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tar a Benjamin de la incomprensión de muchos de sus contempo-
ráneos, reactivando, después de su muerte, una serie de imágenes
que demostrarían renovada fuerza crítica veinte, cuarenta o setenta
años después.
Esta sobrevivencia había sido también señalada por el propio
Benjamin en relación con ciertos índices temporales de la cultura
capitalista moderna. El índice tiene que ver con elementos que
reúnen un devenir del sentido que en su emergencia aparece como
una especie de presentimiento de lo que se cumplirá. En Benja-
min se nombra un funcionamiento muy preciso que hace de la
interpretación un recurso anticipatorio. Así, la estructura en hierro
y vidrio de los pasajes anticipará una consumación de ambos ele-
mentos como representativos de lo que vendrá con la industriali-
zación. El elemento destacado es anticipatorio de una historicidad
ya determinada. Todo lo contrario del tiempo mesiánico abierto
a la intervención de lo fortuito e incalculable para los seres huma-
nos. El elemento anticipatorio deja hablar al tiempo; es su portavoz,
su médium. Pero, sin duda, es analizado a posteriori; su fuerza de pre-
dicción es descrita cuando ya ha realizado lo prometido. El hierro
y el vidrio ya habían permitido la edificación de la ciudad vertical,
una tendencia que no deja de llegar todavía en nuestras ciudades.
Por otro lado, el hierro aplicado a la fabricación de los trenes y las
vías férreas se integrará a una tecnología del genocidio nazi du-
rante la propia vida de Benjamin. En el México actual, las vías que
recorren el país son desechos fantasmagóricos y memoria de una
revolución que trasportada sobre el rápido caballo de hierro nunca
llegó a las víctimas de la injusticia que siguen esperando por un
reparto de tierras que dignificaría sus vidas. En cierto sentido son,
precisamente, ruinas.
En el desecho y en la ruina, lo que no se hace presente es el
esfuerzo de quienes realizaron un trabajo o una experiencia cuyo
producto final llegó a ser obsoleto. De este esfuerzo del cuerpo
individual o del cuerpo colectivo, de cuyas actividades el objeto es
sólo un elemento autónomo, no queda aparentemente nada, excep-
to a los observadores ojos del materialista histórico que miran la
experiencia en el desecho, la fuerza de invención en el accionar de
esos cuerpos que se han dejado caer [Abfall] en el olvido. La ruina y el
desecho son sus emblemas.
Estas figuras deben ser consideradas con extrema precaución
en sus propios contextos de emergencia, y mucho más cuando se
propone, como aquí, una lectura que desarraiga el sentido de un
acontecimiento generador y se lo hace responder a otras necesi-
dades semánticas y explicativas. Las categorías de ruina y de dese-
cho, figuras de inteligibilidad para pensar la cultura moderna cuya
auto-legitimidad, por el contrario, se hallaría en una categoría de
progreso, muestran mediante el trabajo crítico-materialista sobre el
tiempo, que en la propia concepción industrial de la temporalidad
reside la contradicción (ruina/progreso). Por su parte, la categoría
de fragmento, que utilizada en una teoría del lenguaje le había per-
mitido a Benjamin una crítica a las teorías comunicacionales del
mismo, puede permitir también entender el funcionamiento de la
atomización del objeto de arte con vistas a su archivación, es de-
cir, a su conversión en patrimonio preservado institucionalmente.
Mientras el museo moderno hizo de este proceso de conversión
el centro de su proceder práctico y de intelección del mundo del
arte, el museo contemporáneo, paradójicamente, siguiendo una
indicación expresada ya por las viejas vanguardias del siglo xx, se
conducirá en un sentido aparentemente opuesto. Negará el obje-
to como cosa exhibida por la exhibición de la escenificación del
sentido: instalaciones, performances, puestas en acción, intervencio-
nes son vocablos que dan a entender una racionalidad interesada
en experimentarse a sí misma. En efecto, experimentarse perte-
nece también al vocabulario vanguardista, el cual parece regresar
con fuerza para integrarse a un discurso del artista y del curador,
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discurso con pretensiones de internacionalización; es decir, de co-
municación total que otorga una distinción teorética. Ésta última
no es cuestionada. Si el proyecto de arte para el museo se apropia
del lenguaje de las neurociencias, de las filosofías, de la estética, de
la técnica, de las teorías de la cultura típicamente universitarias, lo
hace presuponiendo su derecho o legitimidad a apropiarse de la
certeza, de lo considerado verdadero en el mundo contemporáneo.
