Cuando el Señor Parra quedó ciego, no perdió sin embargo el sentido de orientación aún en las extensiones dilatadas y en las e



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Del amor
El señor Parra regresó una vez más a Buenos Aires en octubre, año en el cual Bartolomé Mitre publicó su “Historia de San Martín”. En 1888, con 77 años, se radica en Asunción junto a su hija y su nieta María Luisa. No ha dejado de experimentar la gloria de existir, una especie de apéndice a la vida ya concluida en su país y en la política de la que está sustraído. Levantándose de madrugada por hallar corto el día, y transitar feliz los pequeños goces de improvisar una casa bajo la sombra de árboles seculares, reunir arbolillos y flores, hacer ejercicios, ver en el horizonte el Chaco y el río Paraguay, como charcos de plata bruñida; duplicándose su acción, desvelado de noche ideando cómo allanar algún viejo expediente que le han traído los sueños, o imaginando la inauguración de su vivienda, con fuegos artificiales, luces de Bengala, lamparitas de cáscara de naranja a uso del país para iluminar fachadas como las de San Pedro en Roma, acompañado de viejos amigos y de su largo amor,

No había muerto en él su romanticismo a ultranza. Siempre le habían fascinado los ojos de las mujeres. Había escrito de ellas con ardor. De las limeñas, el ojo de fuego, travieso y burlón que asoma bajo la saya, cuando se cubren con el negro manto que afloja y hasta desata sus vínculos sociales en un eterno carnaval libertino; los ojos brillantes de las españolas, bajo las mantillas, combativas y castigadoras con los pocos diestros en los lances amorosos; las mujeres moriscas, que atraviesan las calles envueltas de pies a cabeza en una nube de velos blancos, con una abertura horizontal en la frente que permite ver dos ojos negros, brillantes grandes y hermosos, que dan razón a los poetas orientales que los han comparado con los de las gacelas del desierto.

Es cierto que mil veces se habrá rendido a los influjos femeninos y reclamando su satisfacción hasta las últimas consecuencias, y otras tantas, habrá necesitado tenerse el corazón a dos manos para no ceder y al fin, acogerse a la amistad sincera donde fue intensa la pasión, salvando el naufragio que turbara sus vidas y pusiera en peligro el amor más puro.

Confesaría; “Desde hoy soy viejo”, y desde la experiencia y el tedio de la vida, le restaría apreciar los crepúsculos, contemplando al sol esconderse entre los árboles, cuyas ramillas diseña sobre un fondo de oro, descendiendo y sepultándose, como una hostia en una urna lejana.

Cierto es que el niño salta de contento a la salida del sol y las aves entonan himnos de alegría desde el alba, pero en esta otra hora de la puesta hay algo melancólico y filosófico en su contemplación, un goce que nadie puede disputarle, mientras las mismas aves que alborotaron el amanecer, se retiran calladas a las enramadas desde temprano en la tarde.

No obstante el señor Parra, desde su ocaso, intenta de nuevo llegar al corazón de la amada, por el otro camino, el de sin espinas que amedrenten.

Le escribe a Aurelia:
"Venga al Paraguay y juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida. Venga pues a la fiesta donde tendremos ríos espléndidos, el Chaco incendiado, música, bullicio y animación. Venga, que no sabe la bella durmiente lo que se pierde de su príncipe encantado."
Un modo de compensación culposa, sin más gloria que la propia vida, enlaza el ser a sus goces, quimeras y frustraciones. Se trata del amor y amores secretos de los hombres que hicieron historia, los que tanto interesan a las biografías noveladas y reconstrucciones empeñadas en descubrir la servidumbre del corazón y del ardor erótico, como si el mayor pecado fuese amar. Descubren acaso una clave para la comprensión y misericordia hacia todos ellos sin distinción.

