Literatura y revolución león trotsky


Los escritores rústicos y los cantores del mujik



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Los escritores rústicos y los cantores del mujik

Resulta imposible comprender, aceptar o pintar la revolución, ni siquiera parcialmente, si no se la ve en su totalidad, con sus tareas históricas reales que son los objetivos de sus fuerzas dirigentes. Si falta esta perspectiva, se pasa de largo frente a los objetivos de la revolución y frente a la revolución al mismo tiempo. Esta se desintegra en episodios heroicos o siniestros. Pueden ofrecerse de ella cuadros mejor o peor logrados, pero no se puede recrear la revolución y no se puede, con mayor motivo, reconciliarse con ella; porque si las privaciones y los sacrificios inauditos carecen de meta, la historia es entonces... una casa de locos.

Pilniak, Vsevolod Ivanov, Esenin, parecen esforzarse por sumirse en el torbellino, pero sin pensarlo y sin responsabilizarse por ello. No se funden con ella hasta el punto de volverse invisibles, cosa por la que habría que alabarles en vez de atacarles. Pero no merecen que se les alabe. Se les ve de sobra: de Pilniak se ve su coquetería y sus afectaciones; de Vsevolod Ivanov su lirismo asfixiante; de Esenin su pesada “arrogancia”. Entre ellos y la revolución, en tanto que tema de su obra, no hay esa distancia espiritual que aseguraría la necesaria perspectiva artística. La falta de deseo y de capacidad literarias de los “compañeros de viaje” para captar la revolución y fundirse en ella, en vez de disolverse en ella, de comprenderla no sólo como un fenómeno elemental, sino como un proceso determinado, no pertenece a la individualidad; se trata de un rasgo social. La mayoría de los “compañeros de viaje” son intelectuales que cantan al mujik. Pero la intelligentsia no puede aceptar la revolución apoyándose en el mujik sin demostrar su estupidez. Por eso, los “compañeros de viaje” no son revolucionarios, sino los inocentes de la revolución. No se ve con claridad con qué casan bien: ¿con la revolución en tanto que punto de partida de un perseverante movimiento hacia adelante, o porque, según determinadas opiniones, nos lleva hacia atrás? Porque desde luego hay hechos de sobra para colocar en ambas categorías. Como se sabe, el mujik ha tratado de aceptar al “bolchevique” y de rechazar al “Comunista”. Lo cual quiere decir que el kulak, o campesino rico, al someter al campesino medio, ha tratado de burlar a la vez a la historia y a la revolución. Después de haber expulsado al terrateniente, ha querido quedarse con la ciudad a trozos, volviendo al Estado sus anchas espaldas. El kulak no necesita Petrogrado (al menos al principio), y si la capital se vuelve “sarnosa” (Pilniak) es un asunto de ella. Pero no sólo la presión del campesino sobre el propietario terrateniente -muy significativa e inestimable por sus consecuencias históricas-, sino también la presión del mujik sobre la ciudad constituyen un elemento necesario de la revolución. Pero eso no es toda la revolución. La ciudad vive y dirige. Si se abandona la ciudad, es decir, si se deja al kulak que la trocee en el plano económico y a Pilniak fragmentaria en el plano artístico, de la revolución no quedará más que un proceso de regresión lleno de violencia y de sangre. Privada de la dirección ciudadana, la Rusia campesina no sólo no alcanzará nunca el socialismo, sino que será incapaz de mantenerse dos meses y terminará como abono y como carbón del imperialismo mundial. ¿Se trata de una cuestión política? Se trata de una reflexión sobre el mundo, y por tanto de una cuestión de altos vuelos para el arte. Aquí tenernos que detenernos un instante.

