Una mirada a la oscuridad



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No puedo culparle, reflexionó Fred, mientras Arctor se quitaba la chaqueta con aspecto fatigado. Es algo que destrozaría la mente de cualquier persona. Pero algunas personas se recuperarían, y él no muestra ningún síntoma de mejoría. Al revés, cada día está peor. Lee en voz alta cuando no hay nadie escuchando. Un texto inexistente recitado de una forma extraña.

A menos que pretenda engañarme, pensó Fred sintiendo una repentina intranquilidad. Tal vez suponga que alguien le está vigilando y... trate de ocultar lo que realmente está haciendo. ¿Estará jugando con nosotros? ¿Será simplemente eso? Sólo podré averiguarlo con el tiempo, comprendió Fred.

Creo que nos está engañando, decidió Fred. Hay gente que intuye cuándo la están mirando. Un sexto sentido. No una paranoia, sino un instinto primitivo: como un ratón, como cualquier animal perseguido, sabe que lo están acechando. Lo siente. Hace payasadas delante nuestro para embaucarnos. Pero... es imposible asegurarlo. Un engaño puede encubrir otro engaño. Toda una cadena de engaños.

El sonido de la extraña lectura de Arctor había despertado a Luckman, tal como captaba la cámara situada en su dormitorio. Luckman se incorporó pesadamente y escuchó. Luego oyó el ruido que hacía Arctor al poner su chaqueta en un colgador y tirar otro al suelo. Luckman saltó sobre sus largas y musculosas piernas y asió el puño metálico que siempre tenía en la mesita de noche. Muy tenso y sin hacer ruido, se dirigió hacia la puerta de la habitación.

En el cuarto de estar, Arctor recogió el correo de la mesa y empezó a examinarlo. Tiró un montón de propaganda a la papelera, pero los papeles cayeron al suelo.

Luckman identificó los ruidos que oía. Se relajó y levantó la cabeza como si buscara aire.

Arctor estaba leyendo una carta. De repente frunció el ceño.

—Van a hundirme —dijo.

Luckman, ya más tranquilo, dejó el puño metálico sobre la mesita. ¡Clank! Se alisó el pelo, abrió la puerta y salió del dormitorio.

—Hola —saludó—. ¿Qué hay?

—Hoy he pasado en coche por delante del edificio Maylar, la empresa de microfilms —explicó Arctor.

—Estaban haciendo inventario. Pero uno de los empleados, sin darse cuenta, se había llevado el inventario pegado en la suela del zapato. Así que todo el mundo estaba afuera, en el aparcamiento de la Maylar, con pinzas y un montón de lupas minúsculas. Y una bolsita de papel.

—¿Daban alguna recompensa? —preguntó Luckman, bostezando y dándose palmadas en su robusta tripa.

—Habían ofrecido una recompensa. Pero también la perdieron. Era una moneda microscópica.

—¿Sueles ver cosas así siempre que vas por la calle?

—Sólo en el condado de Orange.

—¿Cómo es de grande el edificio de la Maylar?

—Tiene unos tres centímetros de alto.

—¿Y cuánto dirías que pesa?

—¿Contando los empleados?

Fred apretó el mando de avance rápido y lo detuvo momentáneamente cuando el contador señaló que había transcurrido una hora.

—...unos cinco kilos —estaba diciendo Arctor.

—Bueno, si sólo has hecho que pasar por allí, ¿cómo puedes saber que mide tres centímetros y pesa cinco kilos?

—Tienen un letrero muy grande —contestó Arctor, ahora echado en el sofá, con los pies en alto.

¡Dios mío!, pensó Fred. Repitió la maniobra anterior, pero deteniendo la cinta cuando sólo habían pasado diez minutos de tiempo real. Tenía una corazonada.

—...¿cómo es el letrero? —estaba diciendo Luckman. Estaba sentado en el suelo, limpiando una caja llena de hierba—. ¿Luces neón? ¿De colores? Puede que lo haya visto.

