Literatura y revolución león trotsky



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CAPÍTULO IV

El futurismo

El futurismo es un fenómeno europeo. Su interés estriba, entre otros motivos, en que, contrariamente a lo que afirma la escuela formalista rusa, no se ha encerrado en el marco de la forma artística: antes bien, desde el principio, y sobre todo en Italia, se vinculó a los acontecimientos políticos y sociales.

El futurismo ha sido el reflejo, en arte, del período histórico que comenzó a mediados de la década de 1890 y que acabó directamente en la guerra mundial. La sociedad capitalista había conocido dos decenios de un esfuerzo económico sin precedentes, que había echado por tierra las viejas ideas que se tenían de la riqueza y del poder, elaboró nuevas escalas, nuevos criterios de lo posible y lo imposible, sacó a la gente de su apatía acomodaticia para lanzarla hacia nuevas audacias.

Sin embargo, los medios oficiales continuaban viviendo según el automatismo de antes. La paz armada con sus emplastos diplomáticos, el sistema parlamentario vacío, la política interior y exterior basada en un sistema de válvulas de seguridad y de frenos: todo ello pesaba mucho sobre la poesía en un momento en que el aire, cargado de electricidad, ofrecía signos de grandes explosiones inminentes. El futurismo fue el signo premonitorio en arte.

Pudo observarse un fenómeno que se ha repetido más de una vez en la historia: los países atrasados, que no destacaban por una cultura particular, reflejaban con mayor brillo y fuerza en sus ideologías las realizaciones de los países avanzados. De este modo, el pensamiento alemán de los siglos XVIII y XIX reflejó las realizaciones económicas de Inglaterra y las políticas de Francia. Por el mismo motivo, el futurismo consiguió su expresión más brillante no en América o en Alemania, sino en Italia y en Rusia.

Salvo en arquitectura, el arte sólo en última instancia se basa en la técnica, es decir, en la medida en que la técnica sirve de base a todas las superestructuras. La dependencia práctica del arte, especialmente del arte de la palabra, respecto a la técnica no cuenta. Se puede escribir un poema que canta el rascacielos, los dirigibles o los submarinos en un rincón alejado de una provincia rusa, en papel amarillento y con un trozo de lápiz. Para inflamar la ardiente imaginación de esa provincia, basta con que los rascacielos, los dirigibles y los submarinos existan en América. El verbo es el más portátil de todos los materiales.

El futurismo ha nacido como meandro del arte burgués, y no podía nacer de otra forma. Su carácter de oposición violenta no contradice este hecho.

La intelligentsia es extremadamente heterogéneo. Toda escuela de arte reconocida es al mismo tiempo una escuela bien remunerada. Está dirigida por mandarines de muchas campanillas. Por regla general esos mandarines del arte exponen los métodos de sus escuelas con la mayor sutileza, agotando al mismo tiempo su provisión de pólvora. Si ocurre algún cambio objetivo, una sublevación política o una tempestad social, por ejemplo, entonces excitan la bohemia literaria, la juventud, los genios en edad de hacer su servicio militar que maldiciendo la cultura burguesa, ahíta y vulgar, sueñan secretamente con algunas campanillas para ellos, a ser posible doradas.

Los investigadores que para definir la naturaleza social del futurismo en sus inicios conceden decisiva importancia a las protestas contra la vida y el arte burgués, poseen un conocimiento insuficiente de la historia de las tendencias literarias. Los románticos, fueran franceses o alemanes, hablaban siempre de forma cáustica de la moralidad burguesa y de la rutina. Además, llevaban los cabellos largos, alardeaban de un tinte verdoso de piel, y Teófilo Gautier, para acabar de cubrir de vergüenza a la burguesía, se ponía un chaleco rojo que causaba sensación. La blusa amarilla de los futuristas es, sin duda alguna, nieta del chaleco romántico que provocó tanto horror en papás y mamás de la época. Como sabemos, ningún cataclismo siguió a esas protestas, los cabellos largos y el chaleco rojo del romanticismo. La opinión pública burguesa adoptó sin más aquellos gentlemen y los canonizó en sus manuales escolares.