No hace mucho, Chukovski instaba a Alexis Tolstoi a que se reconciliara o con la Rusia revolucionaria, o con la Rusia sin la revolución. El principal argumento de Chukovsky era que Rusia seguía siendo lo que había sido, y que el mujik ruso no trocará sus iconos ni sus cucarachas a cambio de cualquier pastel histórico. Chukovsky demuestra evidentemente con esta frase que hay un vasto desarrollo del espíritu nacional y que es imposible de desarraigar. La experiencia del hermano guardián de un monasterio que hizo pasar una cucaracha por una pasa en un pan es la que Chukovsky extiende a toda la cultura rusa. ¡La cucaracha como que “pasa” del espíritu nacional! ¡Qué bajo nivel el del espíritu nacional y qué desprecio por las personas! ¿Cree todavía Chukovsky en los iconos? No, no cree, porque de otra manera no los compararía a las cucarachas, aunque en la isba la cucaracha se oculte de buena gana tras los iconos. Pero como las raíces de Chukovsky se hallan completamente en el pasado, y como ese pasado a su vez engloba al mujik supersticioso y cubierto de musgo, Chukovsky convierte a la vieja cucaracha nacional que vive tras el icono en el principio que le une a la revolución. ¡Qué vergüenza y que infamia! ¡Qué infamia y qué vergüenza! Estos intelectuales han estudiado libros (a costa de ese mismo campesino), han garrapateado en las revistas, han vivido “épocas” variadas, han creado “movimientos”, pero cuando llega la revolución encuentran un refugio para el espíritu nacional en el rincón más sombrío de la isba del campesino, allí donde vive la cucaracha.

Y Chukovsky es el que habla con menos ceremonias: todos los escritores que cantan al mujik tienden de igual manera a un nacionalismo primitivo que huele a cucarachas. Resulta indudable que en la revolución misma vemos desarrollarse procesos que rozan en varios puntos el nacionalismo. El declive económico, el refuerzo del provincialismo, la revancha de la alpargata sobre el zapato, la orgía y el alambique clandestino, todo esto lleva (y ahora podemos decir ha llevado) hacia atrás, hacia las profundidades de los siglos. Y de modo paralelo se puede comprobar un retorno consciente de los ternas “populistas” en literatura. El gran auge de las canciones callejeras ciudadanas en Blok (Los Doce), las notas populares (de Ajmatova y con mayor afectación en Zvetaeva), la ola de provincianismo (Ivanov), la inserción casi mecánica de cuplés, de palabras rituales en los relatos de Pilniak, todo eso ha sido, a no dudar, provocado por la revolución, es decir, por el hecho de que las masas -precisamente tal cual son- se han situado en el primer plano de la vida. Pueden señalarse otras manifestaciones de un “retorno” a lo “nacional”, más ínfimas, más accidentales y superficiales. Por ejemplo, nuestros uniformes militares, aunque tengan algo de los franceses y del repugnante Galliffet, empiezan a recordar a la túnica medieval y a nuestro viejo casco de policía. En otros terrenos, la moda no ha aparecido todavía debido a la pobreza general, pero hay razones suficientes para admitir la existencia de una tendencia hacia los modelos populares. En el sentido amplio del término, la moda procedía del extranjero; sólo concernía a las clases poseedoras y constituía por ello una clara línea de demarcación social. El advenimiento de la clase obrera como clase dirigente provocó una reacción inevitable contra la adopción de los modelos burgueses en los diversos campos de la vida cotidiana.

Es a todas luces evidente que el retorno a las zapatillas de esparto, a los trabajos de cuerda hechos en casa y a la destilación de aguardiente clandestino no es una revolución social, sino una reacción económica que constituye el principal obstáculo para la revolución. En la medida en que se trata de un giro consciente hacia el pasado y hacia el “pueblo”, todas estas manifestaciones son extremadamente inestables y superficiales. Sería poco razonable esperar que una nueva forma de literatura pueda desarrollarse a partir de las canciones callejeras o de los cantos campesinos; esto no puede ser más que una “supuración”. La literatura desechará los términos demasiado provincianos. La túnica medieval se ve ahora mucho por doquier por razones económicas. La originalidad de nuestra nueva vida nacional y de nuestro nuevo arte será mucho menos sorprendente, pero mucho más profunda, y no surgirá hasta mucho más tarde.

En esencia, la revolución significa una ruptura profunda del pueblo con el asiatismo, en el siglo XVII, con la “Santa Rusia”, con los iconos y con las cucarachas. No significa el retorno a la era anterior a Pedro el Grande, sino por el contrario, una comunión de todo el pueblo con la civilización y una reconstrucción de las bases materiales de la civilización de acuerdo con los intereses del pueblo. La era de Pedro el Grande no ha sido más que un primer paso en la ascensión histórica hacia Octubre y gracias a Octubre se irá más lejos y más alto. En este sentido Blok ha calado más hondo que Pilniak. En Blok la tendencia revolucionaria se expresa en estos versos perfectos:

A la Santa Rusia una bala disparemos,

a la del pasado,

a la de las isbas, a esa que llamamos

de las posaderas pesadas.

