Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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tiempos de deplorable confusión, le parecía quizá la mejor solución luchar en Asia contra el enemigo común con el ejército de los revolucionarios, y en Europa, con el de la oligarquía.LLEGA A EUROPA UN SEGUNDO EJÉRCITO DEL PONTO BATALLA DE ORCHOMENESCon la primavera del año 669, volvió a emprender en Europa su trabajo de Hércules. Mitrídates, siempre infatigable, envió a Eubea un ejército casi igual al dispersado en Queronea, al mando de Dorilao. Pasó al Eu-ripo, y fue a unirse con los restos del ejército de Arquelao. El rey de Ponto, que medía la fuerza de sus ejércitos por las fáciles victorias contra las milicias de Bitinia y Capadocia, no comprendió que las cosas habían tomado en Occidente un aspecto que le era muy desfavorable. Ya sus cortesanos habían comenzado a pronunciar a su oído la palabra trai­ción contra Arquelao. Dio a su nuevo ejército la orden terminante de atacar por segunda vez y concluir con los romanos. Se cumplieron estrictamente las órdenes del señor en lo de pelear, aunque no en lo de vencer. El choque tuvo lugar de nuevo en la llanura de Cefisa, no lejos de Orchomenes. Los asiáticos lanzaron atrevidamente su numerosa y excelente caballería sobre la infantería de Sila, que comenzó a cejar y a ceder campo. El peligro era apremiante. Sila cogió una bandera y lanzándose contra el enemigo con sus oficiales y su estado mayor, gritó a sus soldados: "¡Si se os pregunta dónde habéis abandonado a vuestro general, responded: en Orchomenes!". Al oírlo las legiones se contu­vieron, rechazaron vigorosamente a la caballería enemiga, y al arrojarla sobre la infantería la pusieron con facilidad en desordenada fuga. Al día siguiente cercaron y tomaron por asalto el campamento de los asiáticos. La mayor parte de los soldados de Mitrídates fueron muertos, o se ahogaron en las marismas del lago Copáis; solo un corto número pudo volver a Eubea con Arquelao. Las ciudades beocias pagaron muy cara su segunda defección; algunas fueron arrasadas. Nada había ya que impidiese la entrada en Macedonia y Tracia. La ocupación de Filipos, la espontánea evacuación de Abdera por su guarnición asiática, y la reconquista de todo el continente europeo: tales fueron los frutos de esta victoria. Tocaba a su término el tercer año de la guerra, y Sila fue a314

EL ORIENTE Y EL REY MITRlDATESestablecer sus cuarteles de invierno en Tesalia. Pensaba al fin poder desembarcar en Asia en la primavera del año 6yo,7 y al efecto ordenó que le construyesen naves en todos los arsenales tesalianos.REACCIÓN CONTRA MITRÍDATES EN ASIA MENORDurante todo este tiempo se habían verificado grandes cambios en Asia Menor. Mitrídates había sido recibido como el libertador de los griegos, e inaugurado su dominación proclamando la independencia de las ciudades y la inmunidad de los impuestos. Pero al primer entusiasmo, había seguido inmediatamente el amargo desengaño. El rey había recobrado su carácter, y al sustituir la tiranía del magistrado romano con la suya, mucho más pesada, había agotado la habitual paciencia de sus nuevos subditos, que comenzaban a sublevarse por todas partes. El sultán de Ponto recurrió entonces a los grandes medios. Dio libertad a las ciudades aliadas, dependientes de las principales, y el derecho de ciudadanía a los simples residentes. Perdonó las deudas, dio tierras a los que no las tenían, y emancipó a los esclavos, quince mil de los cuales fueron a combatir en el ejército de Arquelao. Dejo a la consideración del lector los terribles excesos que debieron seguir a la revolución social realizada desde las alturas del trono. Las grandes ciudades comerciales, como Esmirna, Colofón, Efeso, Sardes y otras, cerraron sus puertas a los oficiales