Literatura y revolución león trotsky



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Durante estos últimos años, la arquitectura ha sido la que más ha padecido, y no sólo en Rusia; los viejos edificios han ido arruinándose poco a poco y no se ha construido de nuevo. Existe en todo el mundo una crisis de viviendas. Cuando tras la guerra los hombres han comenzado a trabajar, se han dedicado en primer lugar a las necesidades cotidianas esenciales, luego a la reconstrucción de los medios de producción y de las viviendas. En última instancia, las destrucciones de la guerra y de las revoluciones servirán a la arquitectura, de igual manera que el incendio de 1812 contribuyó a embellecer Moscú. Si en Rusia había menos materiales culturales a destruir que en otros países, las destrucciones han sido mayores y la reconstrucción progresa con mayores dificultades. No resulta sorprendente que hayamos descuidado la arquitectura, la más monumental de las artes.

Hoy día empezamos poco a poco a empedrar las calles, a rehacer las canalizaciones, a terminar las casas que quedaron sin terminar, y, sin embargo, sólo estamos en el principio. Hemos construido en madera los pabellones de la Exposición Agrícola de Moscú de 1923. Pero todavía tenemos que esperar antes de construirlos en gran escala. Los autores de proyectos gigantescos, como Tatlin, tendrán tiempo para reflexionar, para corregir o revisar radicalmente sus proyectos. Por supuesto, no creemos que vamos a estar durante decenas de años todavía reparando las viejas calles y casas. Como para todo lo demás, en primer lugar tenemos que arreglar, luego prepararse lentamente, acumular fuerzas antes de que venga un período de desarrollo rápido. Tan pronto como se cubran las necesidades más urgentes de la vida, y tan pronto como se pueda tener un excedente, el Estado soviético, situará en el orden del día el problema de las construcciones gigantes en que encarnará el espíritu de nuestra época. Tatlin tiene razón al separar de su proyecto los estilos nacionales, la escultura alegórico, las piezas de estuco, los adornos y paramentos, y tratar de utilizar correctamente sus materiales. De este modo se han construido desde siempre las máquinas, los puentes y los mercados cubiertos. Pero todavía está por demostrar que Tatlin tenga razón por lo que respecta a sus propias invenciones: el cubo giratorio, la pirámide y el cilindro, todo ello de cristal. Las circunstancias le darán tiempo para reunir argumentos a su favor.

Maupassant odiaba la torre Eiffel, pero nadie está obligado a imitarle. Cierto que la torre Eiffel da una impresión contradictoria; uno se siente atraído por la simplicidad de su forma y al mismo tiempo rechazado por la inutilidad del monumento. ¡Qué contradicción! Utilizar de modo extremadamente racional la materia con objeto de hacer una torre tan alta; pero ¿para qué sirve la torre? Ahí no hay construcción, sino un juego de construcción. Hoy sabemos que la torre Eiffel sirve como estación de radio. Esto le da un sentido y la hace estéticamente más armoniosa. Si hubiera sido construida desde el principio con este objeto, hubiera tenido probablemente formas más racionales aún y por eso su belleza artística habría sido mayor.

Por eso mismo no podemos aprobar los argumentos con que se justifica la estética de Tatlin. Quiere construir en vidrio las salas de reuniones para el Consejo Mundial de Comisarios del Pueblo, para la Internacional Comunista, etc. Las vigas de apoyo, los pilares que soportan el cilindro y la pirámide de vidrio -no sirven más que para eso- son tan mazacotes y tan pesados que parecen un andamio olvidado. No se entiende por qué están ahí. Si se nos dice que deben sostener el cilindro giratorio en que tendrán lugar las reuniones, se puede responder que no hay necesidad alguna de mantener las reuniones en un cilindro, y que no hay tampoco necesidad de que el cilindro gire. Recuerdo haber visto en mi infancia una botella encerrada en una botella de cerveza; mi imaginación quedó excitada sin que me preguntase para qué servía aquello. Tatlin sigue el camino opuesto. La botella de vidrio para el Consejo Mundial de los Comisarios del Pueblo está en un templo en espiral de cemento armado y quiere encerrarlo ahí. Por el momento no puedo impedirme preguntar ¿por qué? Estaríamos de acuerdo con el cilindro y su rotación si la construcción fuera simple y ligera, si los mecanismos que sirven para producir la rotación no aplastasen toda la construcción.