Ay, ay, sin cruz al pecho van!

La ruptura con el siglo XVII, con la Rusia del isba, aparece en el místico Blok como una cosa santa, como la condición misma de la reconciliación con el Cristo. Bajo esta forma arcaica se expresa el pensamiento de que esta ruptura no viene impuesta desde el exterior, sino que deriva del desarrollo nacional y corresponde a las necesidades más profundas del pueblo. Sin esta ruptura, el pueblo habría reventado podrido hace tiempo. Esta misma idea de que la revolución es de carácter nacional se encuentra en el interesante poema de Briusov sobre las viejas, El día del bautismo en Octubre:

Según me han dicho, en la plaza,

allí donde el Kremlin servía de blanco,

ellas cortaban el hilo y traían

lino nuevo para hilar.

¿Cuál es, en realidad, el carácter “nacional”? Tenemos que volver a aprender el alfabeto. Puskhin, que no creía en los iconos, y que no vivió entre cucarachas, ¿no era “nacional”? Y Bielinski, ¿tampoco lo era? Podríamos citar muchos otros, además de los contemporáneos. Pilniak considera el siglo XVIII “nacional”. Pedro el Grande sería “antinacional”. De donde se deduce que sólo sería nacional aquello que representa el peso muerto de la evolución y aquello de donde el espíritu de la acción ha volado, aquello que el cuerpo de la nación ha digerido y expulsado como excremento en los siglos pasados. Sólo serían nacionales los excrementos de la historia. Nosotros pensamos exactamente lo contrario. El bárbaro Pedro el Grande fue más nacional que todo el pasado barbudo v abigarrado que se enfrentó a él. Los decembristas fueron más nacionales que todos los funcionarios de Nicolás I, con su servidumbre, sus iconos burocráticos y sus cucarachas nacionales. El bolchevismo es más nacional que los emigrados monárquicos y los demás, y Budienny es más nacional que Wrangel, por mucho que digan los ideólogos, los místicos y los poetas de los excrementos racionales. La vida y el movimiento de una nación se realizan a través de contradicciones encarnadas en clases, en partidos y en grupos. En su dinamismo, los elementos nacionales y los elementos de clase coinciden. En todos los períodos críticos de su desarrollo, es decir, en todos los períodos más cargados de responsabilidades, la nación se rompe en dos mitades, y nacional es aquella que eleva al pueblo a un plano económico y cultural más alto.

La revolución ha salido del “elemento nacional”, pero esto no quiere decir que sólo lo que es elemental en la revolución sea vital y nacional, como parecen pensar esos poetas que se han inclinado ante la revolución.

Para Blok, la revolución es un elemento rebelde: “Viento, viento en el mundo de Dios.” Vsévolod Ivanov parece no alzarse jamás por encima del elemento campesino. Para Pilniak la revolución es una tormenta de nieve. Para Kiuiev y Esenin es una insurrección como aquellas de Pugachev o de Stenka Razin. Elementos, tormenta de nieve, llama, golfo, torbellino. Pero Chukovsky, que está dispuesto a hacer la paz vía las cucarachas, declara que la revolución de Octubre no era real porque sus llamas son demasiado pocas. E incluso Zamiatin, ese snob flemático, ha descubierto poco calor en nuestra revolución. He aquí toda la gama, desde la tragedia hasta la burla. De hecho tragedia y burla denuncian la misma actitud romántica, pasiva, contemplativa y filistea hacia la revolución de igual modo que hacia toda fuerza del elemento nacional desencadenada.

La revolución no es sólo una tormenta de nieve. El carácter revolucionario del campesinado está representado por Pugachev, Stenka Razín y en parte por Majno. El carácter revolucionario de las ciudades está representado por el pope Gapon, en parte por Jrustalev e incluso por Kerensky. Sin embargo, no son de hecho todavía la revolución, sino sólo el motín. La revolución es la lucha de la clase obrera por conquistar el poder, por establecer su poder, por reconstruir la sociedad. Pasa por las cimas más elevadas, por los paroxismos más agudos de una lucha sangrienta, permanece una e indivisible en su curso, desde sus principios tímidos hasta la meta ideal en que el Estado levantado por la revolución se disolverá en la sociedad comunista.