Resulta de una ingenuidad extrema oponer la dinámica del futurismo italiano y sus simpatías hacia la revolución al carácter “decadente” de la burguesía. Se debe representar a la burguesía como un viejo gato a punto de muerte. No, el animal imperialista es audaz, flexible, y tiene uñas. ¿Hemos olvidado la lección de 1914? Para hacer su guerra, la burguesía utilizó en la mayor medida los sentimientos y los humores que por naturaleza estaban destinados a nutrir la rebelión. En Francia, la guerra fue descrita como el fin de la gran revolución. La burguesía beligerante ¿no organizó de modo eficaz las revoluciones en otros países? En Italia eran intervencionistas (es decir, se mostraban dispuestos a intervenir en la guerra), los “revolucionarios”, es decir, republicanos, francmasones, social-chovinistas y futuristas. Por último, el fascismo italiano ¿no ha llegado al poder por métodos “revolucionarios”, poniendo en acción a las masas, a las multitudes, a millones de gentes, apoyándose en ellos y armándolos? No es un accidente, ni un malentendido, el hecho de que el futurismo italiano haya desembocado en el torrente del fascismo. Era consecuencia, a todas luces, de los acontecimientos.

El futurismo ruso nació en una sociedad que aún se hallaba en el curso de primaria que fue para ella la lucha contra Rasputín y que se preparaba para la revolución democrática de febrero de 1917. Esto fue lo que dio a nuestro futurismo ventaja. Asimiló los ritmos de movimiento, de acción, de ataque y de destrucción todavía vagos. Llevó la lucha para hacerse un lugar en el sol, con más vigor y ruido que todas las escuelas precedentes, cosa que satisfizo sus humores y puntos de vista activistas. Por supuesto, el joven futurista no iba a las fábricas, pero alborotaba mucho en los cafés, derribaba los atriles de música, lucía una blusa amarilla, se pintaba las mejillas y blandía vagamente el puño.

La revolución proletaria estalló en Rusia antes de que el futurismo hubiese tenido tiempo de librarse de sus puerilidades, de sus blusas amarillas, de su excitación, y antes de que pudiera ser oficialmente reconocido, es decir, transformado en escuela artística políticamente inofensiva y aceptable en cuanto al estilo. La toma del poder por el proletariado sorprendió al futurismo en un momento en que todavía estaba perseguido. Esta circunstancia impulsó al futurismo hacia los nuevos amos de la vida, tanto más cuanto que el acercamiento y el contacto con la revolución le fueron facilitados por su filosofía, es decir, por su falta de respeto para los valores antiguos, y por su dinamismo. Pero el futurismo, en la nueva etapa de su evolución, llevaba consigo los caracteres de su origen social, es decir, la bohemia burguesa.



* * *

Pese a estar en la vanguardia de la literatura, el futurismo ha liberado al arte de sus lazos milenarios con la burguesía, como ha escrito el camarada Chujak, es estimar a bajo precio esos milenios. El llamamiento de los futuristas a romper con el pasado, a librarse de Pushkin, liquidar la tradición, etc., tiene un sentido en la medida en que está dirigido a la vieja casta literaria, al círculo cerrado de la intelligentsia. En otros términos, sólo tiene sentido en la medida en que los futuristas están ocupados en cortar el cordón umbilical que les une a los pontífices de la tradición literaria burguesa.

Pero este llamamiento se convierte en un absurdo evidente tan pronto como se dirige al proletariado. La clase obrera no tiene ni puede tener que romper con la tradición literaria, porque esa clase no se halla en modo alguno encerrada en el abrazo de tal tradición. La clase obrera no conoce la vieja literatura, tiene todavía que familiarizarse con ella, debe manejar a Pushkin, absorberlo, v así superarlo. La ruptura de los futuristas con el pasado es, después de todo, una tempestad en el mundo cerrado de la intelligentsia educada en Pushkin, Feth, Tiuchev, Briusov, Balmont y Blok, y que es “pasadista” no porque esté infectada por una veneración supersticiosa de las formas del pasado, sino porque no tiene en sí nada que pueda suponerse como formas nuevas. Simplemente, no tiene nada que decir. Expresa los viejos sentimientos con palabras apenas nuevas. Los futuristas han hecho bien en separarse de ella. Pero no es preciso transformar esta ruptura en una ley de desarrollo universal.

