Literatura y revolución león trotsky



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En su declaración programática, que ya hemos citado de pasada, los escritores proletarios de “Kuznitsa” proclaman que “el estilo es la clase” y que por tanto los escritores de un origen social distinto no pueden crear un estilo artístico que corresponda con la naturaleza del proletariado. De ahí parece deducirse que el grupo “Kuznitsa”, que es proletario a un tiempo por su composición y por su tendencia, está a punto de crear precisamente el arte proletario.

“El estilo es la clase”. Sin embargo, el estilo no nace completamente al mismo tiempo que la clase. Una clase encuentra su estilo por caminos extremadamente complejos. Sería muy simple que un escritor pudiera, por el mero hecho de ser un proletario fiel a su clase, instalarse en la encrucijada y declarar: “Yo soy el estilo del proletariado.”

“El estilo es la clase”, y no sólo en arte, sino ante todo en política. Ahora bien, la política es el único terreno en que el proletariado ha creado efectivamente su propio estilo. ¿Cómo? No mediante ese simple silogismo: cada clase tiene su estilo, el proletariado es una clase, y encarga a determinado grupo proletario formular su estilo político. No, el camino fue hecho más complejo. La elaboración de la política proletaria ha pasado por las huelgas económicas, por la lucha, por el derecho de coalición, por los utopistas ingleses y franceses, por la participación de los obreros en los combates revolucionarios bajo la dirección de la democracia burguesa, por el Manifiesto del Partido comunista, por la creación de la socialdemocracia, que, sin embargo, en el curso de los acontecimientos se sometió al “estilo” de otras clases, por la escisión de la socialdemocracia y la separación de los comunistas, por la lucha de los comunistas por el frente único, y por una serie de etapas que aún están por venir. Todo lo que le queda de energía al proletariado después de lo que ha hecho frente a las exigencias elementales de la vida ha ido y va encaminada a la elaboración de ese “estilo” político. Mientras que la ascensión histórica de la burguesía tuvo lugar con una igualdad relativa en todos los dominios de la vida social, la burguesía al enriquecerse, al organizarse, al formarse filosófica y estéticamente, y al acumular hábitos de dominio, para el proletariado, como clase económicamente desheredada, todo el proceso de autodeterminación toma un carácter político revolucionario intensamente unilateral, que encuentra su más alta expresión en el partido comunista.

Si se quisiera comparar la ascensión artística del proletariado a su ascensión política, habría que decir que en el terreno del arte nos encontramos actualmente más o menos en el período en que los primeros movimientos, todavía impotentes, de las masas coincidían con los esfuerzos de la intelligentsia y de algunos obreros por construir sistemas utópicos. Deseamos de todo corazón a los poetas de “Kuznitsa” que aporten su parte a la creación del arte del porvenir, que será, si no proletario, al menos socialista. Pero en el estado actual, extremadamente primitivo, de este proceso sería un error imperdonable conceder a “Kuznitsa” el monopolio de la expresión del “estilo proletario”. La actividad de Kuznitsa en relación con el proletariado se sitúa, en un principio, en el mismo plano que la de Lef, que la de Krug y que la de otros grupos que se esfuerzan por dar una expresión artística a la revolución. Honestamente no sabemos cuál de estas contribuciones se revelará como más importante. En numerosos poetas proletarios la influencia del futurismo, por ejemplo, es indiscutible. El gran talento de Kazin está impregnado de elementos de la técnica futurista, Bezimensky es una esperanza.

