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¡Así es el trabajo: una tortura! Sin duda alguna, se trata de una pro-
longable uniformización estándar de los usos del cuerpo reducido a
su ínfima expresión de fuerza domesticada para la producción, pero
no para la invención.
Estructuralmente se podría decir que, en ese sentido, el museo
moderno ejerce el mismo tipo de efectividad: deja fuera la expe-
riencia, deshistoriza e instaura a la vez al arte en un mundo propio,
supuestamente intemporal,
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guía de la percepción en su charla con
la sensibilidad. La acción de la huella,
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es decir, el ejercicio de su
condición inscripcional o resistencia material mediante el abando-
no de su historia e incluso del aura (aquí entendida como valor y
dignidad cultual), se tornará, luego, en el centro de desposesión del
objeto artístico, de renuncia a “vivir su propia vida”. O sea, renuncia
a su sobrevivencia modificada y su devenir singular, diferencial.
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Al interior del museo, entendido por ende como la centrali-
zación de tecnologías de selección, homogeneización, y jerarquiza-
ción de las piezas, se echa a andar un aparato complejo
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que a la vez
ubica la cosa ante la mirada del observador, produciendo casi en el
mismo tiempo un modelo de mirada, de paradigma de observación
específico. Se elaboran ahí mismo relaciones inter-objetuales; por
ejemplo, relacionando cada cosa con cualquier otra cosa mientras
sea exhibible, se da sentido histórico y se inscribe apretadamente
el objeto en una línea temporal. Cabe decir haciendo del tiem-
po una dimensión exclusivamente lineal; transformando en públi-
co –que es una figura colectiva moderna– a cualquier observador
(individual pero sin atributos propios), y consiguiendo así que las
piezas puestas en exhibición digan siempre otra cosa que su propia
condición; condición hecha de todo lo que les fuera previamente
arrebatado para hacerlas dignas de ser exhibidas.
En términos de Benjamin, la pieza en el museo moderno se ve
obligada a dejar de ser un índice histórico, debe renunciar a lo pro-
pio. Lo propio en sentido materialista histórico para el que la vida
se extiende al trabajo cuanto proceso y no abstracción de lo pro-
ducido. Renunciar así para poder transformarse en una cifra de su
fetichización y no de su valor histórico-social. Pieza de museo: ¿qué
es en general sino una cosa gozable en su soledad ontológico-polí-
tica?
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¿Acaso puede aspirar a ser algo más que una mercancía en el
gran almacén en el que se ha transformado el mundo capitalista?
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Cabe pensar que el museo moderno no sólo guarda o conser-
va en un mismo lugar y administra las reglas de los procedimientos
antes mencionados; ahora el museo se adueña del objeto en tanto
objeto autonomizado, producto desprendido de sus condiciones de
producción y de los valores y significados de su nacimiento para
ubicarlo frente a un mirada que poco a poco debe optar por es-
pecializarse o permanecer en la indigencia de lo común, según su
modalidad de apropiación. El museo moderno es sobre cualquier
otra cosa un aparato de la colonización del campo de producción
del sentido y de la jerarquización de figuras (experto/público en
general) de las relaciones sociales (aparato: instrumento y saber [se-
gún decíamos más atrás]). En su obrar el museo moderno inventará
38. No únicamente se postula la intemporalidad del arte (cuyo comienzo como valor
civilizatorio es occidental); es decir, que se impone su universalidad antropoló-
gica y ontológica, sino que por lo demás, al autonomizar mediante el museo
la figura de la obra de arte, se realiza como jerarquía estética lo que sólo era
pérdida de contexto histórico. El historiador (no materialista) del arte contribuye
a esta deshistorización paradójica en quien se dice un cultivador de la Historia.
39. Walter Benjamin, Libro de los pasajes, op. cit., p. 245.
40. Véase Estela Ocampo, op. cit.
41. El aparato es instrumento y a la vez un saber-cómo, asociado con el instrumento
en función de su eficacia terminal, economía de gestos y uso de la fuerza corpo-
ral colectiva e individual.
