Literatura y revolución león trotsky


Tolstoi, pintor de la vieja Rusia



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Tolstoi, pintor de la vieja Rusia

Como esta vieja Rusia es miserable en el fondo, con su nobleza tan rudamente tratada por la Historia, sin orgullo pasado de casta, sin cruzadas, sin amor caballeresco, sin torneos, e incluso sin expediciones de bandidaje románticas por las carreteras. ¡Qué pobre es en belleza interior, qué profundamente degradada está la existencia borreguil y semi-animal de sus masas campesinas!

¡Pero qué milagros de transformación no crea el genio! De la forma bruta de esta vida gris y sin color, él saca a la luz del día toda su belleza oculta. Con una calma olímpica, con un verdadero amor homérico por los hijos de su espíritu, consagra a todos y a todo su atención: El general en jefe, los servidores del terreno señorial, el caballo del simple soldado, la hija pequeña del conde, el mujik, el zar, la pulga en la camisa del soldado, el viejo francmasón, ninguno tiene privilegio ante él y cada uno recibe su parte. Paso a paso, rasgo a rasgo, pinta un inmenso fresco, cuyas partes todas están vinculadas por un lazo interior, indisoluble. Tolstoi crea, sin apresurarse, como la vida misma que desarrolla ante nuestros ojos. Rehace el libro enteramente siete veces. Lo que asombra más en este trabajo de creación titánica es, quizá, el hecho de que el artista no se otorga a sí mismo, y no permite tampoco al lector conceder su simpatía a tal o cual personaje. Jamás nos muestra, como hace Turgueniev, a sus héroes -a los que, por otra parte, no ama-, iluminados por luces de bengala o por el resplandor del magnesio, jamás busca para ellos una pose ventajosa. No oculta nada y nada pasa en silencio. Al inquieto buscador de verdad, Pedro, nos le muestra al fin de la obra bajo el aspecto de un padre de familia tranquilo y satisfecho. A la pequeña Natacha Rostov, tan conmovedora en su delicadeza casi infantil, la transforma, con una ausencia de piedad completa, en una mujercita limitada con las manos llenas de pañales sucios. Es precisamente esta atención apasionada por todas las partes aisladas la que crea el poderoso patetismo del conjunto. Puede decirse de esta obra que toda ella está penetrada de panteísmo estético, que no conoce ni belleza, ni fealdad, ni grandeza, ni pequeñez porque para él sólo la vida en general es grande y bella, en la eterna sucesión de sus diversas manifestaciones. Es la verdadera estética rural, impiadosamente conservadora, según su naturaleza, y lo que acerca la obra épica de Tolstoi al Pentateuco y a la Ilíada.

Dos tentativas hechas con posterioridad por Tolstoi con vistas a situar sus tipos sicológicos preferidos en el marco del pasado, y especialmente en la época de Pedro I y de las decabristas, fracasaron a causa de la hostilidad del poeta hacia los influjos extranjeros que dan a estas dos épocas un carácter tan neto. Incluso allí donde Tolstoi se acerca más a nuestra época, como en Ana Karenina (1873), permanece completamente extraño a la perturbación introducida en la sociedad y despiadadamente fiel a su conservadurismo artístico, restringe la amplitud de su vuelo y no distingue de la masa de la vida rusa más que los oasis feudales que han permanecido intactos, con su viejo castillo señorial, los retratos de los antepasados y las bellas alamedas de tilos a cuya sombra se desarrolla, de generación en generación, el ciclo eterno del nacimiento, de la vida y de la muerte.

Tolstoi describe la vida moral de sus héroes igual que su mundo de existencia: tranquilamente, sin prisa, sin precipitar el curso interior de sus sentimientos, de sus pensamientos y de sus conversaciones. No se apresura jamás y nunca llega demasiado tarde. Tiene en sus manos los hilos a que está vinculada la suerte de un gran número de personajes y no pierde de vista a ninguno. Como un amo vigilante e infatigable, tiene en su cabeza la cuenta completa de todas las partes de sus inmensos bienes. Se diría que se contenta sólo con observar y que es la Naturaleza la que hace todo el trabajo. Echa la semilla en el suelo y espera, como un prudente cultivador que mediante un proceso natural el tallo y la espiga broten fuera de tierra. Podría casi decirse que es un Karatiev de genio, con su resignación muda ante las leyes de la Naturaleza. No pondrá nunca las manos sobre la yema para desplegar violentamente las hojas. Espera hasta que la propia yema las despliegue bajo la acción del calor del sol. Porque odia profundamente la estética de las grandes ciudades, que por su ambición se devora a sí misma, violenta y martiriza la Naturaleza, al no pedirle más que extractos y esencias y al buscar en la paleta, con dedo convulso, colores que no contiene el espectro solar.

La lengua de Tolstoi es como su genio mismo, calma, poseída, concisa, aunque sin exceso, musculoso, a veces algo pesada y ruda, pero siempre sencilla y de una efectividad incomparable. Se distingue a un tiempo del estilo lírico, cómico, brillante y consciente de su belleza de Turgueniev, y del estilo retumbante, precipitado y áspero de Dostoievski.

En una de sus novelas, el urbano Dostoievski, ese genio de corazón incurablemente herido, el poeta voluptuoso de la crueldad y de la piedad, se opone a sí mismo de forma muy profunda y muy sorprendente, como el artista de las “novelas familiares rusas”, al conde Tolstoi, el poeta de las reformas caducas de un pasado noble: Si yo fuera un novelista ruso y tuviese talento -dice por boca de uno de sus personajes-, escogería siempre mis héroes entre la nobleza rusa, porque sólo en ese medio cultivado encontramos al menos la apariencia exterior de una hermosa disciplina y de nobles motivos... Lo digo muy seriamente aunque no soy noble, como sabéis... Porque, creedme, es en esos medios donde se encuentra todo cuanto entre nosotros existe de belleza; al menos todo lo que es, en cierto modo, belleza acabada, completa. No digo esto porque esté completamente convencido de la perfección y de la justificación de esta belleza, sino porque nos ha dado, por ejemplo, formas fijas de honor y de deber que no se encuentran en ninguna parte de Rusia salvo entre la nobleza... La vía por la que ese novelista debería adentrarse -prosigue Dostoievski, que piensa irrefutablemente en Tolstoi sin nombrarle- es a todas luces nítida: no podría escoger más que el género histórico, porque no hay en nuestra época bellas v nobles siluetas, y las que aún perviven en nuestros días, han perdido ya, según la opinión actual, su antigua belleza.

