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- RITO, SÍMBOLO, SACRAMENTO



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24 - RITO, SÍMBOLO, SACRAMENTO


ASWALA: Yajnavalkya, estando todo lo relacionado con el sacrificio penetrado por la muerte y sujeto a la muerte, ¿por qué medios puede el sacrificador vencer a la muerte?

YAJNAVALKYA: Por el conocimiento de la identidad entre el sacrificador, el fuego y la palabra ritual. Pues la palabra ritual es realmente el sacrificador, y la palabra ritual es el fuego, y el fuego que es uno con el Brahm, es el sacrificador. Este conocimiento conduce a la libe­ración. Este conocimiento le conduce a uno más allá de la muerte.



Brihad Aranyaka Upanishad
En otras palabras, ritos, sacramentos y ceremoniales son valiosos en cuanto recuerdan a los que toman parte en ellos la verdadera Naturaleza de las cosas, les recuer­dan lo que debería ser y (conque quisieran ser dóciles al Espíritu inmanente y trascendente) lo que realmente po­dría ser su relación con el mundo y su divina Base. Teóricamente, cualquier rito o sacramento es tan bueno como otro, a condición siempre de que el objeto simboli­zado sea efectivamente algún aspecto de la Realidad divina y de que la relación entre símbolo y hecho sea claramente definida y constante. Del mismo modo, un lenguaje es teóricamente tan bueno como otro. Puede pensarse sobre la experiencia humana tan eficazmente en chino como en inglés o francés. Pero en la práctica el chino es el mejor lenguaje para los criados en China, el inglés para los criados en Inglaterra, y el francés para los criados en Francia. Es, por supuesto, mucho más fácil aprender el orden de un rito y comprender su significa­ción doctrinal que dominar las dificultades de un idioma extranjero. Con todo, lo dicho acerca del lenguaje convie­ne, en gran parte, al ritual religioso. A las personas ense­ñadas a pensar en Dios por medio de una serie de símbo­los, les resulta muy difícil pensar en Él en términos de una serie distinta y, a sus ojos, no consagrada, de palabras, ceremonias e imágenes.
El Buda entonces advirtió a Subhuti diciendo: "Subhuti, no pienses que el Tathagata considere jamás en su propia mente: Debería enunciar un sistema de enseñanza para la elucidación de la Dharma. No debe­rías nunca acariciar tal pensamiento. Y ¿por qué? Por-que si algún discípulo abrigase tal pensamiento, no sólo no comprendería la enseñanza del Tathagata, sino que, también, le calumniaría. Además, la expresión 'sistema de enseñanza' no tiene sentido; pues la Ver-dad (en el sentido de Realidad) no puede ser partida en trozos y dispuesta en sistema. Las palabras sólo pueden usarse como figura retórica."

Sutra Diamante

Pero, pese a su imperfección y a su radical desemejanza de los hechos a que se refieren, las palabras continúan siendo los más fiables y preciosos de nuestros símbolos Una ceremonia, una imagen esculpida o pintada, acaso comunique más sentidos y resonancias de sentido en me­nor espacio y con mayor intensidad de lo que pueda hacerlo una fórmula verbal; pero es probable que los comunique en una forma mucho más vaga e indefinida Uno topa a menudo, en la literatura moderna, con la idea de que las iglesias medievales eran los equivalentes escultóricos y pictóricos de una summa teológica, y de que en la Edad Media, los fieles que admiraban las obras de arte que los rodeaban eran iluminados por ellas en cuestión de doctrina. Es evidente que esta opinión no era compartida por los eclesiásticos más celosos de la Edad Media. Coulton cita dichos de predicadores que se lamen­taban de que las congregaciones adquiriesen ideas total­mente falsas respecto al catolicismo mirando las pinturas de las iglesias en vez de escuchar los sermones. (Análoga­mente, en nuestros días los indios católicos de la América Central han desarrollado las más locas herejías cavilando sobre los símbolos de que los conquistadores llenaron sus iglesias.) La objeción de San Bernardo a la riqueza de la arquitectura, la escultura y el ceremonial cluniacenses era motivada por consideraciones tanto intelectuales como estrictamente morales. "Tan grande y maravillosa variedad de formas diversas encuentra la vista, que uno siente la tentación de leer en los mármoles más que en los libros, de pasar el día entero mirando las esculturas, una tras otra, más bien que meditando la ley de Dios." En una contem­plación sin imágenes alcanza el alma el conocimiento unitivo de la Realidad; en consecuencia, para los que, como San Bernardo y los cistercienses, se preocupan real­mente por alcanzar la finalidad última del hombre, cuantos menos sean los símbolos que distraen, mejor.

