Literatura y revolución león trotsky


El insinuante grupo “Cambio de dirección”



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El insinuante grupo “Cambio de dirección”

En Rusia, presunto órgano del grupo “Cambio de dirección”, Lejnev ataca con todas sus fuerzas, que no son muchas, al grupo “Cambio de dirección” en general. Le acusa, no sin motivo, de una eslavo filia precipitada, pero tardía. Cierto que pecan un poco a este respecto. El esfuerzo que despliega el grupo. “Cambio de dirección” para emparentar con la revolución es muy digno de alabanza, pero las muletas ideológicas que emplea para ello están groseramente hechas. Podría pensarse que esta campaña inesperada de Lejnev es bien recibida. No lo es. El grupo “Cambio de dirección”, aunque cojea desesperadamente, cambia de color y parece acercarse a la revolución mientras que Lejnev, valiente y audaz se aleja cada vez más de ella. Si la eslavo filia de Klutchnikov y de Potejin, tardía y poco meditada, le embaraza, no es tanto por ser eslavo filia cuanto por ser ideología. Quiere librarse de toda ideología, sea la que fuera. Es lo que él llama reconocer los derechos de la vida.

Todo el artículo, escrito con mucha diplomacia, está meditado de cabo a rabo. El autor liquida la revolución, y con ella, de paso, la generación que la ha hecho. Edifica su filosofía de la historia como si se tratase de defender a la nueva generación contra los viejos, contra los demócratas idealistas, los doctrinarios, etc., entre los que Lejnev incluye igualmente a los constitucionales-demócratas, a los socialistas revolucionarios y a los mencheviques. Pero ¿en qué consiste esta nueva generación que protege bajo sus alas? A primera vista, parece ser aquella que ha rechazado bruscamente la ideología democrática y todas sus ficciones, la que ha establecido el régimen soviético y que, bien o mal, dirige hasta nueva orden la Revolución. Es lo que parece en principio, y Lejnev sugiere tal impresión mediante un hábil recurso psicológico: haciéndolo así le resulta fácil captar la confianza del lector ara luego manipularle más a su gusto. En la segunda parte del artículo ya no son dos, sino tres las generaciones que aparecen: la que ha preparado la revolución, pero que, como dicen los cánones, se ha mostrado incapaz de llevarla a término; la que ha encarnado los aspectos “heroicos y destructores” y, por último, la tercera, que está llamada no a destruir la ley, sino a ponerla en práctica. Esta generación queda caracterizada de forma más vaga, pero de modo mucho más insinuante. La forman los fuertes, los constructores sin prejuicios que no se amilanan ante nada. En opinión de Lejnev, cualquier ideología es superflua. La revolución, figuraos, igual que la vida, en líneas generales “se parece a un río que corre, a un pájaro que canta, y en sí no es teleológica”. Tamaña vulgaridad filosófica va acompañada de guiños de ojo para uso de los teóricos de la revolución, para quienes creen en una doctrina teórica y consideran objetivos definidos o tareas creadoras. Por otro lado, ¿qué significa “la vida en sí no es teleológica, corre como un río”? ¿De qué vida se trata aquí? Si se trata del metabolismo fisiológico, es más o menos cierto, aunque el hombre haya recurrido a una determinada teleología en forma de arte culinario, de higiene, de medicina, etc. Pero en esto la vida no es un río que corre. Además, la vida consiste en algo más elevado que la fisiología. El trabajo humano, esa actividad que distingue al hombre del animal, es a todas luces teleológico; al margen de gastos de energía dirigidos racionalmente no hay trabajo. Y el trabajo tiene su lugar en la vida humana. El arte, incluso el más “puro”, es también teleológico; si se aparta de grandes objetivos, se dé cuenta o no el artista, degenera en simple juego. La política es la teleología encarnada. Y la revolución es la política condensada que pone en acciones masas de varios millones de seres humanos. Entonces, ¿cómo es posible la revolución sin teleología?