—Mira, voy a enseñártelo —dijo Arctor, buscando algo en el bolsillo de su camisa—. Me lo he traído a casa.

Fred apretó el avance rápido por tercera vez.

—...¿sabrías entrar microfilms de contrabando en un país, sin que nadie se enterara? —dijo Luckman.

—Cualquier manera puede ser buena —contestó Arctor. Estaba recostado, fumando un porro. El ambiente estaba muy cargado.

—No, me refiero a una manera que no puedan descubrir nunca. Fue un secreto que me contó Barris un día. Se supone que no debo contarlo a nadie porque lo explicará en su libro.

—¿Qué libro? ¿Droga común doméstica y...

—No. Formas sencillas de entrar o sacar objetos de los Estados Unidos, según la ruta que se siga. Los microfilms hay que pasarlos de contrabando con un cargamento de droga, heroína, por ejemplo. Debes meterlos en los paquetes. Nadie los descubrirá, porque son muy pequeños. No...

—Pero entonces, algún yonki se expone a picarse con una inyección que será medio caballo y medio microfilms.

—En ese caso, será el yonki más jodidamente culto que se haya visto en la historia.

—Depende de lo que haya en los microfilms.

—Barris sabe otra forma de pasar droga por la frontera. Ya sabes, los polis de aduanas te hacen declarar lo que llevas y no puedes decir droga porque...

—Vale. ¿Y qué?

—Pues verás. Coges un gran trozo de hash y le das la forma de un hombre. Luego vacías una parte y metes allí un mecanismo de cuerda, de relojería, y una pequeña grabadora. Antes de pasar la aduana te pones tras el muñeco y le das cuerda. Entonces el aduanero preguntará, «¿Tiene algo que declarar?» Y el bloque de hash dirá, «No, nada», y seguirá andando hasta el otro lado de la frontera.

—Si le pusieras una batería solar en lugar de la cuerda, seguiría andando durante años. Para siempre.

—¿Y de qué serviría eso? El muñeco acabaría en el Atlántico o en el Pacífico. De hecho, se saldría del borde de la Tierra, como...

—Imagínate una aldea esquimal y un bloque de hash, de metro ochenta, que valdría... ¿Cuánto podría valer?

—Mil millones de dólares.

—Más. Dos mil millones.

—Los esquimales están allí, curtiendo pieles y tallando lanzas de hueso. De repente se presenta un bloque de hash que vale dos mil millones de dólares, caminando sobre la nieve y diciendo sin cesar, «No, nada.»

—Se preguntarán qué significado deberá tener eso.

—Se quedarán sorprendidos para siempre. Y nacerán varias leyendas.

—Suponte que les dices a tus nietos: «Yo vi con mis propios ojos cómo aquel bloque de hash, de metro ochenta de alto y dos mil millones de dólares de valor, surgió de la niebla, caminando en esa dirección, y diciendo, «No, nada». Tus nietos te mandarían al manicomio.

—No, las leyendas van evolucionando. Al cabo de algunos siglos se explicaría así: En tiempos de mis antepasados, un día se les apareció de repente un bloque de hash afganistano de primera calidad. Medía treinta metros de alto y valía ocho billones de dólares. Les empezó a disparar, mientras gritaba, «¡Muerte a los perros esquimales!» Mis antepasados lucharon con él, con sus lanzas, y acabaron matándolo.

—Los niños tampoco se lo creerán.

—Los niños ya no se creen nada.

—Es deprimente explicarle algo a un niño —afirmó Luckman—. Una vez un chaval me preguntó, «¿Cómo era el primer automóvil?» Jo, tío, yo nací en 1962.