Por eso mismo, no podemos aprobar los argumentos con que se nos explica la importancia artística, la plástica y la escultura de Jacob Lipschitz. La escultura debe perder su independencia ficticia, una independencia que la hace vegetar en los patios traseros de la vida o en los cementerios de los museos. Debe mostrar sus vínculos con la arquitectura, exaltarlos en el seno de una síntesis más elevada. En tal sentido amplio, la escultura debe buscar una aplicación utilitaria. Muy bien. ¿Cómo aplicar estas ideas a la plástica de Lipschitz? La fotografía nos muestra dos planos que se cortan, esquematizando un hombre sentado que tiene un instrumento en las manos. Se nos dice que si esto no es utilitario, es “funcional”. ¿En qué sentido? Para juzgar el funcionalismo hay que conocer la función. Si se pensase en la no funcionalidad, o en la utilidad eventual de estos planos que se cortan, de estas formas angulosas y salientes, la escultura terminaría por transformarse en un perchero. Si el escultor se entregase a la tarea de hacer un perchero, probablemente habría encontrado una forma más apropiada. No, no podemos recomendar a nadie moldear en yeso tal percha.

Queda aún otra hipótesis: la plástica de Lipschitz, como el arte verbal de Krutchenij, no son más que simples ejercicios técnicos, gamas y escalas de la música y de la escultura del porvenir. Pero no por ello hay que presentar el solfeo como música. Dejémoslas en el estudio, no mostremos las fotografías.

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No hay duda de que en el futuro, y sobre todo en un futuro lejano, tareas monumentales como la planificación nueva de las ciudades-jardín, de las casas-modelo, de las vías férreas, de los puertos, interesarán además de a los arquitectos y a los ingenieros, a amplias masas populares. En lugar del hacinamiento, a la manera de los hormigueros, de barrios y calles, piedra a piedra y de generación en generación, el arquitecto, con el compás en la mano, construirá ciudades-aldeas inspirándose solamente en el mapa. Estos planos serán sometidos a discusión, se formarán grupos populares a favor y en contra, partidos técnico-arquitectónicos con su agitación, sus pasiones, sus mítines v sus votos. La arquitectura palpitará de nuevo en el hálito de los sentimientos y de los humores de las masas, en un plano más elevado, y la humanidad, educada más “plásticamente”, se acostumbrará a considerar el mundo como una arcilla dúctil, apropiada para ser modelada en formas cada vez más bellas. El muro que separa el arte de la industria será derruido. En lugar de ser ornamental, el gran estilo del futuro será plástico. En este punto los futuristas tienen razón. No hay que hablar por ello de la liquidación del arte, de su eliminación por la técnica.

Tenemos, por ejemplo, un cuchillo. El arte y la técnica pueden combinarse ahí de dos formas: o bien se decora el cuchillo, pintando en su mango una belleza, o la torre Eiffel, o bien el arte ayuda a la técnica a encontrar una forma “ideal” de cuchillo, una forma que corresponda mejor a su materia, a su objeto. Sería falso pensar que se pueda conseguir por medios simplemente técnicos: el objeto y la materia son susceptibles de un número incalculable de variaciones. Para hacer un cuchillo “ideal” es preciso conocer las propiedades de la materia y los métodos para trabajaría, es preciso también imaginación y gusto. En la línea de evolución de la cultura industrial, pensamos que la imaginación artística se preocupará por elaborar la forma ideal de un objeto en tanto que tal no por su ornamentación, ese añadido artístico que se le añade. Y si esto vale para un cuchillo será más válido todavía para el vestido, los muebles, el teatro y la ciudad. Lo cual no quiere decir que se pueda prescindir de la obra de arte, ni siquiera en un futuro lejano. Quiere decir que el arte debe cooperar estrechamente con todas las ramas de la técnica.

