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del fallecimiento del escritor de Praga. Ahí, en el rostro de Kafka,
“ojos inconmensurablemente tristes dominan el paisaje”.
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Al mar-
gen, vale destacar que la tristeza ilimitada de Kafka es citada por el
mismo Benjamin para referirse a un retrato de su propia infancia,
en “Mummerelhen”.
En su juego, el adulto no sólo se preserva del espacio público,
sino que se resguarda ante la radical novedad que el niño repre-
senta; intenta apresar la otredad del hijo con las reglas convencio-
nales para utilizar el juguete, o bien, le impide jugar al infante.
En los pequeños moran no sólo potencialidades, sino la novedad
que puede irrumpir en lo establecido. He allí la amenaza que, aun
de modo frágil, instalan los niños en el mundo dado. Vale mostrar
que, al abordar “El problema de lo nuevo” en La vida del espíritu,
Hannah Arendt afirma que “la idea de un comienzo absoluto es la
que resulta verdaderamente desconcertante”.
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El comienzo de algo
absolutamente nuevo pone en jaque todas las intenciones adultas
de dominar y predecir el desempeño de los infantes. Todo deter-
minismo es detenido cuando una acción nueva aparece, con el na-
cimiento, en el initium de lo nuevo. Lo nuevo destruye el continuum
temporal de lo siempre igual, en el que todo sigue “tal cual”. Vale
recordar algunas conocidas líneas de Arendt en La condición humana:
“frente a la fijación y cognoscibilidad del futuro es un hecho que el
mundo se renueva a diario mediante el nacimiento y que a través
de la espontaneidad del recién llegado se ve arrastrado hacia algo
imprevisiblemente nuevo. Únicamente cuando se le hurta su espon-
taneidad al neonato, su derecho a empezar algo nuevo, puede deci-
dirse el curso del mundo de un modo determinista y predecirse”.
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Las acciones previsibles de los niños tranquilizan a los adultos, pues
ello habría de asegurar el progreso en el que todo siga tal cual. La
escena navideña pasa, por lo tanto, por el tamiz de la confrontación
entre lo nuevo y lo siempre igual.
En la escena arriba relatada, el juguete, que no contiene en sí
mismo un uso prefijado, adquiere ciertos modos de ser empleado
a partir de las proyecciones de los adultos. En “Juguetes y juego”,
Benjamin expresa:
El juguete no es la imitación de los útiles del adulto, es enfrentamiento,
no tanto del niño con el adulto, sino más bien al revés. ¿Quién da al
niño los juguetes si no los adultos? Y si bien el niño tendrá la libertad
de rechazar las cosas, no pocos de los juguetes más antiguos (pelotas,
aros, molinetes de plumas, barriletes) le habrán sido impuestos, por de-
cirlo así, como enseres de culto que sólo más tarde se transformaron
en juguetes; gracias a la fuerza con que afectaban la imaginación, se
prestaban por cierto para ello.
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Las imposiciones del adulto aportan a la consolidación, en el
infante, del asentimiento desprovisto de reflexión tanto de los obje-
tos como de las convenciones habitualmente admitidas.
Según Ricardo Ibarlucía, los niños no sólo reniegan de su de-
rredor objetual, sino que a la vez se sienten encantados por él. Aquí
residen ambas caras del juego infantil: por un lado, todo es perfecto
en el estado de cosas dado; pero, a la vez, todo ha de ser transforma-
do. El autor cita a Benjamin: “‘cuando éramos chicos, no existía la
angustiante protesta contra el mundo de nuestros padres’. Los niños
sólo conocen la facilidad extrema de todas las cosas. Los objetos más
banales parecen dotados en la infancia de un prodigioso encanto.
15. Walter Benjamin, Imaginación y sociedad. Iluminaciones i, Madrid, Taurus, 1998,
p. 142.
16. Hannah Arendt, La vida del espíritu, Buenos Aires, Paidós, 2010, p. 63.
17. Hannah Arendt, La condición humana, Buenos Aires, Paidós, 2005, p. 77.
18. Walter Benjamin, Reflexiones sobre niños, juguetes, libros infantiles, jóvenes y
educación, op. cit., p. 75.