En relación con cuanto acabamos de decir, la actitud de Lejnev respecto a Pilniak es interesante en sumo grado. Lejnev declara que Pilniak es un verdadero artista, casi el creador de la revolución en el terreno artístico. “La ha sentido, la ha llevado y la lleva en sí, etc.” Es un error, dice Lejnev, acusar a Pilniak de disolver la revolución en lo elemental. Ahí precisamente radica la potencia de Pilniak como artista. Pilniak “ha comprendido la revolución no desde el exterior, sino desde dentro, le ha dado dinamismo, ha desvelado su naturaleza orgánica”. ¿Qué quiere decir la expresión “comprender la revolución desde dentro”? Al parecer consiste en mirarla con los ojos de lo que constituye su mayor fuerza dinámica, la clase obrera, su vanguardia consciente. ¿Y qué significa mirar la revolución desde el exterior? Significa considerar la revolución sólo como una fuerza de la naturaleza, un proceso ciego, una tempestad de nieve, un caos de hechos, de personas y de sombras. Eso es lo que significa mirarla desde el exterior. Y eso es lo que hace Pilniak.



Al contrario que nosotros, que pensamos de forma esquemática, Pilniak, al parecer, habría dado una “síntesis artística de Rusia y de la revolución. Pero ¿de qué forma es posible una “síntesis” de Rusia y de la revolución? ¿Ha venido acaso la revolución del exterior? ¿No es la revolución propia de Rusia? ¿Es posible separarlas, luego oponer Rusia y la revolución, y en última instancia sintetizarlas? Todo esto equivale a hablar de una síntesis del hombre y de su edad, o de una síntesis de la mujer y del embarazo. ¿De dónde deriva esta monstruosa combinación de palabras y de ideas? Deriva precisamente del hecho de que la revolución es vista desde el exterior. Para ellos, la revolución es un acontecimiento monumental, pero inesperado. Rusia no es la Rusia real, con su pasado y el porvenir que en sí llevaba, sino la Rusia tradicional y reconocida que se hallaba depositada en su conciencia conservadora, la cual no acepta la revolución que se abate sobre ellos. Y estas gentes se esfuerzan por “sintetizar” mediante la lógica y la psicología -con un esfuerzo que puede ser moderado- Rusia y revolución sin perjudicar su economía espiritual. Un artista como Pilniak, con sus defectos y debilidades, está precisamente hecho para ellos. Rechazar la teleología revolucionaria supone en realidad reducir la revolución a una revuelta campesina efímera. De esta forma, consciente o inconsciente, la mayoría de esos escritores que hemos denominado “compañeros de viaje” abordan la revolución. Puskhin dijo que nuestro movimiento nacional era una revuelta irracional y cruel. Evidentemente es la definición de un noble, pero en los límites del punto de vista de un noble es profunda y justa. Durante todo el tiempo que el movimiento revolucionario conserve su carácter campesino, es “no teleológico” para emplear la frase de Lejnev, o “irracional” si se prefiere la de Pushkin. En la historia jamás se ha alzado el campesinado de forma independiente hasta objetivos políticos generales. Los movimientos campesinos han dado un Pugachev o un Stenka Razin y han sido reprimidos a lo largo de la historia, han servido de base a la lucha de otras clases. En ninguna parte ha habido jamás una revolución puramente campesina. Cuando un campesino se hallaba desprovisto de dirección, ofrecida por la democracia burguesa en las viejas revoluciones, o por el proletariado entre nosotros, su impulso no hacía más que golpear y desarbolar el régimen existente, sin conseguir jamás una reorganización preparada de antemano. Jamás ha sido capaz un campesinado revolucionario de crear un gobierno. En su lucha ha creado guerrillas, pero nunca un ejército revolucionario centralizado. Por eso ha sido derrotado. ¡Cuán significativo es el hecho de que casi todos nuestros poetas revolucionarios se vuelvan hacia Pugachev y a Stenka Razin! Vasili Makensky es el poeta de Stenka Razin, Esenin el de Pugachev. Evidentemente, no es malo que estos poetas hayan sido inspirados por esos elementos dramáticos de la historia rusa, pero es malo y criminal que no puedan abordar la revolución actual de otra forma que descomponiéndola en revueltas ciegas, en sublevaciones elementales, y que borren de esta forma ciento cincuenta años de la historia rusa, como si no hubiesen existido jamás. Como dice Pilniak, “la vida del campesino es conocida: comer para trabajar, trabajar para comer y, además, nacer, engendrar y morir”. Por supuesto, esto es una vulgarización de la vida campesina. No obstante, desde el punto de vista del arte se trata de una vulgarización legítima. Porque ¿qué es nuestra revolución sino furiosa revuelta en nombre de la vida consciente, racional, reflexiva, camina hacia adelante, contra el automatismo elemental, desprovisto de sentido biológico de la vida, es decir, contra las raíces campesinas de la vieja historia rusa, contra su ausencia de objetivo (su carácter no teleológico), contra su “santa e imbécil filosofía a lo Karataiev? Si le quitamos esto a la revolución, no valdría ni las velas que se encendieron por ella y, como se sabe, por ella se han quemado mucho más que velas.

