Una mirada a la oscuridad



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Pero todo esto, reflexionó, son pequeñas pistas de lo que Barris está preparando, descubiertas en mi primera sesión en la central. Sólo son ejemplos de una conspiración contra mí. Dios sabe qué otras cosas habrá hecho Barris: tiene todo el tiempo que quiere para gandulear, leer libros y planear complots, intrigas, conspiraciones y cuanto se le ocurra... Tal vez, pensó sobresaltándose, debería comprobar si ha intervenido mi teléfono. Barris posee un montón de equipo electrónico e incluso casas como la Sony, por ejemplo, fabrican y venden bobinas de inducción, un material adecuado para intervenir un teléfono. Sí, debe haberlo hecho, y quizá hace mucho tiempo. Aparte, claro, del dispositivo que hace poco, y por necesidad, instaló la policía.

Mientras el taxi seguía su ruta, volvió a examinar el talón. Tuvo un pensamiento repentino: ¿Y si lo hubiera hecho yo mismo? ¿Y si el talón fuera obra de Arctor? Creo que así fue, pensó. Creo que lo hizo el mismo hijo de puta de Arctor y, además, muy deprisa. Esas letras inclinadas indican que Arctor tenía mucha prisa. Lo hizo a toda velocidad, cogió el talonario equivocado... y luego se olvidó por completo del asunto.

Fue, meditó, aquella vez que Arctor...

Was grinsest du mir, hohler Schädel, her?

Als dass dein Hirn, wie meines, einst verwirret

Den leichten Tag gesucht und in der Dämmrung schwer,

Mit Lust nach Wahrheit, jämmerlich geirret.

...estaba en Santa Ana, en una gran concentración de drogadictos, donde conoció a la chavala de cabello rubio y largo, dientes extraños y un culo impresionante, pero tan vivaz y amistosa... No pudo poner en marcha el coche porque estaba flipado a más no poder. Tuvo muchos problemas... Aquella noche hubo demasiadas pastillas, inyecciones, hash... La fiesta duró hasta el amanecer. Con abundante sustancia M y además de primera. De auténtica calidad. Su propia mercancía.

—Pare en esa gasolinera —dijo inclinándose hacia el conductor—. Me bajaré ahí.

Salió, pagó al taxista, entró en la cabina, buscó el teléfono del cerrajero y lo marcó.

—Cerrajería Englesohn, buenos... —contestó la vieja.

—Soy yo otra vez, Arctor. Siento molestarla. ¿Puede decirme qué dirección tienen apuntada con mi llamada, con la llamada que hice para aquel trabajo que pagué con el talón de veinte dólares?

—Lo miraré. Un momento, por favor, señor Arctor. —Se oyó el golpe del teléfono cuando la mujer lo dejó en el mostrador.

—¿Quién es? ¿Ese Arctor? —escuchó preguntar a un hombre lejos del aparato.

—Sí, Carl, pero no digas nada, por favor. Acaba de venir hace poco...

—Hablaré con él.

Una pausa.

—Bien, señor Arctor —dijo la mujer—, tengo esa dirección. —Le dio la dirección de su casa.

—¿Es el sitio adonde fue su hermano? ¿A hacer la llave?

—Espere un momento. ¡Carl! ¿Recuerdas a dónde fuiste para hacer la llave del señor Arctor?

—A Katella —se oyó la distante respuesta.

—¿No fuiste a su casa?

—¡A Katella!

—Alguna parte de Katella, señor Arctor. Anaheim... No, espere... Carl dice que fue a Santa Ana, a Main, ¿Le basta con...?

—Gracias —dijo Arctor, y colgó.

Santa Ana. Main. Allí fue la jodida fiesta de los drogadictos. Aquella noche informé de treinta nombres y otras tantas matrículas de coches, y eso como mínimo. No era una fiesta normal para mí. Había llegado un gran cargamento procedente de Méjico. Los compradores se repartieron la mercancía y, como es normal en ellos, la probaron al mismo tiempo. Es probable que la mitad de los compradores fuera detenida por agentes secretos que fueron enviados para tal fin... ¡Puf!, pensó, aún recuerdo aquella noche... O mejor dicho, jamás recordaré lo que pasó exactamente.