En el rechazo futurista del pasado, extremado, no se esconde un punto de vista revolucionario proletario, sino el nihilismo de la bohemia. Nosotros, marxistas, vivimos con las tradiciones y no por ello dejamos de ser revolucionarios. Hemos estudiado y guardado vivas las tradiciones de la Comuna de París desde antes de nuestra primera revolución. Luego se les han añadido las tradiciones de 1905, con las cuales nos hemos nutrido para preparar la segunda revolución. Remontándonos más lejos, hemos vinculado la Comuna a los días de junio de 1848 y a la gran revolución francesa. En el terreno de la teoría nos hemos fundado, a través de Marx, en Hegel y en la economía clásica inglesa. Nosotros, que fuimos educados y entramos en el combate en una época de desarrollo orgánico de la sociedad, hemos vivido en las tradiciones revolucionarias. Más de una tendencia literaria ha nacido bajo nuestros ojos declarando una guerra sin cuartel al “espíritu burgués”, y nos miró de soslayo. Igual que el viento, que siempre vuelve a sus propios círculos, estos revolucionarios literarios, estos destructores de tradiciones, volverán a encontrar los caminos académicos. La revolución de Octubre fue para la intelligentsia, incluida su ala izquierda literaria, como la destrucción total del mundo que ella conocía, de ese mismo mundo con el que de cuando en cuando ella rompía con vistas a crear nuevas escuelas y al cual retornaba de forma invariable. Para nosotros, por el contrario, la revolución encarnaba la tradición familiar, asimilada. Dejando un mundo que teóricamente habíamos rechazado y minado en la práctica, penetramos en un mundo que ya nos era familiar por la tradición y por la imaginación. En esto se opone el tipo sicológico del comunista, hombre político revolucionario, con el futurista, innovador revolucionario en la forma. Es la fuente de los malentendidos que les separan. El mal no reside en la “negación” por parte del futurismo de las santas tradiciones de la intelligentsia. Al contrario, reside en el hecho de que no se siente miembro de la tradición revolucionaria. Mientras que nosotros hemos entrado en la revolución, el futurismo cayó en ella.

La situación, no obstante, no es tan desesperada. El futurismo no volverá a “sus círculos” porque esos círculos ya no existen. Y esta circunstancia, no desprovista de significación, presta al futurismo la posibilidad de un renacimiento, de una entrada en el arte nuevo no como la corriente decisiva, pero sí como uno de sus componentes importantes.

* * *

El futurismo ruso está formado por diversos elementos bastante independientes entre sí y a veces contradictorios. Encontramos esquemas y ensayos filológicos muy nutridos de arcaísmo (Klebnikov, Krutchenyk) o que, en todo caso, no pertenecen a la esfera de la poesía: una poética, es decir, una teoría de procedimientos y métodos, una filosofía, e incluso dos filosofías del arte, una formalista (Chklovsky) y otra orientada hacia el marxismo (Arvatov, Tchujak, etc.), en fin, la poesía misma, creación viva. Nosotros no consideramos la insolencia literaria como un elemento independiente; está combinada por regla general con uno de los elementos fundamentales. Cuando Krutchenyk dice que las sílabas carentes de sentido: “dir”, “bul”, “tchil”, contienen más poesía que todo Pushkin (o algo por el estilo), se está situando a medio camino entre la poesía filológica y, que se me perdone, una insolencia del peor gusto. En forma más sobria, la idea de Krutchenik podría querer decir que la orquestación del verso según el modelo “dir”, “bul”, “tchil”, conviene mejor a la estructura de la lengua rusa y al espíritu de sus sonidos que la orquestación de Pushkin, influida de modo inconsciente por la lengua francesa. Sea justo o no, es evidente que “dir”, “bul”, tchil” no es un extracto de una obra futurista, por eso no hay nada que comparar. Quizá alguien escriba poemas en esa clave musical y filológico que sean superiores a los de Pushkin. Pero hay que esperar, porque aún no ha ocurrido.

Las creaciones de palabras de Klebnikov y de Krutchenik existen de igual modo fuera del arte poético. Es una filología de carácter dudoso, extraída en parte de la fonética, no de la poesía. Cierto que la lengua vive y se desarrolla, creando nuevos términos a partir de sí mismo y eliminando los arcaísmos. Pero lo hace de forma muy prudente, calculada y según sus estrictas necesidades. Toda gran época nueva da un impulso al lenguaje. Este absorbe precipitadamente un gran número de neologismos, luego procede a una especie de nuevo registro, rechazando todo cuanto es superfluo y extraño. La fabricación por Klebnikov o Krutchenik de diez o cien nuevas palabras, derivadas de raíces existentes, puede tener cierto interés filológico; puede, en una medida muy modesta, facilitar el desarrollo de la lengua viva e incluso del lenguaje poético, anunciar un período en el que la evolución del discurso sea dirigida de modo más consciente. Pero este trabajo, subsidiario en relación con el arte, está fuera de la poesía.