—¡Dios! —exclamó Arctor—. Eso mismo me preguntó una vez un tipo que conocía, un tío jodido por el ácido. Tenía veintisiete años y yo sólo tres más. Ya no reconocía las cosas. Luego siguió abusando del ácido, o de lo que le vendían como ácido, y acabó meándose y cagándose en el suelo. Cuando le preguntabas cualquier cosa, como «¿Qué tal te va, Don?» lo único que hacía era repetir la pregunta. «¿Qué tal te va, Don?». Igual que un loro.

Silencio. Los dos hombres siguieron fumando sus porros en la nube de humo que era el cuarto de estar. Un silencio prolongado, tétrico.

—Bob, ¿sabes una cosa? —dijo por fin Luckman—. Yo solía tener la misma edad que cualquier otra persona.

—Igual que yo, creo —contestó Arctor.

—No sé por qué.

—Sí, Luckman. Sabes que eso nos ocurrió a todos.

—Bueno, no hablemos del asunto. —Luckman siguió inhalando ruidosamente. Su alargado rostro se hundió en la penumbra del mediodía.

Sonó uno de los teléfonos de la central clandestina. Un monotraje mezclador lo descolgó, contestó y luego pasó el aparato a Fred.

Fred desconectó los monitores y cogió el teléfono.

—¿Recuerda cuando estuvo aquí la semana pasada? —dijo una voz—. ¿Pasando un test BG?

—Sí —contestó Fred, tras unos segundos de silencio.

—Se suponía que usted iba a volver. —Una pausa—. Hemos procesado nuevo material sobre usted... Yo mismo me he encargado de programar toda la serie de pruebas perceptivas y de otros tipos. Deberá presentarse mañana a las tres en punto, en la misma sala. El examen durará unas cuatro horas. ¿Recuerda el número de la sala?

—No —contestó Fred.

—¿Cómo se encuentra?

—Bien —fue la lacónica respuesta de Fred.

—¿Algún problema? ¿Dentro o fuera de su trabajo?

—Tuve una pelea con mi chica.

—¿Síntomas de confusión? ¿Tiene dificultades para identificar personas u objetos? ¿Ha visto algo que le pareciera transpuesto o invertido? ¿Siente alguna desorientación dimensional o lingüística mientras hago estas preguntas?

—No —repuso mecánicamente—. Respuesta negativa a todo lo que me ha preguntado.

—Nos veremos mañana en la sala 203 —dijo el psicólogo del servicio.

—¿Qué tipo de material sobre mí es el que les ha parecido...?

—Hablaremos de eso mañana. No falte. ¿De acuerdo? Y no se desanime, Fred. —Click.

Muy bien, pensó, pues también click para ti. Y colgó.

Irritado, sintiendo que abusaban de él, que le forzaban a hacer algo desagradable, conectó los monitores una vez más. Las zonas holográficas se llenaron de colorido y las escenas tridimensionales cobraron vida. El sistema de sonido arrojó sobre Fred toda aquella charla incomprensible, frustrante.

—La chica creía que había quedado embarazada —sonó la monótona voz de Luckman—. Empezó a engordar, y cuando ya hacía cuatro meses que no le venía la regla, se decidió por el aborto. Pero lo único que hizo fue quejarse del dinero que costaba abortar. No sé por qué, pero no podía acudir al seguro. Un día fui a su casa. Encontré a una amiga que le estaba diciendo que su embarazo era psicológico. «Quieres creer que estás embarazada», le explicaba la otra chica. «Un complejo de culpabilidad... El aborto, la pasta que va a costarte... Sí, tienes un complejo de culpabilidad.» Y aquella chica, que a mi me gustaba mucho, la miró con toda tranquilidad y contestó: «Muy bien. Tengo un embarazo psicológico. Lo que haré será pasar por un aborto psicológico y pagarlo con dinero psicológico.»

—¿De quién es la cara que hay en el psicológico billete de cinco dólares? —preguntó Arctor.

—Bueno, ¿quién fue nuestro presidente más psicológico?

—Bill Falkes. Creyó que era presidente, sólo eso.