Pero eso sigue sin excusar a Barris, la malicia premeditada con la que suplantó a Arctor en aquella llamada telefónica. Exceptuando lo que era evidente: que Barris lo había hecho in situ, improvisadamente. Mierda, quizá Barris estuviera flipado aquella noche e hiciera lo que un montón de tipos hacen en esas condiciones: disfrutar con todo lo que pasa. Arctor había firmado el talón, de eso no había duda alguna. La mala suerte fue que Barris estuviera junto al teléfono. Su retorcida mente imaginó una broma fabulosa. Un acto de irresponsabilidad, eso era todo.

Y Arctor, siguió pensando mientras volvía a llamar al servicio de autotaxis, no ha sido muy responsable que digamos al tardar tanto tiempo en arreglar lo del talón. ¿De quién es la culpa? Sacó el talón, una vez más, y examinó la fecha. Mes y medio. ¡Dios, pura irresponsabilidad! A estas alturas, Arctor podría estar en chirona. Es un milagro que el chiflado de Carl haya tardado tanto tiempo en presentar la denuncia. Es posible que esa vieja amable que es su hermana lo haya impedido.

Será mejor que Arctor se ponga en el buen camino, decidió. Ha hecho algunas locuras, en su contra, que no he sabido hasta ahora. Barris no es el único, quizá ni siquiera sea el peor. Claro que todavía habría que averiguar la causa de esa malicia intensa, irrefrenable, que Barris muestra hacia Arctor. Ningún hombre planea durante tanto tiempo vengarse de alguien, a no ser que se tenga un buen motivo. Y Barris no trata de incordiar a nadie más. Ni a Luckman, ni a Charles Freck ni a Donna Hawthorne. Ayudó a llevar a Jerry Fabin a la clínica federal, más que ningún otro, y se porta bien con todos los animales que hay en la casa.

En cierta ocasión, Arctor iba a enviar al matadero a uno de los perros —¿Cómo diablos se llamaba aquella perra negra? ¿Popo?—, porque era imposible de amaestrarlo. Barris se pasó horas, días enteros, adiestrando a Popo, hablando con la perra hasta que la tranquilizó y pudo ser amaestrada. Popo no tuvo que ir al matadero. Si Barris fuera malicioso con todo el mundo, no haría cosas tan buenas como ésta.

—Servicio de autotaxis —dijeron por el teléfono.

Dio la dirección de la gasolinera.

Y si Carl, el cerrajero, había fichado a Arctor como drogadicto de cuidado, reflexionó mientras aguardaba la llegada del taxi, no es por culpa de Barris. Aquella madrugada, a las cinco, cuando Carl se metió en su camión para ir a buscar la llave del Oldsmobile de Arctor, Bob estaría flotando, subiéndose por las paredes, poniendo ojos de besugo y todas las cosas que pasaban cuando se tomaba droga de buena calidad. Carl habría sacado sus conclusiones en aquel preciso momento, mientras hacía la llave y Arctor estaría andando por aquí y por allá, en plena alucinación. No era extraño que Carl no se hubiera divertido.

En realidad, especuló, es posible que Barris trate de encubrir las numerosas locuras de Arctor. Bob ya no cuida de su vehículo como hacia antes, y, además, firma talones sin fondos. No lo hace deliberadamente, claro, sino porque la droga le hace sentirse espeso. Cosa que aún es peor. Barris hace lo que puede. Es una posibilidad. Pero también él está espeso. Todos están...

Dem Wurme gleich’ ich, der den Staub durchwühlt,

Den, wie er sich im Staube nährend lebt,

Des Wandrers Tritt vernichtet und begräbt.

...con el cerebro embarrado, y se relacionan entre ellos con idéntica confusión. El enfangado conduciendo al enfangado. A la ruina.

Quizá Arctor, conjeturó, cortó y dobló los cables y produjo todos los cortocircuitos del cefaloscopio. A medianoche. ¿Pero por qué motivo?

Una pregunta difícil: ¿Por qué? Aunque todo es posible con la mente espesa. Un motivo tan retorcido como los mismos cables. Era algo que había presenciado muchas, muchas veces, durante su trabajo como agente secreto. Aquella tragedia no era ninguna novedad. Sería un caso más en los archivos policiales, simplemente un caso más. Era la fase precursora del trayecto a la clínica federal, igual que Jerry Fabin.

