Una mirada a la oscuridad



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Ella asintió.

—¿Tengo alguna posibilidad? —preguntó Fred.

—Depende.

—¿Podríamos ir a cenar una noche?

—Creo que sí.

—¿Puedes darme tu teléfono? Así podré llamarte.

—Mejor me das el tuyo —contestó la chica, tras una ligera vacilación.

—Te daré mi número si te sientas conmigo ahora, aquí, mientras te tomas lo que hayas pedido y yo hago igual con mi bocadillo y mi café.

—No, me está esperando una amiga... Aquí.

—Bueno, puedo sentarme con las dos.

—Tenemos que discutir cosas privadas.

—De acuerdo.

—Ya nos veremos, Pete. —La mujer se apartó de la cola con la bandeja, cubiertos y servilleta.

Fred cogió un bocadillo y una taza de café y se sentó en una mesa vacía. Dejó caer algunas migas en el café y se quedó mirándolas.

Esos cabrones quieren separarme de Arctor, meditó. Me internarán en Synanon, New-Path o alguno de esos sitios y pondrán a otro agente para vigilar y analizar a Arctor, algún imbécil que no conocerá ni una mierda de Arctor... Tendrán que volver a empezar desde el principio.

Al menos me dejarán examinar las pruebas de Barris, pensó. Espero que no me den de baja hasta que analicemos ese material, sea lo que sea.

Si follo con esa chica y la dejo embarazada, los niños... no tendrán rostro. Masas difusas. Se estremeció.

Sé que deben apartarme del servicio activo. ¿Pero por qué inmediatamente? Si pudiera hacer algunas cosas más... Procesar la información de Barris, colaborar en la decisión que se tome. O aunque sólo fuera, poder sentarme allí y ver qué pruebas tiene. Averiguar para mi propia satisfacción qué planea Arctor. ¿Planea algo? ¿Es inocente? Deben darme el tiempo suficiente para averiguarlo, me deben ese favor.

Me conformaría con ver y oír, sin decir nada.

Siguió sentado allí. Luego vio de nuevo a la chica del suéter azul ajustado y a su amiga, una morena de pelo corto, levantándose y dirigiéndose a la salida. La amiga, que no era tan sexy, dudó un momento y después se acercó a la mesa de Fred, inclinando sobre el café y los restos del bocadillo.

—¿Pete? —dijo la chica del pelo corto.

—Fred alzó la vista.

—Bueno, Pete —empezó a decir la chica, muy nerviosa—. Sólo tengo un momento. Mira, Ellen quería decírtelo en persona, pero no se atreve. Pete, ella habría salido contigo hace mucho tiempo, hace un mes, hasta en marzo. Pero...

—¿Qué?


—Mira, me ha encargado que te diga que llevaba algún tiempo tratando de hacerte comprender que... te irían mejor las cosas si usaras algo como Scope, por ejemplo.

—Ojalá lo hubiera sabido —dijo él, sin entusiasmo alguno.

—Bueno, Pete —dijo la chica, sintiéndose aliviada—. Ya nos veremos. —Se alejó corriendo, sonriente.

Ese Pete... ¡Pobre desgraciado!, pensó Fred. ¿Habrá hablado en serio esa chica? ¿O será solamente que ese par de locas maliciosas han visto a Pete —a mí— sentado aquí solo, y habrán pensado eso para dejarle chafado? ¿Una cochinada para...? ¡Bah, a la mierda!, pensó.

Aunque podía ser cierto, decidió. Se limpió la boca, aplastó la servilleta y se puso trabajosamente en pie. ¿Tendría mal aliento San Pablo?, se preguntó. Caminó por la cafetería, de nuevo con las manos metidas en los bolsillos. Los bolsillos del monotraje mezclador, primero, y luego los auténticos bolsillos de su pantalón. Quizá fuera por eso que Pablo pasara en la cárcel la última parte de su vida. Le encarcelaron por ese motivo.

Todas estas chorradas siempre te ocurren en momentos así, meditó mientras abandonaba la cafetería. Después de todas las cabronadas que he tenido que aguantar hoy, viene la chica y me suelta eso... La tontería más grande jamás producida por los pontífices desde el test psicotécnico. Vaya día, qué mierda de día, pensó. Se sentía peor que antes. Apenas podía andar, y pensar era un sufrimiento. La cabeza le bullía de confusión. Y de desesperación. De todas formas, reflexionó, Scope no es bueno. Lavoris es mejor. Aunque cuando lo escupes te da la sensación de estar vomitando sangre. Quizá Micrin. Micrin puede ser mejor, decidió.