del rey, o los asesinaron y se declararon por Roma.8 En Adramita, el gobernador de Mitrídates, Diodoro, filósofo de reputación como Aristión, aunque de otra escuela, pero también de alma dañada por la política real, condenó a muerte a todo el consejo de la ciudad. Por orden del señor, Quios fue condenada a una multa de dos mil talentos, pues se había hecho sospechosa de querer pasarse al partido de Roma. Como no pudieron pagarla con exactitud, sus habitantes fueron apresa­dos, encadenados, conducidos en masa a sus buques y transportados a Cólquida bajo la vigilancia de sus mismos esclavos, mientras que su isla fue repoblada por una colonia de pónticos. También en Galacia el rey dio orden de degollar en un mismo día a todos los jefes de los celtas asiáticos con sus mujeres y sus hijos, e instaló en su lugar una satrapía. Casi todas las ejecuciones se consumaron en el campamento del rey o en el país de los galos; pero como algunos jefes habían logrado huir, se315

.,1»pusieron a la cabeza de sus tribus todavía poderosas, y expulsaron al sátrapa Eumacos. En adelante, no hay que admirarse de ver a Mitrídates amenazado todos los días por los puñales de los asesinos. De hecho, hizo procesar y condenó a muerte a mil seiscientos individuos complicados sucesivamente en conjuraciones contra su persona.LÚCULO Y SU ESCUADRA EN LA COSTA DE ASIAMientras que los furores homicidas de Mitrídates conducían a sus nuevos subditos a la desesperación y a apelar a las armas, finalmente lo acosaron los romanos por mar y por tierra. Después de haber intentado en vano obtener el auxilio de las escuadras egipcias, Lúculo se había vuelto hacia las ciudades sirias para pedirles buques de guerra. Obtuvo aquí buen resultado, y tras haber aumentado mucho su escuadra con los buques que pudo reunir en los puertos cipriotas, panfilios y rodios, se encontraba ya en estado de emprender operaciones. Sin embargo evitó venir a las manos con fuerzas muy desiguales, cosa que no impidió que consiguiese algunos triunfos importantes. La isla y península de Cnidos fueron* ocupadas; atacó Sanios, y tomó Colofón y Quios.FLACCO EN ASIA. FIMBRIA. SU VICTORIA EN MILETÓPOLIS. SITUACIÓN CRÍTICA DEL REYPlaceo, por su parte, después de haber llegado a Bizancio por Macedonia y por Tracia, había pasado el estrecho y arribado a Calcedonia (año 668). Allí estalló una insurrección entre sus soldados, pues decían que su jefe había malversado su parte de botín. Reconocía por instigador a Cayo Flabio Fimbria, uno de los principales oficiales del ejército, cuyo nombre era proverbial en Roma como orador de las masas, y que, apartándose de su general, había continuado en el campamento los procedimientos demagógicos del Forum. Flacco fue inmediatamente depuesto y ajusticiado al poco tiempo no lejos de allí, en Nicomedia. Los votos de los soldados llamaron a Fimbria al mando en jefe. Dicho está que el nuevo jefe había de cerrar los ojos a todos lo excesos. En Ciziquia, ciudad amiga, sus habitantes fueron obligados bajo pena de muerte a entregar todos316

EL ORIENTE Y EL REY MITRÍDATESsus bienes a la soldadesca, y, para ejemplo, fueron ejecutados dos de los ciudadanos más notables. Sin embargo, esta insurrección militar tuvo felices consecuencias. Fimbria no era un general incapaz como Flacco. Tenía talento y energía. Batió en Miletópolis (cerca del Rindakos) al joven Mitrídates, que en su calidad de sátrapa real marchaba contra él. Sorprendido a media noche, fue derrotado y muerto. De esta forma dejó franco el camino que conducía a Pérgamo, la antigua capital de la pro­vincia romana y la actual del Ponto. Fimbria arrojó de allí al rey, que se salvó por el puerto vecino de Pitaña, donde se embarcó. En este mo­mento llegó Lúculo con su escuadra. Fimbria le pidió el auxilio de sus buques para