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cambio ritual con los seres humanos. Pero he aquí que los siglos
pasan. El castellano, a partir del siglo xvi, reutilizó el nombre –o
en realidad toda la palabra cargando con su cuota de evocación,
valor y dignidad– para referirse, en esta ocasión proto-moderna,
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a la institución –suma de procedimientos y reglas, saberes diversos
y sentimientos, cosas y modos de uso, además del edificio ad hoc–.
Habrá que dedicarse desde entonces al cuidado y a la práctica re-
gulada de las ciencias y de las artes liberales, institución autónoma,
se diría, del saber escolástico según la regla universitaria de la época.
Comienza así su segura secularización. Proceso muy determinado
y, por cierto, bastante estudiado, sobre el que aquí no diremos más
por falta de espacio.
Será hasta el siglo xviii –siglo destacadamente ilustrado, ilu-
minista, revolucionario–cuando se verá reducida la denotación
de museo a un observable y notorio lugar (notoriedad pública y
excluyente, de segregación y discriminación; es decir, elitista)
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donde se guardan, preservándolos, algunos objetos extraordinarios
de las artes y las ciencias, enclave de archivación de usos prestigio-
sos del arte y de celebradas descripciones y recursos explicativos y
epistémicos. Piénsese, por ejemplo, en el cúmulo de taxonomías,
imágenes y explicaciones causales; cartografías múltiples de mundos
racionalizados descubiertos y de mundos por descubrir; relatos de
pasadas conquistas y sus correlativas campañas de apropiación sobe-
rana. Todo eso será eventualmente reclamado como patrimonio na-
tural de la humanidad. Mientras tanto ha tenido lugar el reparto del
extraordinario botín antropológico a través del prestigioso viaje al
extranjero o del periplo comercial, de estudio o formación. Tiempo
después, la cosa extraordinaria, única, poco común, de cuya singula-
ridad e irrepetibilidad no se duda, confiada a las capaces y expertas
manos del anticuario
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se aparece como la razón de ser de la colec-
ción, y, en su inicio, también del museo. No la pensemos como una
pieza descubierta fortuitamente, sino como el resultado feliz de
una inversión semántica, económica, epistemológica y perceptiva
sobre el mundo como imagen, producto de un tratamiento empresa-
rial.
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La pieza
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es inventariada, ubicada en una cartografía, referida
a una taxonomía y renombrada a partir de categorías específicas
del descubridor o conquistador, procedentes de una psicología que
gusta de preservar y venerar el pasado una vez que lo ha desprovisto
de su genealogía y sentido propio, incluyendo el lenguaje.
El anticuario, el coleccionista y el viajero comparten marcas
subjetivas decisivas: el pensamiento de Benjamin no está tan lejos
del de Nietzsche. La figuración de la subjetividad del coleccionista,
contemplada por cierto en ejercicios muy determinados, es muy
semejante a la del anticuario del pensador del siglo xix. Cabría pre-
guntarse: ¿continúa el museo moderno una práctica ya conocida
por el anticuario y el coleccionista? Es probable; como quiera que
sea, el régimen del museo transforma a los procesos de coleccionismo
en algo más, y no siempre con resultados tranquilizadores. Siendo
12. Ocasión en la que se evidencian los precursores que en el pasado resultan en
la configuración crítica (es decir, en crisis) del instante presente, precisamente
cuando en este presente se anuncia un peligro.
13. El local se ocupa de la veneración secular de la verdad y sus oficiantes, miembros
de la vida intelectual, introduciendo nuevos personajes en la ciudad ilustrada:
los intelectuales.
14. Friedrich Nietzsche, Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida,
Madrid, edaf, 2000, pp. 59-67.
15. Martin Heidegger, Sendas perdidas, Buenos Aires, Losada, 1960, pp. 68-99.
16. Cuestión benjaminiana: ¿se trata de un objeto, una cosa, una pieza o una obra
de arte completos, una suerte de totalidad perceptiva y significante? O por el
contrario ¿es fragmentario, un “torso” al que se adjudica un valor? Por un lado
parte de un todo (histórico, gozable, objeto de gusto) remite metonímicamente
a la completud. Por el otro el “torso” o fragmento, la ruina o el desecho sólo se
remite a su manejo: es una alegoría.
