo era la que pagaba los gastos.

Iba a ser el protagonista de la película que se estaba filmando. Actor, Arctor, pensó. Bob el Actor que está siendo perseguido y que es el principal perseguidor.

Dicen que nunca se reconoce la voz de uno la primera vez que la escuchas grabada en una cinta. Y que tampoco te reconoces cuando te ves en video-tape, o en un holograma tridimensional. Supones que eres un hombre alto y grueso, de cabello negro, y resulta que contemplas una mujer delgada, insignificante y calva... ¿Será verdad? Estoy seguro de que reconoceré a Bob Arctor, siguió pensando. Al menos, por la ropa que lleve puesta. O por un proceso de eliminación. Si vive aquí y no es Barris ni Luckman, debe ser Bob Arctor. O uno de los perros o gatos... Bueno, me fijaré solamente en los seres que van a dos patas.

—Barris —dijo—. Me voy a comprar una lata de judías. Se llevó las manos a la cabeza, fingiendo acordarse de que no tenía coche—. Luckman, ¿puedo usar tu Falcon?

—No —respondió Luckman, después de pensárselo un instante—. Me parece que no va.

—¿Puedes prestarme tu coche, Jim? —preguntó Arctor.

—Mira... no sé si sabrás llevarlo —contestó Barris.

Era la clásica excusa de Barris cuando alguien le pedía su coche. Jim había efectuado modificaciones secretas en el vehículo, trucajes que afectaban a:

(a) la suspensión

(b) el motor

(c) la transmisión

(d) el puente trasero

(e) el eje propulsor

(f) el sistema eléctrico

(g) el puente delantero y el mecanismo de dirección

(h) el reloj, el encendedor, el cenicero, la guantera...

La guantera era algo muy importante. Barris siempre la mantenía cerrada con llave. También la radio había sido astutamente modificada (aunque Barris no había explicado cómo, o por qué motivo). Al sintonizar una emisora sólo se escuchaban ecos con un minuto de intervalo. Todos los botones producían el mismo tipo de transmisión absurda y, cosa extraña, nunca se escuchaba un fragmento de rock. A veces, cuando acompañaban a Barris, éste aparcaba el coche, y antes de ir a comprar alguna cosa, se aseguraba de dejarles escuchando una emisora en especial, con el volumen muy subido. Si tocaban la radio mientras su amigo estaba ausente, Barris adoptaba una actitud incomprensible y se negaba a conversar durante el viaje de vuelta o dar la más mínima explicación. Era un misterio todavía no resuelto y que podía indicar que cuando sintonizaba esa frecuencia su radio transmitía directamente:

(a) a las autoridades

(b) a una organización paramilitar y clandestina

(c) al sindicato

(d) a seres extraterrestres de inteligencia superior.

—Me refiero a que la velocidad... —empezó a decir Barris.

—¡Jo, tío! —estalló Luckman—. Eres un puñetero. Tu coche tiene un motor de seis cilindros, vulgar y corriente. Cuando lo aparcamos en el centro de Los Angeles dejas que el encargado del aparcamiento lo conduzca. Pero Bob es distinto, ¿no? Eres un imbécil.

Sin embargo, el mismo Bob Arctor tenía instalados sus trucos, unas cuantas modificaciones en el autorradio de su coche. No lo había explicado a nadie. A decir verdad, la idea había sido de Fred. En resumidas cuentas, en el coche de Bob había ciertas modificaciones, similares a las que Barris afirmaba haber introducido... en su imaginación.

Por ejemplo, todos los coches de la policía emiten una interferencia de amplio espectro que en los autorradios ordinarios suena como si se tratara de un fallo del dispositivo antiparásitos, del encendido del coche policial. Pero Bob Arctor, en su condición de agente del orden, estaba facultado para llevar en su vehículo un artilugio especial. Y así, lo que para otra gente, la mayoría, eran simples ruidos, para él representaba un torrente de información, En primer lugar, los diversos subsonidos indicaban a Bob Arctor qué cerca se encontraba de un vehículo policial, y en segundo lugar, a qué departamento del servicio pertenecía dicho vehículo: municipal, del condado, de autopistas, federal, etc. También podía captar las señales que, a intervalos de un minuto, controlaban el tiempo de aparcamiento de un coche. Los ocupantes de dicho vehículo podían saber cuántos minutos llevaban aparcados sin necesidad de consultar sus relojes. Era algo útil cuando, por ejemplo, se trataba de irrumpir en una vivienda al cabo de tres minutos exactos. El zt zt zt del autorradio indicaba el momento preciso.

