Literatura y revolución león trotsky



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Pero probablemente nada ha puesto de relieve de forma más íntimamente convincente la vacuidad y la corrupción del individualismo intelectual como la canonización universal de que hoy es objeto Rozanov: filósofo “genial” y profeta, y poeta, y también de pasada gentilhombre del espíritu. No obstante, Rozanov fue un cerdo notorio, un holgazán, un parásito con alma de lacayo. Esa era su verdadera esencia y su talento se limitaba a la expresión de esa esencia.

Cuando se habla del “genio” de Rozanov, se habla en primer lugar de sus revelaciones en el terreno sexual. Pero si alguno de sus admiradores trata de recoger y de sistematizar cuanto Rozanov ha dicho, en su lengua, que tan maravillosamente se adapta a las reticencias y a las ambigüedades, sobre la influencia del sexo en la poesía, la religión o la política, sólo conseguirá sacar alguna cosa muy pobre y no demasiado nueva. La escuela psicoanalítico austríaca (Freud, Jung, Albert, Adler, etc.) ha realizado una aportación infinitamente mayor al problema del papel jugado por el elemento sexual en la formación del carácter individual y en la conciencia social. En el fondo no hay comparación posible. Incluso las exageraciones más paradójicas de Freud son incomparablemente más importantes y más fructíferas que las audaces suposiciones de Rozanov, quien se extravía totalmente en una imbecilidad buscada y en el blableo puro y simple, echando abajo puertas que estaban abiertas y mintiendo por los cuatro costados.

Hay que admitir, no obstante, que los emigrados del exterior y del interior que no sienten vergüenza de festejar a Rozanov y de inclinarse ante él, han levantado la caza. Por su parasitismo intelectual, por sus adulaciones, por su vileza, Rozanov no ha hecho más que impulsar hacia su perfección lógica sus rasgos espirituales comunes de todos: la cobardía ante la vida y la cobardía ante la muerte.

Un tal Víctor Khovin, teórico del futurismo o de algo parecido, afirma que la versatilidad de Rozanov deriva de causas más complejas y sutiles; que si Rozanov abrazó la revolución (de 1905) sin por ello abandonar el periódico reaccionario Novoïe Vremia (Tiempo Nuevo), y luego giró hacia la derecha, es sólo porque quedó horrorizado ante lo que descubría en sí mismo: la madera de un superhombre y el absurdo. Si llegó incluso a cumplir las órdenes del ministro de Justicia (en el asunto Beiliss), si al mismo tiempo escribía como reaccionario en Novoïe Vremia y como liberal en Russkoie Slovo (Palabra rusa) (con seudónimo), si sirvió de alcahuete de jóvenes escritores para Suvorin, todo ello derivaba de la complejidad y de la profundidad de su naturaleza espiritual. Estos estúpidos y chochos apologistas hubieran resultado algo más convincentes si Rozanov se hubiera acercado a la revolución en el momento en que era perseguida, y se hubiera alejado en el momento de la victoria. Precisamente lo que Rozanov no hizo, ni podía hacer. Celebró la catástrofe del campo de Khodynka como un sacrificio purificador en una época en que el reaccionario Pobedonostzev triunfaba. En octubre de 1905 aceptó la Asamblea Constituyente y el Terror, lo más revolucionario que hubo, cuando la joven revolución parecía haber derrocado a los poderes imperantes. Durante el proceso Beiliss, se esforzó por demostrar que los judíos utilizaban la sangre de los cristianos con fines rituales. Poco antes de su muerte, y con su habitual mueca de cretino, escribió que los judíos eran “el primer pueblo de la tierra”, frase que por supuesto no tenía más valor que la que había dicho durante el proceso Beiliss aunque fuera la opuesta. Lo más auténtico y constante en Rozanov fue su arrastrarse como gusano ante el poder. Un gusano escritor, un gusano que se arrastra, se desliza, se pega, se contrae y se distiende según las necesidades, tan desagradable como un gusano. Rozanov calificó a la Iglesia ortodoxa, por supuesto en su propio círculo, de montón de basura. Pero practicó los ritos (por cobardía y por prevención), y cuando llegó el momento de la muerte comulgó cinco veces (igualmente por si acaso). Fue hipócrita con el cielo como lo había sido con su editor y con sus lectores.