No hay que buscar la poesía de la revolución en el ruido de las ametralladoras o en el combate de las barricadas, en el heroísmo del vencido o en el triunfo del vencedor, porque todos estos momentos existen también en las guerras. En ellas corre igualmente la sangre, incluso con mayor abundancia, las ametralladoras crepitan de la misma forma y también se encuentran vencedores y vencidos. Lo patético y la poesía de la revolución radican en el hecho de que una nueva clase revolucionaria se convierte en dueña de todos estos instrumentos de lucha y que en nombre de un nuevo ideal para elevar al hombre y crear un hombre nuevo, dirige el combate contra el viejo mundo, unas veces derrotada, otras triunfante hasta el momento decisivo de la victoria. La poesía de la revolución es global. No puede ser transformada en calderilla para uso lírico y temporal de los fabricantes de sonetos. La poesía de la revolución no es portátil. Está en la lucha difícil de la clase obrera, en su crecimiento, en su perseverancia, en sus defectos, en sus reiterados esfuerzos, en el gasto cruel de energía que cuesta la conquista más pequeña, en la voluntad y la intensidad creciente de la lucha, en el triunfo tanto como en los retrocesos calculados, en su vigilancia y en sus asaltos, en la ola de la rebelión de masa tanto como en la cuidadosa estimación de las fuerzas y una estrategia que hace pensar en el juego de ajedrez. La revolución comienza con la primera carretilla en que los esclavos agraviados expulsan a su patrón, con la primera huelga con la que niegan sus brazos a su dueño, con el primer círculo clandestino en que el fanatismo utópico y el idealismo revolucionario se alimentan de la realidad de las úlceras sociales. Sube y baja, oscilando al ritmo de la situación económica, de sus subidas y de sus caídas. Con cuerpos sangrantes como escudo abre para sí la arena de la legalidad concebida por los exploradores, instala sus antenas y si es preciso las camufla. Construye sindicatos, cajas de resistencia, cooperativas y círculos educativos. Penetra en los parlamentos hostiles, funda periódicos, agita y al mismo tiempo realiza sin descanso una selección de los mejores elementos, de los más valientes y los más entregados a la clase obrera y construye su propio partido. Las huelgas acaban la mayoría de las veces en derrotas o en victorias a medias, las manifestaciones se caracterizan por nuevas víctimas y por sangre nuevamente derramada, pero todas dejan huellas en la memoria de la clase, refuerzan y templan la unión de los mejores, el partido de la revolución.



