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19 - DIOS NO ES BURLADO


¿Por qué dijiste: "Pequé tanto

y Dios, en Su misericordia, no castigó mis pecados"?

¡Cuántas veces te hiero y no lo sabes!

Mis cadenas te ligan de pies y manos.

Se acumula el moho en tu corazón,

de modo que estás ciego para los misterios divinos.

Cuando el hombre, obstinado, practica maldades

lanza polvo a los ojos de su discernimiento.

Cesan en él la vergüenza por el pecado y el acudir a

Dios;


cinco capas de polvo pósense sobre su espejo,

manchas de moho empiezan a roer su hierro, el valor de su joya es cada vez menor.



Jalal-uddin Rumi
Si hay libertad (y aun los deterministas obran constan­temente como si estuvieran ciertos de ello) y si (según el convencimiento de todos los que se pusieron en condicio­nes de tratar el asunto) existe una Realidad espiritual cuyo conocimiento es el propósito y última finalidad de la conciencia, entonces toda la vida presenta el carácter de una prueba de inteligencia, y cuanto más alto el grado de advertimiento y mayores las potencialidades de la criatu­ra, tanto más penetrantemente difícil serán las preguntas hechas. Pues, según las palabras de Bagehot, "no podría­mos ser lo que deberíamos ser, si viviésemos en la clase de universo que deberíamos esperar... Una Providencia latente, una vida confusa, un extraño mundo material, una existencia rota prematura y súbitamente no son ver­daderas dificultades, sino ayuda real; pues ellas, o algo como ellas, son condiciones esenciales para una vida moral en un ser subordinado". Porque somos libres nos es posible contestar bien o mal a las preguntas de la vida. Si las contestamos mal, provocaremos nuestro propio aton­tamiento. La mayor parte de las veces este atontamiento tomará formas sutiles y no inmediatamente discernibles, como cuando nuestro fracaso en la contestación hace imposible que advirtamos las potencialidades superiores de nuestro ser. A veces, por el contrario, el atontamiento se manifiesta en el plano físico, y puede envolver no sólo a individuos como individuos, sino a sociedades enteras, que se derrumban catastróficamente o se hunden, más lentamente, en la decadencia. El dar respuestas correctas es recompensado en primer término con el desarrollo espiritual y el progresivo advertimiento de potencialida­des latentes y, en segundo término (cuando las circuns­tancias la hacen posible), con la adición de todo el resto al advertido reino de Dios. El karma existe; pero su equi­valencia de acto y adjudicación no es siempre obvia y material, como ingenuamente imaginaban que debía ser los primitivos escritores budistas y hebreos. El hombre malo en la prosperidad puede, sin él saberlo, ser oscureci­do y corroído por un modo interior, mientras que el hombre bueno en la aflicción puede hallarse en el recompensador proceso del desarrollo espiritual. No. Dios no es burlado; pero, recordémoslo, tampoco es com-prendido.

Però nella giustizia sempiterna la vista che riceve vostro mondo, com' occhio per lo mar, dentro s'interna, che, benchè della proda veggia il fondo, in pelago nol vede, e non di meno è lì, ma cela lui l'esser profondo.
("Pero en la justicia sempiterna la vista que recibe vuestro mundo, como la vista por el mar se interna, que, aunque desde la orilla vea el fondo, no lo ve en el océano, y no obstante está allí, mas lo cela el ser tan hondo.")

El amor es la sonda así como el astrolabio de los misterios de Dios, y los pobres de corazón pueden ver muy adentro de las honduras de la justicia divina y tener un atisbo, si no de los detalles del proceso cósmico, por lo menos de su principio y naturaleza. Estas penetraciones les permiten decir, con Juliana de Norwich, que todo estará bien, que, a pesar del tiempo, todo está bien, y que el problema del mal tiene su solución en la eternidad que los hombres pueden, si así lo desean, experimentar, pero no pueden nunca describir.

Pero, dices, si los hombres pecan por necesidad de su naturaleza, son excusables; no explicas, sin embar­go, lo que inferirías de tal hecho. ¿Es acaso que Dios se verá impedido de enojarse con ellos? O ¿es más bien que han merecido la beatitud que consiste en el cono­cimiento y amor de Dios? Si quieres decir lo primero, concuerdo plenamente en que Dios no se enoja y en que todo sucede por su mandato. Pero niego que, por esta razón, todos los hombres deberían ser felices. Sin duda los hombres pueden ser excusables y, con todo, carecer de felicidad y ser atormentados de muchos modos. Un caballo es excusable por ser caballo y no hombre; pero, sin embargo, por necesidad ha de ser caballo y no hombre. El que se vuelve rabioso por la mordedura de un perro es excusable; pero lo debido es que muera de asfixia. Asimismo, el que no puede gobernar sus pasiones, ni contenerlas por respeto a la ley, aunque acaso sea excusable por razón de debili­dad, es incapaz de gozar la conformidad de espíritu y el conocimiento y amor de Dios; y está perdido inevita­blemente.

Spinoza
Horizontal y verticalmente, así en calidad física y tem­peramental como en grado de innata aptitud y bondad nata, los seres humanos difieren profundamente unos de otros. ¿Por qué? ¿Con qué fin y por qué causas pasadas? "Maestro, ¿quién pecó, este hombre o sus padres, pues nació ciego?" "No pecó este hombre ni pecaron sus pa­dres; ello fue para que las obras de Dios se manifestaran en él." El hombre de ciencia, por el contrario, diría que la responsabilidad era de los padres, que habían causado la ceguera de su hijo, fuese por tener genes inconvenientes o por haber contraído alguna enfermedad evitable. Los creyentes, hindúes o budistas, en la reencarnación según las leyes del karma (el destino que, con sus actos, los individuos o grupos de individuos se imponen a sí mis­mos, uno a otro y a sus descendientes) darían otra res­puesta diciendo que, a causa de lo que hizo en existencias previas, el ciego se había predestinado a escoger una clase de padres de que habría de heredar la ceguera.

