Una mirada a la oscuridad



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—Animoso, no Miedoso —dijo Arctor con tristeza.

—¿De qué hablas? —Lo comprendió al cabo de un momento—. ¡Ah, sí! Es eso de la terapia de análisis transaccional, ¿no? Cuando fumo hash... —Había sacado su pequeña pipa de hash, un objeto hecho de cerámica por ella misma y que parecía un erizo de mar aplanado. La encendió—... me convierto en Soñolienta. —Le miró, rebosante de felicidad, rió y le alargó la preciosa pipa de hash—. Siéntate, te daré una sobrecarga.

Se sentó. Donna se levantó, sopló para dar a la pipa el máximo de actividad y se puso en cuclillas. Arctor abrió la boca... Como un polluelo, pensó. Siempre tenía la misma impresión cuando Donna hacía esto. La chica exhaló en dirección a él gruesas y grises bocanadas de hash, comunicándole así el ardor, el vigor inacabable que ella tenía. Un agente pacificador que los relajaba y ablandaba al mismo tiempo. Donna daba la sobrecarga, Bob Arctor la recibía.

—Te quiero, Donna —dijo Bob. Este era el sustituto de las relaciones sexuales con ella. Quizás era mejor. Ese tipo de relación resultaba tan intimo, tan extraño... Primero, ella podía poner algo dentro de él. Luego, si Donna quería, era él quien ponía algo dentro de ella. Un intercambio constante, una y otra vez hasta que se agotaba el hash.

—Sí, lo comprendo... Tú enamorado de mí. —Donna rió entre dientes y se sentó a su lado. Ahora le tocaba a ella disfrutar del hash.

IX
—¡Hey, Donna! —dijo Bob—. ¿Te gustan los gatos?

—¿Esos animales tan pesados? —Donna le miró con los ojos encendidos—. ¿Que no paran de correr a un palmo sobre el suelo?

—Sobre el suelo, no. En el suelo.

—¡Vaya lata! Corriendo por todos los muebles.

—¿Y flores de primavera?

—Sí, eso sí... Pequeñas flores de primavera, de color amarillo. Las primeras que crecen.

—Antes que ninguna otra.

—Sí. —Donna asintió. Tenía los ojos cerrados, perdida en su viaje—. Antes de que las pisen y... mueran.

—Donna, tú me conoces. Puedes adivinar mis pensamientos.

La mujer dejó la pipa de hash.

—Se acabó —dijo. Su sonrisa fue desapareciendo.

—¿Qué ocurre?

—Nada. —Agitó la cabeza por toda respuesta.

—¿Puedo cogerte por la cintura? Me gustaría hacerlo. ¿Vale? Como si te abrazara. ¿Vale?

Donna abrió los ojos, que ahora reflejaban confusión y cansancio.

—No —contestó—. No, eres demasiado feo.

—¿Qué?

—¡Que no! Aspiro mucha coca. Debo tener mucho cuidado porque aspiro mucha coca.



—¿Feo? —repitió Bob, furioso—. Vete a la mierda, Donna.

—No toques mi cuerpo —advirtió ella, mirándole fijamente.

—No, claro que no. —Se levantó, dispuesto a marcharse—. Ya puedes creértelo. —Pensó en ir al coche y coger la pistola para destrozar el cráneo y los ojos de Donna. Pero el odio y la furia del hash sólo duraron un instante—. Maldita sea —añadió tristemente.

—No me gusta que la gente me meta mano —explicó Donna—. Tengo que ser muy cuidadosa con eso porque hago mucha coca. Tengo pensado irme un día a la frontera canadiense con cuatro libras de coca ahí, entre las piernas. Diré que soy católica y virgen... ¿A dónde vas? —Empezó a levantarse, alarmada.

—Me voy.