Bob también conocía la existencia de una emisora comercial que ofrecía los mejores discos del momento y presentados por disc jockeys parlanchines... que, de vez en cuando y en cierto sentido, no eran tan «parlanchines» como pudiera parecer a simple vista. Al sintonizar esa emisora, el bullicio llenaba el coche y cualquier persona pensaría que estaba escuchando un programa normal de música moderna y la típica charlatanería del «pinchadiscos». En un momento dado, el disc jockey diría con la acostumbrada locuacidad: «Ahora vamos a complacer a nuestros amigos Phil y Jane con un nuevo de disco de Cat Stevens titulado...» Y nadie comprendería el significado real de esa frase: «Vehículo azul: diríjase dos kilómetros hacia el norte, hacia Bastanchury. Las otras unidades...» Por lo que Bob sabía, nadie se había dado cuenta del truco. Y eso que había llevado en su coche a infinidad de hombres y mujeres, incluso en ocasiones en que había debido llevar conectada la emisora policial; por ejemplo, antes de efectuarse una gran redada o acción que pudiera involucrarle. Y si alguien sospechaba algo, lo más probable es que pensara ser un loco o un paranoico y olvidara el asunto.

Arctor también estaba enterado de que la policía utilizaba numerosos vehículos sin identificación alguna del cuerpo: antiguos Chevrolet, el modelo más normal, con tubos de escape ruidosos (cosa ilegal a todas luces) y las típicas franjas de un coche de rally, conducidos salvajemente por tipos de aspecto hippie. Los reconocía en cuanto le tocaban la bocina o pasaban a su lado a toda velocidad puesto que la radio de su coche recogía electricidad estática, portadora de información.

Cuando pulsaba un botón de su autorradio, el que en teoría conectaba la frecuencia modulada, escuchaba una música indefinida, machacona, emitida por una determinada emisora. En aquel preciso momento quedaba conectado el transmisor del coche, que no recogía la música, sino únicamente las voces de todos los que acompañaran a Bob Arctor. De este modo, el servicio policial correspondiente estaba al tanto de toda la conversación. Y la música de aquella emisora tan especial no interfería en absoluto, por muy alto que estuviera el volumen de la radio: un filtro la eliminaba.

Lo que Barris afirmaba tener en su coche guardaba un cierto parecido con lo que él, Bob Arctor, agente secreto de la policía, tenía en el suyo. Aparte de eso, por lo que respectaba a modificaciones de la suspensión, motor, transmisión, etc., no había más alteraciones. En primer lugar, habrían sido deficientes y obvias. Y en segundo lugar, millones de locos del volante podían efectuar trucajes igualmente espectaculares, por lo que Bob se había limitado a instalar un motor potente... y nada más. Un vehículo de gran potencia puede sobrepasar a cualquier otro. Barris estaba confundido en este punto; un Ferrari está dotado de una suspensión, dirección y capacidad de maniobra que ninguna «modificación especial» puede igualar, así que, punto y aparte. Además, los polizontes no pueden tener coches deportivos, aunque sean «baratos». Olvidemos a los Ferrari: la habilidad del conductor es la cuestión decisiva en último término.

Pero aún tenía otra ventaja como agente de la ley: llantas de un tipo poco normal. Las Michelin X habían introducido bandas de acero años atrás, pero éstas eran completamente metálicas. Se gastaban muy deprisa, desventaja que se compensaba con velocidad y aceleración superiores, y eran muy caras, pero a Bob no le costaban nada, ya que las obtenía a través de la bofia y no precisamente, como el dinero, de una máquina de bebidas. Era un buen asunto, aunque debía aprovechar citas absolutamente necesarias para obtener el material. Después, él mismo colocaba las llantas, cuando nadie le veía, del mismo modo que había efectuado las modificaciones del autorradio.


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