coger a Mitrídates, pero Lúculo era aristócrata antes que patriota. Él se alejó, y el rey pudo llegar a Mitelene. Su situación era muy crítica. Había perdido Europa, en tanto todo el Asia Menor se sublevaba contra él, o estaba ocupada por un ejército romano que lo amenazaba y acampaba a corta distancia. La escuadra de Lúculo había librado dos combates felices frente a la costa troyana, uno en el cabo Lecton (Baba Kalesi), y otro junto a Tenedos. Se mantenía en su puesto, e iba reuniendo todos los buques construidos por orden de Sila en Tesalia. De esta forma, dominando en adelante sobre el Helesponto, garantizaba al general y al ejército del Senado el paso fácil y seguro al Asia en la primavera siguiente.NEGOCIACIONES PARA LA PAZ. PRELIMINARES DE DELIÓN NUEVAS DIFICULTADES. PASO DE SILA AL ASIAMitrídates comprendió que convenía entablar negociaciones. En otras circunstancias, el autor del edicto de sangre de Éfeso no hubiera podido esperar razonablemente la paz. Sin embargo, en medio de las convulsiones interiores de Roma frente a un general depuesto por el poder, con todos sus partidarios víctimas de una persecución espantosa, por un lado, y frente a dos jefes de los ejércitos republicanos que luchaban uno contra °tro, pero que estaban en guerra contra un solo y común enemigo, por otro, el rey debió esperar la paz, y hasta una paz ventajosa. Podía elegir entre Fimbria y Sila, y entabló negociaciones con ambos. Pero parece que desde el principio tenía intención de tratar con Sila, que era en su sentir más fuerte que el otro. Por orden suya Arquelao invitó a Sila a pasarJ'7

tu{al Asia e ir a donde estaba el monarca, prometiéndole la asistencia de su parte contra la facción demagógica de Roma. Pero por más deseo que tuviese de concluir sus negocios en Asia para poder volverse a Italia, adonde lo llamaban tantos y tan apremiantes intereses, Sila, frío y sagaz en extremo, rechazó con desdén los beneficios de la alianza propuesta la víspera de la guerra civil que lo esperaba en Occidente. Como ver­dadero romano hasta el fin, no quiso oír hablar de concesiones deshon­rosas. Las conferencias habían comenzado en el invierno del año 669 al 670, en Delión, en la costa beocia frente a Eubea. Sila rechazó todo lo que fuera abandonar una sola pulgada de terreno, y fiel a la antigua máxima de los hombres de Estado de Roma, que persistían en exigir los términos estrictos de las condiciones antes de la batalla, tuvo el acierto de la moderación y no exageró sus pretensiones. Reclamó la restitución de las conquistas del rey, aun de aquellas que todavía no se habían recobrado por las armas, como Capadocia, Paflagonia, Galacia, Bitinia, Asia Menor y las islas del archipiélago. Reclamó también la entrega de los cautivos y de los tránsfugas, y la de las ochenta naves de Arquelao, que era un apoyo importantísimo para la insignificante escuadra de Ro­ma. Por último exigió el sueldo y las provisiones para su ejército, y una indemnización de guerra relativamente módica de tres mil talentos. Los habitantes de Quios, transportados más allá del mar Negro, debían ser conducidos a sus casas, así como lo serían a su patria los macedonios amigos que se habían visto obligados a huir. Finalmente entregaría un cierto número de buques a las ciudades aliadas de Roma. Nadie dijo nada respecto de Tigranes, que debió haber sido comprendido en el tratado. Ninguno se cuidó de hacer mención de él, por no entrar de nuevo en un sinfín de complicaciones. En lo demás, las cosas quedaban en el mismo estado que antes de la guerra. Nada humillante había para el rey en semejantes condiciones.9 Convencido Arquelao de que había obtenido más de lo que podía esperarse, se apresuró a aceptar los preliminares, suspendió las hostilidades y retiró sus tropas de todas las plazas que los asiáticos ocupaban en Europa. Pero he aquí que Mitrídates rechaza semejante paz. Quiere que la República no insista respecto de la entrega de los buques y le deje la Paflagonia; y para esto hace valer las condiciones mucho mejores que Fimbria decía estar dispuesto a otorgarle. Sila se ofendió de que sus ofertas fuesen comparadas con las de un aventurero sin poderes legítimos; había llegado hasta el último límite de las conce

