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18 - LA FE


La palabra "fe" tiene varios significados, que es impor­tante distinguir. En ciertos casos es usada como sinónimo de "confianza", como cuando decimos que tenemos fe en la habilidad diagnóstica del Dr. X o en la integridad del abogado Y. Análoga a ésta es nuestra "fe" en la autori­dad, la creencia en la probabilidad de que sea cierto lo que dicen ciertas personas sobre ciertas cosas, a causa de sus especiales condiciones. Otras veces la "fe" significa creencia en proposiciones que no hemos tenido ocasión de verificar por cuenta propia, pero que sabemos que podríamos verificar, si tuviéramos el deseo y la oportuni­dad de hacerlo, junto con la capacidad necesaria para ello. En este sentido de la palabra, tenemos "fe", aunque nunca hayamos estado en Australia, en la existencia de una criatura tal como el platypus; tenemos "fe" en la teoría atómica, aunque nunca hayamos hecho los experi­mentos en que tal teoría se funda y seamos incapaces de comprender los cálculos matemáticos que la apoyan. Y existe la "fe", que es una creencia en proposiciones que sabemos que no podríamos verificar aunque lo quisiéra­mos, tales como las del Credo de Atanasio o las que constituyen la doctrina de la Inmaculada Concepción. Esta clase de fe es definida por los escolásticos como un acto del intelecto movido a asentir por la voluntad.

La fe en los tres primeros sentidos desempeña un papel muy importante, no sólo en las actividades de la vida cotidiana, sino aun en las de la ciencia pura y aplicada. Credo ut intelligam —y también, deberíamos añadir, ut agam y ut uiuam. La fe es condición previa de todo conocimiento sistemático, de todo obrar intencionado y de todo vivir decente. Las sociedades se mantienen, no principalmente por el miedo de los más al poder coactivo de los menos, sino por una difundida fe en la decencia de los demás. Tal fe tiende a crear su propio objeto, mientras que una difundida desconfianza mutua, debida, por ejemplo, a la guerra o a las disensiones domésticas, crea el objeto de la desconfianza. Pasando ahora de la esfera moral a la intelectual, hallamos la fe en la raíz de todo pensamiento organizado. La ciencia y la tecnología no podrían existir si no tuviésemos fe en la fiabilidad del universo —si no creyésemos implícitamente (para decirlo con las palabras de Clark Maxwell) que el libro de la Naturaleza es realmente un libro y no una revista, una coherente obra de arte y no un baturrillo de retazos. A esta fe general en la razonabilidad y fiabilidad del mundo, el buscador de la verdad debe agregar dos clases de fe especiales: fe en la autoridad de los expertos calificados, suficiente para permitirle aceptar su palabra sobre afirma­ciones que no ha comprobado personalmente; y fe en sus propias hipótesis, suficiente para inducirlo a comprobar sus creencias provisionales mediante la acción apropia­da. Esta acción puede confirmar la creencia que la inspi­ró. Por otra parte, puede probar que la hipótesis original estaba mal fundada, y en este caso habrá de ser modifica­da hasta que se conforme a los hechos y así pase del reino de la fe al del conocimiento.

La cuarta clase de fe es lo que comúnmente se llama "fe religiosa". La calificación es justa, no porque las otras clases de fe no sean fundamentales en religión como lo son en los asuntos seculares, sino porque este volitivo asentimiento a proposiciones que se sabe que no son verificables ocurre en religión, y sólo en religión, como una adición característica a la fe como confianza, la fe en la autoridad y la fe en proposiciones no verificadas, pero verificables. Ésta es la clase de fe que, según los teólogos cristianos, justifica y salva. En su forma extrema y más intransigente, tal doctrina puede ser muy peligrosa. He aquí, por ejemplo, un pasaje de una de las cartas de Lutero. Esto peccator, etpecca fortiter; sedfortius crede et gaude in Christo, qui victor est peccati, mortis et mundi. Peccandum est quam diu sic sumus; vito haec non est habitatio justitiae. ("Sé pecador y peca fuertemente; pero, más fuertemente, cree y alégrate en Cristo, que es el vencedor del pecado, la muerte y el mundo. Mientras seamos como somos, ha de haber pecado; esta vida no es la morada de la rectitud.") Al peligro de que la fe en la doctrina de la justificación por la fe pueda servir de excusa del pecado, y aun de invitación a pecar, debe añadirse otro peligro, a saber, el de que la fe que se supone salvadora pueda ser una fe en proposiciones no meramente inverificables, sino que repugnen a la razón y al sentido moral y estén en completo desacuerdo con los resultados obtenidos por los que cumplieron las condicio­nes de penetración espiritual en la Naturaleza de las Cosas. "He aquí la cima de la fe —dice Lutero en De Servo Arbitrio—: creer que Dios, que salva a tan pocos y condena a tantos, es misericordioso; que es justo Quien, a su placer, nos hizo necesariamente destinados a la condenación, de modo que parece deleitarse en la tortura de los miserables y ser más merecedor de odio que de amor. Si, por un esfuerzo de la razón, pudiera concebir cómo Dios, que muestra tanta ira y dureza, puede ser misericordioso y justo, no habría necesidad de fe." La revelación (que, cuando es genuina, es simplemente el relato de la experiencia inmediata de los que son bastante puros de corazón y bastante pobres de espíritu para poder ver a Dios) no dice nada de todas estas doctrinas horri­bles, a las cuales la voluntad fuerza el intelecto, que siente por ello una renuencia harto natural y justa a dar asenti­miento. Tales nociones no son producto de la penetración de los santos, sino de la atareada fantasía de juristas, que estaban tan lejos de haber trascendido el yo y los prejui­cios de la educación, que tenían la loca presunción de interpretar el universo en términos de la ley judía y roma­na, con la que estaban familiarizados. "¡Ay de vosotros, los juristas!", dijo Cristo. La acusación era profética y válida para todos los tiempos.

