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de recorrer a través de sus salas la historia del arte o asistir a su puro
presente o a las relaciones de semejanza y parentesco, simplemen-
te mostrado en el fondo de las escuelas de pintura, los géneros y
los estilos o la cambiante imaginación productiva. Es paradigma de
orden, y nos insta con pequeñas informaciones muy bien dispues-
tas, comportarnos más como público estereotipado y estandarizado
que como individuo dominado por una irreductible subjetividad
sensible o simple muchedumbre. No en balde la formación escolar
prescribe a muy tierna edad las visitas a los museos de historia, de
ciencias naturales, tecnológicos
3
y de arte: la visita al museo trans-
forma a un niño o a una niña en un observador, minucioso o ju-
guetón; es decir, mimético, en términos benjaminianos.
4
Sobre todo,
los sujeta a una modalidad de espectador que se acomoda poco a
poco a la norma, es decir, se normaliza, tanto a él o a ella como a su
sensibilidad. Se aviene así a configurarse como público, siguiendo la
mímesis que el museo propone en su sistema; es decir, comportarse
como cliente o usuario, estar regido y conducido por los principios
generales del buen consumidor respetuoso de la política de la em-
presa por razones que se creen civilizadas, cuando sólo son efecto de
una servidumbre.
El éxito del paseo al museo es el resultado ordenado de la
visita –tanto más gozable cuanto más apegada a ciertos valores que
el mismo museo hace suponer en su finalidad–; es el resultado es-
perado de la yuxtaposición de relatos, piezas, técnicas de la mirada
y la escucha, luz, espacio y tiempo a la vista y a la mano: efectivi-
dad y efectismo pragmáticos, ciertamente eficientistas. En el museo
se cuecen juntos relatos, anécdotas y carreras profesionales. Para el
público en general se reserva el goce, si lo hubiera, como descarga
de las fuerzas creativas, en el gasto o consumo del tiempo libre. Sin
embargo, hay residuo, aunque fuere onírico, del trabajo de la imagi-
nación. Y ésta es la cuestión: el residuo puede ser indómito.
No nos engañemos, también en la institución museográfica se
resume el estado conflictivo y diferencial del arte y la cultura. Por
un lado, el edificio donde se establece el museo se presenta en forma
de una constante en el paisaje urbano
5
del llamado mundo moder-
no,
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el cual, asimismo, se exhibe como paisaje urbano –suerte de pa-
radoja del estado de segunda naturaleza en el cual vivimos–
7
y como
modelo perceptivo estandarizado y mimético de subjetivación.
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A este respecto, el museo se comporta como elemento civilizatorio.
Se trata de una civilización que ya no distingue entre la cultura y
el arte, entre la invención sin fundamento asignable y la innova-
ción orientada exclusivamente a la competencia en los mercados. Y
aunque nos parezca una institución meramente cultural, sostendre-
mos que se conduce, más bien, políticamente. Es decir, conducción
3. Incluyendo muchas veces las fábricas y las empresas.
4. Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia, op. cit., pp. 85-89.
5. Aunque, por cierto, hay museos de sitio en el campo del saber arqueológico-an-
tropológico. Museos no ubicados en una ciudad pero que, no obstante, son ur-
banos en su estructura y sus efectos performativos, o sea realizativos. Véase John
Langshaw Austin,
Cómo hacer cosas con palabras, Barcelona, Paidós, 1980.
6. Y su continuidad en el contemporáneo, aunque haya sufrido mutaciones im-
portantes. ¿Será el museo contemporáneo algo positivamente diferente de sus
predecesores? ¿Su postura y pretensión internacionalista, mundializada, globa-
lizada será lo opuesto a su estructura nacional? ¿Hay verdaderamente un nuevo
tipo de museo? ¿O más bien una tipología de la exhibición/juego que rompa
con el pasado de la pasividad de la comprensión y entendimiento del espec-
tador? ¿Es factible apropiarse –cualquiera– del museo para producir sentido?
Veremos si podemos responder lo anterior al llegar al final del texto.
7. Walter Benjamin aporta a esta segunda naturaleza imágenes contundentes en
Calle de dirección única, Madrid, Alfaguara, 1988. Sin duda también Theodor
W. Adorno y Max Horkheimer en la
Dialéctica del Iluminismo, Buenos Aires, Sud-
americana, 1969.