La declaración de “Kuznitsa” pinta la situación actual en el terreno del arte con trazos muy sombríos y acusadores: “La Nep, como etapa de la revolución, ha aparecido en el ambiente de un arte que se parece a las gesticulaciones de los gorilas...” “Y todo eso está pagado con subvenciones... No hay Bielinsky. Por encima del desierto del arte, el crepúsculo... Pero nosotros elevamos nuestra voz y desplegamos la bandera roja...”, etc. Del arte proletario se habla en términos extremadamente enfáticos, es decir, grandilocuentes, en parte como arte del futuro, y en parte como arte del presente: “La clase obrera, monolítica, crea un arte únicamente a su imagen y semejanza. Su lengua particular, de sonoridades diversas, alta en colores, rica en imágenes, favorece con su simplicidad, con su claridad, con su precisión, la fuerza de un gran estilo.” Si ello es así, ¿de dónde viene entonces el desierto del arte, y por qué precisamente por encima de él se yergue el crepúsculo? Esta contradicción evidente no puede tener más que una explicación: el arte protegido por el gobierno soviético, que es un desierto invadido por el crepúsculo, los autores de la declaración oponen un arte proletario “de gran envergadura y de gran estilo” que, sin embargo, no goza de la consideración necesaria porque ya no hay “Bielinsky” y porque en el lugar de los Bielinskys hay algunos “camaradas publicistas salidas de nuestras filas y habituados a llevar las bridas de todo”. Con riesgo de quedar yo también algo incluido en la Orden de la Brida, debo decir, sin embargo, que la declaración de “Kuznitsa” habla de sí como del portador exclusivo del arte revolucionario, exactamente en los mismos términos que los futuristas, que los imaginistas, que los “hermanos Serapion” y que los demás. ¿Dónde está, camaradas, este “arte de envergadura, de gran estilo, ese arte monumental?” ¿Dónde? Pensad en la obra de tal o cual poeta de origen proletario –y lo que evidentemente necesitamos ahora es un trabajo de crítica atenta, estrictamente individualizada-: no hay arte proletario. No hay que jugar con las grandes palabras. No es cierto que exista un arte proletario, y menos que sea de gran envergadura ni monumental. ¿Dónde estaría? ¿En quién? Los poetas proletarios hacen su aprendizaje e, incluso sin recurrir a los métodos microscópicos de la escuela formalista, se puede definir, como hemos dicho, la influencia ejercida en ellos por otras escuelas, y ante todo por los futuristas. No es esto un reproche, porque ahí no hay pecado. Pero ninguna declaración llegará a crear un estilo proletario monumental.

“No hay Bielinskys”, lamentan nuestros autores. Si tuviéramos que presentar la prueba jurídica de que la actividad de “Kruznitsa” está penetrada del estado de ánimo que reina en ese pequeño mundo cerrado, en los restringidos círculos, en las pequeñas escuelas de la intelligentsia, la encontraríamos en esta triste fórmula: “No hay Bielinskys.” Evidentemente, no se refieren con ello a Bielinsky como persona, sino como representante de esa dinastía de críticos rusos inspiradora y guía de la vieja literatura. Nuestros amigos de “Kuznitsa” no se han dado cuenta de que esa dinastía ha dejado de existir, precisamente después de que la masa proletaria haya ascendido a la escena política. Por uno de sus lados, y precisamente por el más importante, Plejanov fue el Bielinsky marxista, el último representante de esta noble dinastía de publicistas. Por lo que atañe a la literatura, los Bielinskys abrían respiraderos en la opinión pública de su época. Tal fue su papel histórico. La crítica literaria reemplazaba a la política, y la preparaba. Y lo que en Bielinsky y en los demás representantes de la crítica radical no eran más que alusiones, ha recibido en nuestra época la carne y la sangre de Octubre, se ha convertido en la realidad soviética. Si Bielinsky, Chernichevsky, Dobroljubov, Pisarev, Mijailovsky y Plejanov fueron, cada uno a su manera, los inspiradores públicos de la literatura y, más aún, los inspiradores literarios de la opinión pública naciente, ¿es que ahora toda nuestra opinión pública, con su política, su prensa, sus reuniones, sus instituciones no aparece como el intérprete suficiente de sus propias vías? Toda nuestra vida social está situada bajo un proyector: el marxismo ilumina todas las etapas de nuestra lucha, cada una de nuestras instituciones está sometida en todas sus partes al fuego graneado de la crítica. En estas condiciones pensar en Bielinsky con suspiros de pesar es revelar -¡ay, ay!- un espíritu de renuncia propio de los pequeños círculos intelectuales, al estilo (que nada tiene de monumental) de algún populista de izquierdas lleno de piedad, como Ivanov-Razumnik. “No hay Bielinskys”. Pero, en fin, Bielinsky era mucho menos un crítico literario que un guía de la opinión en su época. Y si Vissarion Bielinsky pudiera vivir en nuestros días, sería probablemente -no se lo ocultaremos a “Kuznitsa”- miembro... del Politburó. Y quizá llevara las cosas con bridas relajadas. ¿No se quejaba, en efecto, de que él, cuya naturaleza era aullar como un chacal, debía hacer oír notas melodiosas?