Todos estos tipos caminaban en un mismo tablero, ocupando diversas casillas y a diferentes distancias de la meta, y no acabarían la caminata en idéntico momento. Pero, finalmente, todos llegarían al objetivo: las clínicas federales.

Era algo grabado en el tejido nervioso. O en lo que quedaba de él. No había modo de frenar el proceso o volverse atrás.

Y menos que nadie, se estaba empezando a dar cuenta, Bob Arctor. Una intuición en pleno inicio, pero que no dependía en absoluto de lo que Barris hiciera. Una nueva visión profesional, objetiva.

Además, sus superiores de la oficina del sheriff del condado de Orange habían decidido concentrar su atención en Bob Arctor. Sin duda alguna tenían sus buenas razones, aunque él las desconociera. Tal vez estos hechos confirmaban otro: su creciente interés por Arctor —al fin y al cabo, el departamento se había gastado una fortuna instalando las holocámaras en casa de Arctor y pagándole para que analizara las grabaciones, así como a otros peces demasiado gordos a los que facilitaba informes periódicos—, junto con la desacostumbrada atención de Barris hacia Arctor, y ambos habiendo elegido a este último como blanco principal. ¿Pero qué había visto en la conducta de Arctor, qué era lo que de modo tan anormal le sorprendía? Y directamente, sin depender de aquellos dos intereses.

Mientras el taxi le conducía a casa, pensó que debería observar con todo cuidado los monitores, y durante bastante tiempo. La respuesta no iba a presentarse en un solo día. Debería guardar la calma, resignarse a una observación interminable y hacerse la idea de que debía aguardar.

Hubo un momento, no obstante, que vio algo en los monitores, una conducta enigmática o sospechosa por parte de Arctor. Eso indicaba la existencia de un tercer punto de mira, una tercera verificación de los intereses de los otros dos. Sí, sería una confirmación excelente. Justificaría el tiempo y los esfuerzos gastados por cada una de las partes.

¿Qué sabrá Barris que nosotros no sepamos?, se preguntó. Podríamos echarle el guante e interrogarle. Pero... es mejor hacer averiguaciones independientemente de Barris. Nos exponemos a obtener un duplicado de lo que Barris, sea quién sea o finja ser, ya sabe.

¿Qué diablos estoy pensando?, se dijo de repente. Soy un cabezota. Conozco a Bob Arctor y es una buena persona. No trama nada. O al menos nada desagradable. En realidad, Bob trabaja en secreto para la oficina del sheriff. Y ese debe ser el motivo de que...

Zwei Seelen wohnen, ach! in meiner Brust,

Die eine will sich von der andern trennen:

Die eine hält, in derber Liebeslust,

Sich an die Welt mit klammernden Organen;

Die andre hebt gewaltsam sich vom Dust

Zu den Gefilden hoher Ahnen.

...Barris vaya tras él.

Pero eso no explicaría el porqué la oficina del sheriff del condado de Orange va tras él, llegando incluso al extremo de instalar todas esas holos y designar un agente para vigilarle las veinticuatro horas del día e informar sobre él. No, esto último sigue siendo una incógnita.

Hay algo que no encaja, pensó. Hay más cosas, muchas más, en esa casa, en esa vivienda en ruinas, con su patio repleto de maleza, su perrera que nadie limpia jamás, sus animales paseándose por la mesa de la cocina y todos los desperdicios que a nadie se le ocurre echar a la basura.

Una casa maravillosa, pero totalmente echada a perder, reflexionó. Podría servir para muchas cosas. Una familia, unos niños y una mujer, podrían vivir en ella. Tiene tres dormitorios, prueba de que fue construida para eso. ¡Vaya derroche! ¡Vaya jodido derroche! Deberían confiscarle la casa, pensó. Intervenir y ejecutar la hipoteca. Quizá lo hagan. Y den mejor utilización a la vivienda. Esa casa se lo merece. Ha presenciado tiempos mucho mejores, hace años, tiempos que podrían volver si el propietario fuera otra clase de persona y cuidara de la casa.

El taxi frenó en el camino particular, repleto de periódicos desperdigados. En especial, meditó Arctor-Fred, habría que cuidar mucho el patio.

Pagó al taxista, sacó la llave de la puerta y entró en la casa.

