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22 - EL EMOTIVISMO


Pasaste toda tu vida en la creencia de que estás completamente consagrado a los demás y nunca a ti mismo. Nada alimenta tanto la presunción como esta especie de testimonio interno de que uno está limpio de amor propio y siempre generosamente consagrado a sus semejantes. Mas toda esta devoción que parece ser para los demás es realmente para ti mismo. Tu amor propio llega a tal punto que estás felicitándote perpetuamente de estar libre de él, toda tu sensibilidad se alarma de que pudieses no estar plenamente satisfe cho de ti mismo, esto está en la raíz de todos tus escrúpulos. Es el "yo" lo que te pone tan alerta y sensible. Quieres que así Dios como el hombre estén siempre satisfechos de ti, y quieres estar satisfecho de ti mismo en todos tus tratos con Dios.

Además, no estás acostumbrado a contentarte cor la simple buena voluntad; tu amor propio necesita una briosa emoción, un placer tranquilizador, alguna espe-cie de excitación o encanto. Estás demasiado habitua-do a dejarte guiar por la imaginación y a suponer que tu mente y tu voluntad están inactivas, si no tiene-conciencia de su obrar. Y así dependes de una especie de excitación semejante a la que despiertan las pasio-nes, o las representaciones teatrales. A fuerza de refi-namiento caes en el extremo opuesto: una verdadera grosería de imaginación. Nada es más opuesto, no sólo a la vida de la fe, sino también a la verdadera pruden-cia. No hay ilusión más peligrosa que las fantasías con que la gente trata de evitar la ilusión. Es la imaginación lo que nos descarría; y la certidumbre que buscamos por medio de la imaginación, el sentimiento y el gusto es una de las más peligrosas fuentes de donde brota el fanatismo. Ésta es la sima de vanidad y corrupción que Dios querría que descubrieses en tu corazón; debes mirarla con la calma y la sencillez que corresponden a la verdadera humildad. Es mero amor propio el estar inconsolable al ver las propias imperfecciones; mas el encararse con ellas sin halagarlas ni tolerarlas, procu­rando corregirse sin volverse quisquilloso —esto es desear lo que es bueno por amor a lo bueno y a Dios.



Fénelon

Una carta del arzobispo de Cambra —¡qué aconteci­miento, qué señalado honor! No obstante, algo de azora-miento debía de sentirse al romper el blasonado sello. Pedir consejo y dar franca opinión sobre uno mismo a un hombre en quien se combinan el carácter de un santo con el talento de un Marcel Proust es pedir un severísimo golpe a la estimación que uno tiene de sí mismo. Y debidamente, en la prosa más exquisitamente lúcida, el golpe sería dado —y, junto con el golpe, el antídoto espiritual contra sus penosísimas consecuencias. Fénelon no vaciló nunca en desintegrar el halagado yo de un corresponsal pero la desintegración se realizaba siempre con la mira puesta en una reintegración en un plazo superior, no egotista.

Esta determinada carta no es sólo una admirable muestra de análisis del carácter; contiene también algu-nas observaciones muy interesantes sobre el tema de la excitación emotiva en su relación con la vida del espíritu.

La expresión "religión de experiencia" tiene dos senti­dos distintos e incompatibles. Hay la "experiencia" de que trata la Filosofía Perenne —la aprehensión directa de la divina Base en un acto de intuición posible, en su plenitud, únicamente a los abnegadamente puros de co-