—¿Cuándo fue?

—En 1882. Se imaginó que había sido presidente durante dos mandatos. Un intenso tratamiento le llevó a pensar que sólo había sido presidente durante un mandato...

Fred apretó furiosamente el mando de avance rápido. Dos horas y media. ¿Cuánto tiempo durará esta mierda?, se preguntó. ¿Todo un día? ¿Siempre?

—...así que llevas tu crío al médico, al psicólogo, y le explicas que se pasa el día berreando y cogiendo rabietas. —Luckman estaba sentado frente a la mesita del cuarto de estar, inspeccionando dos cajas de hierba y tomándose una lata de cerveza—. Y las mentiras. El niño miente, se inventa cosas increíbles. El psicólogo examina al chaval y diagnostica: «Señora, su hijo está histérico. Tiene un hijo histérico. Pero no sé por qué.» Y luego, tú, la madre, ves la oportunidad de intervenir y dices: «Yo sé la razón, doctor. La culpa es de mi embarazo, porque fue un embarazo psicológico.»

Luckman y Arctor empezaron a reír. Igual que Barris, que había vuelto en algún momento de las dos últimas horas y se había unido a ellos. Estaba enrollando la cuerda blanca de su espantosa pipa de hash.

Fred volvió a pasar la cinta a toda velocidad, esta vez dejando transcurrir una hora.

—...ese tío salió por la tele —estaba diciendo Luckman, encorvado sobre una caja de hierba. Arctor se hallaba frente a él, observándole, aunque sin demasiado interés—. Y dijo que era un impostor famoso en todo el mundo. Se había hecho pasar, no importa cuándo, por un gran cirujano de la Escuela de Medicina Johns Hopkins, por un investigador de partículas submoleculares de alta velocidad que gozaba de una subvención en Harvard, por un novelista finlandés premiado con el Nobel de literatura, por un depuesto presidente argentino casado con...

—¿Y salió bien parado? —preguntó Arctor—. ¿No le descubrieron nunca?

—Bueno, es que ese tipo nunca suplantó a nadie. Solamente se hizo pasar por un famoso impostor. La historia salió al cabo de algún tiempo en el Times de Los Angeles... ellos hicieron las averiguaciones. El tío estaba de barrendero en Disneylandia, o lo estuvo hasta que leyó la autobiografía de aquel famoso impostor, porque en realidad existió uno, y se dijo: «Caramba, podría hacerme pasar por todos esos tipos tan extraños y hacer lo mismo que él.» Pero luego lo meditó mejor y pensó: «Demonios, eso es una tontería. Lo único que haré será hacerme pasar por otro impostor.» Y según el Times, hizo una fortuna. Casi tan grande como la del auténtico impostor de fama mundial. Y declaró que le había resultado mucho más fácil.

—Nosotros mismos vemos impostores de vez en cuando —dijo Barris, solo en un rincón y concentrado en su pipa—. A lo largo de nuestras vidas. Pero no suplantan a físicos subatómicos.

—Te refieres a la poli, ¿no? A los de estupefacientes —dijo Luckman—. Sí, los agentes secretos. ¿A cuántos conoceremos? ¿Qué aspecto deben tener?

—Es lo mismo que si preguntaras qué aspecto tiene un impostor —intervino Arctor—. Hace tiempo hablé con un gran traficante de hash que había sido pescado con cinco kilos de mercancía encima. Y le hice esa pregunta: ¿Qué aspecto tenía el agente que te detuvo, ese tipo que se hizo pasar por el amigo de un amigo y que te engañó para que le vendieras hash?

—Tenía el mismo aspecto que nosotros —dijo Barris, sin dejar de enrollar la cuerda.

—Peor que el nuestro —corrigió Arctor—. Ese tío, el traficante de drogas, que acababa de ser sentenciado y entraba en chirona al día siguiente, me dijo: «Llevan el pelo más largo que nosotros.» Moraleja: Apártate de los tipos que se parezcan a ti.