Sintió al instante una invisible mirada: las holocámaras observándole. Una sensación que advirtió nada más cruzar la entrada. Estaba solo, no había nadie más en la casa. ¡Falso! Estaba con las holocámaras, insidiosas e invisibles, observando y grabando su imagen, todo lo que hiciera o dijera.

Igual que te observan los garabatos pintados en las paredes de unos urinarios públicos, pensó. ¡SONRÍE! ¡ES UNA FOTO ESPONTÁNEA! En cuanto entro en esta casa, vuelvo a ser yo. Una situación pavorosa que no le gustaba nada y de la que era consciente desde el primer día. Habían llegado a casa tras el «incidente de la mierda de perro» —así lo denominaba él mismo—, y ni siquiera aquella visión podía borrar la sensación de estar vigilado por las holocámaras, la sensación que cada día se volvía más insoportable.

—No hay nadie en casa, supongo —dijo en voz alta, siguiendo su costumbre.

También las unidades de vigilancia habrían grabado eso, seguro. Soy un actor ante la cámara, pensó, y actúo como si esa cámara no existiese, o la toma no serviría para nada.

Es la única toma. En esta mierda de película no hay una segunda posibilidad. O la primera sale bien, o se elimina. Pero yo soy el eliminado. El castigo es para mí, no para los que observan los monitores.

Mi única salida es vender la casa, decidió. Ya está hecha un asco, pensándolo bien... Pero... amo esta casa. ¡No hay salida!

Nadie podrá echarme de aquí.

Por ninguna razón, ya pueden inventarse lo que quieran.

Suponiendo que haya alguien dispuesto a buscar motivos.

Puede ser algo que sólo exista en mi imaginación. «Ellos», los que me observan. Paranoia. O quizá sea «lo» que me está observando, algo carente de personalidad.

Da lo mismo: «ellos» o «lo», pero no es nada humano.

Al menos, eso me dicta mi criterio. No sé reconocerlo como humano.

Una situación absurda, pensó, pero pavorosa al mismo tiempo. Un ser muy simple me está haciendo algo, aquí, en mi propia casa, delante de mis ojos.

Ante los ojos de algo, de una cosa que está mirándome. Algo que, a diferencia de la chica de los ojos oscuros, la pequeña Donna, ni siquiera parpadea. ¿Qué ve en realidad una holocámara?, se preguntó. ¿Qué es lo que ve realmente? ¿El interior del cerebro? ¿El corazón? ¿Es que una pasiva unidad de rayos infrarrojos, como la que antes utilizaban, o una holocámara tridimensional, el último adelanto de la técnica, puede penetrar en mi interior, en las entrañas de todos? Y si es así, ¿qué es lo que ve esa mirada? ¿Claridad u oscuridad? Confío en que sea lo primero, pensó, porque ni yo mismo puedo saber lo que ocurre en mi interior en este momento preciso. Sólo veo oscuridad. Oscuridad dentro, oscuridad fuera. Espero que las holocámaras lo hagan mejor, en beneficio de todos. Si la holocámara sólo ve oscuridad, igual que yo, estamos malditos. Una vez más malditos, como siempre. Moriremos sabiendo pocas cosas, e incluso lo poco que sepamos será erróneo.

Cogió un libro de la estantería del cuarto de estar. Uno cualquiera, el primero que encontró. Resultó ser la Enciclopedia visual de la sexualidad. Lo abrió y hojeó, deteniéndose ante una foto particular que mostraba un hombre mordisqueando con gran satisfacción el pecho derecho de una chica. La chica parecía estar gimiendo. Bob, como si estuviera leyendo el libro, o como si estuviera citando algún famoso filósofo de la antigüedad, un personaje totalmente distinto a él, dijo en voz alta:

—Todo hombre ve únicamente una pequeña parte de la verdad completa, y muy a menudo, o casi siempre...

Weh! Steck’ ich in dem Kerber noch?

Verfluchtes dumpfes Mauerloch,

Wo selbts das liebe Himmelslicht

Trüb durch gemalte Seheiben bricht!

Beschränkt mit diesem Bücherhauf,

Den Würme nagen, Staub bedeckt,

Den bis ans hohe.

—...también se engaña deliberadamente en cuanto a ese pequeño fragmento que puede distinguir. Una parte de él se vuelve contra él mismo y actúa como si fuera otra persona, derrotándole desde dentro. Un hombre dentro de un hombre. Y eso no es un hombre, en absoluto.

