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do como pieza del patrimonio de la humanidad. El celoso guardián
de dicho tesoro patrimonial fue, por cierto, una potencia colonial
que aún hoy despoja a los vencidos en nombre propio y en su espa-
cio capital (Londres); a la vez que manifiesta doblemente su fuerza
de antaño y la actual, mediante el orden impuesto a los despojos
de su colonizado, en un museo que no deja de ser nacional por
poseer muestras de la cultura y la civilización universal. Sólo al amo
parece serle reconocido el derecho de promulgar la historia univer-
sal y ejercerla paradójicamente en nombre propio. Seamos claros:
la paradoja no es tal sino un arrebato, una operación de saco a la
cultura, de conquista y dominación de la percepción y del sentido.
Este ejercicio de fuerza lo veremos repetirse, una y otra vez, en las
relaciones entre las antiguas colonias y sus metrópolis colonialistas.
Y será recurrente hasta que las relaciones sociales no se vean modi-
ficadas –Benjamin en la Obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica–. ¿No se confirma a través del médium (portavoz) de esta his-
toria moderna y contemporánea que el funcionamiento del museo
es ante todo de orden político? ¿O mejor dicho, de orden biopolíti-
co, puesto que no es el objeto exhibido el que es reconquistado día
a día, sino la modalidad perceptiva de los ciudadanos?
En el ejemplo anterior, el museo es el nombre dado a una
efectiva máquina de abstracción; ella misma es la unión de elemen-
tos dispares que no obstante nos persuaden de su carácter integral.
Máquina también de sustracción y sustitución del sentido, mediante
la cual se pone en acción exitosamente el régimen estético-percep-
tivo y nombre dado al acontecimiento mismo de su invención. Esta
yuxtaposición de cosas y discursos en forma de proyectos, planes
y programas provistos por la curaduría funciona aparentemente a
partir de determinados principios; sin embargo, no resulta arriesga-
do aseverar que estas primicias son en realidad efectos del museo en
acción, no puntos de partida irrevocables. Por ejemplo, la idea se-
gún la cual el museo es la vitrina del acontecimiento artístico (y no
una maquinaria de la sensibilidad moderna). Más atrás sugerimos
por el contrario que el museo se sustrae a una verdadera indagación
sobre la invención, cuyo último momento es, quizás, el exhibitivo.
Propiamente hablando, la invención entendida como fuerza dife-
rencial –pues ante todo hace aparecer la variación, cuya finalidad
(la interpretación) y procedimientos estarían sobredeterminados–
tiene historia. Ahora bien, es una historia, un devenir-otro que la
crítica filosófica está decidida a hacer suya. La crítica desmitifica el
mundo a su alrededor: da cuenta de la mediación, no de la magia;
de aquello que trabaja con y sobre la espacio-temporalidad y sus je-
rarquías, producida a través de las relaciones entre los individuos y
testimonia lo que la reglamenta, autoritaria o persuasivamente y la
describe y explica, autoritaria o persuasivamente. Esta crítica está en
deuda con Benjamin.
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