El señor Parra recordaba haber comprado en París una copia de la Venus de Milo en cuya base puso esta inscripción:


“A la grata memoria de todas las mujeres que me amaron y me ayudaron en la lucha por la existencia.”
La Venus de Médica le simbolizaba la mujer pronta a ser madre o amante, toda ella es amor. Sólo enseña el seno y su fisonomía es grave como si sintiera la idea del deber. Con un profundo respeto y gratitud puede recordar una a una todas las mujeres que lo cobijaron bajo el ala de madres o le ayudaron a vivir en los largos años de prueba. Mujeres santas.
“¡Extraño fenómeno!” Desfavorecido por la naturaleza y la fortuna, absorto desde joven en un ideal que me ha hecho vivir dentro de mí mismo, descuidando no sólo los goces sino hasta las formas convencionales de la vida civilizada, desde mis primeros pasos en la vida sentí casi siempre a mi lado a una mujer, atraída por no sé qué misterio, que me decía, acariciándome; ¡adelante, llegarás!

Debe haber sido en mis miradas algo profundamente colorido que excita la materna solicitud femenil. Bajo la ruda corteza de formas desapacible, la exquisita naturaleza de la mujer descubre acaso los lineamientos generales de la belleza moral, ahí donde la física no se lo muestra.

No me jacto de amores ni de fortuna.

Una mujer jugando a las visitas con las muñecas es ya madre o amante, y antes de ser en realidad la última, era lo otro en espíritu y afección.

¿Por qué una joven virtuosa ama a un calavera? Es la madre la que ama esperando curar la dolencia con sus cuidados. ¿Por qué una belleza ama a un hombre feo? Porque lo ve oprimido y sale valientemente a su defensa. Una mujer es madre o amante, nunca amiga, aunque ella lo crea. Si puede amar se abandona como un don o un holocausto. Si no puede, física o moralmente, protege, vigila, cría. Alienta y guía.”
Cuenta su nieta Eugenia que las vísperas de la perforación encomendada en su jardín, brotó el agua,…
“… ahí nomás ordenó que se le sirvieran cerveza a los peones para festejar el triunfo. Dejándose llevar por su entusiasmo más que nunca, pidió un petiso para ver el pozo generoso e hizo poner banderas paraguayas y argentinas. Volvió helado, con chuchos, y cayó en cama”.
Si bien la realidad no es simbólica, el suceso es epifánico. Sabía el señor Parra dónde debía perforar, y el fluir del agua, “las mesmas aguas de la vida” como dirían los místicos, habrían corroborado límpidas y frescas, su inquebrantable esfuerzo hasta la muerte, por generar “tiempos nuevos”.

Fue esta descompensación, sumada a un acceso de tos, lo que hizo que el señor Parra no volviera a levantarse de la cama más que para estar en un sillón que le servía para apaciguar los dolores de los riñones.

Para el señor Parra, el tiempo de descuento comenzó el 5 de septiembre de 1888. El 6 sufre un ataque al corazón. De ahí y hasta el día de su muerte, no volvió a levantarse. Los médicos le restringieron las visitas. Estaba en un cuarto de madera. donde sólo había un mate, el catre, el sillón y algunos cuadros con la firma de una de sus nietas. Narra su hija una sentida recomendación del padre:
“Yo les he respetado sus creencias sin violentarlas jamás. Devuélvanme ahora ese respeto. Que no haya sacerdotes junto a mi lecho de muerte. No quiero que una debilidad pueda comprometer la integridad de mi vida.”
En la madrugada del 11 de septiembre fecha de su fallecimiento, horas antes le ha pedido a su nieto que lo sentara en la cama para ver un vez más el amanecer.

El estudiante rechazaba el cierre estereotipado. Había preferido contar la historia al revés… haber dejado estas imágenes para el comienzo del relato, pero una editora poderosa, presuntuosa y obstinada toma la palabra y la conducción de los hechos…

“Está empeñado en hablar de naranjos, palmeras, pájaros. Es cosa sabida que las frutas son relatos ovillados, que la luz fascina, que los aromas calan hondo en el recuerdo. Sólo que en mis largos caminos he visto los cítricos que cubrieron las tierras de la India y la Mesopotamia, las regiones de Palermo y de Toscana, aromatizaron innumerables primaveras y acidularon los sabores de los otoños. Hubo un árbol en su infancia, una higuera, increíblemente sus retoños siguen vivos, produciendo gajitos que son plantados en escuelas como la semilla del infinito progreso que soñó con convicción.