La crisis moral de Tolstoi

Al tiempo que desaparecían las “bellas siluetas” del pasado, no desaparecía sólo el objeto inmediato de la creación artística, sino también las bases mismas del fatalismo moral de Tolstoi y de su panteísmo estético comenzaban a oscilar: el santo “karataievismo” del alma de Tolstoi se derrumbaba. Todo lo que hasta entonces había constituido una parte integrante de un todo completo e indisoluble se transformó en un fragmento aislado y, por consiguiente, en una cuestión. La razón se convirtió en absurdo. Y como siempre, precisamente en el momento en que la vida perdía su viejo sentido, Tolstoi se interrogó sobre el sentido de la vida en general. Es entonces (en la segunda mitad de los años 70) cuando comienza la gran crisis moral, no en la vida de un Tolstoi adolescente, ¡sino de un Tolstoi de cincuenta años! Vuelve a Dios, acepta las enseñanzas de Cristo, rechaza la división del trabajo, la civilización, e Esta o y aboga por el trabajo agrícola, la sencillez y el principio de la “no existencia del mal”.

Cuando más profunda era la crisis interior -se sabe que, por confesión propia, el poeta cincuentenario estuvo dándole vueltas durante mucho tiempo a la idea del suicidio-, tanto más sorprendente debe resultar que Tolstoi volviese a fin de cuentas a su punto de partida. El trabajo agrícola ¿no es la base sobre la que se desarrolla la epopeya de Guerra y Paz? El retorno a la sencillez, al principio de la fusión íntima con el alma popular, ¿no consiste en eso toda la fuerza de Kutuzov? El principio de la no resistencia al mal ¿no es lo que está en la base de la resignación fatalista de Karataiev? Si esto es así, ¿en qué consiste entonces la crisis de Tolstoi? En esto: en que todo lo que hasta entonces había permanecido secreto y oculto bajo la tierra aparece en adelante a la luz del día y pasa al campo de la conciencia. Habiendo desaparecido la espiritualidad natural con la “naturaleza”, a la que se había incorporado, el espíritu se esfuerza ahora por conseguir la naturaleza íntima. A la armonía automática, contra la que se ha rebelado el automatismo de la vida misma, tenía que defenderla y conservarla con ayuda de la fuerza consciente de la Idea. En su lucha por su propia conservación moral y estética, el artista llama en su ayuda al moralista.

¿Cuál de los dos Tolstoi -el poeta o el moralista- ha obtenido mayor popularidad en Europa? Esta cuestión no es fácil de zanjar. Lo que resulta incontestable en cualquier caso es que la sonrisa de condescendencia benévola del público burgués hacia la santa sencillez del viejo de Iasnaia-Poliana oculta un sentimiento de satisfacción moral particular. He ahí a un poeta célebre, a un millonario, a uno de los “nuestros”, es más, a un aristócrata que por motivos de orden moral lleva una blusa y zapatillas de paja trenzada y una sierra de madera. En ello se ve en cierto modo un acto mediante el cual el poeta toma sobre él los pecados de toda una clase, de toda una cultura. Naturalmente, esto no impide en modo alguno al filisteo mirar a Tolstoi desde la altura de su grandeza e incluso expresar algunas dudas sobre la integridad de sus facultades intelectuales. Así es, por ejemplo, como un hombre que no es ningún desconocido, Max Nordau, uno de esos señores que adoptan la filosofía del buen viejo Smile, sazonada con un poco de cinismo, con traje de arlequín de folletón de domingo, ha hecho, con la ayuda de su Lombroso de bolsillo, este descubrimiento notable: que León Tolstoi lleva en él todos los estigmas de la degeneración. Porque para esos mendigos, la locura comienza donde cesa el beneficio.



La filosofía social de Tolstoi

Cualquiera que sea el modo en que sus admiradores burgueses le juzguen, con suspicacia, con ironía o con benevolencia, siempre quedará para ellos un enigma psicológico. Si exceptuamos el corto número de sus discípulos -uno de ellos, Menchikov, juega ahora el papel de un Hammerstein ruso-, puede comprobarse que el moralista Tolstoi, durante los treinta últimos años de su vida, ha permanecido siempre completamente aislado. Es en realidad la situación trágica de un profeta que habla solo en el desierto. Desde la influencia de sus simpatías rurales conservadoras, Tolstoi defiende incansable y victoriosamente su mundo moral contra los peligros que le amenazan por todas partes. De una vez para siempre traza una demarcación profunda entre él y todas las variantes del liberalismo burgués y rechaza en primer lugar la creencia, general en nuestra época, en el progreso. Por supuesto -exclama-, la luz eléctrica, el teléfono, las exposiciones, los conciertos, los teatros, las cajetillas de cigarros y las cerillas, los tirantes y los motores, todo eso es admirable. Pero malditos sean por toda la eternidad no sólo ellos, sino también los ferrocarriles y los tejidos de algodón en todo el mundo, si es que para su fabricación es preciso que las noventa y nueve centésimas partes de la Humanidad vivan en la esclavitud y mueran a millares en las fábricas.

La división del trabajo nos enriquece y embellece nuestra vida. Pero mutila el alma viva del hombre. ¡Abajo la división del trabajo!

¡El arte! El arte verdadero debe agrupar a todos los hombres en el amor de Dios y no dividirlos. Vuestro arte, por el contrario, está destinado sólo a un pequeño número de iniciados. Divide a los hombres, porque la mentira está en él, y Tolstoi rechaza virilmente el arte “mendaz”: Shakespeare, Goethe mismo, Wagner, Böcklin.

Aleja de sí toda preocupación de enriquecimiento y se viste los hábitos del campesino, lo que para él simboliza su renuncia a la cultura. ¿Qué se oculta tras este símbolo? ¿Qué opone a la “mentira”, es decir, al proceso histórico?

Podemos resumir en las siguientes tesis la filosofía social de Tolstoi:



  1. No son leyes sociológicas de una necesidad de bronce las que determinan la esclavitud de los hombres, sino los reglamentos jurídicos establecidos arbitrariamente por ellos.

  2. La esclavitud moderna es la consecuencia de tres reglamentaciones jurídicas que conciernen a la tierra, a los impuestos y a la propiedad.

  3. No sólo el gobierno ruso, sino cualquier gobierno, sea el que sea, es una institución que tiene por objeto cometer impunemente los crímenes más espantosos, con la ayuda del poder del Estado.

  4. El verdadero mejoramiento social se obtendrá únicamente mediante el perfeccionamiento moral y religioso de los individuos.