Si hubiera farmacia en el edificio, pensó Fred, podría comprar Micrin y usarlo antes de subir a ver a Hank. Eso me daría un poco de confianza. Quizás así tendría más posibilidades.

Cualquier cosa me serviría de ayuda, cualquiera, caviló. Una insinuación, una sugerencia de aquella chica, por ejemplo. Estaba abatido y tenía miedo. Mierda, pensó, ¿qué voy a hacer?

Si me apartan de todo, reflexionó, nunca volveré a ver a mis amigos, a ninguno de ellos, a la gente que he conocido y vigilado. Estaré en un mundo aparte, quizá retirado el resto de mi vida... Todo ha terminado. Arctor, Luckman, Jerry Fabin, Charles Freck y, sobre todo, Donna Hawthorne. Nunca volveré a verlos, jamás. Es el fin.

Donna. Fred recordó una canción alemana. Su tío abuelo solía cantarla en tiempos: «Ich seh’, wie ein Engel im rosigen Duft / Sich tröstend zur Seite mih stellet.» Su tío abuelo le había explicado el significado: «La veo, vestida como un ángel, muy cerca de mí para darme consuelo.» Se refería a una mujer, la mujer que amó, la mujer que le salvó (en la canción). En la canción, no en la vida real. Su tío abuelo estaba muerto y Fred había escuchado aquellas palabras hacía mucho tiempo. Su tío abuelo, alemán de nacimiento, cantando o leyendo en voz alta en su casa.

Gott! Welch Dunkel hier! O grauenvolle Stille!

Od’ ist es um mich her. Nichts lebel auszer mir...

¡Dios mío! ¡Cuán oscuro es este lugar! ¡Qué silencio tan espantoso!

Nadie más que yo habita en este vacío...

Aunque mi cerebro no esté destruido cuando me reincorpore al servicio, pensó Fred, habrán asignado otro agente a mis amigos. O estarán muertos, en chirona, en una clínica federal o simplemente desparramados, desparramados, desparramados. Aplastados y destruidos, como yo, incapaces de comprender qué diablos ocurre. De todas formas, ya ha llegado el final para mí. Sin saberlo, he dicho adiós.

Lo único que quizá podría hacer, se dijo, es examinar las cintas de las holocámaras, recordar.

—Debería ir a la central clandestina y... —Miró a su alrededor y siguió pensando para sus adentros. Debería ir a la central clandestina y robar las cintas ahora que puedo hacerlo. Si tardo mucho me expongo a que las borren o que me impidan el acceso a ellas. El jodido departamento puede cobrárselas del salario que me debe. Las cintas y la gente de esa casa me pertenecen, son mías se mire como se mire.

Esas cintas son ahora lo único que me queda. No hay otra cosa que pueda pensar en llevarme.

Pero para reproducir las cintas, pensó Fred al instante, necesitaré todo el sistema holográfico reproductor que hay en la central clandestina. Tendré que desmontarlo y sacarlo de allí pieza por pieza. No me harán falta las cámaras ni las unidades de registro, sólo los componentes reproductores y todo el sistema de reproducción tridimensional. Puedo hacerlo, puesto que dispongo de una llave de ese piso. Me exigirán que la devuelva, pero puedo hacer un duplicado aquí mismo antes de la devolución. Es una llave normal tipo Echlag. ¡Puedo hacerlo! Este pensamiento hizo que se sintiera mejor. Se notaba tenso, fatigado y algo enojado con todo el mundo, pero también contento al pensar que iba a arreglar la situación.

Por otra parte, meditó, si robara las cámaras y las cabezas reproductoras podría seguir observando y escuchando por mi cuenta, tal como he estado haciendo hasta ahora. Al menos durante algún tiempo, pero así es todo en la vida: temporal, como la experiencia que me aguarda.

Hay que mantener la vigilancia, pensó Fred. Es algo esencial. Y debería hacerlo yo, a ser posible. Siempre estaría observando, observando y sacando conclusiones, aunque nunca hiciera nada sobre lo que viera, aunque sólo fuera para quedarme allí sentado y observar en silencio. Eso, que yo observara todo lo que sucede desde el lugar que me corresponde, es tremendamente importante.

No en su interés, sino en el mío.