—Tienes el coche en tu casa. Te llevaré. —Donna, desgreñada, confusa y medio dormida, se dirigió tambaleante hacia el recibidor para ponerse su chaqueta de cuero—. Te llevaré a tu casa. Pero ya puedes ver por qué me preocupo tanto por mi virginidad. Cuatro libras de coca valen...

—No me acompañarás, jodida. Estás tan flipada que no podrías conducir ni un minuto. Y por si fuera poco, nunca dejas que nadie conduzca ese patín a ruedas que es tu coche.

—¡Porque nadie sabe conducir mi coche! —estalló Donna—. ¡Nadie! ¡Y menos un hombre! ¡No sabéis tratar un coche ni cualquier otra cosa! ¡Tenias las manos puestas en mi...!

Y Bob se encontró de repente en un lugar de la ciudad que no conocía, rodeado de sombras, vagando sin rumbo, desprovisto de su chaqueta... Nadie le acompañaba. Solo, jodidamente solo, pensó. Y entonces oyó a Donna, corriendo tras él, tratando de alcanzarle. La chica jadeaba. Había inhalado tanta yerba en los últimos días que sus pulmones estaban medio obstruidos por los residuos. Bob se detuvo, aunque sin volver la cabeza. Aguardó lo que fuera, sintiéndose muy deprimido. Donna aflojó el paso. Apenas podía respirar.

—Lo siento mucho, de verdad —dijo la chica—. Lo que he dicho te ha hecho daño, lo sé. He perdido la cabeza.

—Sí. ¡Soy demasiado feo!

—Escucha. Cuando he trabajado todo el día y me encuentro muy, muy cansada, la primera dosis me saca de quicio. ¿Quieres volver? ¿Qué te parece? ¿Quieres ir al autocine? ¿Y la botella de Southern Comfort? Yo no puedo comprarla... no me la venderían. —Hizo una pausa—. Soy menor de edad, ¿no?

—Vale. —Volvieron juntos a la casa.

—Buen hash, ¿eh? —dijo Donna.

—Es hash negro, desagradable. Porque está saturado de alcaloides de opio. Lo que tú respiras es opio, no hash... ¿Lo sabías? Por eso te cuesta tanto, ¿comprendes? —Advirtió que había levantado la voz. Se detuvo—. No estás quemando hash, preciosa. Es opio. Y eso quiere decir que te estás habituando para toda la vida y pagando... ¿Cuánto vale ahora una libra de «hash»? Seguirás fumando, y cayendo y cayendo hasta que no puedas poner en marcha el coche, ni seguir a los camiones de reparto. Y te hará falta ese «hash» antes de ir a trabajar, todos los días...

—Me hace falta ahora —le interrumpió Donna—. Tomo una dosis antes de ir al trabajo. Y a mediodía, y en cuanto vuelvo a casa. Por eso soy una camello, para poder comprar hash. El hash me tranquiliza. Por eso vale lo que vale.

—Opio —repitió Arctor—. ¿Cuánto vale ahora ese «hash»?

—Unos diez mil dólares la libra. De buena calidad.

—¡Jo! Tanto como el caballo.

—No usaré nunca la jeringuilla. No lo hago ni lo haré. Cuando empiezas a inyectarte, sea lo que sea, no duras más de seis meses. Aunque sea agua del grifo. Es un hábito...

—Tú tienes un hábito...

—Como todo el mundo. Tú tomas sustancia M, ¿no? ¿Qué diferencia hay? Soy feliz, igual que tú. Vuelvo a casa y fumo hash de primera, todas las noches... es mi viaje. No trates de cambiarme. Ni siquiera lo intentes. Ni a mí, ni a mi moralidad. Soy lo que soy. Y me evado con hash. Es mi vida.

—¿Has visto fotos de los antiguos fumadores de opio? ¿De los chinos hace mucho tiempo? ¿O de los indios que fuman hash ahora? ¿Has visto su aspecto?