  5. Para librarse de los gobiernos no es necesario combatirlos con medios exteriores, basta con no participar en ellos y no apoyarlos. Especialmente no hay que:

a) aceptar las obligaciones de un soldado, de un general, de un ministro, de un estadista, de un diputado;

b) suministrar voluntariamente al gobierno impuestos directos o indirectos;

c) utilizar las instituciones gubernamentales o solicitar una ayuda financiera cualquiera del gobierno;

d) hacer proteger su propiedad privada por alguna medida del poder del Estado.

Si dejamos a un lado de este esquema el punto relativo a la necesidad del perfeccionamiento moral y religioso de los individuos, que según toda apariencia ocupa un lugar aparte, obtenemos un programa anarquista bastante completo. En primer lugar, tenemos una concepción puramente mecánica de la sociedad como producto de una mala reglamentación jurídica. Luego, la negación formal del Estado y de la política; en general, por último, como método de lucha, la huelga general, el boicot, la revuelta de brazos cruzados.

Si excluimos las tesis moral y religiosa, excluimos de hecho el único nervio que religa todo este edificio nacionalista con su creador, es decir, el alma de Tolstoi. Para él, conforme a todas las condiciones de su desarrollo y de su situación propias, el deber no consiste en sustituir la anarquía “comunista” por el régimen capitalista, sino en defender el régimen de la comunidad campesina frente a cualquier influencia “exterior” perturbadora. En su “narodnitschestvo”, como en su anarquismo, Tolstoi representa el principio rural conservador. Al igual que la francmasonería primitiva, que se proponía restablecer y reforzar por medios ideológicos la vieja moral corporativa de ayuda mutua, arruinada bajo los golpes del desarrollo económico, Tolstoi querría resucitar por la fuerza de la idea moral y religiosa el modo de vida primitivo basado en las condiciones de la economía natural. Así es como se convierte en un anarquista conservador, porque lo que le importa, ante todo, es que el Estado no alcance, con las vergas de su militarismo y los escorpiones de su fisco, a la comunidad salvadora de Karataiev. La lucha universal entre los dos mundos antagonistas: el mundo burgués y el mundo socialista, de cuyo resultado depende el destino de la Humanidad misma, no existe para Tolstoi. El socialismo ha sido siempre para él una simple variante, de poco interés en su opinión, del liberalismo. A sus ojos, Marx y Bastiat son los representantes de un solo y mismo “principio mendaz”: de la cultura capitalista, del obrero sin tierra, de la presión del Estado. La Humanidad, una vez encarrilada por una vía falsa, poco importa que vaya más allá o más acá. La salvación no puede venir más que de un retorno completo hacia atrás.

Tolstoi no encuentra términos suficientemente despreciativos para fustigar a la ciencia, la cual dice que si continuamos viviendo durante largo tiempo de forma pecadora, según las leyes del progreso histórico, sociológico, etc., nuestra vida terminará por mejorar considerablemente.

El mal -dice Tolstoi- debe ser inmediatamente exterminado, y para ello basta reconocerlo como mal. Todos los sentimientos morales que vinculan a los hombres históricamente unos con otros, así como todas las ficciones religiosas y morales a las que estos vínculos han dado nacimiento se convierten en Tolstoi en los mandamientos más abstractos del amor, del éxtasis y de la no resistencia al mal, y como sus mandamientos están despojados por él de todo contenido histórico y por consiguiente de todo contenido, sea el que fuere, le parecen apropiados a todo tiempo y a todos los pueblos.

Tolstoi no reconoce la historia. Es la base de todo su pensamiento. La libertad mecánica de su negación, así como la ineficacia práctica de su prédica, reposan ahí. El único género de vida que acepta, el modo de vida primitivo de los cosacos cultivadores de vastas estepas del Ural, transcurre precisamente fuera de la historia. Se ha reproducido sin transformación alguna, como la vida de los enjambres de abejas o de los hormigueros. Lo que los hombres llaman historia le parece como el producto de la locura, del error, de la crueldad, que desfiguran el alma verdadera de la Humanidad. Con una lógica despiadada, al tiempo que rechaza la historia rechaza igualmente todas las consecuencias. Odia a los periódicos como documentos de la época actual. Todas las oleadas del océano mundial piensa detenerlas oponiéndole su viejo pecho.

Esta incomprensión total de que hace gala Tolstoi respecto a la historia explica su impotencia infantil en el terreno de las cuestiones sociales. Su filosofía es una auténtica pintura china. Las ideas de las épocas más diversas no están clasificadas por él según la perspectiva histórica: todas aparecen a la misma distancia del espectador. Se alza contra la guerra con ayuda de argumentos sacados de la lógica pura, y para darles mayor fuerza cita al mismo tiempo a Epicteto y a Molinari, a Lao-Tse y a Federico II, al profeta Isaías y al folletinista Hardouin, el oráculo de los tenderos parisienses. Los escritores, los filósofos y los profetas no representan a sus ojos épocas determinadas, sino categorías eternas de la moral. Confucio es colocado por él en el mismo rango que Harnack y Schopeanhauer se ve emparejado no sólo con Cristo, sino incluso con Moisés.

En esta lucha aislada y trágica contra la dialéctica de la historia a la que no sabe oponer más que sus síes o sus noes, Tolstoi cae a cada instante en las contradicciones más insolubles. Y extrae la siguiente conclusión, digna a todas luces de su cabezonería genial: La contradicción fundamental que existe entre la situación de los hombres y su actividad moral es el signo más seguro de la verdad.

La revancha de la Historia

Pero este orgullo idealista lleva en sí mismo su castigo. En efecto, sería difícil nombrar un escritor que contra su voluntad haya sido tan cruelmente explotado por la Historia como Tolstoi.

Él, el moralista místico, el enemigo de la política y de la revolución, nutrió durante largos años la conciencia revolucionaria aletargada de numerosos grupos del sectarismo popular. El, que reniega de toda la cultura capitalista, encuentra una acogida benevolente en la burguesía europea y americana, que halla en su prédica, a un tiempo, la expresión de su humanitarismo vacío y una defensa contra la filosofía de la revolución.

Él, el anarquista conservador, el enemigo mortal del liberalismo, se ve transformado, con ocasión del ochenta aniversario de su nacimiento, en una bandera y un instrumento de una manifestación política ruidosa y tendenciosa del liberalismo ruso.

La Historia ha triunfado sobre él, pero no le ha quebrado. Todavía hoy, llegado al término de su vida, ha conservado en todo su frescor su capacidad de indignación moral.