Y también en su interés, se corrigió mentalmente. Si pasa algo, como aquella vez que Luckman se atragantó, y alguien lo está viendo... y yo lo estoy viendo, pediré ayuda. Telefonearé o haré lo que sea para ayudarles al momento, como debe ser.

O si no, morirán y no se enterará nadie. O el jodido que lo vea no querrá darse por enterado.

Alguien debe intervenir en estas vidas insignificantes y destrozadas. O por lo menos vigilar sus enfermizas idas y venidas. Vigilarlas y grabarlas, a ser posible, para que haya un recuerdo. Para que sean recordadas en el futuro, en una época que la gente pueda comprenderlas.
Fred tomó asiento en el despacho de Hank, junto a éste, un agente de uniforme y el sudoroso y sonriente informador Jim Barris. Había una grabadora en la mesa, y todos escuchaban una de las cintas de Barris. Había otra grabadora que obtenía un duplicado de la cinta para uso del departamento.

—...Ah, hola. Escucha, no puedo hablar.

—¿Cuándo, entonces?

—Ya te llamaré.

—Esto no puede esperar.

—Bueno, ¿de qué se trata?

—Tratamos de...

Hank hizo un gesto a Barris para que parara el aparato.

—¿Puede identificar estas voces, señor Barris? —preguntó.

—Claro que sí —se apresuró a contestar Barris—. La voz de mujer es de Donna Hawthorne. La otra es de Robert Arctor.

—Perfecto —dijo Hank, al tiempo que asentía. Después miró a Fred. Tenía delante el informe médico de Fred y estaba ojeándolo—. Prosiga con la grabación.

—... la mitad de California del Sur mañana por la noche. —Era la voz del hombre que Barris había identificado como Robert Arctor—. El arsenal de las fuerzas aéreas en la base de Vandenberg será asaltado para obtener armas automáticas y semiautomáticas...

Hank desvió los ojos del informe médico y prestó completa atención a la cinta, irguiendo la pequeña masa difusa que era su cabeza.

Barris se sonrió, dedicando ahora su sonrisa a todos los hombres que había en la habitación. Sus dedos juguetearon con los clips que había sobre la mesa. Los manoseó una y otra vez, como si estuviera conectando dos cables. Movía las manos, sudaba, volvía a juguetear con los clips...

—¿Qué me dices de esa droga desorientadora que la pandilla de motoristas robó para nosotros? —preguntó la mujer identificada como Donna Hawthorne—. ¿Cuándo hay que llevar esa porquería a la zona divisoria de aguas jurisdiccionales para...?

—Lo primero que precisa la organización son las armas —interrumpió la voz masculina—. Eso será la etapa B.

—De acuerdo, pero ahora tengo que irme. Hay un cliente.

Clic. Clic.

—Puedo identificar a esa banda de motoristas mencionada —dijo Barris, removiéndose en la silla—. Aparece citada en otra...

—¿Dispone de más material similar? —inquirió Hank—. Me refiero en cuanto a complots clandestinos. ¿O esta cinta es lo único que tiene al respecto?

—Tengo mucho material aparte de este.

—Pero sobre el mismo tema.

—Se refiere, sí, a la misma organización subversiva y sus planes, exactamente. A este determinado complot.

—¿Quién es esta gente? ¿Cuál es en concreto la organización?

—Es una organización extendida por todo el mundo...

—Le pido nombres, no especulaciones.

—Fundamentalmente, Robert Arctor y Donna Hawthorne. También he traído notas en código... —Barris buscó una mugrienta libreta que estuvo a punto de caer al suelo mientras la abría.

—Voy a embargar todo este material, señor Barris —dijo Hank—. Las cintas y todo lo que ha traído. Estarán en nuestro poder durante algún tiempo, mientras las examinamos por nuestra cuenta.

—Mi caligrafía, y el material codificado que...

—Se mantendrá en contacto con nosotros cuando tengamos algún problema al respecto o deseemos que nos aclare algo. —Hank indicó al policía de uniforme, no a Barris, que apagara la grabadora. Barris se abalanzó sobre ella. El polizonte le detuvo al momento y le obligó a retirar la mano. Barris miró a su alrededor, parpadeando y aún sonriendo—. Señor Barris, en tanto estudiemos este material quedará detenido. Se le acusa de facilitar a las autoridades información deliberadamente falseada. Es una formalidad para que usted esté a nuestra disposición. Un simple pretexto en beneficio de su propia seguridad, naturalmente. Todos sabemos la verdad, pero en cualquier caso formularemos la denuncia y la haremos llegar al fiscal del distrito, aunque, eso sí, con ruego de que el caso sea demorado. ¿Le parece satisfactorio?