La mayoría de los hombres rinden culto a los dioses porque desean tener éxito en sus empresas mundanas. Esta clase de éxito material puede obtenerse muy rápi­damente (mediante tal culto) aquí en la tierra.



Bhagavad Gita

Entre los que son purificados por sus buenas obras hay cuatro clases de hombres que Me adoran: el cansa­do del mundo, el que busca el conocimiento, el que busca la felicidad y el hombre de discernimiento espiri­tual. De ellos, el más elevado es el hombre de discerni-miento. Está continuamente unido a Mí. Se consagra a Mí siempre, y no a otro. Pues le soy muy caro a ese hombre, y él a Mí.


Sin duda alguna, todos ellos son nobles;

mas al hombre de discernimiento

lo veo como a mi mismo Yo.

Pues él solo Me ama

porque Yo soy Yo mismo,

última y única meta

de su devoto corazón.

A través de muchas largas vidas,

madura su discernimiento;

hace de Mí su refugio,

sabe que el Brahm lo es todo.

¡Cuan raros son los grandes como él!

Hombres cuyo discernimiento fue embotado por de­seos mundanos establecen este o aquel rito o culto y acuden a diversas deidades, según el impulso de su innato carácter. Mas, sea cual fuere la deidad cuyo culto escoge el devoto, si éste tiene fe, Yo hago que su fe no vacile. Dotado de la fe que yo le doy, adora a esa deidad y obtiene de ella todo lo que le ruega. En realidad, Yo soy el único dador.

Pero estos hombres de poco entendimiento ruegan sólo por lo transitorio y perecedero. Los que adoran a los devas irán a los devas. Los que Me adoran a Mí vendrán a Mí.