Rozanov se vendió públicamente por dinero. Su filosofía concordaba con su vida y a ella se adaptó. Su estilo también. Fue poeta de rincón de chimenea, de apartamento confortable. Al burlarse de los maestros y de los profetas, enseñó que lo más importante en la vida era lo muelle, lo cálido, lo grasiento, lo dulce. En estos últimos decenios, la intelligentsia se aburguesaba rápidamente y se inclinaba mucho más hacia lo muelle y lo dulce, pero al mismo tiempo resultaba embarazada por Rozanov como lo está un joven burgués ante una cocot deslenguada que dice públicamente su secreto. Como Rozanov perteneció siempre de hecho a la intelligentsia, ahora que las viejas divisiones de la sociedad “educada” han perdido toda su significación, y esa sociedad la decencia incluso, la figura de Rozanov reviste proporciones titánicas. En el culto de Rozanov se encuentran hoy los teóricos del futurismo (Shklovsky, Khovin), Remizov, los soñadores antroposofilas, el prosaico Joseph Hessen, las viejas derechas y las viejas izquierdas. “¡Hosanna al parásito! Nos enseñó a amar las dulzuras, soñábamos con el albatros y lo hemos perdido todo. Henos aquí, rechazados por la Historia, sin contemplaciones ni dulzuras.”



* * *

Una catástrofe, sea individual o colectiva, es siempre una excelente piedra de toque porque revela de forma infalible las auténticas relaciones individuales o sociales.

Tras la revolución de Octubre, el arte anterior, que era casi completamente contrarrevolucionario, ha mostrado su relación indisoluble con las clases dirigentes de la vieja Rusia. Las cosas son ahora tan claras que no es preciso señalarlas con el dedo. El terrateniente, el capitalista, el general de uniforme o el civil emigraron con su abogado y su poeta. Todos juntos decidieron que la cultura había perecido. Por supuesto, hasta entonces el poeta se había considerado independiente del burgués, e incluso estaba enfrentado a él. Pero cuando el problema se planteó con la seriedad de la revolución, el poeta apareció inmediatamente como un parásito hasta la médula de los huesos. Esta lección histórica sobre el arte “libre” se desarrolló paralelamente a la lección sobre las demás “libertades” de la democracia, de esa democracia que iba barriendo tras las tropas de Yudenitch. En los tiempos modernos, el arte a un tiempo individual y profesional, a diferencia del antiguo arte popular colectivo, crece en la abundancia y en los ocios de las clases dirigentes y es mantenido por ellas. La prostitución, casi invisible cuando las relaciones sociales no eran perturbadas, fue puesta crudamente al desnudo cuando el hacha de la revolución abatió los viejos pilares.

La psicología del parasitismo y de la prostitución no es totalmente igual a la de la sumisión, a la de la cortesía o a la del respeto. Antes bien, implica querellas muy severas, explosiones, desacuerdos, amenazas de ruptura total, pero sólo amenazas. Foma Fomith Opiskin, el tipo clásico del viejo parásito noble, “con psicología”, se hallaba casi siempre en un estado de insurrección doméstica. Pero si no recuerdo mal, nunca pasó más allá del último granero. Evidentemente, resulta muy grosero y poco cortés comparar a Opiskin con los académicos y casi clásicos Bunin, Merejovsky, Zinaida Hippius, Kotliarevsky, Zaitzev, Zamiatin y otros. Pero hay que contar la historia tal cual es. Se han revelado prostituidos y parásitos. Y aunque algunos de ellos protesten de modo violento contra esta acusación, la mayoría de los emigrados del interior -en parte por circunstancias sobre las que no ejercen ningún control y sobre todo, debemos pensarlo, debido a su temperamento- se hallan entristecidos simplemente porque su estado de prostitución se ha deteriorado en sus raíces, mientras su melancolía se agota en recuerdos, en experiencias repetidas.