—No espero vivir muchos años. Así que me importa un bledo. No quiero vivir muchos años. ¿Tú sí? ¿Por qué? ¿Qué hay en este mundo que valga la pena? ¿Y has visto...? Caramba, fíjate en Jerry Fabin, o en cualquiera que lleve mucho tiempo tomando sustancia M. ¿Qué podemos esperar de este mundo, Bob? Es un lugar de paso hasta la siguiente vida. Nos castigan aquí porque nacimos malditos...

—Eres católica.

—Nos castigan aquí. Así que, si puedes evadirte de vez en cuando... ¡qué narices, hazlo! El otro día por poco me la pego. Iba en el MG, hacia mi trabajo. Había puesto el estéreo de ocho pistas y estaba fumando mi pipa de hash, así que no vi a ese tipo del Ford Emperador 1984...

—Eres una tonta, una superimbécil.

—Voy a morir pronto, ¿sabes? Haga lo que haga. Quizás en la autopista. Apenas consigo frenar con mi MG, ¿comprendes? Y ya me han puesto cuatro multas este año, por exceso de velocidad. Ahora tengo que ir otra vez a la escuela de conducir. Una lata. Durante seis meses.

—Así que un día, de repente, no podré volver a verte. ¿No es eso? No te veré nunca más.

—¿Lo dices por lo de la escuela de conducir? No, cuando pasen los seis meses...

—Estarás en el cementerio. Acabada antes de que la ley de California, la jodida ley de California, te permita comprar una lata de cerveza o una botella de licor.

—¡Es verdad! —exclamó Donna—. ¡La botella de Southern Comfort! ¿Vamos a comprarla y nos la llevamos a las películas de los monos? ¿Sí? Aún podemos ver ocho películas, incluida la de...

—Escúchame —dijo Bob Arctor, cogiendo a Donna por el hombro. La chica se apartó en un gesto instintivo.

—No —dijo Donna.

—¿Sabes lo que tienen obligación de dejarte hacer? ¿Quizá una sola vez? Darte permiso para comprar una lata de cerveza. Una vez y sólo una vez.

—¿Por qué?

—Como un obsequio, si es que te portas bien.

—¡Me sirvieron una vez! —dijo Donna, muy complacida por el recuerdo—. ¡En un bar! Yo iba muy bien vestida y acompañada por varias personas. La camarera me preguntó qué quería y yo contesté, «Un collins de vodka». Y me lo sirvió. Fue en La Paz, un sitio muy fino. ¡Algo fabuloso! Yo había visto un anuncio de collins de vodka, así que, siempre que me preguntaban en un bar, pedía eso y quedaba muy bien. ¿Te das cuenta? —De repente, Donna le cogió del brazo. Un detalle poco normal en ella—. Fue el viaje más fabuloso de mi vida.

—Entonces, supongo que ya te han hecho el obsequio. El único obsequio.

—¡Claro! ¡Es lógico! Bueno, esa gente que estaba conmigo me dijeron después que debía haber pedido una bebida mejicana, un tequila, por ejemplo, porque es un bar de tipo mejicano, el bar del restaurante La Paz. Pero ya lo sé para la próxima vez. Si vuelvo a ir, me acordaré, ya lo creo. ¿Sabes qué haré algún día, Bob? Me trasladaré al norte de Oregon y viviré en la nieve. Apartaré la nieve de la puerta todas las mañanas. Tendré una casita y un huerto con hortalizas plantadas.

—Tendrás que ahorrar, ahorrar mucho dinero. Eso es muy caro.

—El me lo dará —dijo Donna, repentinamente reservada—. Un hombre.

—¿Quién?

—Bueno, el hombre de mis sueños, ¿sabes? —Donna dulcificó el tono de su voz, dándose cuenta que estaba compartiendo un secreto. Y lo hacía porque él, Bob Arctor, era su amigo y alguien de confianza—. Ya me lo imagino: conducirá un Aston Martin y me llevará al norte con él. Allí encontraremos la casita en la nieve, al norte de aquí. —Hizo una pausa y añadió—: Se supone que es muy bonito estar en la nieve, ¿no?