Bhagavad Gita
Si los ritos sacramentales son repetidos constantemen-te con espíritu de fe y devoción, se produce un efecto más o menos duradero en el medio psíquico, donde las men-tes individuales se bañan, y de donde surgieron, por así decirlo, cristalizados en personalidades más o menos de-sarrolladas, según el desarrollo más o menos perfecto de los cuerpos con que están asociadas. (De este medio psíquico, el Dr. C. D. Broad, eminente filósofo contempo-raneo, ha escrito lo siguiente en un ensayo sobre telepatía publicado en las Actuaciones de la Sociedad de Investigación Psíquica: "Debemos, pues, considerar seriamente la posibilidad de que la experiencia de una persona inicie modificaciones, más o menos permanentes, de estructura o proceso en algo que no es su mente ni su cerebro. No hay razón para suponer que este sustrato fuese algo a que pudiesen aplicarse con propiedad adjetivos posesivos como 'mío', 'tuyo' y 'suyo', como pueden serlo a mentes y a cuerpos animados... Modificaciones producidas en el sustrato por algunas de las experiencias pasadas de N son activadas por experiencias o intereses actuales de N, y se convierten en factores causales de producción o modifi­cación de las experiencias posteriores de N.") Dentro de este medio psíquico o sustrato no personal de mentes individuales, algo en que podemos pensar metafórica­mente como en un vórtice, persiste como existencia inde­pendiente, poseyendo su propia objetividad derivada y secundaria de modo que, siempre que se ejecuta el rito, aquellos cuya fe y devoción son suficientemente intensas descubren realmente algo "allá fuera", distinto del subje­tivo algo que hay en su propia imaginación. Y mientras esta entidad psíquica proyectada sea nutrida por la fe y el amor de sus fieles, poseerá, no meramente objetividad, sino el poder de hacer que se responda a las plegarias de la gente. En último término, por supuesto, "Yo soy el único dador", en el sentido de que todo ello ocurre de acuerdo con las divinas leyes que gobiernan el universo en sus aspectos psíquicos y espirituales, no menos que en los materiales. Sin embargo, se puede pensar en los devas (esas formas imperfectas bajo las cuales, a causa de su voluntaria ignorancia, los hombres adoran a la Base divi­na) como en poderes relativamente independientes. La primitiva idea de que los dioses se alimentan con los sacrificios que se les hacen es simplemente la tosca expre­sión de una profunda verdad. Cuando su culto es aban­donado, cuando la fe y la devoción pierden su intensidad, los devas enferman y finalmente mueren. Europa está llena de viejas capillas cuyos santos, vírgenes y reliquias han perdido su poder y la objetividad psíquica de segun­da mano que en otro tiempo poseyeron. Así, cuando Chaucer vivía y escribía, el deva llamado Thomas Becket otorgaba a cualquier peregrino de Canterbury que tuviese suficiente fe todos los dones que pidiese. Esta deidad, en otro tiempo poderosa, está ahora completamente muer­ta; pero existen todavía ciertas iglesias en Occidente, ciertas mezquitas y templos en Oriente, donde hasta el turista más irreligioso y apsíquico no puede dejar de advertir una presencia intensamente "numinosa". Sería, por supuesto, un error imaginar que esta presencia es la presencia de ese Dios que es Espíritu y debe ser adorado en espíritu; es más bien la presencia psíquica de pensa­mientos y sentimientos acerca de esa particular, limitada forma de Dios, de hombres que acudieron a ella "según el impulso de su carácter innato" —pensamientos y senti­mientos, proyectados en la objetividad, que se ciernen sobre el lugar sagrado del mismo modo que pensamien­tos y sentimientos de otra clase, pero de igual intensidad, rondan escenas de un sufrimiento o crimen pasado. La presencia que hay en estos edificios consagrados, la pre­sencia evocada por la ejecución de ritos tradicionales, la presencia inherente a un objeto, nombre o fórmula sacramental —todas ellas son presencias reales, pero no de Dios o el Avatar, sino de algo que, aunque acaso refleje la Realidad divina, es, con todo, menos que esta Realidad y distinto de ella.

Dulcis Jesu memoria dans vera cordi gaudia: sed super mel et omnia ejus dulcis praesentia.

"Dulce es el recuerdo de Jesús, que da verdadero" gozos al corazón; pero más dulce que la miel y que toda es su presencia." Esta primera estrofa del famoso himno del siglo XII resume en quince palabras las relaciones subsistentes entre el rito y la presencia real, y el carácter de la reacción del devoto ante cada uno de ellos. Siste­máticamente cultivada, la memoria (cosa de suyo llena de dulzura) contribuye en primer término a la evocador luego produce, en ciertas almas, la aprehensión inmedia­ta de la praesentia, que trae consigo gozos de una clase totalmente distinta y superior. Esta presencia (cuya pro­yectada objetividad es a veces tan completa que puede ser aprehensible no meramente por el devoto adorador sino por externos más o menos indiferentes) es siempre la del ser divino que ha sido previamente recordado, Jesús aquí, Krishna o Amitabha Buda allá.