Sería, sin embargo, calumniar no sólo a la revolución, sino también al campesino, ver en Pilniak, o mejor aún en Lejnev, la auténtica manera campesina de considerar la revolución. En realidad, nuestra gran conquista histórica reside en el hecho de que el campesino mismo, con torpeza, casi como un oso, parándose en su marcha o incluso retrocediendo, se aleja de la antigua vida irracional y carente de sentido, y se siente gradualmente arrastrado hacia la esfera de la reconstrucción consciente. Serán precisos decenios antes de que la filosofía de Karataiev sea aniquilada y aventadas sus cenizas, pero ese proceso se ha iniciado ya, y se ha iniciado bien. El punto de vista de Lejnev no es el del campesino es el punto de vista de un intelectual filisteo, emboscado tras la espalda del campesino de ayer, porque quiere ocultar su propia espalda de hoy. Y esto no es muy artístico que digamos.



El “neoclasicismo”

El artista, como veis, es un profeta. Las obras de arte se hacen con presentimientos; de donde se deduce que el arte anterior a la revolución es el arte real de la revolución. En la revista Chipovnik, llena de ideas reaccionarias, tal filosofía queda formulada por Muratov y por Efros, cada cual a su manera, pero con las mismas conclusiones. Resulta indiscutible que la guerra y la revolución han sido preparadas por determinadas condiciones materiales y en la conciencia de las clases. Resulta igualmente indiscutible que tal preparación se ha reflejado de diversa forma en las obras de arte. Pero era un arte anterior a la revolución, el arte de la intelligentsia burguesa decadente antes de la tormenta. Mientras, nosotros hablamos del arte de la revolución, del arte creado por la revolución, de donde ese arte ha sacado sus nuevos “presentimientos”, que a su vez ahora nos nutre. Ese arte no está detrás de nosotros, sino ante nosotros.



Los futuristas y cubistas que reinaron casi sin rivalidad durante los primeros años de la revolución (entonces el terreno del arte era un desierto) han sido expulsados de sus posiciones. Y ello no sólo porque el presupuesto soviético se ha visto reducido, sino porque no tenían, ni por naturaleza podían tener, recursos suficientes para resolver sus vastos problemas artísticos. Ahora oímos decir que el clasicismo está en marcha. Y, lo que es más, oímos decir que el clasicismo es el arte de la revolución. Y más aún que el clasicismo es el “hijo” y la esencia de la revolución” (Efros). Son frases evidentemente muy alegres. Sin embargo, resulta extraño que el clasicismo se acuerde de su parentesco con la revolución a los cuatro años de pensárselo. Es una prudencia clásica. Pero ¿es cierto que el neoclasicismo de Ajmatova, de Verjovsky, de Leonid Grosman y de Efros es “el hijo y la esencia de la revolución”? Por lo que respecta a la “esencia”, es ir demasiado lejos. ¿Es el “neoclasicismo” un “hijo de la revolución” en el mismo sentido en que lo es la Nep? Esta pregunta puede parecer inesperada e incluso inoportuna. Sin embargo, está bien puesta en su sitio. La Nep ha encontrado eco bajo la forma del grupo “Cambio de dirección” y nos enseña la buena nueva de que los teóricos del cambio aceptan “la esencia” de la revolución. Quieren reforzar sus conquistas y ordenarlas; su lema es el “conservadurismo revolucionario”. Para nosotros, la Nep es un giro de la trayectoria entera la que efectúa un giro. Nosotros consideramos que el tren de la historia acaba de partir ahora y que se procede a una breve parada para tomar agua y hacer subir la presión. Ellos piensan, por el contrario, que hay que mantenerse en este estado de reposo ahora que el desorden del movimiento se ha detenido. La Nep ha producido el grupo “Cambio de dirección”, y gracias a la Nep el neoclasicismo se proclama “hijo de la revolución”. Estamos vivos; en nuestras arterias la sangre bate fuerte; en armonía con el ritmo del día que viene; no hemos perdido ni el sueño ni el apetito, porque el pasado se ha ido. Muy bien dicho. Quizá algo mejor de lo que el autor quisiera. Hijos de la revolución que, como véis, no han perdido el apetito porque el pasado ha huido. ¡Lo menos que se puede decir es que son hijos con buen apetito! Pero la revolución no se satisface tan fácilmente con estos poetas que, a pesar de la revolución, no han perdido el sueño y no han pasado las fronteras. Ajmatova ha escrito algunas líneas vigorosas para decir que no se ha marchado. Excelente que no se haya marchado. Pero la propia Ajmatova a duras penas cree que sus cantos son los de la revolución, y el autor del manifiesto neoclásico tiene demasiada prisa. No perder el sueño por culpa de la revolución no es lo mismo que conocer su “esencia”. Cierto que el futurismo ha captado la revolución, pero posee una tensión interior que, en cierto sentido, es semejante a la de la revolución. Los futuristas mejores eran todo fuego, todo llama, y quizá lo son aún. El neoclasicismo, en cambio, se contenta con no perder el apetito. Ese neoclasicismo, hermanastro de la Nep, está muy cerca del grupo “Cambio de dirección”.