El meollo y corazón espiritual de todas las religiones superiores es la Filosofía Perenne; y se puede asentir a las proposiciones de la Filosofía Perenne y obrar de acuerdo con ellas sin tener que acudir a la clase de fe sobre la cual escribía Lutero en los pasajes precedentes. Debe, por supuesto, haber fe en su condición de con­fianza —pues la confianza en el prójimo es el principio de la caridad para con los hombres, y la confianza, no sólo en la fiabilidad material del universo, sino también en su fiabilidad moral y espiritual, es el principio de la caridad o amor-conocimiento para con Dios. Debe ha­ber también fe en la autoridad —la autoridad de aque­llos cuya abnegación los puso en condiciones de cono­cer la Base espiritual de todo ser, así por trato directo como de oídas. Y, finalmente, debe haber fe en las proposiciones acerca de la Realidad enunciadas por filó­sofos a la luz de una revelación —proposiciones que el creyente sabe que puede comprobar por sí mismo, si está dispuesto a cumplir las condiciones necesarias. Pero, mientras la Filosofía Perenne sea aceptada en su simplicidad esencial, no hay necesidad de volitivo asen­timiento a proposiciones de las que de antemano se sabe que no son comprobables. Aquí es necesario aña­dir que tales proposiciones pueden llegar a ser verifica-bles en cuanto una intensa fe afecte el sustrato psíquico y así cree una existencia cuya derivada objetividad pue­de realmente ser descubierta "allá fuera". Con todo, recordemos que una existencia que saca su objetividad de la actividad mental de los que creen intensamente en ella no puede de ningún modo ser la Base espiritual del mundo y que una mente atareada en la actividad volun­taria e intelectual que es la "fe religiosa" no puede hallarse en el estado de abnegación y atenta pasividad que es la condición necesaria para el conocimiento unitivo de la Base. Por esto afirman los budistas que "la amorosa fe conduce al cielo; pero la obediencia a la Dharma conduce al Nirvana". La fe en la existencia y poder de cualquier entidad sobrenatural que sea menos que la Realidad espiritual última, y en cualquier forma de adoración que no alcance el anonadamiento de sí mismo, producirá sin duda, si el objeto de la fe es intrínsecamente bueno, un mejoramiento del carácter, y probablemente la supervivencia postuma de la mejorada personalidad en condiciones "celestiales". Pero esta supervivencia personal dentro de lo que es todavía el orden temporal no es la vida eterna de la unión atemporal con el Espíritu. Esta vida eterna "está en el conocimiento" de la Divinidad, no en la fe en algo que sea menos que la Divinidad.

La inmortalidad lograda por la adquisición de una condición objetiva (por ejemplo, la condición —alcan­zada por las buenas obras inspiradas por el amor a algo inferior a la Divinidad suprema y por la creencia en ese algo— de unirse en acto a lo adorado) está expuesta a terminar; pues en las Escrituras se afirma distintamente que el Karma no es nunca causa de emancipación.

Shankara

El Karma es la sucesión causal en el tiempo, de la cual somos solamente libertados "muriendo para" el yo tem­poral y uniéndonos con lo eterno, que está allende tiem­po y causa. Pues "en cuanto a la noción de una Causa Primera, o Causa Sai (para citar las palabras del Dr. E R. Tennant, eminente teólogo y filósofo), debemos, por una parte, tener presente que nos refutamos al intentar esta­blecerla por extensión de la aplicación de la categoría causal, pues causalidad universalizada implica contradic­ción; y, por otra parte, recordar que la Base última sim­plemente 'es'." Sólo cuando también el individuo "sim­plemente es", en virtud de su unión, por el amor-conoci-miento, con la Base, puede haber liberación completa y eterna.



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