Se aferra a esas imágenes, a la diafanidad de un día que comienza. Reconstruye su antigua casa en el espacio fantástico de su memoria. Le llegan voces, viejos diálogos, los golpes y traqueteos de husos, pedales y lanzaderas, que lo despertaban antes de salir el sol; el frote de las hojas cálidas contra el muro, recalentando los frutos, anticipando las brevas sazonadas. Eran entonces niños y mujeres jóvenes. ¿Para qué ese esfuerzo de tender los brazos hacia tan lejos? Apenas queda tiempo.

Que se desprenda ya de aquellos santos y soldados de barro con los que juega mientras se labora en el telar. Ella ya no está. Pero me tienta con el paisaje de humildes casitas provincianas, con la visión de una huerta pequeña como un escapulario, rebosante de legumbres, orladas por flores sencillas y arbustillos, iluminadas por un rosal morado.

No puede evitar un deslizamiento melancólico; terminará en el regazo de su madre entre chanzas, adioses y mimos, hasta que el sonido de las armas frustre el juego y el idilio, y lo arroje a otras tierras de exilio y soledad.

Me envuelve con historias. Relatos dentro de relatos, como muñecas rusas que nos hacen creer que el más interno será el más valioso. Cuando se cuenta una historia se detiene la vida en espera de un sentido fundamental. Sin embargo siempre sólo se habla de amor y de muerte.

Recuerda a las mujeres que lo amaron, su primera experiencia, aquélla que le dio una hija que aún lo acompaña; al hijo amado de la mujer que abandonara; a la mujer que ama todavía. Al fin el corazón de la cosa sólo es semilla para otros amores. De verdad quedaron atrás aquellas ilusiones, el pudor mendicante, pasiones, el deseo de vivir y cambiarlo todo, o gozarlo otra vez, total, siempre el mismo resultado: ilusión que se empecina en variantes de un mismo anhelo y un mismo final.

Se le acabaron las utopías y sólo le queda algún afecto senil. Fausto envejecido, inveterado Don Juan, ¿tratará de seducirme a mí que soy como una diosa?

La existencia es frágil y trágica, ya aprovechó bastante a espaldas de esta realidad. Desea ahora que su voluntad se haga antes que la mía. ¿Pensará hacer el amor conmigo y abandonarme por la mañana?

¡De qué manera se aferra el hombre a esos ligeros orgasmos que dan paso al volver a empezar! Mi noche es larga y sin retorno. Hablando en términos fisiológicos: un prolongado período refractario, o desfallecimiento, que bien se ajusta esta palabra a la situación. Consigue halagarme un poco, aunque se confunde al pensar en su postrer intento que al cabo yo podría ser también madre o amante, objeto de su largo deseo, el común denominador, la implicada fundamental de su fantasía. Tendrá que entender, en todo caso, que soy el amor imposible, la imposible al amor: que soy La Muerte. ¿Qué extraño epitafio es éste que prepara?: “Una América todo asilo, de los dioses todos con idiomas, tierra y ríos libres para todos”… ¡es inútil! Deberá comprender también que la vida es menos piadosa que yo.”
Los restos del señor Parra fueron sepultados en la Recoleta, un 22 de septiembre, el mismo día en que se cumplieron 22 años de la muerte de Dominguito.

Atañe al estudiante el postrer deseo que el anciano ha dejado expreso para los jóvenes que vengan después de él:


“… que oigan aún la palabra y crean a un hombre sincero, que no ha tenido ambición nunca, que nunca ha aspirado a nada, sino la gloria de ser en la historia de su país, un nombre, ser Sarmiento, que valdrá mucho más que ser presidente por seis años o juez de paz en una aldea.”
Le atañe porque durante sus indagaciones había preferido reservar el nombre de su protagonista, para mentarlo en su lugar: “señor Parra”.