Y es natural, después de todo. Mientras que el futurismo, atraído por- la dinámica caótica de la revolución, trataba de expresarse en el dinamismo caótico de las palabras, el neoclasicismo expresa la necesidad de paz, de formas estables y de una puntuación correcta. Es lo que el grupo “Cambio de dirección” denominaría “conservadurismo revolucionario”.



Marietta Chaguinian

Ahora ya está claro que la actitud benévola e incluso “simpática” de Marietta Chaguinian respecto a la revolución nace en la menos revolucionaria, la más asiática, la más pasiva, la más cristianamente resignada de las concepciones del mundo. La última novela de Chaguirian, Nuestro Destino, sirve de nota explicativa a este punto de vista. Todo es en ella psicológico, es decir, psicología trascendental, con raíces que se pierden en la religión. Se encuentran ahí caracteres “genéricos”, del espíritu y del alma, del destino numénico v del destino fenoménico, enigmas psicológicos por doquier y, para que este amontonamiento no parezca demasiado monstruoso, la novela se sitúa en un asilo de psicópatas. Ahí tenemos al muy magnífico profesor, un psiquiatra de ingenio muy fino, el más noble de los maridos y de los padres, y el menos corriente de los cristianos; la esposa es algo más simple, pero su unión con su marido, sublimada en Cristo, es total; la hija trata de rebelarse, pero luego se humilla en nombre del Señor. Un joven psiquiatra, supuesto confidente del relato, concuerda por entero con esta familia. Es inteligente, dulce y pío. Hay también un técnico de nombre sueco, excepcionalmente noble, bueno, prudente en su simplicidad, lleno de paciencia y temeroso de Dios. Está también el cura Leónid, excepcionalmente perspicaz, excepcionalmente pío, y por supuesto, como manda su vocación, temeroso de Dios. Y a su alrededor, locos o medio locos. A su través apreciamos la comprensión y la profundidad del profesor, y por otra parte, la necesidad de obedecer a Dios, que no pudo crear un mundo sin locos. Pero he aquí que llega un psiquíatra joven. Es ateo, pero evidentemente también se somete a Dios. Estas personas discuten entre sí para saber si el profesor cree en el diablo o si considera el mal como impersonal; terminan por inclinarse a pasarse sin el diablo. En la portada se lee: “1923, Moscú y Petrogrado”. ¡Esto sí que es un milagro!

Los héroes de Marietta Chaguinian, sutiles, buenos y píos, no provocan la simpatía, sino una indiferencia total que a veces se convierte en náusea-, a pesar de la inteligencia evidente del autor, y a causa de todo ese lenguaje barato, de ese humor auténticamente provinciano. Incluso las figuras pías y temerosas de Dostoievski implican una parte de falsedad, porque se nota que le son extraños. En su mayoría las ha creado contra él mismo, porque él era apasionado y tenía mal carácter en todo, incluido su cristianismo pérfido. Marietta Chaguinian parece muy buena, aunque de una bondad doméstica. Ha encerrado la abundancia de sus conocimientos y su extraordinaria penetración psicológica en el marco de- su punto de vista doméstico. Ella misma lo reconoce y lo dice abiertamente. Pero la revolución no es en modo alguno un suceso doméstico. Por eso, la sumisión fatalista de Marietta Chaguinian se opone tan crudamente al espíritu y la significación de nuestra época. Y por eso sus criaturas, todo lo prudentes y pías que queráis, hieden, si me permitís el término, a beatería.