—¿No lo sabes?

—Nunca he estado en la nieve. Bueno, estuve una vez en San Berdoo, en aquellas montañas. No me gustó porque era más bien agua-nieve, barro... No es eso lo que busco, sino nieve auténtica.

—¿Estás segura de todo lo que dices? —preguntó Bob Arctor, en cierta forma pesaroso—. ¿Todo será tal como lo dices?

—¡Claro que sí! Está escrito.

Caminaron en silencio en dirección al MG de Donna, de aquella chica rodeada de sueños y planes. Y Bob... Bob recordó a Barris, a Luckman, a Hank, la central clandestina... al propio Fred.

—¡Oye! —dijo Arctor—. ¿Puedo ir contigo a Oregon? ¿Cuándo te vayas para siempre?

Donna le sonrió. Una sonrisa amable y tierna que significaba: no.

Y Bob lo comprendió así, porque la conocía muy bien. Nada iba a cambiar. Se estremeció.

—¿Tienes frío? —preguntó Donna.

—Sí. Mucho frío.

—Tengo buena calefacción en mi coche, para cuando estemos en el autocine... Allí podrás calentarte. —La chica le cogió la mano, la apretó... y luego, de repente, la soltó.

Pero aquel contacto persistió en su corazón, siguió dentro de él. Se avecinaban años en los que estaría sin ella, sin verla, escucharla o saber qué era de Donna, sin saber si estaba viva o muerta, si era feliz. Pero aquella caricia permanecería para siempre en su recuerdo, encerrada en su ser, y nunca la olvidaría. La única vez que había tocado la mano de Donna...


Aquella noche, Bob llevó a su casa a Connie, una simpática drogadicta. Iba a acostarse con ella a cambio de diez dosis de mex, ya que la chica acostumbraba a inyectarse, era una yonki.

La chica, delgada y de cabello lacio, se sentó en el borde de la cama, peinándose aquel pelo tan raro que tenía. Era la primera vez que Connie venía a su casa —la había conocido en una fiesta— y sabía muy pocas cosas de ella, aunque hacía semanas que había apuntado su número de teléfono. Era frígida, cosa normal en una mujer que se inyectaba heroína, pero esto no representaba obstáculo alguno. El sexo no le proporcionaba ningún placer, pero por otra parte, tampoco le importaba acostarse con cualquiera.

Esto era evidente nada más verla. Connie estaba sentada en la cama, a medio vestir, descalza, con una horquilla en la boca y mirando al vacío, prueba suficiente de que su mente corría una fantasía solitaria. Su rostro, alargado y huesudo, no dejaba por ello de ser llamativo. Quizá, pensó Arctor, porque los huesos, sobre todo los de las mandíbulas, eran muy pronunciados. Tenía un grano en la mejilla derecha. Algo que, probablemente, no había advertido o que no le importaba lo más mínimo. Al igual que el sexo, los granos tenían poco interés para ella.

Quizás ella pensaba que todo era lo mismo. Una drogadicta que llevaba mucho tiempo abusando de la aguja podía creer que sexo y granos eran algo similar, incluso idéntico. Es inútil, pensó Bob. No puedes saber lo que hay dentro de su cabeza.

—¿Puedes dejarme un cepillo de dientes? —preguntó Connie. Había empezado a cabecear y mascullar, cosa normal para este tipo de gente cuando iba pasando la noche—. No me gusta que se estropeen... los dientes son los dientes. Me los lavaré... —Bajó tanto la voz que Bob apenas pudo oírla. Pero el movimiento de los labios le permitió comprender lo que murmuraba.

—¿Sabes dónde está el cuarto de baño? —preguntó Bob.

—¿Qué cuarto de baño?

—El de esta casa.

—¿Quiénes son esos tíos que están aquí tan tarde? —inquirió. Se puso en pie y siguió peinándose—. Están liando porros y no paran de darle al pico. Viven contigo, supongo. Sí, claro. Seguro.