Hank no esperó la posible respuesta. Ordenó al policía de uniforme que se llevara a Barris. Las pruebas y toda la porquería traída por el informador quedaron sobre la mesa. El polizonte abandonó la sala en compañía del sonriente Barris y Hank, y Fred quedaron solos, uno frente a otro, con la revuelta mesa separándoles. Hank leyó el informe de los psicólogos. Al cabo de un cierto tiempo, cogió el teléfono y marcó un número interior.

—Tengo aquí material aún no evaluado —dijo—. Deseo que lo examinen y determinen si es o no falso. Cuando me faciliten los resultados les diré cuál será el siguiente paso. En total pesa unos seis kilos, así que les hará falta una caja de cartón tamaño tres. Bien, gracias. —Colgó—. Era el laboratorio de electrónica y criptoanálisis informó a Fred, y prosiguió la lectura.

Se presentaron dos técnicos del laboratorio, uniformados y fuertemente armados, trayendo en las manos un contenedor de acero.

—Es lo único que encontramos —se disculpó uno de ellos, llenando la caja con los objetos que había sobre la mesa.

—¿Quién es el jefe de turno? —preguntó Hank.

—Hurley.


—Asegúrense de que Hurley se encargue de esto hoy mismo y me informe en cuanto tenga sospechas de falsificación. Debe ser hoy mismo, díganle eso.

Los técnicos del laboratorio cerraron el recipiente metálico y salieron del despacho. Hank dejó a un lado el informe de los psicólogos, se echó hacia atrás y dijo:

—¿Qué…? Bueno, ¿qué opinión le merecen las pruebas de Barris, hasta el momento?

—Tiene usted mi informe médico, ¿no? —dijo Fred; hizo ademán de cogerlo, pero cambió de idea—. Creo, por lo poco que he oído, que las pruebas son genuinas.

—Es una falsificación. Sin valor alguno.

—Es posible que esté en lo cierto, pero no opino igual.

—El arsenal que mencionaban en la cinta, el de Vandenberg, es el arsenal de OSI, casi seguro. —Hank puso la mano sobre el teléfono—. ¿Cómo se llamaba aquel tipo de OSI...? Hablé con él una vez... Vino aquí el miércoles con algunas fotografías... —Hank agitó la cabeza y se apartó del teléfono para encararse con Fred—. Esperaré. Puedo esperar hasta conocer el informe preliminar. ¿Fred?

—¿Qué dice mi informe...?

—Dice que está completamente loco.

Fred se contrajo de hombros... o trató de hacerlo.

Wie kalt ist es in diesem unterirdischen Gewölbe!

—Aún puede tener dos células cerebrales funcionando. Pero nada más. Dentro de su cabeza abundan los cortocircuitos y las chispas.

Das ist natürlich, es ist ja tief.

—Dos, dice usted —expuso Fred—. ¿Entre cuántas?

—No lo sé. Creo que hay montones de células en un cerebro... billones de células.

—El número de conexiones entre ellas superará el de estrellas en el universo.

—Si es así, su porcentaje actual es bastante malo. Dos células en perfectas condiciones entre... ¿sesenta y cinco billones?

—Sesenta y cinco billones de billones, diría yo.

—Un porcentaje peor que el de los Phillies de Filadelfia en los viejos tiempos de Connie Mack. Solían finalizar la temporada con un porcentaje de...

—¿De qué me servirá decir que ocurrió mientras cumplía con mi deber? —interrumpió Fred.

—Le servirá para estar sentado en una sala de espera y leer un montón de Saturday Evening Post, Cosmopolitan...

—¿En dónde?

—¿Dónde le gustaría?

—Tendré que pensarlo.

—Si yo estuviera en su caso —opinó Hank—, no me iría a una clínica federal. Compraría seis botellas de un buen bourbon, I. W. Harper por ejemplo, y me iría al campo. A las montañas de San Bernardino, cerca de los lagos. Y esperaría allí, solo hasta que todo acabara. En un lugar donde nadie pudiera encontrarme.

—Pero es posible que nunca haya un final.

—Entonces, no vuelva. ¿Conoce alguna persona que tenga una cabaña por allí?

—No —repuso Fred.

—¿Puede conducir un coche sin problemas de ningún tipo?

—Mi... —Vaciló. De repente se sintió como en sueños, relajado, ablandado. Hubo una alteración en todas las relaciones especiales de aquella sala, un cambio que incluso afectó su conciencia del tiempo—. El coche está en...