—Hay agentes femeninas —dijo Barris.

—Me gustaría encontrarme con uno de esos tipos —expuso Arctor—. Dándome cuenta, claro. Sabiendo a qué atenerme.

—Eso lo averiguarás cuando te ponga las esposas —dijo Barris—. Cuando llegue tu día.

—No, si lo digo porque... Bueno, ¿tienen amigos esos agentes de narcóticos? ¿Qué tipo de vida llevan? ¿Saben las esposas lo que están haciendo sus maridos?

—Esos tíos no están casados —señaló Luckman—. Viven en cuevas y espían a la gente debajo de coches aparcados, como los duendes.

—¿Qué comen? —preguntó Arctor.

—Personas —repuso Barris.

—¿Cómo puede hacer eso un tío? —inquirió Arctor—. ¿Cómo puede hacerse pasar por un agente de la brigada de estupefacientes?

—¿Qué? —dijeron al unísono Barris y Luckman.

—Mierda, no sé lo que me digo —dijo Arctor, esbozando una mueca—. Hacerse pasar por un agente... ¡Jo! —Agitó la cabeza, tratando de sonreír.

—¿HACERSE PASAR POR UN AGENTE? —gritó Luckman, mirándole fijamente—. ¿HACERSE PASAR POR UN AGENTE?

—Hoy tengo la cabeza muy revuelta —se excusó Arctor—. Será mejor que me vaya al catre.

Fred interrumpió el avance de la cinta. La escena quedó inmovilizada y cesó el sonido.

—¿Tomándose un descanso, Fred? —le dijo otro de los monotrajes mezcladores.

—Sí. Estoy cansado. Esta mierda es insoportable en cuanto pasa un rato. —Se levantó y sacó el paquete de tabaco—. No comprendo ni la mitad de lo que dicen, estoy fatigado. Harto de escucharles.

—Cuando se está con ellos, ahí en su casa —intervino otro agente—, no resulta tan desagradable, ¿sabe? Bueno, usted también ha participado en las escenas que ha visto. Cumpliendo su trabajo, pero ha estado allí, supongo. ¿No es cierto?

—Nunca me acercaría a este tipo de indeseables —repuso Fred—. No paran de repetir las mismas cosas, una y otra vez, como si fueran cotorras. ¿Por qué hacen eso, por qué se pasan horas y horas parloteando?

—¿Y por qué hacemos nosotros esto? Una vez te has acostumbrado, es un trabajo terriblemente monótono.

—Pero es nuestra obligación, nuestro trabajo. No tenemos otra alternativa.

Debemos hacernos pasar por agentes secretos de la brigada de estupefacientes, pensó Fred. ¿Qué significa eso? Nadie lo sabe...

Todos nosotros nos hacemos pasar por importantes, reflexionó. Hombres que viven bajo un coche aparcado y se alimentan de mierda. No somos cirujanos, novelistas o políticos de fama mundial. Nadie desea que hablemos ante las cámaras de TV. Ninguna persona en su sano juicio creería que nuestra vida...

Soy como el gusano que se arrastra entre el polvo,

hasta que lo aplasta el pie de un caminante.

Sí, esta es la mejor expresión, pensó Fred. Es una poesía que me leyó Luckman. ¿O quizá la leí en la escuela? Es curioso lo que aparece a veces en tu mente. Recuerdos.

Las espantosas palabras de Arctor seguían grabadas en su mente, aun cuando hubiera desconectado el sonido. Ojalá pudiera olvidarlas, pensó Fred. Ojalá pudiera olvidarme de Arctor por un instante.

—A veces tengo la sensación de saber lo que van a decir antes de que digan una sola palabra —dijo Fred.