Andrei Bieli

La literatura del período entre las dos revoluciones (1905-1917), decadente en su humor y en su alcance, supe refinado en su técnica, literatura de individualismo, de simbolismo y de misticismo, encontró en Bieli (Blanco) su expresión más alta y también la más abiertamente perjudicada por Octubre. Bieli cree en la magia de las palabras. Puede decirse por ello que su seudónimo literario testimonia su oposición a la revolución, porque el período mayor de lucha revolucionario ocurrió en combates entre rojos y blancos.

Los recuerdos de Bieli sobre Blok, sorprendentes por sus detalles insignificantes y por su mosaico psicológico arbitrario, permiten darse cuenta ampliamente de la situación en que se encuentran gentes de otra época, de otro mundo, de una época pasada, de un mundo que no volverá ya más. Y no es un asunto de generaciones, porque estas gentes pertenecen a nuestra generación, sino de diferencias de naturaleza social, de tipo intelectual, de raíces históricas. Para Bieli “Rusia es un vasto prado, verde como el dominio de Yasnaïa-Poliana o el de Chajmatovo”. En esta imagen de la Rusia pre revolucionaria y revolucionaria representada como un prado verde, más todavía, como un prado de Yasnaïa-Poliana o de Chajmatovo, vemos cuán profundamente se halla enterrada la vieja Rusia, la Rusia del terrateniente y del funcionario, o mejor, la Rusia de Turgueniev y de Goncharov. ¡Qué distancia astronómica entre ella y nosotros, y qué bien que esté tan lejos! ¡Qué salto a través de los tiempos entre esa vieja Rusia y Octubre!

Se trata del prado Bejin de Turgueniev, o del de Chajmatovo de Blok, o del de Yasnaïa-Poliana de Tolstoi, o del de Oblomov de Gontcharov, idéntica imagen de paz y de armonía vegetativa. Las raíces de Bieli están en el pasado. ¿Dónde ahora la antigua armonía? A Bieli todo le parece alterado, todo está al revés, todo carece de armonía. Para él, la paz de Yasnaïa-Poliana no ha sido transformada en salto hacia adelante, sino en excitaciones v en saltos sobre el mismo lugar. El aparente dinamismo de Bieli no hace más que girar sobre sí mismo, combatir sobre los túmulos funerarios de un viejo régimen que se desintegra y desaparece. Sus contorsiones verbales no llevan a ninguna parte. No hay huellas de ningún ideal revolucionario. De hecho es un conservador intelectual, realista, a cuyos pies falta suelo y que se halla desesperado. Las Memorias de tan Soñador, periódico inspirado por Blok, reúne al realista desesperado cuya chimenea echa humo y al intelectual acostumbrado al confort del espíritu y que no puede soñar con una vida lejos del prado de Chejmatovo. Bieli, el “soñador”, cuyos pies están en tierra, apoyados sobre el terrateniente y el burócrata, no hace más que lanzar bocadas de humo a su alrededor.

Individualista desarraigado de sus costumbres y de su eje, Bieli quisiera trocarse en el mundo entero, construir todo a partir de sí mismo y a través de sí mismo, redescubrir todo él mismo, pero sus obras, de desigual valor artístico, no hacen nunca más que sublimar, intelectual o poéticamente, las viejas costumbres. Y por eso, en última instancia, esa preocupación servil por sí mismo, esa apoteosis de hechos ordinarios de su propia rutina intelectual se vuelven tan insoportables en nuestra época donde masa y rapidez fabrican realmente un mundo nuevo. Si alguien escribe de forma tan pomposa sobre su encuentro con Blok, ¿cómo tendrá que escribir sobre los grandes acontecimientos que afectan a los destinos de las naciones?

En los recuerdos de infancia de Bieli, Kolik Letaev, hay interesantes momentos de lucidez, no siempre artísticos pero a menudo convincentes; por desgracia, unos se unen a otros mediante discusiones ocultas, profundidades imaginarias, por una acumulación pletórica de palabras y de imágenes que los hacen totalmente vanos. Con toda la atención puesta sobre sí mismo, Bieli se esfuerza por sacar su alma infantil al exterior. En todas las páginas se ven las huellas de sus esfuerzos, pero el mundo exterior no está ahí. ¿De dónde iba a venir?