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La imaginación no necesita viajar muy lejos: las peores condiciones
materiales resultan siempre óptimas”.
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En definitiva, desde la mirada del adulto, el progreso del niño
consiste en proponerse objetivos que no transgredan lo existente,
en aceptar que lo dado es irrecusable. “La historia, para Benjamin, es
una sola y única catástrofe que no cesa de amontonar ruinas: esas
ruinas son los eternos vencidos, los humillados y los ofendidos por
el hambre y la miseria, las esperanzas quebrantadas, las promesas
olvidadas. Ahora bien, el niño es la víctima de una catástrofe simi-
lar: deviene adulto.
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La obliteración de la negatividad intrínseca al
niño resulta en la reproducción sistemática de la catástrofe continua.
El adulto es el pasivo espectador de aquello que lo circunda.
Incluso, como escribiera en 1911 y con rasgos estilísticos notoria-
mente diferentes de los que se encuentran en los artículos antes
citados, Benjamin advierte que, para el mundo de los adultos, “la
convención se ha convertido en ‘costumbre’ […] Éste es el signo
del envejecimiento: ver lo perfecto en lo dado”.
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La lucha contra
lo convencional –en donde, igualmente, hay que escudriñar hasta
en sus más nimios rincones en pos de activar sus potencialidades
utópicas, tal como se precisará en párrafos siguientes– no deja de
atravesar, silenciosamente, la obra de Benjamin. La confrontación
entre lo nuevo y lo siempre-igual se puede concebir como la dis-
puta entre la detención y la continuidad de la catástrofe. En “La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, el filósofo
berlinés advierte que “de lo convencional se disfruta sin criticarlo, y
se critica con aversión lo verdaderamente nuevo”.
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Ante las imposiciones de los adultos –los vencedores–, la aten-
ción del niño, próxima al asombro filosófico –esto es, el reverso del
asombro no filosófico que, en la octava tesis Sobre el concepto de his-
toria, asume impávidamente que el estado de excepción se ha con-
vertido en regla– que cuestiona el escenario en el que actúa, ha de
ceder espacio a la costumbre. En la Serie de Ibiza, escribe Benjamin:
“según Goethe, la primera de todas las cualidades es la atención. Sin
embargo, comparte su primacía con la costumbre, que le disputa
el terreno desde el primer día. Toda atención debe desembocar en
costumbre para no hacer estallar al hombre, toda costumbre debe
ser alterada por la atención para no paralizarlo. La atención y el
acostumbramiento, el escandalizarse y el aceptar, son la cresta y el
valle en el mar del espíritu”.
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Con el triunfo de la costumbre y
la ponderación de la dispersión, la atención, la detención y el re-
cogimiento se disuelven en el aire. Ahora bien, entre la atención y
la costumbre, el juego ocupa una posición divisoria. Ciertamente,
por un lado, en el niño se concentran las posibilidades de derruir
y detener lo cotidiano. Por otro, el juego se ha de definir como un
medio necesario para adquirir ciertas costumbres indispensables. De
hecho:
el juego, y ninguna otra cosa, es la partera de todo hábito […] El há-
bito entra en la vida como juego: en él, aun en sus formas más rígidas,
perdura una pizca de juego hasta el final. Formas irreconocibles, petrifi-
cadas, de nuestra primera dicha, de nuestro horror, esos son los hábitos.
Aun el más árido de los pedantes juega, sin saberlo, en forma pueril,
no infantil; tanto más juega allí donde se muestra más pedante. Pero no
recordará sus juegos.
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19. Ricardo Ibarlucía, Onirokitsch. Walter Benjamin y el surrealismo, Buenos Aires,
Manantial, 1998, p. 44.
20. Walter Benjamin, Sens Unique, París, Maurice Nadeau, 2007, p. 11.
21. Walter Benjamin, Obras completas. Escritos de juventud; escritos metafísicos y
de filosofía de la historia; ensayos de crítica literaria, op. cit., p. 11.
22. Walter Benjamin, Discursos interrumpidos i, Madrid, Taurus, 1989, p. 44.
23. Walter Benjamin, Denkbilder, op. cit., p. 139.
24. Walter Benjamin, Reflexiones sobre niños, juguetes, libros infantiles, jóvenes y
educación, op. cit., p. 79.
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