¿Hay que pensar que la industria absorberá el arte, o que el arte elevará a la industria a su Olimpo? La respuesta será distinta, según se aborde el problema desde el lado de la industria o desde el lado del arte. Objetivamente no hay diferencia en el resultado. Ambos suponen una expansión gigantesca de la industria una gigantesca elevación de su calidad artística. Por industria naturalmente entendemos aquí toda la actividad productiva del hombre: agricultura mecanizada y electrificada incluida.

El muro que separa el arte de la industria, y también el que separa el arte de la Naturaleza, se derruirán. Pero no en el sentido de Jean Jacques Rousseau, según el cual el arte se acercará cada vez más a la Naturaleza, sino en el sentido de que la Naturaleza será llevada cada vez más cerca del arte. El emplazamiento actual de las montañas, ríos, campos y prados, estepas, bosques y orillas no puede ser considerado definitivo. El hombre ha realizado ya ciertos cambios no carentes de importancia sobre el mapa de la Naturaleza; simples ejercicios de estudiante en comparación con lo que ocurrirá. La fe sólo podía prometer desplazar montañas; la técnica, que no admite nada “por fe”, las abatirá y las desplazará en la realidad. Hasta ahora no lo ha hecho más que por objetivos comerciales o industriales (minas y túneles); en el futuro lo hará en una escala incomparablemente mayor, conforme a planes productivos y artísticos amplios. El hombre hará un nuevo inventario de montañas y ríos. Enmendará rigurosamente y en más de una ocasión a la Naturaleza. Remodelará en ocasiones la tierra a su gusto. No tenemos ningún motivo para temer que su gusto sea malo.

El poeta Kliueiv, durante una polémica con Maiakovsky, declara con segunda intención que “no conviene al poeta preocuparse de las grúas”, y que “en el crisol del corazón, y no en ningún otro lugar, se funde el oro púrpura de la vida”. Evanov-Razumnik, un populista que fue socialista revolucionario de izquierda, lo cual lo explica todo, vino a poner su grano de sal en la discusión. La poesía del martillo y de la máquina, declara Ivanov-Razumnik refiriéndose a Maiakovsky, será pasajera. Habladnos de “la tierra original”, de la “eterna poesía del universo”. Por un lado, la fuente eterna de poesía; por otro, lo efímero. El idealista semi-místico, soso y prudente Razumnik, prefiere naturalmente lo eterno a lo efímero. Esta oposición de la tierra respecto a la máquina carece de objeto; a un campo atrasado no se le puede oponer el molino o la plantación o la empresa socialista. La poesía de la tierra no es eterna, sino cambiante; el hombre sólo ha comenzado a cantar después de haber puesto entre él y la tierra los útiles y las herramientas, esas máquinas elementales. Sin la hoz, la guadaña o el arado no habría habido poeta campesino. ¿Quiere esto decir que la tierra con guadaña tiene el privilegio de la eternidad sobre la tierra con el arado mecánico? El hombre nuevo, que acaba de nacer, no opondrá como Kliuiev y Razumnik las herramientas de hueso o de espinas de pescado a la grúa o el martillo pilón. El hombre socialista dominará la Naturaleza entera, incluidos esos faisanes y esos esturiones, por medio de la máquina. Designará los lugares en que las montañas deben ser abatidas, cambiará el curso de los ríos y abarcará los océanos. Los necios idealistas pueden decir que todo esto acabará por no tener gracia ninguna, pero precisamente por ello son necios. ¿Piensan que todo el globo terrestre será parcelado, que los bosques serán transformados en parques y jardines? Seguirá habiendo espesuras y bosques, faisanes y tigres allí donde el hombre decida que los haya. Y el hombre actuará de tal forma que el tigre no se dará cuenta incluso de la presencia de la máquina, y continuará viviendo como ha vivido. La máquina no se opondrá a la tierra. Es un instrumento del hombre moderno en todos los dominios de la vida. Si la ciudad es hoy “temporal” no se disolverá en la antigua aldea. Al contrario, la aldea se alzará hasta el nivel de la ciudad. Y ésa será nuestra tarea principal. La ciudad es “temporal”, pero indica el futuro y muestra la ruta. La aldea actual surge enteramente del pasado; su estética es arcaica, como si se la hubiese sacado de un museo de arte popular.