El. ORIENTE Y EL REY MITRÍDATESsiones, y rompió bruscamente las negociaciones entabladas. Durante este tiempo ya había reorganizado a Macedonia, castigado a los dárdanos, a los cintios y a los medos de Tracia; había dado un rico botín a sus soldados, y se aproximaba a Asia, adonde de cualquier modo tenía que ir para arre­glar sus asuntos con Fimbria. Cuando la hora llegó, puso en movimiento sus legiones reunidas en Tracia, y su escuadra viró hacia el Helesponto. Pero Arquelao había arrancado al fin a su señor el consentimiento que tanto le costaba a su orgullo. Sus esfuerzos para la paz eran mal vistos por los cortesanos de Mitrídates, que hasta lo acusaron de traición. No tardó en verse obligado a abandonar el Ponto y refugiarse entre los romanos, que le hicieron una acogida admirable y lo colmaron de hono­res. Por su parte, los soldados romanos murmuraban a su vez al ver que se les escapaba de las manos el rico botín con que habían contado. Esta era la verdadera causa del descontento y no tanto la impunidad escan­dalosa otorgada a aquel rey bárbaro, a aquel asesino de ochenta mil de sus hermanos, al autor de los indecibles males que habían sufrido Italia y Asia, y que se volvía a su reino con todos los tesoros que había robado en Oriente. No dudo que el mismo Sila sufriría con dolor lo que le im­ponían las necesidades del momento; pero desgraciadamente mediaban las complicaciones de la política interior, que venían a poner dificultades a la sencilla misión de su generalato en Asia, y lo obligaban a contentarse con aquella paz, aun después de sus grandes victorias. La guerra contra un príncipe a quien obedecían todas las playas del mar Negro, y cuyas últimas negociaciones ponían en claro su soberbia tenacidad, hubiera exigido por sí sola muchos años. Por otra parte, Italia estaba al borde de su perdición, y quizá ya era tarde para conducir a ella las legiones que Sila tenía y empezar la lucha con la facción dueña del poder.10 Pero antes de pensar en la partida, convenía deshacerse del atrevido agitador que se había apoderado de Asia a la cabeza del ejército de los demócratas; sin cumplir este requisito, en tanto Sila iba a apoderarse de Italia y a ahogar en ella la revolución, aquel vendría en socorro de los revolucio­narios. Sila recibió la nueva de la ratificación del tratado en Cipsela, sobre el Hebrus (Isala, sobre el Maritza), pero continuó su marcha. El rey Mitrídates, decía el romano, deseará una conferencia en que se concluya definitivamente el tratado de paz: pretexto hábil, y que solo se proponía Para justificar su paso del Helesponto y su lucha con Fimbria.319

PAZ DE LOS DÁRDANOS. SILA ATACA A FIMBRIA MUERTE DE FIMBRIA. SILA ARREGLA LOS ASUNTOS DE ASIAEn consecuencia, pasó el mar acompañado de Arquelao y sus legiones; después encontró a Mitrídates en la costa asiática, en Bárdanos, y, luego de concluir verbalmente la paz, continuó su marcha. Finalmente llegó hasta Tiatira, no lejos de Pérgamo, donde Fimbria tenía su campamento, y levantó el suyo muy cerca. Sus soldados, que eran muy superiores a los de Fimbria por su número, su disciplina y su energía, despreciaban las bandas desalentadas y abatidas del general demócrata, de ese general que no tenía ninguna misión por sí mismo. Entre estas iban aumentando las deserciones. Cuando Fimbria dio la señal, se negaron a combatir contra sus