En la noche de la más miserable y más criminal reacción, que se propone ensombrecer para siempre el sol de nuestro país bajo la red apretada de sus cuerdas de patíbulo, en la atmósfera irrespirable de la cobardía descorazonadora de la opinión pública oficial, este último apóstol de la caridad cristiana, en quien revive el profeta de la cólera del Antiguo Testamento, lanza su grito obstinado: “No puedo callarme.” Como una maldición al rostro tanto de quienes cuelgan como de quienes se callan ante las horcas.

Y si no simpatiza con nuestras metas revolucionarias, sabemos que es porque la historia le ha negado toda comprensión de sus vías.

No le condenaremos por ello. Y admiraremos siempre en él no sólo al genio, que vivirá tanto tiempo como el arte mismo, sino también el valor moral indomable que no le permite permanecer en el seno de su Iglesia hipócrita, de su sociedad, de su Estado, y que lo condenó a permanecer aislado entre sus innumerables admiradores.



N. V. Gógol

Artículo publicado Por L. Trotsky el 21 de febrero de 1902 en el número 43 de la revista Vostóchnoe Obosrénie.

Hoy, cincuenta años después de la muerte de Gógol, transcurrido ya tiempo suficiente desde que el desgraciado escritor se convirtió en gloria reconocida y exaltada de la literatura rusa y desde que recibió la consagración oficial como “padre de la escuela realista”, escribir sobre su figura una crónica rápida equivale a convertir al autor de Almas muertas en víctima sumisa de unos cuantos tópicos y de banales frases panegíricas. Hoy sobre Gógol hay que escribir libros, o no escribir. Para el lector medio ruso el nombre de Gógol va acompañado de cierta cohorte de nociones y juicios: “gran escritor... fundador del realismo, humorista incomparable... risa destilada entre lágrimas...” De modo que basta decir Gógol para que el escritor aparezca en la ciencia rodeado de un cortejo, breve pero fiel, de esas imágenes. Por eso el artículo jubilar en un periódico no le dirá al lector mucho más que el nombre del escritor al que está dedicado. Y el lector puede preguntarse: ¿Para qué escribir eso?

Son diversas las respuestas que tal pregunta tiene. En primer lugar, ¿por qué no recordar al gran escritor, aunque sea con banales frases, ahora que su obra se ha convertido en patrimonio de la sociedad? En segundo lugar, ¿ha conservado el lector con toda nitidez en su memoria las etiquetas que en la escuela le ayudaron a familiarizarte con Gógol? Y en tercer lugar, si en el transcurso de la vida el lector no ha perdido esas máximas sacramentales, ¿recuerda lo que significan? ¿Despiertan eco alguno en su espíritu? ¿No las ha vaciado de sentido y privado de alma nuestra escuela? Y si es así, ¿por qué no infundirles algo de vida?

Por supuesto, el mejor homenaje del lector al recuerdo de Gógol en esta fecha triste y solemne sería releer su obra. Pero sé que la inmensa mayoría del “público” no lo hará. Gracias a Dios, nosotros y los lectores hemos superado la etapa de “iniciación” en Gógol. Recordamos que cierto oficial, apellidado, según creo, Kovaliev, quedó privado temporalmente de nariz; que en Nosdriev había un favorito insuperablemente vacío; que el Dnieper es hermoso cuando la atmósfera está en calma; que el bey de Argelia tiene un lobanillo debajo mismo de la nariz; que Podkoliesin saltó por la ventana en vez de ser coronado; que Petrushka poseía un olor peculiar... Pero ¿sabemos algo más? ¡Ay, de nosotros!

Por supuesto, siempre nos apresuramos a recomendar favorablemente “el gran escritor” a nuestro hermano pequeño, al primo o al hijo, pero por lo que a nosotros se refiere preferimos deleitarnos con la “gran literatura rusa” de modo totalmente platónico...

Lector, somos bárbaros, no amamos de verdad profunda y entrañablemente, “cultamente”, a nuestros clásicos...

Gógol nació el 19 de marzo de 1809. Murió el 21 de febrero de 1852. Vivió, por tanto, menos de cuarenta y tres años, mucho menos de lo que la literatura necesitaba. Pero en ese breve plazo de su desgraciada vida hizo lo inagotable. Hasta Gógol, la literatura rusa no pretendía siquiera el certificado de existencia. Desde Gógol existe. Gracias a él tiene existencia, que enlazó para siempre con la vida. Desde esta óptica fue el padre del realismo, o escuela naturalista cuyo padrino fue Belinsky.

Hasta ellos, “la vida y las convicciones que la vida alumbraba, andaban por un lado y la poesía por otro; la relación entre el escritor- y el hombre era débil, e incluso los más vitales, cuando tomaban la pluma como literatos, solían preocuparse más de las teorías sobre las elegancias del estilo, sin tener en cuenta por regla general la significación de sus obras, ni la “transposición de la idea viva” en la creación artística... De esta insuficiencia -carencia de vínculo entre las convicciones vitales del autor y sus obras- sufría toda nuestra literatura hasta que la influencia de Gógol y Bielinsky la transformó”5.

Por motivos fácilmente comprensibles, la tendencia satírica (en el sentido amplio del término) fue siempre la más viva, honesta y sincera de la literatura rusa.

El pensamiento social vivo, encarnado en formas más o menos artísticas, no se encuentra en los pensamientos metrificados de Lomonosov sobre los usos del cristal, ni en la noble valentía de las odas de Derjavin, ni en el tierno sentimentalismo de las novelas cortas de Karamzin, sino en la sátira de Kantemir, en las comedias de Fomvizin, en las fábulas y sátiras de Krilov, en la gran comedia de Grivoyedov. Esta tendencia alcanzó su cenit y su mayor profundidad en Gógol, en su gran poema “indigencia e imperfección de nuestra vida...”.

Al arraigar en la vida, la literatura se hizo nacional.

Antes de Gógol hubo Teócritos y Aristófanes rusos, Corneilles y Racines patrios, Goethes y Shakespeares nórdicos. Pero no teníamos escritores nacionales. Ni siquiera Pushkin está libre del mimetismo, y de ahí que lo denominaran el “Byron ruso”. Pero Gógol fue sencillamente Gógol. Y después de él nuestros escritores dejaron de ser los dobles de los ingenios europeos. Tuvimos sencillamente Grigoróvich, sencillamente Turguéniev, sencillamente Gonchárov, Saltikov, Tolstoi, Dostoievski, Ostrovskv... Todos derivan genealógicamente de Gógol, fundador de la narrativa y la comedia rusas. Tras recorrer largos años de aprendizaje, de artesanía casi, nuestra “musa” presentó su producción maestra, la obra de Gógol, y entró a formar parte con pleno derecho de la familia de las literaturas europeas.