—Eso se denomina déjà vu —dijo uno de los monotrajes mezcladores—. Mire, voy a darle algunos consejos. Haga correr la cinta durante intervalos de tiempo más largos. Seis horas, por ejemplo. Y obsérvela entonces. Si no encuentra nada de interés, apriete el botón de retroceso. Lo que pretendo decirle es que examine la grabación en sentido inverso, ya que así no quedará inmerso en el ambiente propio de esta gente. Seis horas adelante, o incluso ocho, y luego grandes saltos hacia atrás... Es un truco que le costará muy poco de aprender. Y sabrá distinguir las escenas útiles de los metros y metros que no sirven para nada.

—En realidad —dijo otro agente—, no se enterará de nada hasta que encuentre algo que valga la pena. Es lo mismo que le ocurre a una madre dormida. Nada la despierta, aunque pase un camión cerca de su casa, hasta que oye llorar a su bebé. Sólo ese sonido interrumpe su sueño, la alerta. Y no importa que el llanto sea muy débil. El inconsciente actúa de modo selectivo una vez sabe qué sonidos son los que deben preocuparlo.

—Sí, lo sé —dijo Arctor—. Tengo dos hijos.

—¿Chicos?

—No, chicas. Dos niñas.

—¡Estupendo! —dijo uno de los agentes—. Yo tengo una niña, de un año.

—Nada de hombres, ¿eh? —advirtió el otro monotraje mezclador. Todos rieron... un poco.

De todas formas, pensó Fred, hay algo que debo extraer de la cinta; esa frase crítica: «hacerse pasar por un agente». Una frase que también había sorprendido a los compañeros de Arctor. Mañana a las tres, decidió Fred, cuando vaya a la oficina, llevaré una copia —bastará la banda de sonido— y la discutiré con Hank, junto con alguna otra cosa que pueda obtener casualmente.

No deja de ser un inicio, pensó, aunque sea lo único que pueda mostrar a Hank. Es una prueba de que esta vigilancia constante de la casa de Arctor no es una pérdida de tiempo.

Es una prueba, reflexionó, de que yo tenía razón.

Esa observación fue un fallo, un desliz cometido por Arctor.

Ellos lo averiguarán, se dijo. Acecharemos a Arctor hasta que caiga, no importa lo desagradable que sea verle y escucharle. A él y a sus amigos. Esos compinches suyos son tan perversos como él. ¿Cómo he podido convivir con ellos durante todo este tiempo? ¡Vaya forma de vivir! Un absurdo sin fin, como había dicho uno de los otros agentes.

Vivir allí, pensó, en la oscuridad, la oscuridad mental... Y oscuridad, también, en el mundo exterior, en todas partes. Por culpa de esos individuos, del tipo de personas que son.

Cigarrillo en mano, volvió al lavabo. Cerró la puerta con el pestillo. Dentro del paquete de tabaco, bien escondidas, llevaba varias tabletas de sustancia M. Las sacó. Llenó un vaso de agua y se tragó las diez pastillas. Ojalá hubiera traído más. Bueno, se consoló, cuando acabe, cuando vuelva a casa, podré tomarme unas cuantas más. Consultó su reloj, tratando de averiguar cuán larga sería la espera. Su mente estaba confusa. ¿Cuántas jodidas horas tengo que esperar?, se preguntó irritado. ¿Es que he perdido la noción del tiempo? Los monitores me han descentrado. Ya no sé la hora que es.

Tengo la impresión de haber tomado ácido y pasado bajo un tren de lavado para automóviles, pensó. Cepillos gigantes, remolinos de jabón que se echan encima mío. Una cadena me arrastra hacia túneles de espuma negra. ¡Vaya forma de ganarse la vida! Abrió el pestillo y, de mala gana, volvió al trabajo.

Apretó el mando de reproducción.

—...por lo que puedo suponer —estaba diciendo Arctor—, Dios ha muerto.

—No sabía que estuviera enfermo —se extrañó Luckman.