Le fue necesario el artificio a fin de preservar la impavidez durante la adquisición de conocimientos, hasta poder superar la pobreza informativa que depara la premura adolescente de vivir. Otra razón era esquivar el fundamentalismo de las opiniones lanzadas sin prudencia, el maniqueísmo que clausura la reflexión, el compromiso de explicarlo todo contra los casi todos. De allí la ficción ostensible de su novela.

De haber actuado en otra forma, la demanda y urgencia de los otros por juzgarlo, no le habría hecho práctico ni tolerable dilaciones en discusiones infecundas, y a la vez, sin tiempo suficiente, la misma incertidumbre de los hechos a investigar habría sido pesada dificultad para discernir con alguna objetividad aquel pasado, el mundo que le era propio, su personal realidad y circunstancias. Pero también pudiera haber sido, aunque no lo supiera entonces, complicidad parricida.

Las palabras del anciano llegaron entonces como un reclamo de fe e identificación. Apelaban a la capacidad de asumir con autenticidad una conclusión. Llámese a los dispositivos de esta facultad: libertad, voluntad, responsabilidad; definían la esencia de la autonomía y la conciencia.

Resonaron en aquel momento unos versos en su alma, como regaño redundante:
“Las aclamadas fechas de centenarios y de fastos no hacen que este hombre solitario sea menos que un hombre.”

Sarmiento, era quién ahora, por voluntad del moribundo, estaba moralmente obligado a nombrar sin tapujos.

Mentor ideal del docente, Domingo Faustino Sarmiento fue consagrado padre de la escuela argentina por la Conferencia Interamericana de Educación que se reunió en Panamá en el año 1943 y decidió instituir en su honor, como Día Panamericano del Maestro el 11 de septiembre, fecha de su fallecimiento.

La comprensión de la verdadera dimensión de su persona portaba en los tiempos del normalista la contraposición de la exaltación que había hecho de ella el liberalismo y la crítica a la que lo sometería el revisionismo histórico. Aquella exaltación fue moneda corriente en la infancia del estudiante. La crítica demoledora que conoció después, fundamentada en citas de discursos, cartas y textos, lo presentaba como absolutamente antinacional, profundamente racista, mitómano, ateo renegado de la religión católica, fóbico y despreciativo por todo lo criollo, con un gran desprecio por el San Martín que había tomado partido a favor de Rosas y opuesto a los liberales unitarios.

Las reflexiones de Félix Luna sobre la historiografía argentina le sirvieron en parte para poner circunspección a la dilemática. Afirmaba éste que la versión liberal de la historia no era otra cosa que la superestructura intelectual del gobierno instaurado en el país después de Pavón, apta para servir a la formación de un pueblo sustentando un contenido espiritual simplista y maniqueo, donde había buenos y malos, castigos y premios, hombres de horda y hombres civilizados llenos de lucidez y sabiduría. Una historia ideal para las celebraciones escolares. De pronto, había que “sacudirse a los próceres”. Era necesario revisar los falsos conceptos metidos a la fuerza por la Historia Oficial que abarrotaban los años de infancia. Renegar de Rivadavia, Sarmiento, Urquiza, Mitre y tantos otros, supuestamente movidos por intereses económicos que se asociaron al extranjero para humillar y/o vender a su Patria. Tremendismo negativo que, como a traición, se gozaba en no dejar títere con cabeza. Sobre esto, afirmaba Félix Luna:


“Queremos la historia tal como fue: con sus personajes reales, no acartonados ni idealizados: en su sangre y su cuero, con sus errores y miserias; como es la gente.”
Sarmiento no había estado inadvertido, escribió:
“La Historia en general, lo sabéis, tiene su asiento entre las musas. Heródoto leía su historia en los juegos olímpicos como Píndaro recitaba sus versos. No es, pues, la historia la sencilla narración de los humanos acontecimientos; es además una de las bellas artes, y como la estatuaria, no sólo copia las producciones de la naturaleza, sino que las idealiza y las agrupa armónicamente. El libro que narra los hechos sociales, es una creación del ingenio que toma por materia la vida de los pueblos, por cincel el lenguaje y las ideas, por tipo, un pensamiento supremo. Esta era por lo menos la historia en manos de Heródoto, Tito Livio o Plutarco, este historiador de hombre excelsos, como los pintores de vírgenes y de tantos cristianos. Pero en nuestros tiempos la historia ha perdido mucho de sus formas plásticas. Nosotros escribimos la historia marchando.”