No hace mucho tiempo, Bieli -siempre preocupado por sí mismo, siempre narrándose a sí mismo, siempre paseando en torno a sí mismo, respirándose y lamiéndose a sí mismo- escribió sobre sí mismo algunas cosas muy ciertas: “Quizá bajo mis abstracciones teóricas del “máximum” se ocultaba el minimalismo, tanteando cuidadosamente el terreno. Yo abordaba todo de forma indirecta. Tanteando el terreno de lejos mediante una hipótesis, mediante una alusión, mediante una prueba metodológica, y permaneciendo en una indecisión atenta” (Recuerdos de Alejandro Blok). Al tratar a Blok de maximalista, Bieli habla de sí mismo como un menchevique (en el espíritu, por supuesto, y no en política). Estas palabras pueden parecen extrañas en la pluma de un Soñador y de un Original (con mayúsculas), pero, después de todo, al hablar tanto de uno mismo siempre se dice alguna verdad. Bieli no es un maximalista en modo alguno, sino un minimalista indiscutible, un resplandor del antiguo régimen y de sus puntos de vista, que sufre y suspira en un clima nuevo. Y es absolutamente cierto que aborda todo de un modo indirecto. Todo su San Petersburgo está construido mediante procedimientos indirectos. Por eso se parece tanto a un embarazo. Incluso en los párrafos donde alcanza efectos artísticos, es decir, allí donde una imagen nace en la conciencia del lector, éste la paga muy caro; por ello, tras todos esos circunloquios, tras esa tensión y esos esfuerzos el lector se queda finalmente con las ganas. Es como si se os hiciese entrar en una casa por la chimenea, y una vez dentro os dieseis cuenta que había una puerta por la que hubiera sido mucho más fácil entrar.

Su prosa rítmica es horrorosa. Sus frases no obedecen al movimiento interior de la imagen, con un metro exterior que al principio puede parecer sólo superfluo, pero que luego no tarda en fatigaros por su pesadez y que, finalmente, envenena incluso vuestra existencia. La certidumbre de que una frase terminará según un ritmo determinado, ataca los nervios igual que durante el insomnio se espera que los goznes de la puerta rechinen de nuevo. Y lo mismo que con la manía del ritmo ocurre con el fetichismo de la palabra. Evidentemente, es cierto que la palabra no expresa sólo un sentido, que además tiene un valor sonoro y que sin tal consideración respecto a la palabra no podría hablarse de maestría, tanto en prosa como en poesía. No negamos los méritos de Bieli en este aspecto. Pero la palabra más cargada y más sonora no puede significar más que lo que se ponga en ella. Como los pitagóricos en el número, Bieli busca en la palabra un segundo sentido particular, oculto. Y por eso con frecuencia se encuentra en un callejón sin salida. Si cruzáis el dedo corazón sobre el índice y tocáis un objeto, sentiréis dos objetos, pero si repetís la experiencia os sentiréis a disgusto; en vez de utilizar correctamente vuestro sentido del tacto abusáis de él para engañaros. Los métodos artísticos de Bieli dan de hecho esa impresión. Son falsamente complejos.



Su pensamiento estancado, esencialmente mediocre, no se caracteriza por un análisis lógico y psicológico, sino por un juego de aliteraciones, de contorsiones verbales y de relaciones acústicas. Cuanto más se aferra Bieli a las palabras, cuanto más la viola sin remisión, tanto más insoportable resulta con sus opiniones fijas en un mundo que ha superado la inercia. Bieli alcanza sus momentos más fuertes cuando describe la sólida vida de antaño. Pero incluso ahí, su forma es fatigante y desprovista de gracia. Se ve con toda claridad que él mismo es carne de la carne y sangre de la sangre del viejo Estado, a todas luces conservador, pasivo y moderado, y que su ritmo, sus contorsiones verbales no son más que un medio burlesco de luchar contra su pasividad interior y su sequedad, ahora que se ha visto arrancado del eje de su vida.