conciudadanos, y ni siquiera quisieron prestar en sus manos el juramento de fidelidad durante el combate. Un asesino dirigido contra Sila erró el golpe; una entrevista solicitada por Fimbria fue rechazada con altanería, aquel se contentó con enviarle a su adversario uno de sus oficiales para ofrecerle seguridades personales. Por audaz y criminal que fuese, Fimbria no era un cobarde, y rechazó un buque que se le había ofrecido y un asilo entre los bárbaros; volvió a entrar en Pérgamo y se atravesó con su espada en el templo de Esculapio. Los más comprometidos entre los suyos se refugiaron con Mitrídates, o entre los piratas, que los recibieron con los brazos abiertos, mientras el resto de su ejército se pasó a Sila. Se componía de dos legiones, pero en ellas el vencedor no tenía confianza. En vez de llevarlas consigo a pelear a Italia, prefirió dejarlas en Oriente, donde las ciudades y los campos no estaban aún tranquilos de las convulsiones de la víspera. Puso a Lucio Licinio Murena, su mejor capitán, a la cabeza del ejército y al frente del gobierno del Asia romana. Las medidas revolucionarias tomadas por Mitrídates, la emancipación de los esclavos y la anulación de las deudas fueron naturalmente revo­cadas. Sin embargo, en muchos lugares no pudo verificarse esta restau­ración sin echar mano a la espada. La justicia tuvo un día de triunfo, pero la justicia tal como la entendían los vencedores. Todos los partidarios notables de Mitrídates y los fomentadores de los asesinatos cometidos contra los italianos pagaron sus crímenes con su vida. Además tuvieron que reintegrar inmediatamente todos los diezmos y tributos atrasados de los cinco años últimos, y una indemnización de guerra de veinte mil talentos. Lucio Lúculo permaneció en el país para activar los ingresos.320

EL ORIENTE Y EL REY MITRlDATESMedios de rigor, terribles y execrables en sus consecuencias, pero al com­pararlos con el decreto y el asesinato de Éfeso se reducen a insignifi­cantes represalias. En cuanto a las demás expoliaciones verificadas, no pasaron el límite habitual a juzgar por el botín llevado en triunfo a Roma (en oro y plata). Pero las ciudades fieles como Rodas, el país de Licia y Magnesia sobre el Meandro, obtuvieron todas ricos presentes. Rodas recobró una parte de las posesiones que había perdido después de la guerra contra Perseo. Por lo demás, cartas de libertad y otros privilegios recompensaron a los habitantes de Quios por los males que habían sufrido, en cuanto esto era posible, y a los de Ilion, víctimas del loco furor de Fimbria, por haberse puesto en inteligencia con su contrario. En cuanto a los reyes de Bitinia y Capadocia, los había llevado consigo a las conferencias de Bárdanos, para que juraran con Mitrídates que en adelante vivirían en paz y en buena armonía. El rey, sin embargo, se había negado a que apareciese en su presencia Ariobarzana, que no era de sangre real y a quien él llamaba "Ariobarzana el esclavo". Cayo Escribonio Curión recibió el encargo de restablecer el orden legal de las cosas en los dos reinos evacuados.SILA SE REEMBARCA PARA ITALIASila había ya terminado su misión. Después de cuatro años de guerra, el rey de Ponto volvía a entrar en la clientela de Roma. La unidad del gobierno estaba constituida como antes en Grecia, en Macedonia y en Asia Menor. El honor y la victoria habían quedado en su debido lugar, si no en la medida de la ambición romana, al menos en el que era rigurosamente necesario. Sila se había hecho ilustre como capitán y como soldado. Había sabido conducir su carro por los más difíciles senderos, avanzar a través de mil obstáculos, guiado a veces por la tenacidad inteligente, a veces por el espíritu de concesiones. Había combatido y vencido como Aníbal, y conquistado en la primera victoria los medios y recursos necesarios para una segunda y más comprometida lucha. Dejó a sus soldados que se repusiesen de sus largas fatigas en la abundancia "e sus cuarteles de invierno en Asia; después se embarcó en la primavera del año 671 en mil seiscientos buques. Fue de Éfeso al Píreo, llegó a Patra Por tierra, volvió a encontrar allí su escuadra, que lo estaba ya esperando,321