No actúa en un escenario histórico vacío, y por tanto no es libre de escoger sus caminos y sus ritmos. En el curso de los acontecimientos se halla forzada a iniciar una acción decisiva antes de haber podido reunir las fuerzas necesarias: tal fue el caso de 1905. Desde la cima a donde ha sido llevaba por la abnegación y la claridad de los objetivos, se ve condenada a caer por falta de un apoyo de masa organizada. Los frutos de numerosos años de esfuerzos le son arrancados entonces de las manos. La organización que parecía omnipotente queda rota, aniquilada. Los mejores han quedado pulverizados, aprisionados, dispersados. Parece como que su hora final ha llegado. Y los pequeños poetastros que vibraban patéticamente por ella en el momento de su victoria circunstancial, comienzan a dejar oír su lira con tono pesimista, místico y erótico. Incluso el proletario parece desalentado y desmoralizado. Pero en última instancia encuentra grabado en su memoria un nuevo rasgo imborrable. Y la derrota se convierte en un paso hacia la victoria. Nuevos esfuerzos obligan a apretar los dientes y a consentir nuevos sacrificios. Poco a poco la vanguardia reúne sus fuerzas y los mejores elementos de la nueva generación, despertados por la derrota de los anteriores, se les unen. La revolución, sangrante pero no vencida, continúa viviendo en medio del odio sordo que asciende de los barrios obreros y de las aldeas, diezmadas pero no abatidas. Vive en la conciencia clara de la vigilia guardada, débil en número, pero templada en la prueba y que, sin espantarse de la derrota, hace inmediatamente balance, lo analiza, lo aprecia, lo sopesa, define nuevos puntos de partida, discierne la línea general de la evolución y señala el camino. Cinco anos después de la derrota, el movimiento brotó de nuevo con las aguas primaverales de 1912. Del seno de la revolución ha nacido el método materialista que permite a cada uno sopesar las fuerzas, prever los cambios y dirigir los acontecimientos. Es el mayor logro de la revolución y en él reside su poesía más alta. La ola de huelgas crece según un plan irresistible y por debajo de ella se siente una base de masa y una experiencia mayor que en 1905. Pero la guerra, salida lógica de esta evolución y que también estaba prevista, corta la marcha de la revolución ascendente. El nacionalismo sumerge todo en sus aguas. El militarismo tronante habla para la nación. El socialismo parece enterrado para siempre. Y es precisamente en el momento en que parece estar en ruinas cuando la revolución formula su deseo más audaz: la transformación de la guerra imperialista en guerra civil y la conquista del poder por la clase obrera. Bajo el gruñido de los carros de combate a lo largo de los caminos, y bajo la vociferación, idéntica en todas las lenguas, del chovinismo, la revolución reagrupa sus fuerzas, en el fondo de las trincheras, en las fábricas y en los pueblos. Las masas captan por vez primera, con sagacidad admirable, los lazos ocultos de los acontecimientos históricos. Febrero de 1917 es una gran victoria para la revolución en Rusia. Sin embargo, esta victoria condena aparentemente las reivindicaciones revolucionarias del proletariado. Las considera funestas e imposibles. Lleva a la era de Kerenski, de Tseretelli, de los coroneles y tenientes revolucionarios y patriotas, a los Chernov prolijos de mirada bizca, asfixiantes, estúpidos, canallas. ¡Oh, los rostros sagrados de los jóvenes maestros de escuela y de escribanos de aldea a quienes encantaban las notas del tenor Avksentiev! ¡Oh, la risa profundamente revolucionaria de los demócratas, a la que sigue un loco aullido de rabia ante los discursos de ese “pequeño puñado” de bolcheviques-, Sin embargo, la caída de la “democracia revolucionaria” del poder estaba preparada por la profunda conjunción de las fuerzas sociales, por los sentimientos de las masas, por la previsión y la acción de la vanguardia revolucionaria. La poesía de la revolución no se hallaba solamente en el ascenso elemental del flujo de octubre, sino en la conciencia lúcida y la voluntad firme del partido dirigente. En julio de 1917, cuando fuimos derrotados y expulsados, apresados, tratados de espías de los Hohenzollern, cuando fuimos privados del pan y la sal, cuando la prensa democrática nos enterró bajo montañas de calumnias, nos sentimos, aunque clandestinos o prisioneros, vencedores y dueños de la situación. En esta dinámica predeterminada de la revolución, en su geometría política reside su mayor poesía.

Octubre no fue más que una coronación y pronto presentó nuevas tareas inmensas, dificultades sin número. La lucha que siguió exigió los métodos y los medios más variados, desde los locos ataques de la Guardia roja hasta la fórmula “ni guerra ni paz” o la capitulación circunstancia ante el ultimátum del enemigo. Pero incluso en Brest-Litovsk, cuando empezamos por rechazar la paz de los Hohenzollern, y, más tarde, cuando la firmamos sin leerla, el partido revolucionario no se sentía vencido, sino el amo del porvenir. Su diplomacia fue una pedagogía que ayudó la lógica revolucionaria de los acontecimientos. La respuesta fue noviembre de 1918. La previsión histórica no puede pretenderse, evidentemente, con precisión matemática. Unas veces exagera, otras subestima. Pero la voluntad consciente de la vanguardia se convierte paulatinamente en un factor decisivo ante los acontecimientos que preparan el futuro. La responsabilidad del partido revolucionario se profundiza v se hace más compleja. Las organizaciones del partido penetraron en las profundidades del pueblo, tantearon, evaluaron, previeron, prepararon y dirigieron los procesos. Cierto que el partido en ese período se batió en retirada con más frecuencia que atacó. Pero sus retrocesos no alteraron la línea general de su acción histórica. Se trata de episodios, las curvas de la carretera. ¿Es prosaica la Nep? ¡Por supuesto! La participación en la Duma de Rodzianko, la sumisión a la campanilla de Chkeidze y de Dan durante el primer soviet, las negociaciones con Von Kühlmann en Brest-Litovsk no tenían tampoco nada de atractivo. Pero Rodzianko y su Duma ya no existen. Chkeidze y Dan han sido derrocados, igual que Kühlmann y su amo. La Nep ha venido. Ha venido y se marchará. El artista para quien la revolución pierde su aroma porque no hace desaparecer los olores del mercado Sutcharevka tiene vacía la cabeza: es mezquino. Admitiendo incluso que tenga todas las demás condiciones necesarias, sólo se convertirá en poeta de la revolución quien aprenda a comprenderla en su totalidad, a mirar sus defectos como pasos hacia la victoria, a penetrar en la necesidad de los retrocesos, y quien sea capaz de ver en la intensa preparación de las fuerzas durante el reflujo el patetismo eterno de la revolución y su poesía.