El valor de esta práctica (repetición del nombre de Amitabha Buda) consiste en lo siguiente. Mientras una persona practique este método (espiritualidad) y otra practique otro, se equilibran mutuamente, y su encuen­tro es precisamente lo mismo que su no encuentro. Mientras que, si dos personas practican el mismo méto­do, su atención tiende a hacerse cada vez más honda, y ellas tienden a recordarse mutuamente y a desarrollar afinidades una con otra, vida tras vida. Además, quien recite el nombre de Amitabha Buda, sea en la actuali­dad o en el futuro, verá con seguridad al Buda Amita­bha y nunca quedará separado de él. Con motivo de esta asociación, como el que se trata con un perfumista queda impregnado de los mismos perfumes, quedará él perfumado de la compasión de Amitabha, y quedará iluminado sin recurrir a otros medios.

Surangama Sutra
Vemos, pues, que una fe y una devoción intensas, junto con la perseverancia de muchas personas en las mismas formas de culto o ejercicio espiritual, tienen ten­dencia a objetivar la idea o recuerdo que es su contenido y a crear así, de algún modo, una numinosa presencia real, que los fieles encuentran realmente "allá fuera" no menos, y de modo bien distinto, que "aquí dentro". En cuanto ocurre así, el ritualista está en lo cierto al atribuir a estos actos y palabras consagrados un poder que, en otro contexto, sería llamado mágico. El mantram obra, el sacrificio realmente hace algo, el sacramento confiere gracia ex opere operato; son o, mejor, pueden ser cosas de experiencia directa, hechos que cualquiera que quiera cumplir las condiciones necesarias puede verificar empíri­camente por sí mismo. Pero la gracia conferida ex opere operato no es siempre gracia espiritual, y los actos y fórmulas consagrados tienen un poder que no es necesa­riamente de Dios. Los fieles pueden obtener, y con fre­cuencia obtienen, gracia y poder uno de otro, y de la fe y la devoción de sus predecesores, proyectadas en existen­cias psíquicas independientes, obstinadamente asociadas con ciertos lugares, palabras y actos. Una gran cantidad de religión ritualista no es espiritualidad, sino ocultismo, una especie de magia blanca refinada y bienintenciona­da. Y así como no hay ningún mal en arte, por ejemplo, o ciencia, sino mucho bien, siempre que estas actividades no sean consideradas como fines, sino simplemente como medios para el fin último de toda vida, tampoco hay mal en la magia blanca, sino las posibilidades de mucho bien, mientras no sea tratada como la verdadera religión, sino sólo como uno de los caminos conducentes a la verdadera religión —un modo eficaz de recordar, a la gente dotada de cierto tipo de constitución psicofísica, que existe un Dios y "en conocerle está la vida eterna". Si la magia blanca ritualista es considerada como verdadera religión en sí misma; si las presencias reales que evoca son tomadas por Dios en Sí mismo y no por proyecciones de pensamientos y sentimientos humanos acerca de Dios o aun acerca de algo que es menos que Dios; y si los ritos sacramentales son ejecutados y presenciados por amor a la "suavidad espiritual" experimentada y las facultades y ventajas conferidas —entonces, hay ahí idolatría. Esta idolatría es, en el mejor caso, una clase de religión muy elevada y, en muchos modos, benéfica. Pero las conse­cuencias de adorar a Dios como algo que no sea Espíritu, y de modo alguno salvo en espíritu y verdad, son necesa­riamente indeseables en el sentido de que sólo conducen a una salvación parcial y demoran la unión final del alma con la Base eterna.
La historia de la religión demuestra claramente que un gran número de hombres y mujeres sienten un indestruc­tible deseo de ritos y ceremonias. Casi todos los profetas hebreos fueron opuestos al ritualismo. "Desgarrad vues­tro corazón y no vuestras vestiduras." "Deseo misericor­dia y no sacrificio." "Detesto, desprecio vuestras fiestas; no hallo ningún placer en vuestras solemnes asambleas." Y con todo, pese a considerarse de inspiración divina todo lo escrito por los profetas, el Templo de Jerusalén continuó siendo, durante siglos después de la época de esos inspirados, el centro de una religión de ritos, cere­monias y sacrificios de sangre. (Observemos de pasada que el derramamiento de sangre, la propia o la de anima­les o de otros seres humanos, parece ser modo peculiar-mente eficaz de constreñir al mundo "oculto" o psíquico a satisfacer peticiones y conferir facultades supranormales. Si esto es cierto, como parece serlo según los datos antropológicos y de la antigüedad histórica existentes, nos proporcionaría otra razón convincente para evitar sacrificios de animales, salvajes austeridades corporales y, puesto que el pensamiento es una forma de acción, aun ese imaginativo cebarse en la sangre vertida, tan común en ciertos círculos cristianos.) Lo que los judíos hicieron a pesar de los profetas, los cristianos lo han hecho a pesar de Cristo. El Cristo de los Evangelios es un predicador y no un dispensador de sacramentos ni ejecu­tor de ritos; habla contra las vanas repeticiones; insiste en la suprema importancia del culto privado; no le interesan nada los sacrificios y no le importa mucho el Templo. Pero esto no le impidió al cristianismo histórico seguir su camino demasiado humano. Una evolución parecida ocurrió en el budismo. Para el Buda de las escrituras palis el rito era una de las ataduras que retenían al alma y la mantenían apartada del esclarecimiento y la liberación. Sin embargo, la religión que él fundó hace pleno uso de ceremonias, vanas repeticiones y ritos sacramentales.