La Humanidad saldrá del período de guerras civiles empobrecida a consecuencia de las terribles destrucciones, sin hablar de los terremotos como el que acaba de ocurrir en Japón. El esfuerzo por vencer la pobreza, el hambre, la necesidad en todas sus formas, es decir, por domesticar la Naturaleza, será nuestra preocupación dominante durante decenas y decenas de años. En la primera etapa de toda sociedad socialista joven se tiende hacia las conquistas buenas del sistema americano. El goce pasivo de la Naturaleza desaparecerá en el arte. La técnica inspirará con mayor poder la creación artística. Y más tarde, la oposición entre técnica y arte se resolverá en una síntesis superior.

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Los actuales sueños de algunos entusiastas que tratan de comunicar una cualidad dramática y una armonía rítmica a la existencia humana, coinciden de manera coherente con esta perspectiva. Dueño de su economía, el hombre alterará profundamente la estancada vida cotidiana. La necesidad fastidiosa de alimentar y educar a los niños será eliminada para la familia debido a la iniciativa social. La mujer saldrá por fin de su semi-esclavitud. Al lado de la técnica, la pedagogía formará psicológicamente nuevas generaciones y regirá la opinión pública. En constante emulación de métodos, las experiencias de educación social se desarrollarán a un ritmo hoy día inconcebible. El modo de vida comunista no crecerá ciegamente, como los arrecifes de coral en el mar. Será edificado de forma consciente. Será controlado por el pensamiento crítico. Será dirigido y corregido. El hombre, que sabrá desplazar los ríos y las montañas, que aprenderá a construir los palacios del pueblo sobre las alturas del Mont Blanc o en el fondo del Atlántico, dará a su existencia la riqueza, el color, la tensión dramática el dinamismo más alto. Apenas comience a formarse en la superficie de la existencia humana una costra, estallará bajo la presión de nuevos inventos y realizaciones. No, la vida del futuro no será monótona.

En resumen, el hombre comenzará a armonizar con todo rigor su propio ser. Tratará de obtener una precisión, un discernimiento, una economía mayores, y por ende belleza en los movimientos de su propio cuerpo, en el trabajo, en el andar, en el juego. Querrá dominar los procesos semiinconscientes e inconscientes de su propio organismo: la respiración, la circulación de la sangre, la digestión, la reproducción. Y dentro de ciertos límites insuperables, tratará de subordinarlos al control de la razón y de la voluntad. El homo sapiens, actualmente congelado, se tratará a sí mismo como objeto de los métodos más complejos de la selección artificial y los tratamientos psicofísicos.

Tales perspectivas se derivan de la evolución del hombre. Comenzó por expulsar las tinieblas de la producción y de la ideología para romper, mediante la tecnología, la rutina bárbara de su trabajo, y por triunfar de la religión mediante la ciencia. Ha expulsado el inconsciente de la política derrocando las monarquías, a las que ha sustituido por democracias y parlamentarismos racionalistas, y luego por la dictadura sin ambigüedad de los soviets. En medio de la organización socialista elimina el espontaneísmo ciego, elemental de las relaciones económicas. Lo cual le permite reconstruir desde otras bases totalmente distintas la tradicional vida de familia. Por último, si la naturaleza del hombre se halla oculta en los rincones más oscuros del inconsciente, ¿no es lógico se dirijan en esa dirección los mayores esfuerzos del pensamiento que busca y que crea? El género humano, que ha dejado de arrastrarse ante Dios, el Zar y el Capital, ¿deberá capitular ante las leyes oscuras de la herencia y de la ciega selección secular? El hombre libre tratará de alcanzar un equilibrio mejor en el funcionamiento de sus órganos y un desarrollo más armonioso de sus tejidos; con objeto de reducir el miedo a la muerte a los límites de una reacción racional del organismo ante el peligro. En efecto, no hay duda de que la falta de armonía anatómica y fisiológica, la extremada desproporción en el desarrollo de sus órganos o el empleo de sus tejidos dan a su instinto vital este temor mórbido, histérico, de la muerte, temor que a su vez alimenta las humillantes y estúpidas fantasías sobre el más allá. El hombre se esforzará por dirigir sus propios sentimientos, de elevar sus instintos a la altura del consciente y de hacerlos transparentes, de dirigir su voluntad en las tinieblas del inconsciente. Por eso, se alzará al nivel más alto y creará un tipo biológico y social superior, un superhombre si queréis.