Durante la guerra mundial, Bieli se convirtió en discípulo del místico alemán Rudolf Steiner, “doctor en filosofía”, por supuesto, e hizo guardia durante la noche en Suiza, bajo el domo del templo antroposófico. ¿Qué es la antroposofía? Es una copia intelectual y espiritual del cristianismo, hecha con ayuda de citas poéticas y filosóficas de altos vuelos. No puedo precisar más exactamente los detalles, porque nunca he leído a Steiner ni tengo intención de hacerlo: me creo con derecho a no interesarme por sistemas “filosóficos” que se dedican a diferenciar las escobas de las brujas de Weimar de Kiev (dado que no creo en las brujas por regla general, salvo en el caso de Zinaida Hippius, antes citada, en cuya realidad creo de forma absoluta aunque nada puedo decir con precisión sobre la longitud de su escoba). No ocurre lo mismo con Bieli. Si las cosas del cielo son para él más importantes, debiera exponerlas. Sin embargo, Bieli, tan aficionado a los detalles que nos refiere su travesía de un canal como si se tratase, por lo menos, de la escena del Huerto de los Olivos vista con sus propios ojos, o del sexto día de la creación, ese mismo Bieli cuando tocó la antroposofía se hace breve y sucinto; prefiere adoptar la figura del silencio. Lo único que nos cuenta es que “no soy yo, sino el Cristo en mí quien es yo”, y también que “nosotros hemos nacido en Dios, moriremos en Cristo y seremos resucitados por el Espíritu Santo”. Muy reconfortante, pero no excesivamente claro. Bieli no se expresa de modo muy popular debido a un temor fundamental: el de caer en lo concreto teológico, que sería muy peligroso. En efecto, el materialismo pisotea invariablemente toda creencia ontológica positiva concebida a imagen de la materia, por muy fantásticamente transformada que ésta pueda estar en el curso del proceso. Si sois creyentes, debéis explicar por tanto qué clase de plumas llevan los ángeles, y de qué sustancia están hechas las colas de las brujas. Temiendo estas legítimas preguntas, los caballeros espiritualistas han sublimado tanto su misticismo que en última instancia la existencia celeste sirve de seudónimo ingenioso a la inexistencia. Y entonces, nuevamente asustados (en realidad no había motivo para ir tan lejos), vuelven a caer en el catecismo. De este modo, entre una sombría vida celeste y una lista de valores teológicos, va marchando la vegetación espiritual de los místicos de la antroposofía y de la fe filosófica en general. Obstinadamente, Bieli intenta, aunque sin éxito, desenmascarar su vacío mediante una orquestación sonora y unos metros forzados. Se esfuerza por alzarse de forma mística por encima de la revolución de Octubre, se esfuerza incluso por adoptarla de pasada, designándola un lugar entre las cosas terrenas, que, sin embargo, para él no son -y utilizo sus propios términos- más que “estupideces”. Al fracasar en estas tentativas -¿cómo no había podido fracasar?-, Bieli se encoleriza. El mecanismo psicológico de este proceso es tan simple como la anatomía de una marioneta: unos pocos agujeros y unos pocos resortes. Pero los agujeros y los resortes de Bieli salen del Apocalipsis; no del Apocalipsis general, sino de su apocalipsis particular, del apocalipsis de Andrei Bieli: “El espíritu de verdad me obliga a expresar mi actitud sobre el problema social... Bueno, ya sabe usted... cosas... ¿Quiere un poco de té? ¡Que hoy ya no hay hombres corrientes! ¡Pues aquí tiene usted uno, yo soy un hombre corriente! “¿Falta de gusto? Sí, unas muecas forzadas, una estupidez que no hace gracia. ¡Y todo esto ante un pueblo que ha vivido una revolución! En su introducción, muy arrogante, a su no épica epopeya, Andrei Bieli acusa a nuestra época soviética de ser “terrible para los escritores que se sienten llamados a realizar grandes cuadros monumentales”. Él, el monumentalista, es arrastrado, figúrense, “a la arena de lo cotidiano”, a la pintura de “cajas de bombones”. Por favor, ¿se puede alterar más la realidad y cualquier lógica? ¡Él, Bieli, arrastrado por la revolución lejos de sus telas hacia la pintura de cajas de bombones! Con los detalles más rebuscados, y menos con detalles que con una oleada de palabras, Bieli nos cuenta cómo “bajo el domo del templo de Juan”, él “fue empapado por una lluvia verbal” (¡sic!); cómo tuvo conocimiento de la “tierra del pensamiento viviente”, cómo el templo de Juan se convirtió para él en “una imagen del peregrinaje teórico”. ¡Fárrago casto y sagrado! Leyéndolo, cada página resulta más intolerable que la anterior. Esta búsqueda satisfecha de la nada psicológica, y que no se prosigue en ninguna parte más que bajo el domo del templo de Juan, este parloteo snob, enfático, cobarde y supersticioso escrito con un bostezo glacial... todo esto nos es presentado como una “tela monumental”. La apelación a volver los ojos hacia lo que la mayor de las revoluciones está a punto de alterar en los estratos de la psicología nacional es considerada como una invitación a pintar “cajas de bombones”. ¡Es aquí, entre nosotros, en la Rusia Soviética, donde están las “cajas de bombones”! ¡Qué mal gusto, qué desvergüenza verbal! Al revés, el “templo de Juan” construido en Suiza por los turistas y los vagos espirituales es lo que es una especie de caja de bombones insípidos de un alemán doctor en filosofía, caja llena de “lenguas de gato” y de todas las especies de moscas azucaradas.