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No es totalmente casual que la poesía de los pequeños círculos, en sus esfuerzos por vencer su soledad, caiga en el romanticismo soso del “cosmismo”. La idea es poco más o menos así: hay que sentir el mundo como unidad, y a uno mismo como una parte activa de esa unidad, con la perspectiva de dirigir más tarde no sólo la tierra, sino todo el cosmos. Todo esto, por supuesto, es realmente soberbio y terriblemente grande. Nosotros éramos simples habitantes de Kursk o de Kaluga, acabamos de conquistar toda Rusia, y marchamos ahora hacia la revolución mundial. ¿Vamos a contentarnos con “límites planetarios”? Pongamos inmediatamente al círculo proletario sobre el barril del universo. ¿Qué hay más simple? Sabemos hacerlo, y no tenemos a nadie.

El cosmismo parece, o puede parecer, extremadamente audaz, potente, revolucionario, proletario. De hecho, se encuentran en el cosmismo elementos que confinan con la deserción: se huye de los difíciles problemas terrestres -que son particularmente graves en el terreno del arte- para refugiarse en las esferas interestelares. Por eso mismo, el cosmismo muestra un parentesco a todas luces inesperado con el misticismo. En efecto, querer introducir en su concepción artística del mundo el reino de las estrellas, y no sólo de modo contemplativo, sino en cierta forma activa, es, independientemente incluso de los conocimientos que se puedan tener de astronomía, una tarea muy ardua y en cualquier caso de una urgencia poco visible. Por último, se deja traslucir que si los poetas se convierten en “cosmistas” no es porque la población de la Vía Láctea golpee imperiosamente a su puerta y exija de ellos una respuesta, sino porque los problemas terrestres, al prestarse con tanta dificultad a la expresión artística, les incitan a tratar de saltar en el mundo del más allá. Sin embargo, no basta con titularse “cosmista” para coger las estrellas del cielo. Tanto menos cuanto que en el universo hay mucho más de vacío interestelar que de estrellas. Esta tendencia dudosa que tienen para colmar las lagunas de su concepción del mundo y de su obra artística por la materia sutil de los espacios interestelares, peligra con llevar a algunos cosmistas a la más sutil de las materias, al Espíritu Santo, en el que reposan va suficientemente los difuntos poetas.

Los nudos corredizos y los lazos lanzados sobre los poetas proletarios son tanto más peligrosos cuanto que estos poetas son muy jóvenes, y algunos de ellos apenas han salido de la adolescencia. En su mayoría es la revolución victoriosa la que los ha despertado a la poesía. Han entrado en la hombredad sin estar todavía formados, llevados por las alas de la espontaneidad, del torbellino y del huracán...

A fin de cuentas, esta embriaguez primitiva se apoderó también de escritores completamente burgueses, que la pagaron en seguida con una resaca reaccionaria y mística, y todo lo que se quiera en ese sentido. Las verdaderas dificultades y las auténticas pruebas comenzaron cuando el ritmo de la revolución disminuyó, cuando los objetivos se hicieron más nebulosos, y cuando no bastó ya nadar en la corriente, tragar agua y hacer gorgoritos, sino que había que dar pruebas de circunspección, retraerse y hacer balance de la situación. Fue entonces cuando se vieron tentados: ¡adelante, hacia el cosmos! ¿Y la tierra? Como para los místicos, también puede ser para los “cosmistas” un simple trampolín.

Los poetas revolucionarios de nuestra época necesitan hallarse bien templados, y aquí más que en ninguna parte el temple moral es inseparable del temple intelectual. Necesitan una concepción del mundo, y por tanto una concepción del arte cerrada, flexible, alimentada por hechos. Para comprender el período de tiempo en que vivimos no sólo de una manera diaria, sino real, profundamente, hay que conocer el pasado de la humanidad, su vida, su trabajo, sus luchas, sus esperanzas, sus derrotas y sus éxitos. ¡La astronomía y la cosmogonía son cosas excelentes! Pero antes que nada es la historia de la humanidad lo que hay que conocer, y la vida contemporánea en sus diversas leyes y en su realidad original y personal.