.,y vino con todas sus tropas a desembarcar en Brindisi. Mandó adelante una comisión al Senado, y con el hecho de que en ella no se hablara más que de sus campañas de Grecia y Asia parecía ignorar que había sido destituido: su silencio anunciaba la próxima restauración.322

IX CIÑA Y SILAFERMENTACIÓN EN ITALIA. CIÑA CARBÓN Y SERTORIOfíe,.emos expuesto anteriormente la situación tirante e incierta en que Sila había dejado Italia cuando partió para Grecia, a principios del año 667. La insurrección no estaba del todo dominada; el mando del prin­cipal ejército había sido casi usurpado por un general políticamente dudoso, y la capital, entregada a la confusión de intrigas múltiples y activas. En suma, por todas partes amenazaba el peligro. La victoria conseguida por la oligarquía echando mano de la espada había hecho muchos descontentos, quizás a causa de su moderación. Los capitalistas, al mostrar las heridas de la más terrible crisis financiera que Roma jamás había visto, murmuraban contra el poder a causa de la ley que había promulgado sobre el interés, y de las guerras de Italia y de Asia que no había impedido. Los insurrectos, que habían depuesto las armas, no solo deploraban la ruina de sus esperanzas de igualdad civil con los individuos de la ciudad soberana, sino también sus antiguos tratados particulares, y por tanto, sufrían murmurando la arbitraria ilegalidad de su condición de subditos. Las ciudades entre los Alpes y el Po tampoco estaban satisfechas con las concesiones obtenidas a medias; y, en cuanto a los ciudadanos nuevos y a los emancipados, los tenía furiosos la anulación de las leyes sulpicias. El populacho de Roma participaba de la común tortura y se sublevaba contra un régimen militar que no había admitido el sistema de los aporreadores en el número de las instituciones. En la ciudad, los partidarios de los ciudadanos desterrados después de la revolución sul-piciana, que eran muy numerosos merced a la moderación de Sila, trabajaban mucho para obtener que se les permitiese el regreso. Con este fin, algunas mujeres ricas y de calidad no perdonaban sus cuidados ni su oro. En verdad en todas estas discordias no había nada que hiciese mminente una nueva y violenta conmoción: la agitación carecía de fin inmediato y era transitoria, pero la malicia general encontraba allí su323

alimento. De ella había salido en parte el asesinato de Rufo, muchas tentativas criminales contra Sila, y las elecciones de los cónsules y de los tribunos del año 667, parcialmente de oposición. El nombre de la persona que los descontentos habían puesto a la cabeza del Estado, Lucio Cornelio Ciña, solo era conocido como el de un buen oficial durante la guerra contra los aliados. Con respecto a él y sus proyectos, sabemos aún menos que sobre los de cualquier otro jefe de partido de la revolución romana. En mi sentir, la causa de ello es que Ciña, hombre muy ordinario y guiado por el más despreciable egoísmo, no había tenido en un principio proyectos políticos en gran escala. El día que triunfó se decía que se había vendido por una gran suma a los nuevos ciudadanos y a la facción de Mario. La acusación tiene toda la apariencia de verdad, pues no recayeron nunca semejantes sospechas sobre los nombres de Saturnino y de Sulpicio. El movimiento a cuya cabeza se puso tiene solo en sus motivos y en su objeto la apariencia más triste y vana. No procede de un gran partido, sino de una banda