—Dos de ellos, sí —contestó Arctor.

—¿Eres marica? —Sus ojos apagados fijaron la mirada en Bob.

—Trato de no serlo. Por eso estás aquí.

—¿Te esfuerzas por no serlo?

—Ya puedes creértelo.

—Sí, supongo que lo averiguaré enseguida. Si eres un gay en potencia, querrás que yo tome la iniciativa. Échate y yo lo haré todo. ¿Quieres que te desnude? Bien, acuéstate y me ocuparé de todo. —Alargó las manos hacia la cremallera de Bob.
Más tarde, Bob se encontró en la penumbra, adormilado por su, digamos, mujer a sueldo. Connie roncaba a su lado. Estaba de espaldas, con los brazos pegados al cuerpo y por encima de la sábana. Apenas podía distinguirla. Los yonkis, pensó Arctor, duermen como Drácula: tiesos, inmóviles hasta que se despiertan de repente, como una máquina que varía de la posición A a la B. «Ya... es... de... día», dice el yonki, o la grabación que hay dentro de su cabeza, da lo mismo. La mente de estos tipos sigue instrucciones, es como la música que suena en una radio-despertador... A veces parece fabulosa, pero está ahí para forzarte a hacer algo. La música de la radio-despertador suena para que te levantes. La música del yonki suena para que le sirvas como medio de obtener más droga, sea como sea. El, una máquina, te convertirá en su máquina.

Todos y cada uno de los yonkis son grabaciones, pensó. Siguió dormitando, y meditando sobre estos seres perversos. Y el yonki, si es una chica, no tiene otra cosa que vender más que su cuerpo. Igual que Connie, la que estaba a su lado.

Abrió los ojos, se volvió hacia la chica y vio a Donna Hawthorne.

Se sentó de un salto. ¡Donna!, pensó. Podía distinguir su cara con toda claridad. No había duda. ¡Dios mío! Alargó la mano hacia la lámpara de la mesita. La tocó con los dedos y la tiró al suelo. La chica, pese al ruido, siguió durmiendo. Volvió a mirarla y, poco a poco, apareció de nuevo Connie, el perfil de su rostro, la barbilla descarnada, el cuerpo enjuto... la cara demacrada propia de una yonki. Era Connie, no Donna. Una chica, no la otra.

Volvió a echarse, apesadumbrado, y se durmió sin saber cómo, preguntándose qué significado tenía aquella alucinación en medio de la oscuridad.

—No me importa que apestara —murmuró la chica al cabo de un rato. Estaba soñando—. Lo quería a pesar de todo.

Bob reflexionó. ¿A quién se refería? ¿Un amigo? ¿Su padre? ¿Un gato? ¿Un apreciado juguete de la infancia? ¿A todos a la vez? Pero había dicho «lo quería», no «lo quiero». Era evidente que él, o lo que fuera, había desaparecido. Quizá, pensó Arctor, la hayan obligado a abandonarlo, alegando que olía muy mal.

Sí, era muy probable. Esta chica, se dijo Bob, la demacrada yonki que duerme a mi lado, ¿cuántos años debía tener entonces?

X
Fred, con su monotraje mezclador puesto, estaba sentado ante una batería de holocámaras, contemplando a Jim Barris mientras éste leía un libro sobre hongos en la sala de estar de Bob Arctor. ¿Por qué hongos? Para averiguarlo, Fred apretó el botón de retroceso hasta contemplar lo sucedido una hora antes. Barris seguía sentado, leyendo con gran atención y tomando notas.