Lo nacional en literatura, al acabar con la imitación escolar, acabó a un tiempo con los pueriles ensayos folkloristas de la época anterior, que tanto se asemejaban a una mascarada: para conservar plenamente el carácter imitativo se enmascaraban con zipunes, armiakos y manoplas6.

Con Gógol, la novela breve, “episodio del poema infinito de los destinos humanos”, se hizo dueña de la situación. La novela devoró, absorbió todo lo anterior, pero el relato, que había llegado al mismo tiempo, borró hasta sus huellas; e incluso la novela se apartó respetuosamente dejándola paso y permitiéndola caminar en vanguardia7. Hasta entonces podíamos componer odas, tragedias, fantasías, idilios, cuanto queramos. No nos preocupaba que la vida no aportase materiales ni para la tragedia ni para la oda. La “musa” era plenamente autónoma respecto a la vida. Creaba de sí misma, según los cánones de la poética escolar. Gógol en el campo de la prosa artística y Bielinsky en el de la crítica, acabaron con las consecuencias de esa autonomía fatídica. La realidad comienza a vivir una segunda existencia en la novela corta realista y en la comedia, sobre todo en la primera; la novela corta, “el pan nuestro de cada día, nuestro libro de cabecera, el que leemos sin pegar ojo toda la noche y abrimos cuando amanece”8.

Marliski fue el “confeccionador de la narrativa rusa”; Gógol su creador, y Bielinsky su teórico.

¿Por qué motivo la narrativa se puso a la cabeza en la lucha de los géneros artísticos: por la fidelidad del arte hacia la realidad. ¿En qué consiste la narrativa gogoliana? “La comedia satírica que empieza con tonterías y acaba en lágrimas y que en última instancia se denomina la vida”9. Exactamente: se denomina la vida.

De ahí la encarnizada polémica de opiniones, discusiones, divergencias que surgió en torno al nombre de Gógol, de carácter mucho más general que la lucha entre los restos del falso clasicismo y del pseudo-romanticismo por un lado, y el realismo por otro. Pero permítaseme ceder la palabra al crítico genial, al padrino más importante de la literatura rusa moderna.

“¿No son acaso expresión de vida, además de fenómeno tanto social como literario, los inacabables comentarios y discusiones en los salones sobre Almas muertas, los entusiastas elogios y los crueles ataques en las revistas, provocados por aquella creación de Gógol? Más aún, ese ruido, esas críticas, ¿no son fruto del choque entre viejos principios y nuevos principios de la lucha entre dos etapas? Todo lo que se acepta y prospera al primer momento, acogido y acompañado por elogios incondicionales, no puede ser grande y fundamental: grande y fundamental sólo puede serlo aquello que divide las opiniones y juicios de las gentes, lo que crece y madura en medio de la lucha, lo que respaldada victoria viva sobre las resistencias muertas... sea la pugna entre los espíritus de la época, sea el combate entre los principios nuevos y los viejos”10.

A nosotros nos resulta difícil, por no decir imposible, representarnos la impresión que debió causar Almas muertas en aquella época sórdida y triste.

“De repente hubo una explosión de risa -dice Herzen en una carta a Ogariev11. Risa extraña, risa espantosa, risa convulsivo, en la que hay tanto de vergüenza como de remordimiento; si queréis, no un reír hasta llorar, sino un llorar hasta reír. El mundo absurdo, monstruoso, mezquino, de Almas muertas no aguantó, quedó como paralizado y empezó a retroceder”, sin demasiada prisa, dicho sea de paso.

“Si queréis, no un reír hasta llorar, sino un llorar hasta reír”, dice Herzen. No es una imagen vana; tras ella se esconde una idea. Ahora, cuando el “mundo absurdo”, monstruoso, mezquino” de Almas muertas se ha encogido, no somos tan sensibles -hasta el nerviosismo- a su monstruosidad, y lo que vemos con mayor nitidez en el gran poema son las notas satíricas. Pero en aquella época, cuando el Sobakiévich12 vivo se lanzaba todavía a las piernas de cualquiera, y no siempre pedía excusas, el carácter trágico del cuadro surgía a primer plano. Y a los mejores les arrancaban lágrimas, lágrimas de indignada impotencia, lágrimas de desespero en solitario... Sólo para los generales tipo Beltríschev quedaba Gógol como un escritor de “cosas cómicas”.

El mundo absurdo de Almas muertas empezó a retroceder... Pero ¿retrocedió completamente y dejó limpio el campo para los retoños de la nueva vida?

La respuesta es demasiado evidente. La servidumbre, esa base social del mundo de Almas muertas, fue abolida, aunque subsistieron innumerables residuos en el Derecho y en las instituciones, extensos grupos sociales respiran aún esa atmósfera, y toda una serie de acontecimientos sociales derivan para nosotros del atavismo servil. Recordemos que el heredero inmediato de Gógol, el autor de El idilio contemporáneo13, utilizaba figuras gogolianas para la “personificación” de nuestra vida reformada. ¿Puede decirse que hoy esas figuras no tienen otro interés que el estético? ... Si así fuera... Por eso permanece vivo aún el lado trágico de El inspector y de Almas muertas.

¡Cuántos reproches hubo de oír Gógol porque evidenciaba toda la “indigencia -sí, la indigencia-, la inmadurez de nuestra vida”! Si hubiera asumido conscientemente el sentido pleno y la plena significación de su obra, no habría cedido al influjo de esos reproches; le habrían comunicado mayor fuerza y confianza incluso. ¿Qué hacer, se habría dicho, si el ambiente vil de la servidumbre y de la arbitrariedad burocrática no engendra más que “indigencia e inmadurez”?. Pero Gógol -ya hablaremos de ello más adelante- no se alzó a una concepción crítica global del régimen social existente. No se levantó contra sus fundamentos, y consideraba sagrados sus principios. ¿Por qué no le desconcertó el objetivo que se desprendía de esos fundamentos inviolables y de esos sagrados principios, esa indigencia e inmadurez, esa inmadurez e indigencia?

Por eso resulta extraña la explosión lírica que pone término al primer tomo de Almas muertas, donde Rusia aparece simbolizada en una troika lanzada a toda carrera... De ahí también los proyectos nacidos muertos, como esas promesas de crear el modelo del buen mujik ruso y de la embrujadora doncella eslava.