8. El standard es norma, es decir, regla de comportamiento y proceso de norma-
lización; esto es proceso histórico de conformación de una figura “normal” y
“común”.
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que, sin importar la satisfacción de alguna intención explícita, re-
produce las figuras individuales y colectivas dominantes de la ciuda-
danía hoy seleccionadas para y por los negocios globales o locales.
Figuras que, por lo demás, naturalizan la producción del género, las
jerarquías y asimetrías, proscribiendo la búsqueda de la variación y la
diferencia, el devenir-otro de lo colectivo. Por otro lado, el museo es
la puesta en escena del público como resultado de la igualdad formal
ante la ley y ante el goce de los bienes culturales de la nación, oscu-
reciendo la genealogía de la dominación, la cual es constitutiva de
la misma ley.
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En este sentido, la visita al museo reduce a naturaleza
lo que es producto de una historia de dominación y colonización,
comenzando por la distinción entre tiempo del trabajo y tiempo
libre, como si fuese el marco humano –y no capitalista– del disfru-
te de los bienes y saberes mostrados. El modelo museístico realiza
efectivamente la administración estatal del tiempo libre, asociándola
al disfrute social: negociando secularmente entre calendarios de ac-
tividad y de días libres, fines de semana, horarios de clase y trabajo,
vacaciones, y sus correspondientes precios de entrada, entre otros.
Para estas páginas aquí pergeñadas, el museo es un nombre:
por su enunciación y pronunciación,
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unifica semánticamente un
campo de experiencias organizado por relaciones de dominación.
Dominio de muy determinadas materialidades históricas y de cues-
tiones que prometen continuidad –de tópicos de historia del arte,
de teoría del arte, de estética y de política nacional; es decir, de
motivos jurídico-políticos–. Pero nunca será dominio inexpugna-
ble. Hay motivos que se resisten a los anteriores. Afortunadamente
son la ocasión de la crítica: de experiencias emancipadoras, en resis-
tencia, mediante las cuales se problematizan las políticas del mundo
en el que vivimos en nombre de lo político que ya no responde a
una caracterización jurídico-política dominante. La ocasión crítica
aprovecha para dar la bienvenida a lo irreductible, a efectos que
introducen en tiempo-ahora y anuncian la llegada de relaciones so-
ciales y cuerpos vivientes-sensibles más allá de la dominación. In-
cluso cuando lo que llega no puede prometer el abandono absoluto
de la exclusión y la crueldad infligidas a los otros, en nombre de
una u otra cosa, el mero anuncio de la diferencia nos persuade de
que es posible cambiar, de que la historia no pertenece al pasado,
sino a un porvenir sin decretar.
En lo que al museo compete, los procesos de subjetivación
que en él aparecen como modélicos y deseables, reproduciendo por
ejemplo la figura del consumidor en espacios que bien podrían ser
sustraídos al mercado, como el del disfrute y el juego, pueden ser
también desactivados permitiendo experiencias en resistencia con-
tra las figuras de la dominación, jerárquicas y sin equidad, en el
espacio de los afectos, la sensibilidad y en el trato con las cosas.
UNA LECCIÓN MATERIALISTA DE HISTORIA
Recuérdese lo que en la lengua se retiene: el vocablo museo nos
llega del latín museum. Dicha lengua ha conservado a su modo el
significante griego mouseion, latinizando su aplicación, perdiendo y
agregando al mismo tiempo significados y valores antropológicos
en su uso coloquial y específico. Cabe decir que a través de este
sustantivo, en la Antigüedad Clásica se nombraba así al edificio des-
tinado paralos estudios sobre el saber de las musas, alegorías dilectas
del poder sagrado y cosmológico-político
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de Apolo y su inter-
9. Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia, op. cit., pp. 23-46.
10. De esto sabe mucho la retórica. Lo que se entiende en la antigüedad como actio,
lo que el orador se procura a nivel de gestual, tono y ritmo de la voz, la nueva
práctica retórica lo teoriza como fuerza de decir, de paso al acto, fuerza suasoria
y de interpelación sobre las que descansan las hegemonías.
11. Sintagma en el que lo político se refiere a la organización de los seres vivos y los
saberes peculiares a la
polis griega.
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