Al cabo de poco rato, Barris dejó el libro a un lado y salió de la casa, quedando fuera del alcance de las cámaras. Al regresar llevaba una pequeña bolsa de papel marrón. La abrió sobre la mesita del cuarto de estar. Seleccionó algunos hongos secos y empezó a compararlos uno por uno con las fotos a todo color que había en el libro. Su concentración en la tarea resultaba anormal, tratándose de él. Por fin, apartó un hongo de pobre aspecto y metió los demás en la bolsa. Sacó del bolsillo un montón de cápsulas vacías y, con idéntico cuidado, fue introduciendo pedazos de aquel hongo especial en cada una de las cápsulas, para acabar cerrándolas.

A continuación, Barris empezó a telefonear. El intervenido teléfono grabó automáticamente todos los números que Jim iba marcando.

—Hola, soy Jim.

—¿Qué hay?

—Tengo algo que ofrecerte.

—No bromees.

—Psilocybe mexicana.

—¿Qué es eso?

—Un extraño hongo alucinógeno usado en los cultos sudamericanos de hace miles de años. Vuelas, te haces invisible, entiendes el lenguaje de los animales...

—No, gracias. —Click.

Otra llamada.

—Hola, soy Jim.

—¿Jim? ¿Qué Jim?

—El de la barba... Gafas de sol verdes, pantalones de cuero... Te conocí en una fiesta en casa de Wanda y...

—¡Ah, sí! Jim. Ya me acuerdo.

—¿Te interesaría conseguir algunos psicodélicos orgánicos?

—Bueno, no se... —Nerviosismo—. ¿Seguro que eres Jim? No te pareces en nada.

—Tengo algo increíble. Un extraño hongo orgánico de Sudamérica, usado en los cultos indios de hace miles de años. Vuelas, te haces invisible, tu coche desaparece, puedes entender el lenguaje de los animales...

—Mi coche está desapareciendo siempre. Cuando lo dejo en una zona de las afueras. Ja, ja.

—Podría darte seis cápsulas de este Psilocybe.

—¿A cuánto?

—Cinco dólares cada una.

—¡Vaya robo! ¿Es una broma? Mira, ya nos veremos. —Recelo—. Bueno, creo que te recuerdo... me estafaste una vez. ¿De dónde has sacado esos hongos? ¿Cómo sé que no es ácido de mala calidad?

—Entraron en los Estados Unidos dentro de una estatua de arcilla. Formaba parte de un envío a un museo, un cargamento muy vigilado. La bofia de la aduana ni lo olió. Si no te gusta lo que compres, te devolveré el dinero.

—¿Y de qué me servirá eso si pierdo la cabeza y me encuentro colgado de un árbol?

—He probado el producto hace unos días. Para comprobarlo. Ha sido el mejor viaje de toda mi vida... Infinidad de colores. Es mejor que la mescalina, no lo dudes. No me interesa estafar a mis clientes. Siempre compruebo la mercancía. Está garantizada.

Fred advirtió que otro monotraje mezclador estaba observando el monitor.

—¿Qué está ofreciendo ese tipo? —preguntó el recién llegado—. ¿Mescalina?

—Ha estado poniendo hongos dentro de unas cápsulas —explicó Fred—. Hongos que él, u otra persona, ha cogido por aquí cerca.

—Algunos hongos son tremendamente tóxicos —afirmó el monotraje mezclador que estaba detrás de Fred.

Un tercer monotraje mezclador abandonó su propio monitor por un momento y se acercó a los otros dos.

—Es cierto —dijo—. Los hongos del tipo Amanita contienen cuatro toxinas que actúan como agentes disruptores de los glóbulos rojos. La muerte se produce a las dos semanas y no se conoce ningún antídoto. Produce unos dolores terribles. Si los hongos son silvestres, sólo un experto puede afirmar si son o no nocivos.

—Lo sé —dijo Fred. Apuntó el número de la cinta para conocimiento del servicio.

Barris estaba marcando un tercer número.

—¿Qué infracción de la ley puede asociarse con esto? —preguntó Fred.

—Falsa publicidad —repuso uno de los monotrajes mezcladores. Hubo risas y los otros dos agentes volvieron a sus monitores. Fred continuó observando.