No hay razón alguna para caer en un estado de piadoso éxtasis ante los sonidos de esta poesía supra racional que se parece a las escalas y a los ejercicios de virtuosismo verbal, útiles quizá para los cuadernos de alumnos, pero a todas luces impropios para el escenario. En todo caso, está claro que tratar de sustituir los ejercicios de la “super razón” por la poesía desembocaría en un estrangulamiento de la poesía. Por otra parte, el futurismo no va por ese camino. Maiakovsky, que es indiscutiblemente un poeta, toma generalmente sus palabras del diccionario clásico de Dahl, y muy rara vez del vocabulario de Klebnikov o de Krutchenik. Y a medida que pasa el tiempo, Maiakovsky emplea cada vez menos construcciones de palabras arbitrarias o neologismos.

Los problemas planteados por los teóricos del grupo Lef respecto al arte y la industria de las máquinas, del arte que no embellece la vida, sino que la modela, de la influencia confesada sobre el desarrollo del lenguaje y la formación sistemática de palabras de la biomecánica, en tanto que educadora de las actividades del hombre en el espíritu de su racionalismo mayor y por tanto de la mayor belleza, son todos ellos problemas extremadamente importantes e interesantes desde la perspectiva de la edificación de una cultura socialista.

Por desgracia, Lef colora la discusión de estos problemas de un sectarismo utópico. Aunque definan correctamente la tendencia general del desarrollo en el dominio del arte o de la vida, los teóricos de Lef anticipan la historia y oponen su esquema o su receta a lo que es. No disponen, por ello, de ningún puente hacia el futuro. Recuerdan a los anarquistas que, anticipando la ausencia de gobierno en el futuro, oponen sus esquemas a la política, a los parlamentos y a muchas otras realidades que el presente estado de cosas debe, evidentemente, en su imaginación, arrojar por la borda. En la práctica, meten sus narices en el lodo cuando aún no acaban de sacar todavía su trasero. Maiakovsky, con sus versos complicados y rimados, testimonia el carácter superfluo del verso y de la rima, y promete escribir fórmulas matemáticas, aunque para eso ya tenemos a los matemáticos. Cuando Meyerhold, experimentador apasionado, especie de Bielinsky frenético del teatro, pone en escena algunos movimientos semi-ritmados que ha enseñado a actores flojos en el diálogo, y cuando a esto lo llama biomecánica, el resultado es aborto. Arrancar al futuro lo que no puede desarrollarse más que como parte integrante de éste y materializar activamente esta anticipación parcial en el estado de penuria en que nos encontramos, ante los apagados fuegos de las candilejas, hace pensar sólo en un dilectantismo provinciano. Y no hay nada más hostil al arte nuevo que el provincianismo y el dilectantismo.

La nueva arquitectura será formada por dos elementos: un objetivo nuevo y de nueva técnica de utilización de materiales en parte nuevos y en parte viejos. La nueva meta no será la construcción de un templo, de un castillo o de un hotel particular, sino la construcción de una casa del pueblo, de un hotel para numerosos inquilinos, de una casa comunitaria, de una escuela de grandes dimensiones. Los materiales y su empleo serán determinados por la situación económica del país en el momento en que la arquitectura está dispuesta para resolver sus problemas. Tratar de arrancar la construcción arquitectónica al futuro es sólo dar muestras de una arbitrariedad más o menos inteligente e individual. Y un estilo nuevo no puede asociarse a la arbitrariedad individual.

Los mismos escritores de Lef subrayan correctamente que un estilo nuevo se desarrolla allí donde la industria mecánica sirve a las necesidades del consumidor impersonal. El aparato telefónico es un ejemplo de estilo nuevo. Los wagon-lits, las escaleras mecánicas y las estaciones de metro, los ascensores, todos ellos son indiscutiblemente los elementos de un estilo nuevo, igual que los puentes metálicos, los mercados cubiertos, los rascacielos y las grúas. Lo cual equivale a decir que, desligado de un problema práctico y de un trabajo serio para resolverlo, no se puede crear un nuevo estilo arquitectónico. El intento de producir semejante estilo, deduciéndolo de la naturaleza del proletariado, de su colectivismo, de su activismo, de su ateísmo, etc., es puro idealismo y no expresa más que el ego de su autor, un alegorismo arbitrario y siempre el mismo y viejo diletantismo provinciano.