Este derecho y legitimidad lo exhiben las teorías. El artista, y en
especial el curador, son los nuevos profesionales de la teoría. Queda
sin tratar en esta práctica de la apropiación su propia pertinencia
y sus efectos. Tampoco preocupa al museo contemporáneo que re-
cibe con beneplácito lo anterior. En lugar de acercar a los públicos
esos saberes teóricos, no hace sino lo contrario: induce una vie-
ja contradicción entre las élites (que no por serlo emplean ese saber
con consistencia) y los públicos masivos (ajenos a la producción
del conocimiento especializado). El saber de la gente, conseguido
a fuerza de experiencia, debe dejarse al entrar al museo –como se
deja a la puerta de las instituciones de educación superior–.
En esos saberes de la gente vive, a veces sin destacarse, la fuerza
de resistencia. Resistencia a aceptar sin más el papel del arte en el
mundo contemporáneo: si el arte ya no es una actividad privilegiada
en comparación con otras actividades creativas, ¿por qué debería el
estado patrocinar al artista y al curador? Y no, por ejemplo, al pu-
blicista que inventa y prescribe comportamiento privilegiado. ¿Por
qué destinar dinero en la época de la crisis a quienes no se distin-
guen de otros procedimientos de invención?
A veces la resistencia se autoinmuniza. Para evitar la autoin-
munización habría que cuestionar lo incuestionado: ¿cómo se pro-
ducen los privilegios del museo?
Nos sucede con Benjamin lo que a él le sucedía con los escritos
de quienes lo incitaban al pensamiento: las categorías, las imáge-
nes o los índices rescatados de las lecturas que lo apasionaban po-
seían una fuerza que le permitió conjurar inteligibilidad donde sólo
había duda. El shock, el impacto que transforma un acto visual en
una fuerza táctil es un ejemplo de ello. La vanguardia artística no
se había dado cuenta del potencial cognoscitivo de su expresión.
Nosotros podemos suponer que lo mismo nos sucede hoy cuan-
do leemos a Benjamin y nos apropiamos de sus figuras para aclarar
algo que se nos presenta aquí y ahora demandando su explicación,
como la actualidad del museo y de su carácter indiciario. El índi-
ce es también un anuncio de un devenir por llegar, no sólo una
premonición. Un devenir que nos reserva peligros y posibilidades
también, de justicia y de redención.
Consideremos otras buenas interrogantes críticas, en resistencia:
¿quién o qué maquinaria racional y pasional estará procesando el
afán preservador y el valor de exhibición asociados al arte? Ya no
es el coleccionista privado quien, decía Benjamín, libera al objeto
de su valor de cambio y de su utilidad –pero no de su interés por
la posesión y el disfrute– e incluso de su pertenencia al rito o a la
mitología, y preservándolo, se lo reserva.
25
Es la idea del hombre,
la categoría ilustrada de civilización las que realizan en su nombre la
conservación y la exhibición pública. Es el singular colectivo “huma-
nidad”, haciendo un uso muy específico de la fuerza realizativa del
eurocentrismo, quien está interesado en naturalizar,
26
hasta donde
25. Walter Benjamin, Discursos interrumpidos i, op. cit., pp. 87-136. Véase Walter
Benjamin, “Historia y coleccionismo”, en
Libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2005,
pp. 221-246.
26. Esta segunda naturaleza, producto de una historia de conquista y colonización,
se vuelve una
primera naturaleza tras el olvido, mediante dispositivos de la mi-
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