Existen, al parecer, dos razones fundamentales para la observada evolución de las religiones históricas. Primero, la mayoría de la gente no desea espiritualidad ni liberación, sino más bien una religión que le procure satisfac­ciones emotivas, respuestas a los ruegos, facultades su-pranormales y una salvación parcial en alguna suerte de cielo postumo. En segundo lugar, algunos de los pocos que desean espiritualidad y liberación encuentran que, para ellos, los medios más eficaces para tales fines son las ceremonias, "vanas repeticiones" y ritos sacramentales. El participar de estos actos y pronunciar estas fórmulas es para ellos el recordatorio más potente de la eterna Base de todo ser; es por su propia inmersión en los símbolos por donde pueden llegar más fácilmente a lo simbolizado. Cada cosa, suceso o pensamiento es un punto de inter­sección entre la criatura y el Creador, entre una manifes­tación, más o menos distante, de Dios y un rayo, por así decirlo, de la Divinidad no manifiesta; cada cosa, suceso o pensamiento puede, por tanto, convertirse en puerta por donde tal vez salga un alma del tiempo para entrar en la eternidad. Por esto la religión ritualista y sacramental puede conducir a la liberación. Pero, al mismo tiempo, todo ser humano ama el poder y la exaltación de sí mismo, y toda consagrada ceremonia, forma verbal o rito sacramental es un cauce por donde puede afluir fuerza del fascinador universo psíquico al universo de los yo encarnados. Por esto la religión ritualista y sacramental también puede alejar de la liberación.