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Es curioso comprobar que quienes fabrican las fórmulas abstractas de la poesía proletaria pasan habitualmente de largo junto a un poeta que, más que cualquier otro, tiene derecho al título de poeta de la Rusia revolucionaria. La definición de sus tendencias y de sus bases sociales no exige método crítico complicado: Demyan Biedny está ahí todo entero, de una sola pieza. No es un poeta que se haya acercado a la revolución, que haya descendido hasta ella, que la haya aceptado: es un bolchevique cuya arma es la poesía. Y en esto precisamente reside la fuerza excepcional de Demyan. Para él, la revolución no es una materia de creación, es la instancia más alta, la que le ha colocado en su puesto. Su obra es un servicio social no sólo “a fin de cuentas”, como se dice para el arte en general, sino también subjetivamente, en la conciencia del poeta mismo. Y esto desde los primeros días de su servicio histórico. Se integró en el Partido, creció con él, pasó por las diferentes etapas de su desarrollo, aprendió día a día a pensar y sentir con la clase obrera y a reproducir ese mundo de pensamientos y de sentimientos en forma concentrada en el lenguaje de los versos, unas veces con la malicia de las fábulas, otras con la melancolía de las canciones o la audacia de las coplillas satíricas, otras indignándose, otras lanzando vibrantes arengas. Ningún diletantismo hay en su cólera y en su odio. Odia con el odio bien claro del partido más revolucionario del mundo. Hay en él cosas de una gran fuerza y de una maestría acabada, hay en él también un buen número de cosas que no superan el nivel periodístico, cotidiano, de segundo orden. Es que Demyan no espera para crear las raras ocasiones en que Apolo llama al poeta al sacrificio divino, pero trabaja cada día, según las exigencias de los acontecimientos y... del Comité Central. Sin embargo, considerado en, su conjunto, su obra constituye un fenómeno absolutamente nuevo, único en su género. Y 'que los poetas de las diversas escuelas no cesan de burlarse de Demyan -vaya, ese folletinista- ojeen en su memoria para encontrar otro poeta que, con sus versos, tenga una influencia tan directa y tan eficaz sobre las masas. ¿Y cuáles son esas masas? Millones de obreros, campesinos, soldados rojos! ¿Y en qué momento? ¡En el más grande de todas las épocas!

Demyan no ha buscado formas nuevas. Emplea, incluso de modo ostensible, las viejas formas canonizadas. Pero en él esas formas han encontrado una auténtica resurrección; en tanto que mecanismo de transmisión incomparable del mundo de ideas bolcheviques. Demyan no ha creado ni creará jamás escuela: el mismo ha sido creado por una escuela que se llama Partido Comunista Ruso, por las necesidades de una época que no tendrá igual. Si se separa la noción metafísica de cultura proletaria para considerar las cosas desde el punto de vista que el proletariado lee, de lo que necesita, de lo que le apasiona y le impulsa a la acción, de lo que eleva su nivel cultural y con ello prepara el terreno para un arte nuevo, la obra de Demyan Biedny es realmente una literatura proletaria y popular, es decir, una literatura vitalmente necesaria a un pueblo que despierta. Quizá no sea poesía auténtica, pero es algo mayor.

Un hombre que no está entre los últimos en la historia, Ferdinand Lasalle, escribía un día en una carta dirigida a Marx y a Engels a Londres:

“Como renunciaría voluntariamente a escribir lo que sé, para realizar solamente una parte de lo que puedo.”

En este espíritu, Demyan podría decir también: “Dejo de buena gana a los otros el cuidado de escribir en formas nuevas y más complejas sobre la revolución, puesto que puedo escribir en las viejas formas para la revolución.”



CAPÍTULO VII

La política del Partido en arte

Algunos escritores marxistas se han puesto a repetir los métodos de progrom respecto a los futuristas, los “hermanos Serapion”, los imaginistas y en general de todos los compañeros de viaje, en conjunto e individualmente. Sin que se sepa por qué, se ha puesto especialmente dé moda encarnizarse con Pilniak, incluso los futuristas lo hacen. Resulta incontestable que, por algunas cosas, Pilniak es irritante: demasiada ligereza en las grandes cuestiones, demasiada afectación, demasiado lirismo artificial... Pero Pilniak ha puesto de relieve de modo notable el papel provinciano y campesino de la revolución, el “tren de los mechotchniki”4, y gracias a Pilniak hemos visto todo esto de forma incomparablemente más clara y tangible que antes de él. ¿Y Vsévolov Ivanov? Después de El Partisano, El tren blindado y Las Arenas azules, pese a todas sus faltas de construcción, su estilo cortado e incluso sus artificios, ¿no hemos conocido mejor y sentido más Rusia en toda su inmensidad, en su infinita variedad étnica, en su estado atrasado y su fuerza? Este conocimiento directo, imaginado, puede reemplazarse verdaderamente por las hipérboles de los futuristas, o el canto monótono de las correas de transmisión, o por esos articulitos de periódico que día a día combinan de diversas maneras las mismas trescientas palabras. Suprimid en el pensamiento a Pilniak y a Vsévolov Ivanov de nuestra vi a cotidiana, y nos encontraremos empobrecidos. Los organizadores de la cruzada contra los compañeros de viaje -que llevaban sin cuidar de modo suficiente las perspectivas y las proporciones- han escogido asimismo por víctima al camarada Voronsky, redactor de Kranaïa Nov y director de las ediciones del Círculo, en calidad de confidente y casi cómplice.