Y es nuestra Rusia la que ahora se ha convertido en una tela tan gigantesca que se necesitarán siglos para pintarla. De ahí, de las cimas de nuestras amplitudes revolucionarias, parten las fuentes de un arte nuevo, de un nuevo punto de vista, de nuevas concatenaciones de sentimientos, de un nuevo ritmo de pensamiento, de una nueva lucha con las palabras. En cien, en doscientos o en trescientos años se descubrirán con emoción estas fuentes del espíritu humano liberado... y tropezarán con el “soñador” que se apartó de la “caja de bombones” de la revolución y que le exigió medios materiales para describir cómo huyó de la gran guerra en Suiza, y cómo, día a día, captó en su alma inmortal pequeños insectos y los extendió sobre su uña, “bajo la cúpula del templo de Juan”.

En esa misma época, Bieli declara que los “fundamentos de la vida cotidiana son estúpidos para él”. Y dice esto frente a una nación que sangra para cambiar los fundamentos de la vida cotidiana. ¡Sí, no son ni más ni menos que estupideces! Y encima exige el payok, y no el payok ordinario, sino un payok proporcionado a las grandes telas. Y se indigna si no se lo dan deprisa. ¡No parece sino que en realidad se le paga para oscurecer el estado del alma cristiana con “estupideces”! Indudablemente no es él, es Cristo quien está en él. Y él renacerá en el Espíritu Santo. Pero ¿por qué tiene que esparcir, entre nuestras estupideces terrenas, su bilis sobre una página impresa sólo por un payok insuficiente? La piedad antroposófica no le libra sólo del gusto artístico, sino también del pudor social.

Bieli es un cadáver y no resucitará en ningún Espíritu, sea el que fuere.



CAPÍTULO II

Los “compañeros de viaje” literarios de la revolución

La literatura ajena a la revolución de Octubre es ahora, tal como dijimos en el capítulo primero, un asunto concluido. En un principio, los escritores se situaron en una posición activa frente a la revolución y negaron todo carácter artístico a lo que se vinculó a ella, por la misma razón que los maestros se negaban a instruir a los niños de la Rusia revolucionaria. Esta distancia para con la revolución que caracterizaba a la literatura no sólo era el reflejo de la profunda alienación que separaba los dos mundos, sino también instrumento de una política activa de sabotaje por parte de los artistas. Pero esta política se destruyó a sí misma. La vieja literatura no sólo ha perdido sus veleidades sino también sus posibilidades.