Igual de difícil es predecir cuáles serán los límites del dominio de sí susceptible de ser alcanzado, como de prever hasta dónde podrá desarrollarse la maestría técnica del hombre sobre la naturaleza. El espíritu de construcción social y la autoeducación psicológica se convertirán en aspectos gemelos de un solo proceso. Todas las artes -la literatura, el teatro, la pintura, la escultura, la música y la arquitectura- darán a este proceso una forma sublime. 0 más exactamente, la forma que revestirá el proceso de edificación cultural y de autoeducación del hombre comunista desarrollará hasta el grado más alto los elementos vivos del arte contemporáneo. El hombre se hará incomparablemente más fuerte, más sabio y más sutil. Su cuerpo será más armonioso, sus movimientos más rítmicos, su voz más melodioso. Las formas de su existencia adquirirán una cualidad dinámicamente dramática. El hombre medio alcanzará la talla de un Aristóteles, de un Goethe, de un Marx. Y por encima de estas alturas, nuevas cimas se elevarán.

TEXTOS SOBRE ARTE, CULTURA Y LITERATURA

León Tolstoi

Artículo publicado en Neue Zeit, el 15 de septiembre de 1908, en alemán, en ocasión de los ochenta años del nacimiento de Tolstoi.

Tolstoi festeja su ochenta aniversario, y hoy aparece ante nosotros como una vieja roca cubierta de musgo, como hombre de una época superada.

¡Cosa rara! No sólo Karl Marx, sino incluso Heinrich Heine -para tomar un ejemplo extraído de un terreno familiar a Tolstoi- parecen vivir todavía hoy entre nosotros. ¡Y el torrente infranqueable del tiempo nos separa ahora de nuestro gran contemporáneo de Iasnaïa Poliana! Tolstoi tenía treinta y tres años cuando la servidumbre fue abolida en Rusia. Había crecido y se había desarrollado como el descendiente “de diez generaciones que no habían sido humilladas por el trabajo”, en la atmósfera de la vieja nobleza rural rusa, con su sello de gran señor, en medio de los campos heredados de padre a hijo, en la vasta mansión feudal, a la sombra apacible de las bellas alamedas de tilos. Las tradiciones de la nobleza rural, su carácter romántico, su poesía, en fin, todo el estilo de su vida lo había asimilado Tolstoi hasta tal punto que se convirtió en parte integrante, orgánica, de su personalidad. Aristócrata era en el momento del despertar de su conciencia, aristócrata hasta la punta de las uñas, se ha quedado hoy en las fuentes más profundas de su trabajo creador, pese a toda la evolución ulterior de su espíritu.



Tolstoi aristócrata

En el castillo señorial de los príncipes Volkonsky, que pasó luego a la familia Tolstoi, el poeta de Guerra y Paz vive en una habitación sencillamente amueblada. Hay una sierra colgada en la pared, y en un rincón, sobre ella, una hoz y un hacha de carpintero. En el piso superior, como guardianes inmóviles de las viejas tradiciones, están colgados los retratos de toda una serie de generaciones de antepasados. ¡Qué símbolo! En el alma del dueño de la casa encontramos igualmente dos pisos superpuestos, en orden inverso. Mientras que en las regiones superiores de la conciencia, la filosofía de la simplicidad y de la fusión con el pueblo ha construido su nido, abajo, allí donde se hunden las raíces de los sentimientos, de las pasiones y de la voluntad, nos saluda toda una larga galería de ancestros feudales.