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un museo propiamente nacional
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persigue un objetivo claro: natura-
lizar
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dicho carácter nacional en tanto fuente de identidad y de
subjetivación. Incluso cuando el museo está dedicado, como suce-
de hoy en día, al arte universal o al arte global, es decir primordial-
mente eurocéntrico. ¿Qué sería este carácter nacional realizado en
y por el museo y su administración de lo que hay? Y, ¿habría dejado
de activarse ahora cuando un nuevo tipo de museo se realiza y se
avizora?
En este mismo marco de referencia: ¿qué sería lo eurocén-
trico? Los museos europeos y de Norteamérica ofrecen al sentido,
desde la primacía de su lengua nacional, todo el material visual y
perceptivo, sea éste una cosa inerte, autonomizado de su emergen-
cia y devenir, o vivencias museográficas que anudan significados
y percepción. Considérese que el carácter nacional no sólo es pro-
ducto de una historia anterior y un saber historiográfico, sino del
privilegio de una lengua que continuamente se impone, oficial
y escolarmente, sobre otras lenguas: ya sea apropiándoselas sintác-
ticamente e integrándolas lexicalmente (como el caso del inglés,
o en menor proporción el francés); ya sea al oscurecer su existencia
reubicándolas como mercancías turísticas
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y para el esparcimiento,
como en el caso de las lenguas indígenas en América Latina. En este
sentido, el carácter nacional hace un uso asimétrico y jerárquico de
la lengua nacional frente a los usos mundializados y cultos de las
otras lenguas (latín, francés, inglés). Algo similar ocurre en el museo
contemporáneo donde la lengua culta del curador, impregnada de
términos hegemónicos, dialoga sólo con otros museos globales y
se aleja de su público. Este trenzado de privilegios es mantenido
mediante la estandarización de subjetividades y de sus discursos.
De manera semejante a como el Estado premia determina-
dos comportamientos individuales a través de instituciones ad hoc
(como el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, en Méxi-
co), comportamientos característicos de la figura del especialista,
o como privilegia significados y valores específicos, hoy globales
por la mundialización del capitalismo y su desigualdad constitutiva,
el museo contemporáneo a su vez enaltece la renovada figura del
curador, quien goza de una vida globalizada, yendo a festivales, fe-
rias y encuentros internacionales. Al igual que los artistas, el nuevo
curador mundializado persigue el éxito en su profesión, y renuncia
expresamente a lo local, descalificado por su carácter meramente tí-
pico. El museo funciona como un gran monopolio de la invención:
inventa al “artista” (especialista, profesional) y al “público” (usuario,
cliente, consumidor, intérprete casual del significado) puesto que
les da sentido y confirma sus elecciones artísticas en los procesos de
inteligibilidad del arte. Además inventa las maneras de presentar el
sentido de los públicos masivos; y legitima, mediante un vocabula-
rio escogido, cómo debe interpretarse dicho sentido. Lo común es
la ausencia de crítica: el patrimonio artístico de cosas y experiencias
circunstanciales no admite el aspecto de-sujetante y distanciador
de la puesta en cuestión; ni tampoco su singularidad. Para gozar el
tiempo libre debe renunciarse a la crítica.
El museo no ofrece ya taxonomías fijas, ni en sus edificios ni
en su sistema locutivo e ilocutivo de enunciados; ofrece lo fluido
17. “Cada museo es una pieza constitutiva de la noción de estado-nación. Un mu-
seo es, entonces, por esencia, nacional, incluso si sus colecciones son de origen
extranjero.” Véase Jean-Louis Deotte,
Catástrofe y olvido. Las ruinas, Europa, el
museo, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1998, p. 299.
18. En efecto, para los que se sirven de la forma museo, existe un supuesto indiscu-
tible: “toda segunda naturaleza cuando triunfa se convierte, [
por la fuerza], en
una primera naturaleza” necesaria e intransformable (véase Friedrich Nietzsche,
op. cit., p. 67). En nuestras consideraciones, la fuerza no es otra que la fuerza del
hábito, vuelta
evidencia catacrética en esta maquinaria a la que llamamos museo
nacional (ya sea de historia o de arte).
19. Lo que el siglo xix identificó como elementos del folclore, lo que incluía saberes
prácticos, testimonios orales y relatos documentales, modos de subjetivación y
productos, hoy se ha transformado en elementos para la industria turística y para
el entretenimiento.
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