Pensamos que el camarada Voronsky cumple -por orden del Partido- un importante trabajo literario y cultural y que, por supuesto, es más fácil decretar en un articulejo -con gorjeos de chorlito- la creación del arte comunista, que trabajar, con todo el cuidado que esto exige, en su preparación.

En cuanto a la “forma”, nuestros críticos se adentran por el casino abierto antaño por la revista Raspad en 1908. Sin embargo, hay que comprender y apreciar los cambios de las situaciones históricas, la nueva repartición de fuerzas que se ha producido desde entonces. En aquella época éramos un partido vencido y reducido a la clandestinidad. La revolución estaba en reflujo, la contrarrevolución de Stolypin y de los anarco-místicos avanzaba decidida. En el Partido mismo, los intelectuales jugaban un papel desproporcionado a su importancia, y los grupos de intelectuales que pertenecían a otras familias políticas se influenciaban entre sí. En tales condiciones y para proteger nuestras formas de ver y pensar, debimos batirnos contra todas las formas de expresión literaria de la reacción.

Hoy día todo es distinto. La ley de atracción que juega en favor de la clase dirigente y que en última instancia determina el trabajo creador de los intelectuales, opera ahora a favor nuestro. En función de ello, hay que saber elaborar una política artística.

No es cierto que el arte revolucionario pueda ser creado sólo por los obreros. Precisamente porque la revolución es obrera, libera -repitámoslo- una débil cantidad de energía de la clase obrera en el terreno del arte. Las mayores obras de la revolución francesa, las que la reflejan directa o indirectamente, han sido creadas por los artistas alemanes, ingleses u otros, pero no por franceses. La burguesía francesa, ocupada en hacer la revolución, no tenía fuerzas suficientes para dejar su huella. Más cierto es aún para el proletariado: su cultura artística es mucho más débil que su cultura política. Los intelectuales, además de todas las ventajas que les procura su cualificación, disponen del odioso privilegio de permanecer en una posición política pasiva, más o menos marcada de simpatía respecto a Octubre. No es sorprendente que den mejor imagen de la revolución -aunque estén más o menos deformadas- que el proletariado, ocupado en hacer la revolución. No ignoramos los límites, la inestabilidad, las oscilaciones de los compañeros de viaje. Si dejamos a un lado a Pilniak y su Año desnudo, a los “hermanos Serapion” con Vsévolov Ivanov, a Tijonov y a Polonskaya, si eliminamos a Maiakovsky y a Esenin, ¿qué nos queda, aparte de algunos pagarés inseguros sobre una futura literatura proletaria? Demyan Biedni -que no forma parte de los compañeros de viaje- no puede ser dejado a un lado, como esperamos, emparenta con la literatura proletaria incluso en el sentido en que define el Manifiesto de Kuznitsa. Sí, sin ellos, ¿qué quedaría?

¿Quiere esto decir que el Partido, contrariamente a sus principios, adopta una posición ecléctica ante el tema del arte? El argumento, que querría ser aplastante, es simplemente pueril. El marxismo ofrece diversas posibilidades: evaluar el desarrollo del arte nuevo, seguir todas las variaciones, alentar las corrientes progresistas por medio de la crítica; apenas si se le pueda pedir más. El arte debe labrarse su propia ruta por sí mismo. Sus métodos no son los del marxismo. Si el Partido dirige al proletariado, no dirige los procesos históricos. Sí, hay dominios en que dirige directa, imperiosamente. Hay otros en que controla y alienta, algunos en que se limita a alentar, otros incluso en que no hace más que orientar. El arte no es un dominio en que el Partido esté llamado a dirigir. Protege, estimula, sólo indirectamente dirige. Concede su confianza a los grupos que aspiran con sinceridad a acercarse a la revolución y alienta de este modo su producción artística. No puede situarse en las posiciones de un círculo literario. Ni puede ni debe.