En la cólera del arrepentimiento, Tolstoi se alejó del arte mendaz y vano que practica un culto idólatra con las simpatías artificialmente desarrolladas de las clases dominantes y cultiva sus prejuicios de casta con la ayuda de la mentira de la falsa bondad. ¿Qué vemos a continuación? En su última gran obra, Resurrección, es precisamente el terrateniente ruso, rico en dinero y en antepasados, quien coloca en el centro de su atención artística, rodeándolo cuidadosamente del dorado tejido de relaciones, hábitos y recuerdos aristocráticos como si no existiese nada bello e importante en la tierra aparte de este mundo “vano” y “mendaz”.

Desde el dominio señorial, un sendero derecho v corto conduce a la casa del campesino. Tolstoi, el poeta, ha recorrido a menudo con amor este camino, antes que Tolstoi, el moralista, haya hecho el camino de la salvación. Incluso después de la abolición de la esclavitud, considera al campesino como pertenencia, como parte integrante de su ambiente exterior y de su ser íntimo. Detrás de su “amor incontestable por el verdadero pueblo trabajador” se ve aparecer, también de modo incontestable, su ancestro feudal colectivo, pero transfigurado por su genio artístico.

El terrateniente y el campesino, ésos son a fin de cuentas los únicos tipos que Tolstoi ha acogido en el santuario de su trabajo creador. Nunca, ni antes ni después de su crisis, se ha liberado ni ha tratado de liberarse del desprecio auténticamente feudal por todos los personajes que se interponen entre el terrateniente y el campesino u ocupan un lugar cualquiera fuera de esos dos polos sagrados del antiguo orden de cosas: el intendente alemán, el comerciante, el preceptor francés, el médico, el “intelectual” y, por último, el obrero de fábrica con su reloj y su cadena. No experimenta jamás la necesidad de estudiar estos tipos, de mirar en el fondo de su alma, de interrogarlos sobre sus creencias, y pasan ante sus ojos de artista como personajes sin importancia alguna y cómicos la mayor parte del tiempo. Cuando se le ocurre representar revolucionarios de los años 70 u 80, como en Resurrección, se contenta con variar en el nuevo medio sus viejos tipos de nobles y de campesinos, o nos da esquemas superficiales y cómicos. Su Novodvorof puede pretender representar el tipo de revolucionario ruso tanto como el Riccaut de la Marlinière de Lassin el de oficial francés.

La hostilidad de Tolstoi a la vida nueva

A principio de los años 60, cuando Rusia fue sumergida bajo la ola de las nuevas ideas y, lo que es más importante, de las nuevas condiciones sociales, Tolstoi tenía tras él, como hemos visto, un tercio de siglo. Desde el punto de vista psicológico y moral, se hallaba, pues, completamente formado. No es necesario decir aquí que Tolstoi no ha sido nunca un defensor de la servidumbre como lo era su amigo íntimo, Fet (Chenchín), el aristócrata y el fino lírico en cuya alma el amor hacia la naturaleza sabía codearse con la adoración por el látigo. Lo cierto es que Tolstoi experimentaba un odio profundo por las condiciones nuevas que estaban a punto de sustituir a las antiguas. Personalmente -escribía en 1861-, no veo a mi alrededor ningún endulzamiento de las costumbres, y no estimo necesario creer la palabra de quienes afirman lo contrario. Por ejemplo, no me parece que las relaciones entre los fabricantes y los obreros sean más humanas que las relaciones entre los nobles y los siervos.