Hay otra desventaja inherente a cualquier sistema de sacramentalismo organizado, la de dar a la casta sacerdo­tal un poder del que propenden muy naturalmente a abusar. En una sociedad a la que se ha enseñado que la salvación ocurre exclusiva o principalmente mediante ciertos sacramentos, y que estos sacramentos sólo pue­den ser administrados con eficacia por un clero profesio­nal, ese clero profesional poseerá un enorme poder coac­tivo. La posesión de tal poder es una tentación constante a usarlo para la satisfacción individual y el engrandeci­miento corporativo. A una tentación de esta clase, si se repite con bastante frecuencia, sucumbirán casi inevita­blemente la mayoría de los seres humanos que no sean santos. Por esto Jesucristo enseñaba a sus discípulos a rogar que no se les dejase caer en la tentación. Éste es, o debería ser, el principio guía de toda reforma social: organizar las relaciones económicas, políticas y sociales entre seres humanos de tal modo que, para cualquier individuo o grupo dado dentro de la sociedad, haya un mínimo de tentaciones a la codicia, orgullo, crueldad y ansia de poder. Siendo como son los hombres y mujeres, sólo reduciendo el número y la intensidad de las tentacio­nes pueden ser las sociedades humanas, hasta cierto punto, libradas del mal. Pero la clase de tentaciones a que una casta sacerdotal está expuesta en una sociedad que acepta una religión en que los sacramentos predominan es tal, que sólo de las personas más santas puede esperar­se que las resistan con firmeza. Lo que ocurre cuando los ministros de la religión caen en tales tentaciones se mues­tra claramente en la historia de la Iglesia romana. Como el cristianismo católico enseñaba una versión de la Filo­sofía Perenne, produjo una sucesión de grandes santos. Pero como la Filosofía Perenne fue recubierta por una excesiva cantidad de sacramentalismo y por una preocu­pación idólatra por las cosas del tiempo, los miembros menos santos de su jerarquía se hallaron expuestos a tentaciones enormes y bien innecesarias y, sucumbiendo a ellas, se lanzaron a actividades de persecución, simo­nía, política de fuerza, diplomacia secreta, alta finanza y colaboración con déspotas.

No creo que, desde que el Señor por Su gracia me atrajo a la fe de Su amado Hijo, haya jamás comparti­do el pan o el vino sin recordar con devoto sentimien­to, el cuerpo lacerado y la sangre derramada de mi amado Señor y Salvador.



Stephen Grellet
Vimos que, cuando son elevados a la categoría de núcleo central del culto religioso organizado, el ritualismo y el sacramentalismo no son en modo alguno venturas sin mezcla. Pero que toda la vida ordinaria de un hombre sea transformada por él en una especie de rito continuo, que cada objeto del mundo que lo rodea sea mirado como un símbolo de la entera Base del mundo, que todos sus actos sean realizados sacramentalmente —esto parecería ser totalmente deseable. Todos los maestros de la vida espiri­tual, de los autores de los Upanishads a Sócrates, de Buda a San Bernardo, convienen en que sin conocimien­to de sí mismo no puede haber adecuado conocimiento de Dios, en que sin constante recogimiento no puede haber liberación completa. El hombre que aprendió a mirar las cosas como símbolos, las personas como tem­plos del Espíritu Santo y los actos como sacramentos, es un hombre que aprendió a recordarse constantemente quién es, dónde está en relación con el universo y su Base, cómo debería conducirse con sus semejantes y qué debe hacer para alcanzar su finalidad última.

"A causa de este interno morar del Logos —escribe Mr. Kenneth Saunders en su valioso estudio del cuarto Evan­gelio, el Gita y la Sutra Loto— todas las cosas tienen una realidad. Son sacramentos, no ilusiones como el mundo fenomenal del Vedanta." Que el Logos está en las cosas, vidas y mentes conscientes, y ellas en el Logos, fue ense­ñado mucho más enfática y explícitamente por los vedantistas que por el autor del cuarto Evangelio; y la misma idea es, por supuesto, fundamental en la teología del taoísmo. Pero aunque todas las cosas existan, en el hecho, en la intersección de una manifestación divina y un rayo de la divinidad no manifiesta, no se sigue en modo alguno que todos sepan siempre que ello es así. Por el contrario, la gran mayoría de seres humanos creen que su propio yo y los objetos que lo rodean poseen una realidad en sí mismos, completamente independiente del Logos. Esta creencia los lleva a identificar su ser con sus sensaciones, ansias e ideas particulares, y a su vez este identificación de sí con lo que no son los amuralla eficaz mente contra la influencia divina y la posibilidad misma de liberación. Para la mayoría de nosotros, en la mayoría de ocasiones, las cosas no son símbolos y los actos no son sacramentales; y tenemos que enseñarnos, consciente y deliberadamente, a recordar que lo son.