razón. Y hay la "experiencia" inducida por sermones alentadores, ceremonias impresionantes o deliberados es­fuerzos de la propia imaginación. Esta "experiencia" es un estado de excitación emotiva —una excitación que puede ser dulce y durable o breve y epilépticamente violenta, que es a veces triunfante en su tono y a veces desesperada, que se expresa acá en cantos y danzas y allá en indominable llanto. Pero la excitación emotiva, cual­quiera que sea su causa o su carácter, es siempre excita­ción de ese yo individuado para el cual ha de morir quien aspire a vivir para la Realidad divina. La "experiencia" como emoción acerca de Dios (la forma más alta de esta clase de experiencia) es incompatible con la "experien­cia" como inmediato advertimiento de Dios por un cora­zón puro que ha mortificado aun sus emociones más exaltadas. Por esto Fénelon, en la cita precedente, insiste en la necesidad de "calma y sencillez", y San Francisco de Sales no se cansa nunca de predicar la serenidad que él mismo practicaba tan firmemente, y todas las Escritu­ras budistas inculcan la tranquilidad de espíritu como condición necesaria de la liberación. La paz que excede toda comprensión es uno de los frutos del espíritu. Pero existe también la paz que no excede la comprensión, la paz más humilde de la abnegación y dominio de sí mismo en las emociones; no es ésta un fruto del espíritu, sino más bien una de sus indispensables raíces.

Los imperfectos destruyen la verdadera devoción, porque buscan la suavidad sensible en la plegaria.

San Juan de la Cruz

La mosca que a la miel se arrima impide su vuelo, y el alma que se quiere mantener asida al sabor del espíritu impide su libertad y contemplación.

San Juan de la Cruz
Lo que se dice de las emociones dulces igualmente conviene a las amargas. Pues, como cierta gente goza con su mala salud, hay otra que goza con sus inquietudes de conciencia. El arrepentimiento es metánoia o "cambio de espíritu"; y sin él no puede haber ni aun un principio de vida espiritual; pues la vida del espíritu es incompatible con la de ese "hombre viejo" cuyos actos, cuyos pensa­mientos, cuya existencia misma son los males impedido­res de que hay que arrepentirse. Este necesario cambio de espíritu va normalmente acompañado de pesar y asco de sí mismo. Mas no hay que persistir en estas emociones ni debe permitirse nunca que se establezcan como hábito de remordimiento. "Remorder" tiene literalmente el senti­do, a la vez sorprendente y estimulante de "morder de nuevo". En este encuentro caníbal ¿quién muerde a quién? La observación y el análisis de sí mismo nos dan la respuesta: los aspectos bien reputados del yo muerden a los mal reputados y son a su vez mordidos, con heridas que supuran incurable vergüenza y desesperación. Pero, según las palabras de Fénelon, "es mero amor propio el estar inconsolable al ver las propias imperfecciones". Re­procharse es doloroso; pero el mismo dolor es una prue­ba tranquilizadora de que el yo continúa intacto; mientras la atención se fija en el delincuente yo, no puede fijarse en Dios, y el yo (que vive de la atención y muere sólo cuando este sustento es retirado) no puede disolverse en la divina luz.

Esquiva como si fuese un infierno la consideración de ti mismo y de tus culpas. Nadie debería pensar jamás en estas cosas como no fuese para humillarse y amar a Nuestro Señor. Basta con que te consideres a ti mismo en general como pecador, como hay muchos santos en el cielo que lo fueron.



Charles de Condren
Las faltas servirán para el bien, a condición de que las usemos para nuestra propia humillación, sin cejar en el esfuerzo por enmendarnos. El desaliento no sirve para nada; es simplemente la desesperación del amor propio herido. El verdadero modo de sacar provecho, por la humillación, de las propias faltas es arrostrarlas en su verdadera fealdad, sin cesar de esperar en Dios, y no esperando nada de sí mismo.

Fénelon


¿Bajó ella (María Magdalena) de la altura de su deseo de Dios a la profundidad de su vida pecadora para hurgar en el sucio fangal y hediondo estercolero de su alma? No, con seguridad no lo hizo. ¿Por qué? Porque Dios le hizo saber, por la mediación de Su gracia en su alma, que no debía hacerlo. Pues más fácilmente habría ella despertado en sí una aptitud para pecar a menudo, que comprado con tal trabajo un franco perdón de todos sus pecados.