Asintiendo con un gesto de cabeza, como movido por la sabiduría de las inexistentes palabras de aquella página, cerró la Enciclopedia visual de la sexualidad, un grueso libro encuadernado en rojo y oro, y volvió a colocarlo en la estantería. Espero, pensó, que las cámaras no capten la cubierta del libro y echen a perder mi actuación.
Charles Freck, cada vez más abatido por lo que estaba sucediendo a toda la gente que conocía, decidió suicidarse. En los círculos en que él se movía no existía problema alguno en hacer tal cosa. Era cuestión de tomar una buena cantidad de barbitúricos, mezclados con algún vino barato, ya bien entrada la noche. Además, claro está, había que dejar el teléfono descolgado para evitar que una llamada pudiera distraerte.

Era muy importante elegir los artefactos que futuros arqueólogos encontrarían junto al cadáver, de forma que pudieran determinar la época de la muerte y, también, dónde tenía puesta la cabeza el muerto antes de pasar a la otra vida.

Pasó varios días meditando esta cuestión trascendental, mucho más tiempo del que le había costado tomar la decisión de suicidarse y casi el mismo que necesitaba para obtener la cantidad precisa de barbitúricos. Decidió morir en la cama junto a un ejemplar de El manantial de Ayn Rand (cosa demostrativa de que había sido un superhombre mal entendido y rechazado por las masas, y en cierto sentido, una víctima del desdén) y una inacabada carta a Exxon, protestando porque hubieran anulado su tarjeta de crédito para comprar gasolina. De ese modo culparía al sistema y su muerte tendría consecuencias, aparte de las que la muerte en sí podía acarrear.

A decir verdad, no estaba muy seguro del resultado de la muerte y de la utilidad de los artefactos. Pero todo eso tenía cierto sentido. Empezó a prepararse para el gran día, como un animal intuyendo que ha llegado su hora y poniendo en práctica su programa instintivo, dictado por la naturaleza, conforme se aproxima su inevitable fin.


En el último momento, ya muy cerca del momento decisivo, cambió de opinión respecto a una cuestión muy importante. Decidió tomarse los barbitúricos con un vino de calidad, en vez de usar otro barato. Así pues, se dirigió a Casa Joe en lo que teóricamente debía ser su último viaje. Casa Joe estaba especializada en vinos selectos, de entre los que eligió una botella de Cabernet-Sauvignon Mondavi 1971. Pagó casi treinta dólares por el vino: todo lo que tenía.

De nuevo en casa, Charles abrió la botella y la dejó airearse. Luego bebió varios vasos y dedicó algunos minutos a contemplar su página favorita del Manual ilustrado de la sexualidad, una foto que mostraba a la chica encima de su amante. Después, colocó junto a su cama la bolsa de plástico conteniendo los barbitúricos y se acostó en compañía del libro de Ayn Rand y la inacabada carta de protesta dirigida a Exxon. Intentó pensar en algo que tuviera sentido, pero le resultó imposible... Sólo veía a aquella mujer, la de la foto, echada encima de su compañero. Se tragó de un golpe todos los barbitúricos, junto con un vaso entero de Cabernet-Sauvignon. Una vez cumplido con su deber, puso el libro de Ayn Rand y la carta sobre su pecho, se recostó y aguardó.

Pero le habían estafado. No eran cápsulas de barbitúricos, como su aspecto parecía denotar. Eran un extraño tipo de psicodélicos, algo que no había probado en toda su vida. Tal vez una mezcla, algo completamente nuevo en el mercado. Charles Freck había pensado que se asfixiaría tranquilamente, pero todo se redujo a una alucinación. Bueno, es la historia de mi vida, pensó con mucha filosofía. Siempre me han timado. Debo enfrentarme a la realidad de un viaje inmediato, teniendo en cuenta que me he tragado un montón de cápsulas.

De una dimensión desconocida surgió una extraña criatura que le miró con aire de reproche, de pie junto a su cama.

Aquel grotesco ser tenía infinidad de ojos por todo su cuerpo. Iba vestido con las ropas más llamativas, la moda de pasado mañana, y su estatura alcanzaba los dos metros y medio. Además, llevaba un alargado rollo de pergamino.