Entre el arte burgués que agoniza en medio de repeticiones o de silencios, y el arte nuevo, que todavía no ha nacido, se ha creado un arte de transición más o menos orgánicamente vinculado a la revolución, aunque no sea todavía el arte de la revolución. Boris Pilniak, Vsévolod Ivanov, Nicolái Tijonov, los “hermanos Serapión”, Esenin y el grupo de los imaginistas, y en cierta medida también Kliuiev, habrían sido inconcebibles, tanto en conjunto como individualmente, sin la revolución. Ellos mismos lo saben, no lo niegan ni sienten necesidad alguna de negarlo cuando no lo proclaman a los cuatro vientos. No forman parte de los literatos de carrera que paulatinamente se ponen a “describir” la revolución. Tampoco son conversos, como los miembros del grupo “Cambio de dirección”, cuya actitud implica una ruptura con el pasado, un cambio radical de frente.

Los escritores que acabo de citar son, en su mayoría, muy jóvenes; tienen entre veinte y treinta años.

No poseen ningún pasado pre-revolucionario han tenido que romper con algo ha sido todo lo con bagatelas. Su fisonomía literaria y sobre todo intelectual ha sido creada por la revolución, según, desde el que ésta les ha afectado y todos, cada cual a su manera, la han aceptado. Pero en su aceptación individual hay un rasgo común que los separa nítidamente del comunismo y que amenaza constantemente con enfrentarse a él. No captan la revolución en su conjunto, y el ideario comunista les resulta extraño. Todos más o menos se hallan inclinados a depositar sus esperanzas en el campesino, pasando por alto al obrero. No son los artistas de la revolución proletaria, sino los “compañeros de viaje” artísticos de ésta, en el sentido en que esta palabra era empleada por la antigua socialdemocracia. Si la literatura ajena a la revolución de Octubre contrarrevolucionaria en su esencia es la literatura agonizante de la Rusia campesina y burguesa, la producción literaria de los “compañeros de viaje” constituye en cierta forma un nuevo populismo soviético, desprovisto de las tradiciones de los narodniki de antaño y, al menos hasta ahora, de toda perspectiva política. Respecto a “compañero de viaje”, el problema que se plantea es siempre el mismo: saber hasta dónde nos acompañará. Y no se puede solucionar este problema de antemano, ni siquiera por aproximación. Más que de las cualidades personales de tal o cual “compañero de viaje”, la solución dependerá esencialmente del curso objetivo de las cosas en los próximos diez años.

No obstante, en la ambigüedad de las concepciones de estos “compañeros de viaje” que los vuelven inquietos e inestables, hay un peligro constante para el arte y para la sociedad. Blok sintió ese dualismo moral y político con mayor intensidad que los demás; en líneas generales, era más profundo. En sus recuerdos, transcritos por Nadejda Pavlovina, encontramos la frase siguiente: “Los bolcheviques no impiden escribir versos, sino sentirse maestro; maestro es aquel que siente en sí mismo el eje de su inspiración, de su creación, y quien lleva en sí el ritmo.” La expresión de este pensamiento peca por falta de elaboración, defecto frecuente en Blok, aunque en este caso nos hallemos con recuerdos que, como se sabe, no siempre son exactos. Pero la verosimilitud interna y la significación hacen a esta frase digna de crédito. Los bolcheviques impiden al escritor sentirse maestro, porque un maestro debe tener en sí mismo un eje orgánico indiscutible; los bolcheviques han desplazado ese eje principal. Ninguno de los “compañeros de viaje” de la revolución -porque también Blok fue un “compañero de viaje” y los “compañeros de viaje forman en la hora presente un sector muy importante de la literatura rusa- lleva en sí mismo ese eje. Por eso no conocemos más que un período preparatorio de una literatura nueva, que sólo produce estudios, esquemas, ensayos; todavía no ha llegado una maestría completa capaz de ejercer sobre sí misma una dirección segura.



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