La Nube del Desconocer


A la luz de lo dicho anteriormente podemos compren-der los peculiares peligros espirituales por que está siem-pre amenazada toda clase de religión en que la emoción predomine: una fe atenta a los fuegos infernales, que emplee las técnicas teatrales de las cruzadas de predica-ción para estimular el remordimiento e inducir la crisis de la conversión repentina; un culto del salvador que remue-va constantemente lo que San Bernardo llama amor carnalis del Avatar y Dios personal; una ritualista religión de misterios que engendre altos sentimientos de pavor reverencia y éxtasis estético mediante sus sacramentos ceremonias, su música y su incienso, sus numinosas oscu-ridades y sagradas luces... A su modo especial, cada una de ellas corre el riesgo de convertirse en una forma de idolatría psicológica, en que Dios es identificado con la aptitud afectiva del yo hacia Dios y finalmente la emoción se convierte en un fin en sí misma, para ser ansiosamente buscada y adorada, como los aficionados a una droga pasan la vida en busca de su paraíso artificial. Todo esto es obvio. Pero no lo es menos el hecho de que las religio­nes que no apelan a las emociones tienen pocos fieles. Además, cuando aparecen seudorreligiones con fuerte atracción emotiva, inmediatamente conquistan millones de devotos entusiastas en las masas para las cuales las religiones reales han dejado de tener sentido o de ser un consuelo. Pero mientras ninguno de los fieles de una seudorreligión (tal como cualquiera de nuestras corrien­tes idolatrías políticas, compuestas de nacionalismo y revolucionismo) puede en modo alguno avanzar en el camino de la espiritualidad genuina, tal camino queda siempre abierto para los fieles de las variedades de reli­gión auténtica, aun de las más emotivizadas. Los que realmente siguieron este camino hasta su fin en el conoci­miento unitivo de la Base divina constituyen una peque­ñísima minoría del total. Muchos son los llamados; pero, como pocos deciden ser escogidos, pocos son los escogi­dos. Los demás, según los expositores orientales de la Filosofía Perenne, obtienen una nueva oportunidad, en circunstancias más o menos propicias según sus mereci­mientos, de someterse a la cósmica prueba de inteligen­cia. Si se "salvan", su incompleta y no definitiva libera­ción se produce en algún paradisíaco estado de existencia personal más libre, desde el cual (directamente o median­te nuevas encarnaciones) pueden continuar hacia la re­misión final en la eternidad. Si se "pierden", su "infierno" es una condición temporal y temporaria de oscuridad más densa y esclavitud más opresora bajo la propia obsti­nación, raíz y principio de todo mal.

Vemos, pues, que, si se persiste en él, el camino de la religión emotiva puede conducir, realmente, a un gran bien, pero no al máximo. Pero el camino emotivo tiene salida al del conocimiento unitivo, y los que se deciden a continuar por este otro camino están bien preparados para su tarea si han empleado la aproximación emotiva sin sucumbir a las tentaciones que los han rodeado en el camino. Sólo los perfectamente abnegados y esclarecidos pueden hacer bien que, de uno u otro modo, no tenga que pagarse con males presentes o latentes. Los sistemas religiosos del mundo fueron construidos, en su mayor parte, por hombres y mujeres que no eran completamen­te abnegados ni esclarecidos. De ahí que todas las religio­nes tengan sus aspectos sombríos y aun horribles, mien­tras que el bien que hacen es raramente gratuito y debe, en la mayoría de los casos, pagarse al contado o a plazos. Las doctrinas y prácticas suscitadoras de emoción, que desempeñan un papel tan importante en todas las religio­nes organizadas del mundo, no hacen excepción a esta regla. Hacen el bien, pero no gratuitamente. El precio pagado varía según la naturaleza de sus fieles. Algunos de ellos prefieren revolcarse en emotivismo y, convertidos en idólatras del sentimiento, pagan por el bien de su religión con un mal espiritual que puede pesar más que ese bien. Otros resisten a la tentación de ensalzarse a sí mismos y avanzan hasta la mortificación del yo, incluso de la parte emotiva del yo, y hasta el culto de Dios, más bien que el de sus propios sentimientos y fantasías acerca de Dios. Cuanto más avanzan en esta dirección, tanto menos han de pagar por el bien que el emotivismo les trajo y que, de no ser por el emotivismo, la mayoría de ellos no habrían obtenido.




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