Como realista que era hasta los tuétanos, Gógol no podía triunfar en la pintura de tipos “positivos”, puesto que ni siquiera la vida misma lo conseguía, al menos en las esferas accesibles a la literatura v al horizonte creador de Gógol. ¿No se hallaba condenado al fracaso de antemano, cuando bajo el influjo de la opresiva rutina de la vida se proponía elevar con sus propias fuerzas a ese magnífico mujik y a esa doncella excepcional, como en ningún otro puede encontrarse nadar semejante? ¡Ay!, los Chíchikov, los Manílov, los Pliuschkin, los Tenténikov ocupaban en el mejor de los casos todo el terreno, codo a codo, y no deseaban retroceder ni en la vida real ni en la literatura. ¿De qué “madera” había que tallar al gran mujik? ¿De la de Chíchikov, de la de Manílov, de la de Pliuschkin, de la de Nosdrievski? ¿Qué atmósfera tenían que respirar sus pulmones? ¿La de la servidumbre? ¿De qué madre podía nacer la doncella encantadora?...

La realidad viva -o, por mejor decir, muerta- no podía responder a estas preguntas. El valiente mujik no podía ser reproducido artísticamente, había que inventarlo. ¿Por quién? ¿Por Gógol, que, como el titán de la mitología griega, sólo se sentía invencible cuando pisaba tierra? De ahí que resulten falsos tipos como Murósov y Konstanzhoglo. ¿Era prudente acaso que las ambiciosas intenciones creadoras del poeta se convirtieran en ceniza en la segunda parte de Almas muertas?

Gógol inició su gran contribución a la literatura rusa con Las veladas en la granja, creación de juventud, transparente, pura, lozana como una mañana primaveral, “alegres canciones” en el banquete de la vida aún inexplorado; se alzó después hasta la gran comedia, y el poema inmortal de la Rusia burocrática y terrateniente, y acabó con el grave y estrecho moralismo de la Correspondencia con los amigos. En apariencia no hay ningún puente psicológico entre las etapas extremas de esta trayectoria.

Del “cancionero” juvenil, en el que, con guiño malicioso, nos habla en tono desenfadado de Patsiuka, la criada parienta del diablo, hasta la creación de Almas muertas vemos una transición que asciende los eslabones de la sicología normal. Estos momentos se hallan interrelacionados como la juventud y la madurez del genio poético.

Pero ¿cómo pasar del Gógol realista al Gógol místico, del poeta profundamente humano al estricto asceta moralista? ¿Cómo vincular la luminosa “espontaneidad” de su espíritu con el estado de los últimos años de su vida, que el propio Gógol denominaba “alto transporte lírico”, pero que en realidad no fue sino “idealismo forzado y desplazado”, para servirnos de la definición de un viejo y agudo artículo14.

El Gógol que dominaba a la perfección el mecanismo psicológico de la ensoñación ociosa y de la mediocridad sentimental en la figura de Manílov; el Gógol que, según O. Müller, “extirpó para siempre el manilovismo en la literatura rusa”15, ese Gógol ¿puede ser el predicador del manilovismo místico-moralista en la lamentable Correspondencia con los amigos?

¿Puede ser Gógol quien en tono sentencioso y de convicción paternal reparte a diestro y siniestro consejos asombrosamente banales y vacuos? Al gobernador, sobre la necesidad de tener funcionarios de buenas costumbres en la administración de la provincia para ejemplo de los ciudadanos; al terrateniente, sobre el establecimiento de relaciones ideales con los campesinos, basadas en... el Derecho feudal. ¿Puede dar consejos tan vacuos, tan quietistas, tan manilovianos el Gógol humanista, el Gógol burlesco, el Gógol realista que había puesto en la picota la corrupción, la mezquindad, la ociosidad, el manilovismo rusos?

La sorprendente divergencia entre el Gógol artista y el Gógol moralista obliga a muchos a recurrir a la psiquiatría en busca de materiales de juicio que lo expliquen y que concilien ambos Gógol. El mismo autor se quejaba de que debido a la Correspondencia con los amigos, casi en presencia suya “comenzaron a decir que había perdido la razón, y le recetaban remedios para los trastornos mentales” (Confesión).

En la actualidad incluso se realizan intentos tardíos por diagnosticar la enfermedad espiritual del doliente escritor y por situar las extrañas contradicciones entre su obra y sus cartas, sus depresiones, sus “ideas obsesivas de carácter místico”, bajo una u otra característica clínica de las “depresiones mentales”16.

No vamos a adentrarnos por esos intentos, especialmente porque están más allá de los límites del problema histórico-literario que nos ocupa.

Aunque el espíritu del gran escritor necesitara en la etapa final de sus días la intervención de la psicología o la psicopatología, esto no resuelve el problema siguiente: ¿Por qué y cómo pasa el artista realista al didactismo místico? Para salir del atolladero v encontrar la respuesta no se necesita una óptica psiquiátrica, sino la histórico-social.

Reflexiones. ¿Cómo llegó Gógol a su filosofía moralista? Con la fuerza de su intuición artística hizo saltar las fortalezas de la barbarie convertida en costumbre, de las monstruosidades cotidianas, de los crímenes usuales y de la vileza eterna, de la vileza sin fin. Todo cuanto se había formado a través de los siglos, todo cuanto la costumbre había respaldado, lo que se hallaba cubierto por el polvo de centurias y coronado con la sanción mística fue removido por Gógol, sacudido, desnudado, convertido en tema para el pensamiento y en problema para la conciencia. Y todo esto lo hizo sin que interviniera para nada la reflexión razonante y sistematizadora; su talento creador captó con las manos desnudas la realidad17.

Cuando esta actividad “clandestina” de la conciencia fue cumplida y objetivada como verdad en una serie de figuras inmortales, esas figuras aparecieron ante el pensamiento del artista como interrogaciones objetivas de la esfinge de la vida.

¿Qué era en realidad el pensamiento de Gógol? Debemos recordar una y otra vez que Gógol vivió en una sociedad donde no existía atmósfera “intelectual” estable, cuando los problemas de la concepción laica del mundo eran aún inaccesibles a la literatura y apenas si se discutían en los círculos intelectuales. En los años veinte, siendo todavía Gógol niño, y cuando vivía en provincia, en los círculos más selectos de la “sociedad” de la capital se empezaba a forjar una concepción del mundo que podría llamarse “ideología social avanzada” en nuestro actual lenguaje publicístico. Pero a mediados del decenio, esa elaboración fue interrumpida por vía puramente mecánica. En los años treinta aparecieron de nuevo oasis de inteligencia pensante; de ahí surgieron las figuras más representativas de la fase siguiente. Pero antes de que Gógol pudiera tomar contacto con esos grupos, se hizo famoso como autor de las Veladas y entró en el círculo de Pushkin, que, por un lado, le favoreció como artista, aunque por otro fue incapaz de ampliar su horizonte social. Añadid a esto que Gógol vivió casi permanentemente fuera de Rusia desde 1838, en una existencia firmemente cerrada, a la que sólo tenían acceso algunas personas cuyas ideas carecían de cualquier elemento crítico, del que también carecía Gógol.