Estas tres respuestas no son incompatibles. Los padres son responsables de haber hecho del niño lo que, por herencia y crianza, resulta ser. El alma o carácter encarna­do en el niño es de tal naturaleza, a causa de su pasada conducta, que se ve forzado a elegir esos determinados padres. Y colaborando con las causas materiales y eficien­tes hay la causa final, el influjo teleológico de enfrente. Este influjo teleológico es el de la divina Base de las cosas actuando sobre esa parte del ahora sin tiempo que una mente finita debe considerar como el futuro. Los hombres pecan y sus padres pecan; pero las obras de Dios deben manifestarse en todo ser sensible (sea de modo excepcio­nal, como en este caso de curación supranormal, o en el curso ordinario de los acontecimientos) —deben manifes­tarse una y otra vez, con la infinita paciencia de la eterni­dad, hasta que por fin la criatura se ponga en condiciones para la perfecta y consumada manifestación del conoci­miento unitivo, del estado de "no yo, sino Dios en mí".


"El Karma —según los hindúes— no disipa la igno­rancia, pues se halla en la misma categoría. Sólo el conocimiento disipa la ignorancia del mismo modo que sólo la luz disipa las tinieblas."

En otras palabras, el proceso causal ocurre dentro del tiempo y no puede conducir a libertarse del tiempo. Tal liberación sólo puede lograrse como consecuencia de la intervención de la eternidad en el dominio temporal; y la eternidad no puede intervenir, de no ser que la voluntad individual realice un acto creador de abnegación, produ­ciendo de este modo, por así decirlo, un vacío al que pueda afluir la eternidad. Suponer que el proceso causal en el tiempo puede conducir de por sí a libertarse del tiempo es como suponer que el agua subirá a un espacio del cual antes no se haya extraído el aire.

La recta relación entre oración y conducta no es la que dice que la conducta es de importancia suprema y la oración puede ayudarla, sino la que dice que la oración es de importancia suprema y la conducta la comprueba.

El arzobispo Temple

El objeto y designio de la vida humana es el conoci­miento unitivo de Dios. Entre los medios indispensables para tal fin figura la recta conducta, y por el grado y clase de virtud lograda puede aquilatarse el grado de conoci­miento libertador y avaluar su calidad. En una palabra, el árbol se conoce por sus frutos; Dios no es burlado.

Las creencias y prácticas religiosas no son ciertamente ios únicos factores determinantes de la conducta de una sociedad dada. Pero no es menos cierto que figuran entre los factores determinantes. Por lo menos hasta cierto punto, la conducta colectiva de una nación es una prueba de la religión que prevalece en ella, un criterio con que se puede legítimamente juzgar la validez doctrinal de esa religión y su eficacia práctica en ayudar a los individuos a avanzar hacia la meta de la existencia humana.
En el pasado, las naciones de la Cristiandad perse­guían en nombre de su fe, libraban guerras religiosas y emprendían cruzadas contra infieles y herejes; actual­mente han dejado de ser cristianas en todo menos el nombre, y la única religión que profesan es alguna mar­ca de idolatría local, tal como el nacionalismo, caudillismo, culto del Estado o la Revolución. De estos frutos de (entre otras cosas) el cristianismo histórico, ¿qué inferencias pueden sacarse acerca de la naturaleza del árbol? La respuesta fue dada ya en la sección sobre "El tiempo y la eternidad". La razón de que los cristia­nos fuesen perseguidores y no sean ya cristianos está en el hecho de que la Filosofía Perenne incorporada a su religión fue recubierta de una capa de creencias erró­neas que condujeron inevitablemente, pues Dios no es burlado, a actos erróneos. Estas creencias erróneas te­nían un elemento común —a saber, una sobrevaloración de los acontecimientos temporales y una valoración de­ficiente del hecho perdurable, sin tiempo, de la eterni­dad. Así, la creencia de la suprema importancia, para la salvación, de remotos hechos históricos tuvo por conse­cuencia sangrientas disputas sobre la interpretación de anales no muy adecuados y a menudo contradictorios. Y la creencia en el carácter sagrado, y aun la divinidad, de las organizaciones eclesiástico-político-financieras, que se formaron después de la caída del Imperio Roma­no, no sólo aumentó el rencor de las luchas, demasiado humanas, para su dominio, sino que sirvió también para racionalizar y justificar los peores excesos de los que luchaban por obtener posición, riqueza y poder dentro y por medio de la Iglesia. Mas no es esto todo. La misma sobrevaloración de los acontecimientos en el tiempo, que había hecho en otras épocas que los cristianos persiguieran y emprendieran guerras religiosas, condujo por fin a una difundida indiferencia hacia una religión que, a pesar de todo, todavía se preocupaba por la eternidad. Pero la naturaleza aborrece el vacío, y en la abierta sima de esta indiferencia se precipitó la marca de la idolatría política. Las consecuencias prácticas de tal idolatría son, como vemos, la guerra, la revolución y la tiranía totales.

Entretanto, en el haber del balance, encontramos parti­das como las siguientes: un inmenso incremento en la eficiencia técnica y gubernamental y un inmenso aumen­to en el conocimiento científico —resultados ambos del general desplazamiento, del orden eterno al temporal, de la atención del hombre de Occidente, primero dentro de la esfera del cristianismo y luego, inevitablemente, fuera de ella.




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