El Partido defiende los intereses históricos de la clase obrera en su conjunto. Prepara paso a paso el terreno para una cultura nueva, para un arte nuevo. No ve a los compañeros de viaje en competencia con los escritores obreros, sino como colaboradores de la clase obrera en un gigantesco trabajo de reconstrucción. Comprende el carácter episódico de los grupos literarios en un período de transición. Lejos de apreciarlos en función de certificados personales de clase que expiden los señores literatos, se inquieta por el puesto que ocupan o pueden ocupar esos grupos en la edificación de una cultura socialista. Si por lo que se refiere a tal o cual grupo no es posible hoy determinar ese puesto, el Partido esperará con paciencia y atención. Nada impide en modo alguno que los críticos, los lectores, concedan individualmente su simpatía a tal o cual grupo. El Partido, porque defiende en su conjunto los intereses históricos de la clase obrera, debe ser objetivo y prudente. Por doble motivo: no concede su imprimátur a Kuznitsa por el solo hecho de que los obreros escriban en él; ni rechaza a priori ningún grupo literario, aunque esté compuesto únicamente por intelectuales, a poco que éste se esfuerce por acercarse a la revolución y refuerce alguno de los eslabones (un vínculo es siempre un punto débil): con la ciudad o con la aldea, entre los miembros del Partido y los sin partido, entre los intelectuales y los obreros.

¿Significa tal política que uno de los flancos del Partido, el que se orienta hacia el arte, no será protegido? Afirmarlo sería exagerado. El Partido, al tomar por guías sus criterios políticos, rechaza en arte las tendencias claramente venenosas o disgregadoras. Cierto que el frente del arte está menos protegido que el de la política. ¿No ocurre lo mismo con la ciencia? ¿Qué piensan de la teoría de la relatividad los sostenedores de una ciencia puramente proletaria? ¿Es compatible o no lo es esta teoría con el materialismo? La cuestión ¿ha sido zanjada? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por quién? Está claro para todos, incluso para los profanos, que la obra de Pavlov está en el terreno del materialismo. ¿Y qué decir de la teoría psicoanalítico de Freud? ¿Es compatible con el materialismo, como piensa el camarada Radek, como pienso yo mismo, o le es hostil? Se puede plantear la misma cuestión sobre las nuevas teorías de la estructura atómica, etc. Sería maravilloso que exista un sabio capaz de abarcar metodológicamente todas estas nuevas generalizaciones, de establecer las conexiones con la concepción del mundo del materialismo dialéctico. Podría entonces enunciar los criterios recíprocos de las nuevas teorías y profundizar al mismo tiempo el método dialéctico. Temo que este trabajo -no hablo de un artículo en un periódico o en una revista, sino de una obra científica o filosófica de envergadura, como El origen de las especies o El Capital- no vea la luz ni hoy ni mañana. 0 mejor, si un libro de esta clase estuviera escrito hoy, es probable que las páginas no serían abiertas antes de que el proletariado deponga las armas.

El trabajo de aclimatación de la cultura, es decir, la adquisición del A B C de una cultura pre proletaria, ¿no supone una elección, una crítica, un criterio de clase? Por supuesto. Ese criterio no es abstractamente cultural, sino político. Ambos coinciden en sentido amplio allí donde la revolución prepara las condiciones de una nueva cultura. Lo cual no significa que el matrimonio se realice de pronto. Si la revolución se ve obligada a destruir puentes o monumentos cuando haga falta, no dudará en poner su mano sobre cualquier tendencia artística que, por grandes que sean sus realizaciones formales, amenace con introducir fermentos disgregadores en los medios revolucionarios, o poner unas frente a otras las fuerzas internas de la revolución, proletariado, campesinado, intelectuales. Nuestro criterio es abiertamente político, imperativo y sin matices. De ahí la necesidad de definir sus límites. Para ser más preciso aún, diría que bajo un régimen de vigilancia revolucionaria debemos llevar, por lo que al arte se refiere, una política amplia y flexible, extraña a todas las querellas de los círculos literarios.

Por supuesto, el Partido no puede abandonarse ni un solo momento al principio liberal del laissez faire, laissez passer, ni siquiera en arte. La cuestión estriba en saber en qué momento debe intervenir, en qué medida y en qué caso. No es ésta una cuestión tan simple como piensan los teóricos de Lef, los campeones de la literatura proletaria.