El error de Lef, o al menos de algunos de sus teóricos, queda manifiesto en su forma más generalizada cuando exigen de manera imperativa que el arte se funda con la vida. No es preciso demostrar que la separación del arte con otros aspectos de la vida social resulta de la estructura de clase de la sociedad, que el arte bastándose a sí mismo no es más que el revés del arte como propiedad de las clases privilegiadas, y que el arte se fundirá poco a poco con la vida, es decir, con la producción, los festejos populares y la vida de grupo. Está bien que Lef lo comprenda y lo explique. Pero no está tan bien que, al presentar un ultimátum a partir del arte actual, diga: abandonad vuestro “oficio” y fundíos con la vida. Los poetas, pintores, escultores y actores ¿deberían, según eso, dejar de pensar, de presentar, escribir poemas, pintar cuadros, tallar esculturas, expresarse ante las candilejas y llevar su arte a la vida? ¿Cómo, dónde y por qué puertas? Por supuesto, hay que saludar toda tentativa de aportar el mayor ritmo, sonido y color posibles a las fiestas populares, los mítines y las manifestaciones. Pero es preciso tener por lo menos algo de imaginación histórica para comprender que entre nuestra pobreza económica y cultural de hoy y el momento en que el arte se funda con la vida, es decir, aquel en que la vida alcance proporciones tales que sea modelada totalmente por el arte, llegará y desaparecerá más de una generación. Para bien o para mal, el arte de “oficio” subsistirá todavía numerosos años y será instrumento de la educación artística y social de las masas, de su placer estético, no sólo por lo que se refiere a la pintura, sino también a la poesía lírica, la novela, la comedia, la tragedia, la escultura, la sinfonía. Rechazar el arte como medio de describir y de imaginar el conocimiento para oponernos al arte burgués contemplativo e impresionista de los últimos decenios significa arrebatar de las manos de la clase que construye una nueva sociedad una herramienta de la mayor importancia. Se nos dice que el arte no es un espejo, sino un martillo, que no refleja, sino que modela. Pero también hoy se enseña el manejo del martillo con la ayuda de un espejo, de una película sensible que registra todos los elementos del movimiento. La fotografía y la cinematografía, gracias a su fuerza descriptiva, se convierten en poderosos instrumentos de educación en el terreno del trabajo. Si no puede uno pasarse sin un espejo, incluso para afeitarse, ¿cómo vamos a construir o reconstruir la vida sin vernos en el “espejo” de la literatura? Claro está que nadie piensa en exigir a la nueva literatura que tenga la impasibilidad de un espejo. Cuanto más profunda sea la literatura, tanto más querrá modelar la vida, tanto más capaz será de “pintar” la vida de modo significativo y dinámico.

¿Qué significa “negar la experiencia”, es decir, la psicología individual, en literatura y en la escena? Hay en esa frase una protesta tardía y hace tiempo superada del ala izquierda de la intelligentsia respecto al realismo pasivo de Chejov y del simbolismo soñador. Si las experiencias de Tío Vania han perdido un poco su frescor -y esa desgracia ha ocurrido realmente-, no por ello es menos cierto que el Tío Vania no es el único en tener vida interior. ¿De qué forma, sobre qué bases y en nombre de qué arte se puede volver la espalda a la vida interior del hombre de hoy que construye un mundo nuevo, y así se reconstruye a sí mismo? Si el arte no ayudase a este hombre nuevo a educarse, a fortificarse y refinarse, ¿para qué serviría? ¿Y cómo podría organizar la vida interior si no la penetrase ni la reprodujese? Aquí el futurismo repite sólo sus propias letanías que en esta hora están totalmente superadas.