De ahí que el pensamiento desarmado. falto de preparación, de Gógol se encuentre frente a un montón de problemas interrelacionados, provocados por su propio talento creador como artista, al tiempo que su conciencia, de sensibilidad aguda, no deja descansar la razón. Tenía que encontrar una solución necesariamente, con ayuda de métodos de pensar execrables que tradicionalmente eran considerados absolutos e indiscutibles.

Al carecer de base dentro del propio Gógol, las ideas necesitaban una autoridad exterior para poder medirse con la tarea destructivo de la creación directa. Esa autoridad se encontraba en los códigos morales impuestos por las sugestiones infantiles, consagradas por la memoria.

No hay motivo, por tanto, para dividir la vida espiritual de Gógol en dos mitades, ni para recurrir a la psicopatología con ánimo de soldarlas.

El estado espiritual místico-moralista de los últimos días del gran escritor fue el desarrollo de las tesis insertadas en él por la educación tradicional. La creación artística personal dio lugar a la necesidad de pensar la vida, y la sensible conciencia literaria realizaba penosos esfuerzos, como respuesta a esta necesidad, para reducir a unidad todo el cúmulo de principios arcaicos que se transmiten de generación en generación, que infunden a la mayoría un respeto platónico, pero que nadie aplica a la vida.

¡Ahora sí podemos imaginar la falsa valoración que tuvieron, desde el ángulo de estos arcaicos códigos, los frutos de la intuición artística! Y cuán mezquina e ingenuamente pueril fue la solución que habrían de recibir los problemas de la vida social!

Tomemos la comedia El inspector, esa especie de “poema” de la burocracia provinciana. Skvosnik-Dmujánov es el payaso y el estafador, el timador y el tiralevitas. Por supuesto, lo más terrible de todo es que en él “eso no es amoralidad, sino su formación moral, la noción suprema de sus deberes objetivos”18. Su monstruosa moralidad es la sencilla derivación lógica de determinadas causas sociales. Si empleamos la terminología de aquella época, en eso radica lo “patético” de su figura. Por supuesto, la comedia insuflaba conclusiones que iban mucho más allá de las normas de buena conducta burguesas, que prohibían dejarse sobornar y robar al fisco. Gógol no podía percibir, debido a todas sus concepciones, el valor social y el significado histórico de su conclusión: le asustaban. Y como secuela de ese temor aparecía el intento de interpretar lo que de hecho era una comedia social profundamente realista desde una perspectiva místico-moral. Entonces la ciudad presentada en la comedia se convertía en la encarnación de nuestra alma enferma; Plutichinovniki, en la encarnación de nuestras malas pasiones; Jlestanov hacía el papel de la conciencia, laica, falsa y derrotada; y el inspector, ese Deus ex machina patrio, esa figura providencial que con su aparición prosaica pone en funcionamiento miles de dramas y comedias vivas, ese inspector resulta convertido en el mensajero del juicio final, de la conciencia verdadera e insobornable. Desenlace de El inspector.

Esta explicación, que además de didáctica y aburrida no viene a cuento, no altera en lo más mínimo la fuerza “fermentadora” de la comedia.

Lo mismo sucede con otras obras. Promovieron una corriente orgánica de ideas en la conciencia social, que rebasaban con mucho el horizonte social del propio Gógol. “Tras esas figuras monstruosas y repugnantes, los lectores reflexivos perciben otras, entrevén imágenes de noble estirpe; esa sucia realidad les lleva a la concepción de la realidad ideal, y aquello que se les permite representarse con toda nitidez aquello que debe ser"19. Si de esta frase quitamos las férreas tenazas de la fraseología hegeliana, el resultado es un pensamiento sencillo y profundo: la idea fundamental del poeta es la contradicción entre las formas cristalizadas, inmóviles, de la vida rusa, y su contenido en constante mutación. La contradicción plantea problemas que vienen estrechos a los vicios marcos. Este movimiento del “principio sustancial”, que incluso en nuestros días todavía no se ha agotado, condujo en su momento a la abolición de la servidumbre y a toda una serie de transformaciones sociales. El lugar que el poema de Gógol ocupa en ese movimiento no es de los menos importantes.

Y por mucha que fuera la insistencia y la sinceridad con que Gógol decía ulteriormente que no había nacido para hacer época en la literatura, sólo para salvar el alma, el problema “no tiene arreglo “. Gógol hizo época, creó escuela, creó literatura...

Cierto que este gran escritor se extravió bastante... Pero ¿quién osa hoy lanzar una piedra condenatoria contra la gran conciencia torturada, contra esa conciencia que buscó la verdad con tanta desesperación y que pagó su extravío con tales sufrimientos?

Si intentó desvalorizar el sentido social de sus propias obras con una interpretación moralista impersonal, ¡no se lo tengamos en cuenta! Si en su labor de publicista convenció a algunos con el sí menor, ¡perdonémosle!

Y por sus grandes e inapreciables servicios al arte del lenguaje, por la gran influencia humana de su creación, concedamos ¡gloria eterna e inextinguible a Gógol!



En memoria de Sergio Esenin

Hemos perdido a Esenin, ese poeta admirable, de tanta frescura, de tanta sinceridad. ¡Y qué trágico fin!. Se ha ido por voluntad propia, diciendo adiós con su sangre a un amigo desconocido, quizá, para todos nosotros. Sus últimas líneas sorprenden por su ternura y dulzura; ha dejado la vida sin clamar contra el ultraje, sin protestas vanidosas, sin dar un portazo, cerrando dulcemente la puerta con una mano por la que corría la sangre. Con este gesto, la imagen poética y humana de Esenin brota en un inolvidable resplandor de adiós.

Esenin compuso los amargos “Cantos de un hooligan” y dio a las insolentes coplas de los tugurios de Moscú esa inevitable melodía eseniana que sólo a él pertenecía. Con frecuencia se jactaba de gestos vulgares, de una palabra cruda y trivial. Pero bajo esta apariencia palpitaba la ternura particular de un alma indefensa y desprotegida. Con esa grosería semi-fingida, Esenin trataba de protegerse contra las durezas de la época que le había visto nacer, pero no tuvo éxito. “No puedo más”, declaró el 17 de diciembre sin desafío ni recriminación... el poeta vencido por la vida. Conviene insistir en esa grosería semi-fingida porque, lejos de ser simplemente la forma escogida por Esenin, era también la huella dejada por las condiciones de nuestra época, tan escasamente tierna, tan poco dulce. Cubriéndose con la máscara de la insolencia -y pagando a esa máscara un tributo considerable y por tanto nada ocasional-, está claro que Esenin se ha sentido siempre extraño a este mundo. Y esto no es una alabanza, porque precisamente por esa incompatibilidad hemos perdido a Esenin; tampoco se la reprocho: ¿quién pensaría en condenar al gran poeta lírico que no hemos sabido guardar entre nosotros?