En su diario literario, Marietta Chaguinian habla de la necesidad de luchar por la cultura siempre y en todas partes. Si las gentes se suenan con los dedos, enseñadles a servirse del pañuelo. Es justo y audaz, sobre todo hoy en que la auténtica masa del pueblo comienza a reconstruir conscientemente la cultura. Pero el proletario semi-analfabeto que no está acostumbrado al pañuelo (no ha tenido nunca ninguno), que ha terminado de una vez por todas con la idiotez de los mandamientos divinos y que trata de construir relaciones humanas justas, está infinitamente más cultivado que esos educadores reaccionarios de los dos sexos que se suenan filosóficamente la nariz con su pañuelo místico, complicando este gesto antiestético con los artificios artísticos más complejos, y con plagios disfrazados y tímidos de la ciencia.

Marietta Chaguinian es contrarrevolucionaria por naturaleza. Es su cristianismo fatalista, su indiferencia doméstica a todo cuanto no se relaciona con la casa, lo que hace aceptar la revolución. Simplemente, ha cambiado de sitio, pasando de un coche a otro, con sus maletas y su ganchillo artístico-filosófico. Con ello cree haber conservado con mayor seguridad su individualismo. Pero ni un solo kilo de su labor demuestra esa individualidad.

CAPÍTULO III

Alexander Blok

Blok pertenecía por entero a la literatura anterior a Octubre. Los impulsos de Blok -bien hacia un misticismo tempestuoso, bien hacia la revolución- no han brotado en un espacio vacío, sino en la atmósfera, muy densa, de la cultura de la vieja Rusia, de sus terratenientes y de su intelligentsia. El simbolismo de Blok era un reflejo de ese desagradable entorno inmediato. Un símbolo es una imagen generalizada de la realidad. Los poemas de Blok son románticos, simbólicos, místicos, confusos e irreales. Pero suponen una vida muy real, con formas y relaciones definidas. El simbolismo romántico se aleja de la vida sólo en el hecho de ignorar su carácter concreto, sus rasgos individuales y sus nombres propios; en el fondo, el simbolismo es un medio de transformar y de sublimar la vida. Los poemas de Blok, centelleantes, tempestuosos y confusos, reflejan un entorno y un período definidos, con sus formas de vida, sus costumbres, sus ritmos. Desligados de ese período, flotan como nubes. Esta poesía lírica no sobrevivirá a su tiempo ni a su autor.

Blok pertenecía a la literatura anterior a Octubre, pero superó el escollo y entró en la esfera de Octubre escribiendo Los Doce. Por este poema ocupará un lugar de privilegio en la historia de la literatura rusa.

No hay que permitir que Blok sea eclipsado por esos minúsculos duendes poéticos o semi-poéticos que giran en torno a su memoria y que como idiotas son incapaces de comprender por qué Blok saludó a Maiakovsky como un gran talento y bostezó francamente ante Gumilev. Blok, el “más puro” de los líricos, no hablaba de arte puro ni colocaba la poesía por encima de la vida. Antes bien, reconocía que “el arte, la vida y la política eran inseparables e indivisibles”. “Estoy acostumbrado -escribía Blok en su prefacio a Represalias (1919)- a reunir los hechos que caen bajo mis ojos en un momento dado, en todos los terrenos de la vida, y estoy seguro de que todos juntos forman siempre un acorde musical. “ Esto es mucho mayor, mucho más fuerte y mucho más profundo que un estatismo auto satisfecho y que todos los absurdos sobre la independencia del arte respecto a la vida social.