—Vas a leerme mis pecados —dijo Charles Freck.

La criatura asintió y desplegó el pergamino.

—Necesitarás mil horas para acabar, ¿no? —dijo Charles, inmóvil en la cama, sin poder moverse.

El extraño ser de una dimensión desconocida fijó sus múltiples ojos en la figura de Charles Freck.

—Ya no pertenecemos al universo vulgar —dijo la criatura—. Las categorías inferiores de la existencia material, el «espacio», el «tiempo» y otras similares, han dejado de preocuparnos. Acabas de entrar en el reino de lo trascendental. Tus pecados serán enunciados incesantemente, por turnos, por toda la eternidad. La lista no acabará nunca.

Hay que saber con quién se trata, pensó Freck, y deseó ansiosamente volver a tomar posesión de su última media hora de vida.

Pasaron mil años. Charles Freck seguía acostado en su cama, aferrando sobre su pecho el libro de Ayn Rand y la carta dirigida a Exxon. No habían cesado de leerle sus pecados, pero aún no habían pasado de su época más infantil, cuando tenía seis años y le enseñaban las cuatro reglas.

Otros mil años. Pecados de cuando tenía doce primaveras, de la época en que supo qué era la masturbación.

Cerró los ojos, pero fue en vano. Aquella criatura de múltiples ojos y dos metros y medio de altura seguía allí, pergamino en mano, leyendo la interminable lista de sus pecados.

—Y después... —prosiguió el extraño ser.

Al menos he bebido un buen vino, pensó Charles Freck.

XII
Dos días después, Fred observó el monitor tres en medio de una gran perplejidad. Su sospechoso, Bob Arctor, cogió un libro de la estantería que había en la sala de estar de su casa. Una elección fortuita, no había duda alguna. ¿Tendrá la droga escondida detrás del libro?, se preguntó Fred. Tocó el mando de ampliación, concentrando la imagen en la estantería. ¿Un número de teléfono, una dirección apuntada en ese libro? Arctor no mostraba intenciones de leer el libro. Acababa de entrar en la casa y ni siquiera se había quitado la chaqueta. Su aspecto era muy llamativo: se le veía tenso y abatido al mismo tiempo, sumido en algún problema de difícil solución.

El zoom de la holocámara permitió que Fred viera la página del libro que Bob estaba observando: una foto a color de un hombre mordisqueando el pecho derecho de una mujer, ambos desnudos. Era evidente que la hembra estaba en pleno orgasmo. Sus ojos estaban entornados y abría la boca como si gimiera inaudiblemente. Tal vez Arctor está tratando de excitarse, pensó Fred. Pero Bob no prestaba atención a la foto, sino que estaba recitando una frase mística, con un cierto acento alemán que, lógicamente, pretendía confundir a cualquier persona que estuviera escuchándole. Debía pensar que sus compañeros de casa estaban metidos en alguna habitación y deseaba llamar su atención, hacerlos aparecer en el cuarto de estar, especuló Fred.

Pero no apareció nadie. Luckman se había tomado un montón de barbitúricos mezclados con sustancia M y se había caído, completamente vestido, a dos pasos de su cama. Y Barris estaba fuera. Fred sabía todo esto porque llevaba mucho rato observando los monitores.

¿Qué está haciendo Arctor?, se preguntó Fred. Anotó el número de código de las escenas. Cada vez hace cosas más raras. Ahora comprendo lo que aquel informador anónimo nos dijo por teléfono.

Aunque bien pensado, reflexionó Fred, esas frases recitadas por Arctor pueden ser un mensaje en clave dirigido al equipo electrónico que él ha instalado en la casa: abrid transmisión, cerrad transmisión. Incluso puede haber creado un campo de interferencias para anular la acción de las holocámaras... Pero resultaba una hipótesis poco creíble. No era un acto racional, no tenía sentido... excepto quizás, para Arctor.

Este tipo está chiflado, pensó Fred, totalmente chiflado. No ha dado pie con bola desde aquel día que encontró su cefaloscopio saboteado, desde aquel mismo día que volvió a casa con el coche jodido y habiéndose salvado de un accidente grave por puro milagro. E incluso antes de ese día, admitió Fred. De todos modos, el «día de la mierda de perro», como lo llamaba Arctor, había sido decisivo.


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