El mundo está aprisionado en su propia actividad, salvo cuando los actos se cumplen como culto de Dios. Debes, pues, realizar sacramentalmente cada uno de tus actos (como si fuera yajna, el sacrificio que, en su divina esencia de Logos, es idéntico con la Divinidad a la cual es ofrecido) y quedar libre de todo apego a los resultados.



Bhagavad Gita

Enseñanzas exactamente similares se encuentran en escritores cristianos, que recomiendan que las personas y aun las cosas se consideren como templos del Espíritu Santo y que todo lo hecho o experimentado sea constan-

temente "ofrecido a Dios".

Apenas es necesario añadir que este proceso de



sacramentalización consciente sólo puede aplicarse a actos que no sean intrínsecamente malos. Es, hasta cierto punto, infortunado que el Gita no fuese originalmente publicado como una obra independiente sino como una digresión

teológica dentro de un poema épico; y ocupándose en gran parte el Mahabharata, como la mayoría de poemas épicos, en proezas de guerreros, es principalmente respec­to a la guerra como se da el consejo del Gita, de obrar con desasimiento y por amor de Dios únicamente. Ahora bien, la guerra va acompañada y seguida, entre otras cosas, de una amplísima diseminación de ira y odio, orgullo, cruel­dad y miedo. Pero podría preguntarse: ¿es posible (siendo como es la Naturaleza de las Cosas) sacramentalizar actos cuyos productos secundarios psicológicos son tan eclipsadores de Dios como lo son estas pasiones? El Buda de las Escrituras palis habría por cierto contestado negati­vamente esta pregunta. Así también lo habría hecho el Lao Tse del Tao Teh King. También el Cristo de los Evangelios sinópticos. El Krishna del Gita (que es también, por una especie de accidente literario, el Krishna del Mahabharata) da una respuesta afirmativa. Pero debería recordarse que esta respuesta afirmativa está rodeada de condiciones que la limitan. La matanza sin apego es recomendada sólo a los que son guerreros por su casta, para los que la guerra es deber y vocación. Pero lo que es deber y dharma para el kshatriya es adharma para el brahmán y le está prohibido, y no es tampoco parte de la vocación normal ni del deber de casta de las clases mercantiles y trabajadoras. Toda confusión de castas, toda asunción por un hombre de la vocación o deberes de condición ajenos, es siempre, dicen los hindúes, un mal moral y una amenaza a la estabilidad social. Así, es tarea de los brahmanes el prepararse para ser videntes, de modo que puedan explicar a sus semejan­tes la naturaleza del universo, de la finalidad última del hombre y del camino que conduce a la liberación. Cuando soldados, funcionarios o usureros, fabricantes u obreros, usurpan las funciones de los brahmanes y formulan una filosofía de la vida de acuerdo con sus diversamente defor­madas ideas del universo, la sociedad es empujada a la confusión. Análogamente, reina la confusión cuando el brahmán, el hombre de autoridad espiritual no coactiva, asume el poder coactivo del kshatriya, o cuando la tarea gubernativa del kshatriya es usurpada por banqueros y agiotistas, o, en fin, cuando la dharma de pelea de la casta guerrera es impuesta, por la conscripción, igualmente a brahmán, vaisya y sudra. La historia de Europa durante la baja Edad Media y el Renacimiento es en gran parte una historia de confusiones sociales, que se presenta cuando gran número de los que hubieran debido ser videntes abandonan la autoridad espiritual por el dinero y el poder político. Y la historia contemporánea es la horrenda cróni- ca de lo que ocurre cuando caudillos políticos, hombres de negocios o proletarios con intensa conciencia de clase asumen la función brahmánica de formular una filosofía de la vida, cuando los usureros conducen la política y discuten el problema de la guerra y la paz, y cuando el deber de la casta del guerrero es impuesto a todos, sin tener en cuenta la constitución psicofísica ni la vocación.


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