Blok conocía el valor de la intelligentsia. “Soy pariente de sangre de la intelligentsia -dijo-, pero la intelligentsia ha sido siempre negativa. Si no me puse al lado de la revolución, me pareció menos indicado aún ponerme de parte de la guerra.” Blok no se puso “del lado de la revolución”, pero ordenó su ruta espiritual sobre ella. La cercanía de la revolución de 1905 abrió la fábrica de Blok y, por primera vez, elevó su arte por encima de las brumas líricas. La primera revolución penetró en su alma y la arrancó de la autosatisfacción individualista y del quietismo místico. Blok sintió que la reacción entre las dos revoluciones constituía un vacío del espíritu y que la falta de objetivos de la época la convertía en un circo, con jugo de arándanos haciendo el papel de la sangre. Blok escribió sobre el “auténtico crepúsculo místico de los años que precedieron a la primera revolución” y de las “secuelas falsamente místicas que las siguieron inmediatamente” (Represalias). La segunda revolución le despertó, le puso en movimiento hacia un objetivo y en una dirección determinada. Blok no era el poeta de la revolución. Se pegó al carro de la revolución cuando languidecía en el estúpido callejón sin salida de la vida y el arte anteriores a la revolución. El poema titulado Los Doce, la obra más importante de Blok, la única que sobrevivirá en el curso de los siglos, ha sido el fruto de este contacto.

Como él mismo dijo, Blok ha llevado en sí el caos durante toda su vida. Su forma de decirlo era confusa, como su filosofía de la vida y sus poemas eran confusos en conjunto. Lo que sentía como caos era su incapacidad de combinar lo subjetivo con lo objetivo, su prudente y atenta falta de voluntad en una época que vivió la preparación y luego el desencadenamiento de los sucesos más grandes. A través de todos estos cambios, Blok permaneció como un auténtico decadente, en el sentido ampliamente histórico del término, en el sentido en que el individualismo decadente choca con el individualismo de la burguesía ascendente.

El sentimiento angustioso del caos gravitaba en Blok en dos direcciones principales, una mística, otra revolucionaria. En última instancia, no halló solución en ninguna. Su religión era oscura y confusa, nada imperiosa, al igual que sus poemas. La revolución que cayó sobre el poeta como una granizada de hechos, como una avalancha geológica de sucesos, rechazó, o mejor, arrastró al Blok anterior a la revolución que se perdía en languideces y presentimientos. Ahogó la nota tierna, llena de murmullos, del individualismo, en la música rugiente y palpitante de la destrucción. Había que escoger. Por supuesto, los poetas de salón podían seguir con sus gorjeos, sin elegir, y no tenían más que añadir sus quejas sobre las dificultades de la vida. Pero Blok, que fue arrastrado por el período y que lo tradujo a su propio lenguaje interior, tenía que escoger, y escogió escribir Los Doce.

Este poema es, sin duda alguna, el mayor logro de Blok. En el fondo es un grito de desesperación sobre un pasado agonizante, pero un grito de desesperación que se alza hasta la esperanza en el futuro. La música de terribles acontecimientos ha inspirado a Blok. Parece decirle: “Todo cuanto has escrito hasta ahora no es justo. Vienen hombres nuevos. Traen corazones nuevos. No necesitan tus antiguos escritos. Su victoria sobre el viejo mundo representa una victoria sobre ti, sobre tus poemas que no han expresado sino el tormento del viejo mundo antes de su muerte.” Esto es lo que Blok ha entendido y esto lo que ha aceptado. Pero porque era duro aceptarlo y porque trataba de mantener su falta de fe con su fe revolucionaria, porque quería fortificarse y convencerse, expresó su aceptación de la revolución en las imágenes más extremadas para quemar los puentes tras de sí. Blok no hizo siquiera el ademán de una tentativa hacia el cambio revolucionario. Al contrario, lo toma en sus formas más groseras -una huelga de prostitutas, el asesinato de Katha por un guardia rojo, el pillaje de una casa burguesa- y dice: “acepto esto”, y lo santifica de modo provocativo con las bendiciones de Cristo. Quizá trate incluso de salvar la imagen artístico de Cristo poniéndole los puntales de la revolución.

Pese a todo, Los Doce no son el poema de la revolución. Es el canto de cisne del arte individualista que se ha pasado a la revolución. Ese poema permanecerá. Porque si los poemas crepusculares de Blok están enterrados en el pasado (de tales períodos no volverán nunca), Los Doce permanecerán con su viento cruel, con sus pancartas, con Katha yaciendo en la nieve, con su paso revolucionario y con ese viejo mundo que revienta como un perro sarnoso.