“La historia moderna no es la historia de nadie, ni la de una nación. La historia es la ciencia que deduce de los hechos la marcha del espíritu humano, en cada localidad, según el grado de libertad y civilización que alcanzan los distintos grupos de hombres, y el mejor historiador del mundo sería el que colocase las naciones según la medida de sus progresos morales, intelectuales, políticos y económicos.”

“Todavía la historia de América es un archipiélago confusamente trazado en la carta de la humanidad, de que sólo se conoce grandes promontorios que avanzan en el mar agitado de los acontecimientos humanos, o picos egregios que el navegante divisa en el interior de las tierras, envueltos a veces en nubes que impiden determinar sus formas.”
Para el normalista, el resultado de su itinerario por la historia no había disipado las ilusiones que el miraje previo acreditaba como realidades. Para colmo y a su pesar, existían los que arman la historia alineados en bandos contrarios que sirven, más que a la objetividad de sus documentos, a la justificación de sus intereses y denigración de los opositores. En su patria existían dos versiones contrapuestas a la elección del estudiante pedestre. En esto se resumía el semblante del contexto que lo comprometía como ciudadano. Su problema consistía en si satisfacer una adhesión, elevar un estandarte, discernir definitivamente sobre el valor de aquél emblema que se había resistido sostener con franqueza. Los ecos del poeta aún le reconvenían:
“Camina entre los hombres, que le pagan (porque no ha muerto) su jornal de injurias o de veneraciones. Abstraído en su larga visión como en un mágico cristal que a un tiempo encierra las tres caras del tiempo, que es después, antes, ahora, Sarmiento el soñador sigue soñándonos.”

La autoridad de Félix Luna
Inevitable haber recaído en el juego de imaginación e información del gran historiador de nuestros tiempos. Diálogos del sanjuanino en los umbrales de la muerte con sus fantasmas. Una aproximación a los hechos de su vida; detalles oscuros, sinuosidades, revelaciones y deducciones, la índole profunda de su verdad y la de los interlocutores en la confrontación de un ficticio encuentro. Probablemente el estudiante fuera también un fantasma inquisidor preocupado por la desidealización de su personaje, lo que no implica que detentara en su exigencia la cabal noción del ideal.

Hay un a priori ingenuo o un prejuicio necesario en el arranque de nuestras creencias, quizá no exista la posibilidad de un a posteriori cabal. No podemos confiar en la capacidad de nuestra inteligencia y afectividad para identificar o colmarnos con la realidad de otro ser, aun contando con toda la data a nuestro antojo. Toda indagación es vana si el problema estriba no en quién es el otro, sino en quiénes somos nosotros mismos.

En un conato de ética el estudiante trata de saber si pertenece a la historia, si esa historia que descorre es la suya. Si al cabo no es más que un testigo frente a signos confusos que no podrá descifrar.

Los fantasmas del pasado dialogan en encuentros imaginarios. Ya es tarde para volverse atrás. No queda otra vergüenza que interrogar, arriesgar, arrojar la piedra aunque no se esté libre de pecado.

El texto de Félix Luna, leído sin obligación en sus viajes cotidianos, pudo haber sido responsable de la primera idea de construir un guión sobre Sarmiento, atraído por la abundancia anecdótica, posibilidad de una novela o de una historia novelada, más una invención que una biografía, tal vez nada; impulso cuyo único e improbable valor pudiera consistir en un tiempo personal de dedicación para alcanzar alguna visión sobre algo que pudo haber sido.