—Ya que mi Oldsmobile está definitivamente acabado —dijo Arctor—, he decidido venderlo y comprarme un Henway.

—¿Cuánto vale un Henway? —preguntó Barris.

Unas tres libras, se dijo Fred.

—Unas tres libras —repuso Arctor.


A las tres en punto de la tarde, un día después, Fred compareció ante dos agentes del servicio médico —que no eran los mismos de la vez anterior— para someterse a diversos tests. Fred se sentía peor que nunca.

—Ahora verá en rápida sucesión diversos objetos que deben resultarle familiares. Esta serie de objetos pasará primero ante su ojo izquierdo y luego ante el derecho. Al mismo tiempo, en el panel iluminado que tiene delante aparecerán bosquejos de objetos igualmente familiares. Con ese punzón deberá indicar cuál es, en su opinión, la reproducción que corresponde al objeto que usted esté viendo en aquel mismo instante. Debo advertirle que las imágenes se moverán a gran velocidad, por lo que no podrá dudar en su elección. Además, no sólo cuenta la precisión, sino también la rapidez. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contestó Fred, punzón en mano.

Un montón de objetos vulgares pasó ante su vista. Fue marcando las fotos iluminadas que había en la mesa. La prueba se inició con imágenes suministradas a su ojo izquierdo, y se repitió de idéntico modo con el ojo derecho.

—Ahora taparemos su ojo izquierdo y mostraremos un objeto familiar a su ojo derecho. Con su mano izquierda, repito, con su mano izquierda, deberá identificar el objeto que ha visto entre un grupo de otros objetos.

—De acuerdo —dijo Fred. Vio un dado y movió su mano izquierda entre los pequeños objetos situados ante él hasta que encontró otro dado.

—En el siguiente test, pondremos al alcance de su mano izquierda varias letras que forman una palabra. No podrá ver esas letras, únicamente percibirías por el tacto. Después deberá escribir la palabra con su mano derecha.

Así lo hizo. La palabra era CALOR.

—Pronuncie la palabra.

—Calor.


—Ahora, con ambos ojos tapados, meterá la mano izquierda en esta caja absolutamente oscura. Tocará un objeto y deberá identificarlo. Luego nos dirá qué objeto es, sin haberlo visto. A continuación le mostraremos tres objetos en cierta forma muy similares, y deberá decirnos cuál de los tres se parece más al que tocó con la mano.

—De acuerdo —dijo Fred.

Pasó aquel test y muchos más durante casi una hora. Toque, diga, mire con un ojo, seleccione... Toque, diga, mire con el otro ojo, seleccione... Escriba, dibuje...

—En el próximo test, tocará dos objetos, uno con cada mano y manteniendo los ojos cerrados. Deberá decirnos si el objeto palpado por su mano izquierda es el mismo que ha tocado su mano derecha.

Así lo hizo.

—Ahora verá en sucesión rápida diversas imágenes de triángulos en varias posiciones. Debe decirnos si se trata del mismo triángulo o...

Al cabo de dos horas le hicieron encajar objetos de complicadas formas en agujeros de no menos complicadas formas, controlando el tiempo que tardaba en ejecutar la operación. Tuvo la sensación de estar pasando por su primer examen escolar... y, además haciéndolo mal, mucho peor que cuando tenía seis años. La señorita Frinkel, pensó, la vieja señorita Frinkel que se ponía delante de mí para ver cómo me equivocaba y sin dejar de lanzarme aquella terrible mirada que significaba: ¡Muérete!, como acostumbran a decir en el análisis transicional. Muérete, deja de existir. Miradas con mensaje, abundantes miradas hasta que yo cometía el error fatal. La señorita Frinkel ya debe estar en la tumba. Quizás alguien se las ha ingeniado para devolverle el mensaje: ¡Muérete!, y ha triunfado. Ojalá fuera así. Quizá él mismo había sido el mensajero. Como ahora, enfrentado a las pruebas psicotécnicas.


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