—No lo recuerda.

—Recuerdo que está averiado.

—Podemos pedir a alguien que le acompañe. Sería mucho más seguro, por otra parte.

¿Acompañarme a dónde?, se preguntó Fred. ¿Acompañarme por dónde? ¿Por autopistas, carreteras y senderos? ¿Caminando como un animal sujeto por una correa, que sólo quiere volver a casa o que lo dejen suelto?

Ein Engel, der Gattin, so gleich, der führt mich zur Freiheit ins himmlische Reich, pensó Fred.

—Desde luego —dijo, y sonrió. Un alivio. Rebelarse contra la correa, tratar de liberarse, esforzarse por conseguirlo, y luego descansar—. Y ahora, ¿qué piensa de mí? He acabado chamuscado, aunque sólo sea por un tiempo. O quizá para siempre. ¿Qué opina ahora?

—Opino que usted es muy buena persona.

—Gracias.

—Llévese la pistola.

—¿Qué?


—Que se lleve la pistola cuando vaya a las montañas San Bernardino con las botellas de I. W. Harper.

—¿En previsión de que no me recupere? ¿Se refiere a eso?

—Tómelo como guste. Teniendo en cuenta lo que dice el informe, la cantidad de... Llévese la pistola.

—De acuerdo.

—Cuando regrese, llámeme. Quiero saberlo.

—Bueno, ya no tendré el monotraje mezclador.

—Es igual. Llámeme, con o sin monotraje.

—De acuerdo —convino Fred. La cosa no tenía mayor importancia. Aquella ocupación había concluido.

—Advertirá una diferencia notable cuando recoja su próxima paga. Un cambio apreciable.

—¿Tengo derecho a alguna bonificación por esto, por lo que me ha sucedido?

—No. Léase el código penal. Un agente que se convierte de forma voluntaria en un adicto, y que no informa enseguida a sus superiores, comete una falta leve. La pena puede ser una multa de tres mil dólares y/o seis meses de cárcel. Lo más probable es que usted sólo sea multado.

—¿De forma voluntaria? —exclamó, sorprendido.

—Nadie le obligó a hacerlo a punta de pistola. Nadie puso droga en su comida. Usted tomó una droga que causa hábito, destrucción del cerebro y desorientación mental, sabiendo lo que hacía y de forma voluntaria.

—¡Tenía que hacerlo!

—O se excusó en el deber para hacerlo. Hay muchos agentes que hacen eso. Además, teniendo en cuenta la cantidad de droga que usted tomaba, en opinión de los médicos, tuvo que...

—Me está tratando como a un estafador. Y no lo soy.

Hank tomó papel y lápiz y empezó a calcular.

—¿Qué cobra en la actualidad? Me refiero a su salario —dijo Hank—. Puedo calcularlo ahora si...

—¿Podría pagar la multa dentro de algún tiempo? ¿En plazos mensuales durante dos años?

—No diga tonterías, Fred.

—De acuerdo.

—¿Cuánto por hora?

No consiguió acordarse.

—Bien —insistió Hank—. Entonces, ¿cuántas horas de servicio?

Ni tampoco de esto. Hank dejó a un lado el papel.

—¿Un cigarrillo? —Ofreció su paquete a Fred.

—También dejaré el tabaco. Lo dejaré todo, hasta los cacahuetes y... —No podía pensar. Los dos hombres, ocultos en sus monotrajes mezcladores, guardaron silencio durante unos segundos.

—Es lo que digo a mis hijos —comentó Hank.

—Tengo dos hijos. Dos niñas.

—Me cuesta creerlo. Se supone que no tiene hijos.

—Quizá no los tenga. —Fred empezó a pensar cuándo se presentarían los síntomas de abstinencia. Luego intentó calcular cuántas pastillas de sustancia M había ocultado en diversos escondites. Y cuánto dinero tendría, una vez cobrada la liquidación, para comprar más.

—Tal vez desee que calcule su liquidación —dijo Hank.

—Muy bien —repuso Fred, asintiendo vigorosamente—. Hágalo. —Aguardó en tensión, tamborileando sobre la mesa como había hecho Barris.

—¿Cuánto por hora? —repitió Hank. Inmediatamente puso la mano sobre el teléfono—. Llamaré a contabilidad.

Fred no respondió. Esperó los acontecimientos con la mirada abatida. Quizá Donna podría ayudarme, pensó. Donna, por favor, ayúdame ahora.