de descontentos sin miras políticas dignas de mencionarse, y cuya principal empresa era el llamamiento de los desterrados por las vías legales o de otro modo. Ciña debió entrar en la conspiración después de sus cómplices y solo porque los intrigantes necesitaban un cónsul que sirviese para presentar y defender las mociones del partido, ahora que se habían disminuido los poderes tribunicios. Entre los candidatos consulares del año 667 no había un instrumento más dócil que Ciña, y por lo tanto fue apoyado y promovido. Pero entre los agitadores de segunda línea había hombres más sólidos: el tribuno del pueblo Gneo Papirio Carbón, que se había creado un nombre por su fogosa elocuencia, y sobre todo Quinto Sertorio, uno de los oficiales más hábiles del ejército. En muchos aspec­tos era un hombre notable: después de haber obtenido el tribunado se había hecho enemigo personal del general del ejército de Asia, y el odio lo había impelido hacia las filas de los descontentos, contra todos los instintos de su naturaleza. El procónsul Estrabón, aunque estaba en mala inteligencia con el poder, distaba mucho de aliarse con aquella facción.EXPLOSIÓN DE LA REVOLUCIÓN. VICTORIA DEL GOBIERNOMientras que Sila había permanecido en Italia, los aliados estuvieron quietos, y esto por poderosas razones. Pero en el momento en que el tan314

CIÑA Y SILAtemido procónsul puso el pie en su buque, no por las exhortaciones del cónsul Ciña, sino cediendo más bien a la necesidad de las cosas que lo llamaban a Oriente, el cónsul, apoyado por la mayoría del cole­gio de los tribunos, se apresuró a proponer leyes que no eran más que la reacción convenida contra la restauración silana del año 666. En ellas se proponía la igualdad civil de los ciudadanos nuevos y de los eman­cipados, lo mismo que en la moción de Sulpicio, y se provocaba la completa restitución de los desterrados pertenecientes a la revolución sulpiciana. Los nuevos ciudadanos afluyeron a Roma para unirse a los emancipados y sobreponerse a sus enemigos, si era necesario hasta por la violencia. Pero el partido del gobierno estaba decidido a no ceder: opuso cónsul a cónsul, Gneo Octavio a Lucio Ciña, y tribuno a tribuno. El día de la votación, ambos partidos fueron armados al lugar de los comicios. Los tribunos fieles al Senado pronunciaron su intercesión y, cuando se los quiso asaltar espada en mano en las tribunas de las aren­gas, Octavio opuso los hechos a los hechos. Sus bandas de hombres armados invadieron el Forum y la vía Sacra; y, después, furiosas y sin obedecer las órdenes de su jefe, despedazaron a las masas que encon­traron a su paso. En este "día de Octavio" se vio correr la sangre por el Forum como no se había visto jamás, y en tan corto espacio se contaron hasta diez mil cadáveres. Ciña llamó a los esclavos, prometiéndoles la libertad después del combate, pero su voz fue ahora impotente, así como la de Mario lo había sido un año atrás. En consecuencia, no que­dó a los agitadores más remedio que huir. La constitución no señalaba ningún medio que permitiera proceder contra el jefe de la conspiración mientras corriera el año de su cargo. Pero un oráculo, más legalista que piadoso, había predicho la vuelta de la paz y la tranquilidad si el cónsul Ciña y los seis tribunos del pueblo, sus partidarios, eran envia­dos al destierro. Así pues, sin exigir nada a la ley, y simplemente en con­formidad con la feliz palabra cogida al paso por los guardas de los oráculos, el Senado se apresuró a destituir al cónsul, a elegir en su lugar a Lucio Cornelio Mérula, y a poner en el bando a los revolucionarios fugitivos. La crisis parecía que habría de detenerse aquí, sin más consecuencias que aumentar el grupo de los disidentes reunidos en Numidia.325


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