Áspero tiempo el nuestro, quizá uno de los más expertos de la historia de esta Humanidad que se dice civilizada. Todo revolucionario nacido para estas pocas decenas de años está poseído por un patriotismo furioso para esta época, que es su patria en el tiempo. Pero Esenin no era un revolucionario. El autor de Pugachev y de las Baladas de los veintiséis era un lírico íntimo. Nuestra época no es lírica. Es la razón esencial por la que Sergio Esenin, por propia voluntad y tan temprano, se ha ido lejos de nosotros y de nuestro tiempo.

Las raíces de Esenin son profundamente populares, y, como todo en él, su fondo “pueblo” no es artificial. La prueba más indiscutible se encuentra no en sus poemas sobre la rebeldía popular, sino nuevamente en su lirismo:

Tranquilo, en el matorral de enebros, junto al barranco

El otoño, yegua alazana, agita sus crines.

Esta imagen del otoño y tantas otras han asombrado, en primer lugar, como audacias gratuitas. El poeta nos ha obligado a sentir las raíces campesinas de sus imágenes y a dejarlas penetrar profundamente en nosotros. Fet no se habría expresado así, y Tiuchev, menos. El fondo campesino -aunque transformado y afinado por su talento creador- estaba sólidamente anclado en él. Es el poder mismo de ese fondo campesino lo que ha provocado la debilidad propia de Esenin: había sido arrancado al pasado y desarraigado, sin nunca poder arraigarse en el presente.

La ciudad no le había fortalecido, al contrario, le había quebrantado y herido. Sus viajes por el extranjero -por Europa y el otro lado del océano- no habían podido “levantarle”. Había asimilado más profundamente Teherán que Nueva York y el lirismo interior del niño de Riazán encontró en Persia más afinidades que en las capitales cultas de Europa y de América.

Esenin no era hostil a la revolución y jamás le fue ella extraña; al contrario, constantemente tendía hacia ella, escribiendo a partir de 1918:

¡Oh madre, patria mía, soy bolchevique!

Y algunos años más tarde escribía:

Y ahora para los soviets

soy el más ardiente compañero de viaje.

La revolución penetró violentamente en la estructura de sus versos y en sus imágenes que, confusas al principio, se depuraron. En el derrumbe del pasado, Esenin no perdió nada, nada lamentó. ¿Extraño a la revolución? No, pero la revolución y él no tenían la misma naturaleza. Esenin era un ser íntimo, tierno, lírico; la revolución es pública, épica, llena de desastres. Y un desastre fue lo que ha roto la corta vida del poeta.

Se ha dicho que cada ser porta en sí el resorte de su destino, desarrollado hasta el final por la vida. En esta frase no hay más que una parte de verdad. El resorte creador de Esenin, al desenroscarse, ha chocado con los ángulos duros de la época, y se ha roto.

Hay en Esenin muchas hermosas estrofas contagiadas de su época. Toda su obra está marcada por el tiempo. Y, sin embargo, Esenin “no era de este mundo”. No es el poeta de la revolución:

Yo tomo todo, - todo, tal como es, acepto,

Dispuesto estoy a seguir caminos ya trillados,

Daré mi alma entera a vuestro Octubre y a vuestro Mayo,

Pero mi lira bien amada nunca la cederé.

Su resorte lírico no habría podido desarrollarse hasta el final más que en una sociedad armoniosa, feliz, plena de cantos, en una época en que no reine como amo y señor el duro combate, sino la amistad, el amor, la ternura. Ese tiempo llegará. En el nuestro, se incuban todavía muchos combates implacables y salutíferos de hombres contra hombres, pero vendrán otros tiempos que preparan las actuales luchas. La personalidad del hombre se expandirá entonces como una auténtica flor, como se expandirá la poesía. La revolución arrancará para cada individuo el derecho no sólo al pan, sino a la poesía.

En su último momento, ¿a quién escribió Esenin su carta de sangre? ¿Quizá llamaba de lejos a un amigo que aún no ha nacido, el hombre de un futuro que algunos preparan con sus luchas como Esenin lo preparaba con sus cantos? El poeta ha muerto porque no era de la misma naturaleza que la revolución. Pero en nombre del porvenir, la revolución le adoptará para siempre.

Desde los primeros tiempos de su obra poética, Esenin, consciente de ser interiormente incapaz de defenderse, tendía hacia la muerte. En uno de sus últimos cantos se despidió de las flores:

Y bien, amadas mías,

Os he visto, he visto la tierra

y vuestro fúnebre temblor

lo tomaré como una caricia nueva.

Sólo ahora, después del 27 de diciembre, todos nosotros, que le hemos conocido mal o bien, podemos comprender totalmente la sinceridad íntima de su poesía, cada uno de cuyos versos estaba escrito con la sangre de sus heridas venas. Nuestra amargura es tanto más áspera por eso. Sin salir de su dominio íntimo, Esenin encontraba, en el presentimiento de su próximo fin, una melancólica y emocionante consolación:

Escuchando una canción en el silencio,

mi amada, con otro amado

se acordará quizá de mí

como de una flor única.

En nuestra conciencia un pensamiento suaviza el dolor agudo todavía reciente: este gran poeta, este auténtico poeta, ha reflejado a su manera su época y la ha enriquecido con sus cantos, que hablan de forma nueva del amor, del cielo azul caído en el río, de la luna que como un cordero pace en el cielo, y de la flor única, él mismo.

Que en este recuerdo al poeta no haya nada que nos abata o nos haga perder valor. El resorte que tensa nuestra época es incomparablemente más poderoso que nuestro resorte personal. La espiral de la historia se desarrollará hasta el fin. No nos opongamos a él, sino que ayudémosle con toda la fuerza consciente de nuestro pensamiento y de nuestra voluntad. Preparemos el porvenir. Conquistemos, para todos y para todas, el derecho al pan y el derecho al canto.

El poeta ha muerto, ¡viva la poesía! Indefenso, un hijo de los hombres ha rodado en el abismo. Pero viva la vida creadora en la que hasta el último momento Sergio Esenin ha entrelazado los hilos preciosos de su poesía.

Pravda, 19 de enero de 1926


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