—No creo que se vaya a las montañas —dijo Hank—. Ni aunque alguien le acompañe.

—No.

—¿Adónde quiere ir?



—Deme tiempo para pensarlo.

—¿Una clínica federal?

—No.

Nuevo silencio.



Se supone que no tiene hijos, había dicho Hank. ¿Qué significaba esa frase?, se preguntó Fred.

—¿Y qué me dice de la casa de Donna Hawthorne? —preguntó Hank—. De su información y la de otros agentes se deduce que ustedes dos están muy unidos.

—Sí, lo estamos. —Fred alzó la vista y preguntó—: ¿Cómo lo sabe?

—Por un proceso de eliminación. Sé quién no es usted. Y en este grupo particular no hay un número infinito de posibilidades. A decir verdad, es un grupo muy reducido. Habíamos pensado que este grupo nos permitiría llegar muy alto, y es posible que lo consigamos con Barris. Usted y yo hemos pasado largos ratos en compañía. Hace tiempo que descubrí su identidad. Usted es Arctor.

—¿Quién dice que soy? —preguntó Fred, mirando fijamente a Hank, el monotraje mezclador que estaba frente a él—. ¿Yo soy Bob Arctor? —No podía creerlo, era algo absurdo. No encajaba con nada que hubiera hecho o pensado.

—No importa —dijo Hank—. ¿Cuál es el teléfono de Donna?

—Lo más probable es que esté en su trabajo. —Le temblaba la voz—. En la perfumería. El número es... —Era tan difícil controlar su voz como recordar el número de la perfumería. Yo no soy ese, se dijo. No soy Bob Arctor. ¿Pero quién soy? Quizá...

—Necesito saber el número de teléfono de Donna Hawthorne, el de su trabajo —estaba diciendo Hank ante el teléfono—. Aquí —añadió, pasando el aparato a Fred—. Póngase usted. No, mejor será que no lo haga. Hablaré con ella y diré que le recoja... ¿dónde? Le llevaremos hasta allí en coche, para que se reúna con ella. ¿Se le ocurre un lugar adecuado? ¿Dónde acostumbra a encontrarse con ella?

—Déjenme en casa de Donna. Sé cómo entrar.

—Explicaré a Donna que usted se encuentra allí y no aguanta más. Me limitaré a decir que le conozco y que me ha pedido que la llamara.

—Estupendo, fabuloso. Gracias, hombre.

Hank asintió y empezó a marcar un número exterior. A Fred le pareció que su superior marcaba los números a cámara lenta y que no acababa nunca. Cerró los ojos y suspiró. ¡Jo, estoy acabado!, pensó.

Sí, lo estoy. Alucinado, destrozado, chafado, jodido... Totalmente jodido. Le dio la impresión de estar riendo.

—Le acompañaremos hasta casa de Donna... —empezó a decir Hank, y se interrumpió para concentrarse en el teléfono—. Hey, Donna. Soy un amigo de Bob, ¿sabes? Mira, chica, él está francamente mal, de verdad. Mira, Bob...

Todo va bien, pensaron al unísono dos mentes dentro de su cerebro. Fred escuchó a su amigo mientras hablaba con Donna. Y no te olvides de decirle que me traiga algo, se dijo. Estoy muy mal. ¿Puede conseguir algunas pastillas? ¿Una supercarga de hash, como ella sabe hacerla? Trató de tocar a Hank, pero fue en vano: su mano no respondió.

—Algún día haré lo mismo por usted —prometió a Hank cuando éste colgó el teléfono.

—Quédese aquí hasta que consiga el coche. Voy a pedirlo ahora mismo. —Nueva llamada de Hank—. ¿Garaje? Quiero un coche normal y un agente sin uniforme. ¿Hay algo utilizable?

Dentro del monotraje mezclador, las masas difusas, ambos hombres cerraron los ojos en espera del vehículo.

—Tal vez debiera llevarle a un hospital —comentó Hank—. Su aspecto es fatal y es posible que Jim Barris le haya envenenado. En realidad, estamos interesados en Barris, no en usted, y si instalamos las holos en su casa fue para vigilar a Barris. Confiábamos en atraerlo hasta aquí... y lo hemos hecho. —Una pausa—. Por eso yo sabía perfectamente que sus cintas y todo lo demás eran falsificaciones. El laboratorio lo confirmará. Pero Barris está metido en algo muy grave. Grave y tenebroso, y está relacionado con armas.


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