El monitor cuatro captó a Bob Arctor entrando por la puerta principal de la casa y con aspecto de abatimiento.

—Hola.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó Barris, recogiendo las cápsulas y ocultándolas en su bolsillo—. ¿Algún progreso con Donna? —Soltó una risita—. En todos los sentidos, quiero decir. ¿Qué cuentas?



—Muy bien, déjame en paz —contestó Arctor.

El monitor cinco filmó su aparición en el dormitorio, pocos segundos después de la escena anterior. Ya con la puerta bien cerrada, Bob sacó varias bolsas repletas de tabletas blancas. Durante un instante pareció indeciso. Luego metió la mercancía bajo la sábana, ocultándola a la vista. Se quitó la chaqueta. Estaba cansado y muy triste. Tenía ojeras.

Bob Arctor se sentó en la revuelta cama. Agitó la cabeza, se puso en pie, miró a uno y otro lado... Se arregló el pelo y salió de la habitación. La holocámara central de la sala de estar recogió sus movimientos mientras se dirigía hacia Barris. Antes, la cámara número dos había captado a Barris ocultando la bolsa de hongos bajo los cojines del sofá y colocando el libro en la estantería, un lugar en el que pasaría desapercibido.

—¿Qué has estado haciendo? —preguntó Arctor.

—Me he dedicado a la investigación.

—¿Qué es lo que has investigado?

—Las propiedades de ciertos organismos micológicos de naturaleza muy delicada. —Barris rió entre dientes—. No te ha ido muy bien con la menuda chica de grandes pechos, ¿eh?

Arctor le miró y luego se fue a la cocina para enchufar la cafetera.

—Bob —dijo Barris, marchando tras él—. Si he dicho algo que te ha ofendido, lo siento. —Empezó a canturrear y tamborilear sobre la mesa mientras Arctor esperaba que saliera el café.

—¿Dónde está Luckman?

—Por ahí, supongo que tratando de robar el dinero de alguna cabina telefónica. Se llevó tu gato hidráulico, cosa que suele hacer cuando va a desvalijar una cabina, ¿no?

—Mi gato hidráulico —repitió Arctor.

—¿Sabes una cosa? Podría darte mi ayuda profesional en tus intentos con la menuda chica...

Fred pasó la cinta a toda velocidad. El contador señaló finalmente que habían pasado dos horas.

—...paga el maldito alquiler o ponte a trabajar en el cefaloscopio —estaba diciendo Arctor a Barris.

—Ya tengo encargadas unas resistencias que...

Fred volvió a lanzar la cinta adelante. Pasaron otras dos horas.

El monitor cinco recogió a Arctor en la cama de su habitación. El radio-despertador, sintonizado en la emisora KNX, ofrecía folk rock a bajo volumen. El monitor dos mostró a Barris solo en el cuarto de estar, de nuevo interesado en los hongos. Pasó un buen rato sin que ninguno de los hombres hiciera gran cosa. Arctor alargó el brazo para aumentar el volumen de la radio; había escuchado una canción que evidentemente le gustaba. Barris siguió leyendo sin apenas moverse. Arctor volvió a aparecer inmóvil en la cama.

Sonó el teléfono. Barris estiró el brazo y cogió el aparato.

—¿Hola?


—¿El señor Arctor? —Una voz masculina.

—Sí, yo soy —contestó Barris.

Esta cabra de Barris va a joderme, pensó Fred. Aumentó el volumen del teléfono.

—Señor Arctor —dijo en voz muy baja el desconocido comunicante—, lamento llamarle tan tarde, pero ese talón suyo que no...

—¡Ah, sí! Pensaba llamarle. Esta es la situación, señor. He sufrido un ataque grave de infección intestinal, con pérdida de temperatura corporal, espasmos pilóricos, calambres... En fin, que me es imposible arreglar lo de ese insignificante talón de veinte dólares y, con toda franqueza, tampoco pienso arreglarlo.


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