El hecho de que Blok haya escrito Los Doce y luego callara, que haya dejado de oír la “música”, se debe tanto a su carácter como a la “música” poco corriente que había oído en 1918. La ruptura convulsiva y patética con todo el pasado se convirtió en el poeta en una ruptura total. Abstracción hecha de los procesos destructores que minaban su organismo, quizá Blok sólo hubiera podido continuar caminando de acuerdo con los acontecimientos revolucionarios que al desarrollarse en una potente espiral habrían abarcado al mundo entero. Pero la marcha de la historia no se adapta a las necesidades psíquicas de un romántico sorprendido por la revolución. Para poderse mantener sobre bancos de arena temporales hay que tener otra formación, una fe diferente en la revolución, una comprensión de sus ritmos sucesivos y no solamente la comprensión de la música caótica de sus marejadas. Blok ni tenía ni podía tener todo eso. Los dirigentes de la revolución eran hombres cuya psicología y cuya conducta le resultaban extrañas.

Por eso se replegó sobre sí mismo y guardó silencio tras Los Doce. Y cuantos vivieron con él espiritualmente, los prudentes y los poetas, cuantos se dicen siempre “negativos”, se alejaron de él con malicia y odio. No podían perdonarle su frase sobre el perro sarnoso. Dejaron de estrechar la mano de Blok como si se tratara de un traidor, y sólo después de su muerte “hicieron las paces con él” y pretendieron demostrar que Los Doce no contenía nada de inesperado, que nada del poema procedía de Octubre, sino del viejo Blok, que todos los elementos de Los Doce tenían sus raíces en el pasado. Y que los bolcheviques no se imaginaran que Blok era uno de los suyos. En efecto, no es difícil encontrar en Blok períodos, ritmos, aliteraciones, estrofas, que encuentran su pleno desarrollo en Los Doce. Pero también se puede descubrir en el individualista Blok ritmos y humores distintos: sin embargo, precisamente ese mismo Blok en 1918 encontró en sí mismo (no en las calles, sino en sí mismo) la música turbulenta de Los Doce. Para ello fueron precisas las calles de Octubre. Otros abandonaron esas calles apresuradamente para ganar las fronteras o se fueron a islas interiores. Ahí es donde radica el meollo de la cuestión, y eso es lo que no perdonan a Blok:

Así se indignan cuantos están saciados,

y así languidece la satisfacción de barrigas importantes.

Su cangilón se ha volcado

y la inquietud invade su pocilga putrefacta.

(A. Blok: Los Saciados)

Sin embargo, Los Doce no son el poema de la revolución. Porque la significación de la revolución como fuerza elemental (si se la quiere considerar sólo como fuerza elemental) no consiste en ofrecer al individualismo una salida para escapar del callejón sin salida donde ha caído. La significación profunda de la revolución está en algún sitio fuera del poema. El poema mismo es excéntrico en el sentido en que este término es empleado en física. Por eso Blok corona su poema con la figura de Cristo. Pero Cristo no pertenece para nada a la revolución, sólo al pasado de Blok.

Cuando Eichenwald, expresando la actitud burguesa respecto a Los Doce, dice abiertamente, y no sin intención de molestar, que los actos del héroe de Blok pinta bien a los “camaradas”, cumple la tarea que se ha fijado: calumniar a la revolución. Un guardia rojo mata a Katka por celos... ¿Es posible o no? Evidentemente posible. Pero si tal guardia rojo hubiera sido detenido, habría sido condenado a muerte por el tribunal revolucionario. La revolución que usa de la terrorífica espada del terrorismo, la preserva severamente como un derecho del Estado. Permitir que el terror sea ejercido con fines personales sería amenazar a la revolución con una destrucción inevitable. Desde principios de 1918 la revolución puso fin al desorden anarquista y llevó una lucha sin piedad y victoriosa contra los métodos disgregadores de la guerra de guerrillas.

¡Abrid vuestras celdas! ¡La canalla sale de juerga! Ocurrió. Pero ¡cuántos choques sangrientos ocurrieron por este mismo motivo entre los guardias rojos y los saqueadores! “Sobriedad” ha sido una orden inscrita en la bandera de la revolución. La revolución ha sido asceta, especialmente en su período más intenso. Por eso Blok no pinta un cuadro de la revolución, o por lo menos no hace la obra de su vanguardia, sino de los fenómenos que la acompañan, provocados por ella pero en contradicción, por naturaleza, con ella. El poeta parece querer decir que también ahí siente la revolución, que percibe ahí su aliento, el terrible púlpito, el despertar, la bravura, el riesgo, y que incluso en esas manifestaciones vergonzosas, insensatas, sangrientas, queda reflejado el espíritu de la revolución, que para Blok es el espíritu de un Cristo extremado.