El desorden y el caos por doquier y en todo, la decadencia de la vieja nobleza, la del campesinado, la confusión general, las cenizas y el polvo de la destrucción, la confusión y el desorden de la vida ciudadana, el cabaret y el cigarro en la aldea, la canción trivial del obrero fabril en lugar del noble canto popular, todo esto le descorazonaba como aristócrata y como artista a un tiempo. Por esto se alejó moralmente de ese proceso formidable y le privó de una vez por todas de su aprobación de artista. No tenía necesidad de convertirse en defensor de la esclavitud, para ser con toda su alma partidario del retorno a esas condiciones sociales en las que veía la prudente simplicidad y encontraba la perfección artística. Allí, la vida se reproduce de generación en generación, de siglo en siglo, en una constante inmovilidad, y reina todopoderosa la santa necesidad. Todos los actos de la vida están determinados por el sol, la lluvia, el viento, el crecimiento de la hierba. En este orden de cosas no hay lugar para la razón o la voluntad personal. Todo está regulado, justificado, santificado de antemano. Sin responsabilidad alguna ni voluntad personal, y por tanto tampoco para la responsabilidad personal. Todo está regulado, justificado, santificado de antemano. Sin ninguna responsabilidad ni voluntad propias, el hombre vive simplemente en la obediencia, dice el notable poeta de El poder de la tierra, Glieb Uspensky, y es precisamente en esta obediencia constante, transformada en esfuerzos constantes, lo que constituye la vida, la cual en apariencia no lleva a resultado alguno, pero que, sin embargo, contiene en sí misma su resultado... Y, ¡oh milagro!, esta dependencia servil, sin reflexiones y sin elección, sin errores y por tanto sin remordimiento, es precisamente la que ha creado la “facilidad” moral de la existencia bajo la dura tutela de la “espiga de centeno”. Micula Sélianinovich, el héroe campesino de la vieja leyenda popular, dice de sí mismo: “¡La madre Tierra me ama!”.

Está ahí el mito religioso del “narodnitchestvo” ruso, del “populista” que dominó durante largos decenios el alma de la intelligentsia rusa. Completamente adversario de estas tendencias radicales, Tolstoi permaneció siempre fiel a sí mismo, y en el seno de la “narodnitchestvo”, representó el ala aristocrática, conservadora. Para poder pintar como artista la vida rusa, tal cual la conocía, comprendía y amaba, Tolstoi debía refugiarse en el pasado, a principios del siglo XX. Guerra y Paz (1867-1869) es, en este sentido, su mejor obra, aún inigualada.

Este carácter de masa, impersonal, de la vida y su santa irresponsabilidad lo encarnó Tolstoi en la persona de Karataiev, el tipo menos comprensible para el lector europeo y, en cualquier caso, el que más extraño le resulta. La vida de Karataiev, como el mismo percibía, no tenía sentido alguno como vida individual. Lo tenía como parte de un todo, que él sentía siempre como tal. Las inclinaciones, las amistades, el amor tal cual Pedro los comprende, eran ignorados por Karataiev totalmente, pero amaba y vivía en el amor de todo lo que encontraba en la vida y en particular en los hombres... Pedro (el conde Bezukhoi) sentía que Karataiev, pese a toda su ternura amistosa para con él, no se habría afligido un solo minuto si hubiera tenido que separarse de él. Es éste el estado en que el espíritu, para emplear el lenguaje de Hegel, no ha adquirido todavía la naturaleza íntima y en que aparece por consecuencia solamente como espiritualidad natural. Pese al carácter episódico de sus apariciones, Karataiev constituye el pivote filosófico, si no artístico, de todo el libro. Kutuzof, a quien Tolstoi hace un héroe nacional, es Karataiev en el papel de un general en jefe. Contrariamente a Napoleón, no tiene ni planes ni ambiciones propias. En su táctica semiconsciente, y por consecuencia salvadora, no se deja dirigir por la razón, sino por algo que está por encima de la razón, el sordo instinto de las condiciones físicas y las inspiraciones del espíritu popular. El zar Alejandro, en sus mejores momentos, al igual que el último de sus soldados, obedece indistintamente y de la misma forma a la profunda influencia de la tierra. Es en esta unidad moral donde precisamente reside todo lo patético de la obra.


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