Un historiador ha de ser un hombre muy culto que abarque los temas económicos y sociales, las ideas políticas del pasado y del presente, para la reconstrucción de hechos y procesos. A quién hasta aquí pudiera haber acompañado la lectura de estos trabajos de colegial, que indagan y divulgan lo que otros han investigado -ese camarada de camino, ideológicamente paciente, quizá lector avezado en la historia, que por esta misma condición y generosidad pudiera evaluar, ampliar, modificar, disentir o corregir lo narrado presentado como hechos presumiblemente objetivos de la vida de Domingo Faustino Valentín Sarmiento y de su época- le queda todavía un trayecto a recorrer, si es que no ha perdido interés durante el mismo.


Dominguito:

Según la historia oficial, nació en Chile en 1845, era hijo de Domingo Castro y Calvo y de Benita Agustina Martínez Pastoriza. Muy pequeño quedó huérfano de padre. A los tres años de edad, por 1848, fue adoptado por Domingo Faustino Sarmiento, el segundo esposo de su madre, quien le dio su apellido. Conocido popularmente por Dominguito combatió en la Guerra del Paraguay como capitán del ejército argentino. Murió a los veintiún años de edad al intentar tomar el fuerte paraguayo de Curupaytí, en septiembre de 1866. Sarmiento recibió la noticia en Estados Unidos de América, donde se encontraba cumpliendo una misión diplomática. En 1885, editó “La vida de Dominguito” su última obra.

Por boca del fantasma, Félix Luna parece poner los hechos en su lugar: Domingo Castro y Calvo era un anciano enfermo, Sarmiento pasaba como amigo de la familia pero tenía amores con Benita, la esposa, de los cuales nació Dominguito en abril del 45. Después partió a Europa y a los Estados Unidos y cuando regresó no tardó tres meses en casarse con ella que había quedado viuda, radicándose en la quinta de Yungay que era herencia de Castro y Calvo.

El hijo no perdona el alejamiento posterior de su padre, la convivencia con Aurelia, casa por medio, causa de los atroces celos de su madre, la felicidad infantil interrumpida. Recuerdos que Sarmiento revive con profundo amor y melancolía en su biografía, con la sospecha culposa que junto al ardor juvenil fue el resentimiento el que empujó a su hijo a la guerra: “Decime Dominguito, ¿no te enrolaste para joderme?”; le hace preguntar Félix Luna.

Si es por vía de los genes, por identificación o contacto afectivo, otros elementos de la vida de Dominguito - Capitán Domingo Fidel Sarmiento- hablan a favor del vínculo con su padre. Hay testimonios y obras de su inteligencia y talento, evidencias de su carisma, intereses e inquietudes políticas que lo hacen un digno exponente de la generación del ochenta a la hechura de su padre. Fue presidente del Club de Estudiantes cuya comisión directiva también integraba Eduardo Wilde y Victorino de la Plaza, del Liceo Histórico; inspirador y organizador del Círculo literario que lideraron José Manuel Estrada y Lucio Mansilla y al cual se incorporaron Nicolás Avellaneda, Estanislao del Campo, Pastor Obligado, Dardo Rocha, Valentín Alsina, Carlos Guido Spano entre más de sesenta integrantes. Intervino en la traducción y prologó la obra de Laboulaye “París en América”. A los 19 años tuvo repercusión su disertación sobre “Apreciaciones históricas de la muerte del César, de Ventura de la Vega”, argentino radicado en España, miembro de la Real Academia de la Lengua y compañero de José Espronceda, considerado en aquella época uno de los más grandes intelectuales de la península. El mismo Vega consideró magistralmente escrito al ensayo de Domingo.

Una vida tal, arrebatada por una granada a los 21 años, autoriza a suponer tronchado un alto destino.

Gerardo Ancalora, hipotetiza que la trascendencia de la amistad entre Domingo Fidel Sarmiento y José Manuel Estrada, jóvenes de una misma generación, sirvió de nexo para que el señor Parra se vinculara con éste, que le recordaba a su amado Dominguito, y le asignara en la función pública y en la docencia lugares destacados que bien supo honrar.

En cuanto a Dominguito, encabezaba proféticamente con palabras de Juan M. Gutiérrez su investigación literaria y recuperación de la obra de Don Juan Gualberto Godoy, publicada en 1864:

“Las musas son inmortales porque rejuvenecen aspirando el aura de la paz”


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