De todo cuanto se ha escrito sobre Blok y Los Doce, Chukovsky se lleva la palma. Su opúsculo sobre Blok no es peor que sus restantes libros: una verbosidad aparente, pero incapacidad completa para poner orden en sus pensamientos; una exposición áspera, un ritmo de periódico de provincias y una pedantería pobre, así como una tendencia a generalizar a base de antítesis gratuitas. Y Chukovsky descubre siempre lo que nadie había visto. ¿Nadie ha considerado nunca Los Doce como el poema de la revolución, de esa revolución que tuvo lugar en Octubre? ¡El cielo nos guarde! Chukovsky va a explicar todo esto de carrerilla y a reconciliar definitivamente a Blok con la “opinión pública”. Los Doce no cantan la revolución, sino a Rusia pese a la revolución: “He aquí un nacionalismo obstinado que nada impide y que incluso quiere ver la santidad en la fealdad, siempre que esa fealdad sea Rusia” (K. Chukovsky: Un libro sobre Alexander Blok). Blok, por tanto, aceptó Rusia a pesar de la revolución, o, para ser más exactos, pese a la fealdad de la revolución. Tal parece ser su razonamiento, al menos es lo que se deduce. Pero al mismo tiempo se encuentra con que Blok había sido siempre (¡) el poeta de la revolución, “pero no de la revolución que ha tenido lugar, sino de otra revolución, nacional y rusa...”. Es salir de Caribdis para caer en Scylla. O sea, que Blok, en Los Doce, no cantaba a la Rusia a pesar de la revolución, sino precisamente a la revolución; pero no a la que ha ocurrido, sino a otra, cuyas señas exactas son bien conocidas para Chukovsky. Ved ahora cómo ese muchacho lleno de talento se expresa al respecto: “La revolución que canto no era la revolución que había ocurrido a su alrededor, sino otra distinta, verdadera, relampagueante. “ ¿No acabamos de oír que cantó la fealdad, y no una llama brillante? ¿Y que cantó esta fealdad porque era rusa, no porque era revolucionaria? Ahora descubrimos que no acepta del todo la fealdad de la verdadera revolución porque esta fealdad era rusa, sino que cantó de modo exaltado la otra revolución, verdadera y resplandeciente, la única razón de que estaba dirigida contra la fealdad existente.

Vanka mata a Natka con el fusil que le dio su clase para defender la revolución. Nosotros afirmamos que esto es secundario en relación con la revolución. Blok quiso que su poema dijese: acepto también esto porque aquí oigo el dinamismo de los acontecimientos y la música de la tempestad. Pero he aquí que su intérprete Chukovsky se encarga de explicárnoslo. El asesinato de Katka por Vanka es la fealdad de la revolución. Blok acepta Rusia, incluso con esta fealdad, porque es rusa. No obstante, al cantar el asesinato de Katka por Vanka y el pillaje de las casas, Blok no canta a esa revolución rusa real, fea, de hoy, sino a la otra, la verdadera y resplandeciente. ¿Cuáles son las señas de esa revolución verdadera y resplandeciente? Chukovsky nos las dará pronto.

Si para Blok la revolución es la Rusia misma, tal cual es, ¿qué significa entonces “el orador” que mira la revolución como una traición? ¿Qué significa el cura que se pasea aparte? ¿Qué significa la expresión: viejo mundo como un perro sarnoso? ¿Qué significan Denikin, Miliukov, Chernov y los emigrados? Rusia ha sido dividida en dos. Esto es la revolución. Blok ha llamado a una mitad “perro sarnoso”; a la otra la ha bendecido con lo que tenía a su disposición: con versos y con Cristo. Sin embargo, Chukovsky declara que se trata de un simple malentendido. ¡Qué ganas de hablar, qué indecente negligencia del pensamiento, qué nulidad de ingenio, que blablá!

Cierto, Blok no es de los nuestros. Pero ha venido hacia nosotros. Y al hacerlo, se ha roto. El resultado de esta tentativa es la obra más significativa de nuestra época. Su poema Los Doce pervivirá siempre.


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