Los objetivos, tareas y métodos de la clase obrera son incomparablemente más concretos, están mejor definidos y mejor elaborados en el plano de la teoría, en el terreno económico que en arte. No obstante, tras haber intentado construir una economía centralizada, el Partido se ha visto obligado a admitir la existencia de tipos económicos diferentes, es decir, en competencia. Al lado de las empresas del Estado, organizadas en monopolios, tenemos empresas de carácter local, otras que están arrendadas, concesiones, empresas privadas, cooperativas, economías campesinas individuales, artesanos, empresas colectivas, etc. La política fundamental del Estado se dirige hacia una economía socialista centralizada. Esta tendencia general implica, para un período dado, un apoyo amplio a la economía campesina y a los artesanos. Si fuera de otro modo, nuestra política orientada hacia una industria socialista en gran escala se convertiría en una abstracción sin vida.

La República soviética alía obreros, campesinos e intelectuales de origen pequeño-burgués bajo la dirección del Partido comunista. De esta combinación social, gracias a los progresos de la técnica y de la cultura, debe salir una sociedad comunista. A través de una serie de etapas. El campesinado y los intelectuales vendrán al comunismo por caminos distintos a los obreros. Sus vías particulares no pueden dejar de reflejarse en la literatura. Los intelectuales que no han ligado su suerte sin reserva a la del proletariado (no comunistas en su aplastante mayoría) tratan de apoyarse en el campesinado debido a la ausencia, o a la extrema debilidad, de un punto de apoyo burgués. Este proceso, por el momento, es ante todo simbólico y consiste en idealizar a posteriori el espíritu revolucionario del mujik. Caracteriza a todos los compañeros de viaje. Con el aumento del número de establecimientos escolares y de aquellos que en el campo sepan leer, el lazo que existe entre el arte y el campesinado puede convertirse en orgánico. El campesinado producirá sus propios intelectuales. Si el punto de vista de los campesinos en economía, en política o en arte es más primitivo, más limitado y más egoísta que el del proletariado, eso es un hecho, un dato. El artista hará una obra históricamente progresista cuando, adoptando el punto de vista de los campesinos, o mejor, casándolo a su propio punto de vista, se penetre de la idea de que la unión de los obreros y los campesinos es una necesidad vital. A través de su creación, la cooperación necesaria entre la ciudad y la aldea se verá reforzada. La marcha de los campesinos hacia el socialismo dará a sus obras un contenido rico y profundo, una forma variada en sus colores, y tenemos todos los motivos para pensar que añadirá valiosos capítulos a la historia del arte. Por contra, oponer la aldea, orgánica y secularmente sagrada, a la ciudad, es hacer obra reaccionaria, hostil al proletariado, incompatible con el progreso, condenada a corromperse. Incluso en el dominio de la forma, un arte semejante no puede conducir más que a la repetición v a la imitación.

El poeta Kliuiov, los imaginistas, los “hermanos Serapion”, Pilniak e incluso futuristas como Klebnikov, Krutchenij o y Kamensky tienen un fondo mujik, orgánico, mientras que otros tienen más un fondo burgués traducido en lengua de mujik. Donde las relaciones con el proletariado son menos ambiguas es en los futuristas. Los “hermanos Serapion”, los imaginistas, Pilniak, dejan percibir aquí y allá su oposición al proletariado, al menos hasta hace muy poco. Reflejan, bajo un aspecto muy fragmentario, el estado de ánimo de la aldea en la época de la requisa forzada de semillas. Era la época en que buscando refugio contra el hambre en las aldeas, acumularon sus impresiones. Su balance es por lo menos ambiguo. No debe ser considerado fuera del período que terminó con la revuelta de Kronstadt. Hoy se ha producido un cambio considerable en el campesinado. Se ha producido entre los intelectuales y debería manifestarse en los compañeros de viaje que cantan al mujik. Ya está demostrado en cierta medida. Bajo el influjo de nuevas sacudidas sociales, estos grupos no han terminado con las luchas internas, las escisiones, las reunificaciones. Hay que seguir todo este proceso con cuidado de forma crítica. El partido, que pretende el papel de la dirección espiritual, no puede -y lo esperamos no sin motivo- pasar al lado de todas estas cuestiones y contentarse con parloteos.

Un arte proletario de gran envergadura ¿no podría ilustrar la marcha de los campesinos hacia el socialismo? Por supuesto que “puede” todo, como una central eléctrica “puede” distribuir luz y energía a la isba, al establo, al molino. Basta con tener una central, y cables que vayan a la aldea. Dicho sea de paso, lo más peligroso es que, en un caso semejante, la agricultura se levante contra la industria. Por desgracia, por ahora no tenemos esos cables, y la central eléctrica brilla por su ausencia. Lo mismo ocurre con el arte proletario: falta. El arte de inspiración proletaria (poetas obreros y futuristas) está todavía tan poco preparado para responder a las necesidades de la ciudad y de la aldea como la industria soviética para resolver los problemas de la economía mundial.