Otro tanto puede decirse de la vida cotidiana. El futurismo fue primero una protesta contra el arte de realistas insignificantes que se comportaban en la vida cotidiana como parásitos. La literatura se ahogaba y se hacía estúpida en el pequeño mundo estancado del abogado, del estudiante, de la dama enamorada, del funcionario del distrito, del señor Peredonov y de sus sentimientos, de sus alegrías y de sus dolores. Pero ¿se debe extender la protesta contra estos que viven como parásitos hasta separar la literatura de las condiciones y de las formas de la vida humana? La protesta futurista contra un realismo mezquino tenía su justificación histórica en la medida en que abrió el camino a una nueva reconstrucción artística de la vida, a una destrucción y una reconstrucción sobre ejes nuevos.

Es curioso que Lef, al negar que la misión del arte sea pintar la vida cotidiana, cite Nepoputchitsa, de Brik, como un modelo de prosa. ¿Qué hay ahí sino un cuadro de la vida de todos los días, aunque sea en forma de crónica local casi comunista? El mal no reside en el hecho de que los comunistas no son pintados tiernos como corderos o duros como el acero, sino en el hecho de que entre el autor y el medio vulgar que describe no se percibe un átomo de perspectiva. Porque para que el arte sea capaz de transformar al tiempo que refleja es preciso que el artista tome distancia respecto a la vida cotidiana, de igual forma que las toma el revolucionario respecto a la vida política.

En respuesta a las críticas, cierto que más insultantes que convincentes, el camarada Tchujak pone por delante el hecho de que Lef está comprometido en un proceso de búsqueda continuo. Sin duda, Lef busca porque no ha encontrado. Pero éste no es motivo bastante; para que el Partido haga lo que Chujak le recomienda con insistencia: canonizar Lef o un ala determinada del grupo como “arte comunista”. Es tan imposible canonizar las búsquedas como armar un regimiento con un invento no realizado.

¿Supone esto que Lef se halla sobre una vía falsa y que no tenemos nada que hacer con él? No, no se trata de que el Partido tenga opiniones definidas y fijas sobre las cuestiones del arte del futuro, que un determinado grupo estaría saboteando. No se trata de eso. El Partido no tiene ni puede tener decisiones hechas sobre la versificación, la evolución del teatro, la renovación del lenguaje literario, el estilo arquitectónico, etcétera, de igual modo que en otros terrenos el Partido no tiene ni puede tener decisiones prefijadas sobre la mejor fertilización, la organización más correcta de transporte o las ametralladoras más perfectas. Por lo que toca a las ametralladoras, los transportes y los fertilizantes, hay que tomar decisiones prácticas inmediatamente. ¿Qué hace entonces el Partido? Asigna a algunos de sus miembros la tarea de estudiar y de resolver estos problemas, y controlar a estos miembros por los resultados prácticos de sus actividades. En el campo del arte, el problema es a un tiempo más simple y más complejo. Por lo que se refiere a la explotación política del arte o la prohibición de esa explotación por nuestros enemigos, el Partido tiene experiencia suficiente, perspicacia, decisión y recursos. Pero el desarrollo real del arte y la lucha por formas nuevas no forman parte de las tareas y preocupaciones del Partido. Este no encarga a nadie un trabajo semejante. Sin embargo, entre los problemas del arte, de la política, de la técnica y de la economía existen ciertos puntos de contacto. Estos son necesarios para determinar las relaciones recíprocas internas sobre esos problemas. De ellos, se ocupa el grupo Lef. Este grupo va dando tumbos, coge de aquí y de allá y, sea dicho sin ofenderle, exagera bastante en el campo teórico. ¿Pero no hemos exagerado en campos mucho más vitales? Además, ¿hemos tratado de corregir seriamente errores de aproximación teórico o de entusiasmo partidario en el trabajo práctico? No tenemos razón alguna para dudar que el grupo Lef se esfuerza seriamente por trabajar en interés del socialismo, que está profundamente interesado en los problemas del arte y que quiere ser guiado por criterios marxistas. ¿Por qué, pues, comenzar por romper en lugar de tratar de influir y de asimilar? La cuestión no radica en un sí o un no tajante. El Partido tiene mucho tiempo por delante para influir con cuidado y para escoger. ¿Tenemos acaso tantas fuerzas cualificadas como para permitirnos ser pródigos con esa ligereza? El centro de gravedad se halla, después de todo, no en la elaboración teórica e os pro lemas del arte nuevo, sino en la expresión artística ¿Cuál es la situación, por lo que respecta a la expresión artística del futurismo, de sus búsquedas y de sus realizaciones? Ahí encontramos aún menos razones para la precipitación y la intolerancia.



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