42. Ibid., p. 465.
43. Ibid., p. 420.
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con el tiempo (siglo xix) el folclorismo y su artefacto (un grado
menos cualificado que el objeto cultural). Por ejemplo, la máscara
usada en celebraciones y fiestas de la colectividad negra emancipa-
da será así abstraída de todo aquello que le da sentido y valor, de
todo aquello que recuerde la trata y la esclavitud y sus resistencias,
y permanecerá reubicada en el imaginario civilizatorio de la Euro-
pa Occidental como un objeto pintoresco de museo: museo de lo
pintoresco, luego de lo turístico; pero jamás como museo de la me-
moria o de la tradición de los oprimidos a la que Benjamin dio un
lugar principalísimo para el porvenir de la justicia histórico-social.
Para el modelo eurocéntrico, a salvo así de cualquier relación que
no sea la del especialista con los observadores ignorantes, la máscara
sólo es un gran secreto. El especialista será el único que posea la
llave del mismo.
EL MUSEO INTEMPORAL IMAGINARIO
Lejos de lo que pudiera pensarse, el sintagma anterior no se refiere
a un museo fantástico ni pletórico de objetos de la fantasía. Es más
bien lo que caracteriza a una actividad compleja muy específica
de selección y salvaguarda, practicada a lo largo de una temporali-
dad determinada (llamémosla Europa)
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e interpretable a través de
una historia o una genealogía, legibles ambas en términos de poder
y de dominación. Su mentalidad, si así decidimos llamarle a lo que la
guía, es etnocéntrica; y se torna criterio de valor presentado como
universal, humano y natural a) el procedimiento de abstracción que
separa lo producido del proceso de su producción; b) la emergencia
de un folclorismo sobre el objeto extranjero, otro o extraño, y de
las marcas sociales que lo acompañan (la máscara del candomblé
o de cualquier otra pieza de lo local), y c) la elaboración de cierta
técnica de subjetivación que organiza jerárquicamente las relaciones
sociales a su alrededor (experto opuesto al público en general), las
maneras de percibir, los modos y objetos de lo gozable y del gus-
to. Tiene una historia, la de Occidente, producto de su vanagloria
y su conformismo narcisista. En este museo se aglomeran objetos,
es decir, cosas a las que se ha arrebatado su índice histórico y sus
saberes asociados. Saberes prácticos y saberes sobre la belleza y el
gusto; formas de enunciación de principios universalmente válidos,
incuestionables e intemporales. En realidad, los anteriores son sólo
propios de una historia particular: la de los pueblos que lograron
colonizar e imponer en otros sus propios principios, ellos mismos
dominantes dentro de su historia local.
El museo de la memoria activa, por lo contrario, deberá estar dotado
–pues se trata de un museo por venir parafraseando a Benjamin
en sus tesis sobre la historia– del mecanismo revolucionario que
devuelva las cosas a su índice histórico crítico y a la tradición de los
que han visto arrebatada su capacidad inventiva mediante un trabajo
de reapropiación histórica (¿empoderamiento nietzscheano?), más
allá de cualquier desgastante e inútil melancolía y nostalgia. Quizá
así sea. Ese es nuestro deseo. Antes de poner en marcha esa “fuerza
mesiánica” o trabajo de reapropiación del poder de invención que
acerque a una distancia íntima las fuerzas innovadoras del porvenir,
habrá que reflexionar, a no dudarlo, sobre la recuperación del índi-
ce histórico como instrumento de la actividad de producir sentido
crítico. En este sentido no se trata de contextualizar la producción
de significados; no se habrá de vincular arbitrariamente una enu-
meración de fechas y eventos diversos (contexto histórico) con los
44. Tanto ilustrada, moderna o contemporánea (incluyendo todas sus manifestacio-
nes recientes de géneros, estilos, modalidades, etcétera). No es una idea epocal
o cronológica, sino el nombre de una tendencia que iniciada hace ya tiempo se
niega a modificar su configuración de subjetividades jerarquizadas, asimétricas,
que entran en juego en la máquina del museo.
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