Suponiendo que dejásemos de lado al campesinado (¿cómo podríamos hacerlo?), no parece que para el proletariado, clase fundamental de la sociedad soviética, las cosas sean tan simples como se ve en las páginas de Lef. Los futuristas proponen arrojar por la borda la vieja literatura individualista, envejecida en su forma, enfrentada a la naturaleza colectivista del proletariado (este argumento va dirigido a nosotros, pobrecillos). Ponen de manifiesto una comprensión muy insuficiente de la dialéctica de las relaciones entre el individuo y lo colectivo. No hay verdades abstractas, es decir, hay individualismo e individualismo. Por individualismo una parte de los intelectuales antes de la revolución se arrojó en el misticismo, otra adoptó la vía caótica del futurismo y entregándose a la revolución; sea dicho en su honor, se acercó al proletariado. Cuando éstos transmiten al proletariado una amargura que proviene de su individualismo, ¿hay que absolverles de tanto egocentrismo, es decir, de una individualidad extremada? Lo malo es que el proletario carece de esta cualidad. Su individualidad no está ni suficientemente formada ni diferenciada. Esa será la conquista más preciosa del progreso cultural que comienza hoy: elevar la personalidad, en sus cualidades objetivas, en su consciencia subjetiva. Sería pueril pensar que la literatura burguesa es apta para cumplir ese papel, para hacer brecha en la solidaridad de clase. Lo que Shakespeare, Goethe, Puskhin y Dostoievski dieron al obrero es ante todo una imagen más compleja de la personalidad, dé sus pasiones y sentimientos, una conciencia más profunda de sus fuerzas interiores, una percepción más nítida de su subconsciente, etc. En última instancia, el obrero encontrará en ellos un enriquecimiento. Gorki, imbuido del individualismo romántico del vagabundo, ha sabido nutrir el espíritu juvenil de la revolución proletaria en vísperas de 1905 porque ha ayudado al despertar de la personalidad en una clase en que la personalidad, una vez despierta, trata de ponerse en relación con otras personalidades despiertas. El proletariado necesita un alimento y una educación artísticos. No hay que tomarlo por un trozo de arcilla que los artistas, los del pasado y los del porvenir, pueden modelar a su propia semejanza.

El proletariado, muy sensible en el plano espiritual y en el artístico, no ha recibido educación estética. Es poco probable que su camino parta del punto en que se ha detenido la intelligentsia burguesa antes de la catástrofe. Lo mismo que el individuo rehace a partir del embrión la historia de la especie y en cierta medida de todo el mundo animal, la nueva clase, cuya inmensa mayoría emerge de una existencia cuasi prehistórica, debe rehacer por sí misma toda la historia de la cultura artística. No puede comenzar a edificar una nueva cultura antes de haber absorbido y asimilado los elementos de las antiguas culturas. Esto no quiere decir que va a cruzar paso a paso, sistemáticamente, toda la historia pasada del arte. A diferencia del individuo biológico, una clase social absorbe y asimila de forma más libre y consciente. No puede, sin embargo, seguir adelante sin considerar los puntos de referencia más importantes del pasado.

Al haber sido destruida la base social del viejo arte de forma más decisiva de lo que lo fue nunca, su ala izquierda busca, para que el arte prosiga, un apoyo en el proletariado, al menos en las capas sociales que gravitan en torno al proletariado. Este, a su vez, sacando provecho de su posición de clase dirigente, aspira al arte, trata de establecer los contactos con él, prepara así las bases de un formidable crecimiento artístico. En este sentido es cierto que los periódicos murales de fábrica constituyen las primicias necesarias, aunque muy lejanas, de la literatura de mañana. Naturalmente alguien dirá: renunciemos a todo lo demás a la espera de que el proletariado, a partir de esos periódicos murales, alcance la maestría artística. El proletariado también tiene necesidad de una continuidad en la tradición artística. Hoy la realiza, más indirecta que directamente, a través de los artistas burgueses que gravitan en su entorno o que buscan refugio bajo su ala. Tolera una parte, apoya a otra, adopta a éstos y asimila completamente a aquéllos. La política del Partido en arte depende precisamente de la complejidad de este proceso, de sus mil lazos internos. Es imposible reducirla a una fórmula, a algo tan breve como el pico de un gorrión. Tampoco, además, nos es indispensable hacerlo.



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