La revolución de Octubre es nacional en sus raíces más profundas. Pero desde el punto de vista nacional no sólo es una fuerza. Es también una escuela. El arte de la revolución debe pasar por esta escueta. Y se trata de una escuela muy difícil.

Por sus bases campesinas, por sus vastos espacios y sus lagunas culturales, la revolución rusa es la más caótica e informe de las revoluciones. Pero por su dirección, por el método que la orienta, por su organización, sus fines y sus tareas, es la más “exacta”, la más planificada y perfecta de todas las revoluciones. En la amalgama de estos dos extremos se halla el alma, el carácter peculiar de nuestra revolución.

En su folleto sobre los futuristas, Chukovsky, que dice lo que los más prudentes guardan en su espíritu, ha llamado por su nombre a la tara fundamental de la revolución de Octubre: “Externamente es violenta y explosiva, pero en su médula interna es calculadora, inteligente y taimada. “ Chukovsky y sus semejantes habrían admitido a fin de cuentas una revolución que sólo hubiera sido violenta, que únicamente hubiera sido catastrófica. Ellos, o sus descendientes directos, habrían derivado de ella su árbol genealógico, porque una revolución que no hubiera sido calculadora, ni inteligente, jamás habría llevado su trabajo hasta el fin, jamás habría asegurado la victoria de los explotados sobre los explotadores, jamás habría destruido la base material subyacente en el arte y en la crítica conformistas. En todas las revoluciones anteriores, las masas fueron violentas y explosivas, pero fue la burguesía la calculadora y la taimada, y por eso, la que recogió los frutos de la victoria. Señores estetas, románticos, campeones de lo elemental, místicos y críticos ágiles habrían aceptado sin dificultad una revolución en la que las masas hubieran mostrado entusiasmo y sacrificio, pero no cálculo político. Habrían canonizado una revolución de esa estirpe siguiendo un ritual romántico ya establecido. Una revolución obrera vencida habría tenido derecho al magnánimo saludo de ese arte que vendría entonces en las maletas del vencedor. ¡Perspectiva muy reconfortante! Pero nosotros preferimos una revolución victoriosa, aunque artísticamente no sea reconocida por ese arte que ahora está en el campo de los vencidos.

Herzen ha dicho de la doctrina de Hegel que era el álgebra de la revolución. Esta definición puede aplicarse más exactamente todavía al marxismo. La dialéctica materialista de la lucha de clases es la verdadera álgebra de la revolución. En apariencia, bajo nuestros ojos reinan el caos, el diluvio, lo informe y lo ilimitado. Pero es un caos calculado y medido. Sus etapas están previstas. La regularidad de su sucesión está prevista y encerrada en fórmulas de acero. El caos elemental es el abismo tenebroso. Pero la clarividencia y la vigilancia existen en la política dirigente. La estrategia revolucionaria no es informe a la manera de una fuerza de la naturaleza; es tan perfecta como una fórmula matemática. Por primera vez en la historia vemos el álgebra de la revolución en acción.

Pero estos rasgos tan importantes -claridad, realismo, poder físico del pensamiento, lógica despiadada, lucidez y firmeza de líneas- que no proceden de la aldea, sino de la industria, de la ciudad, como último término de su desarrollo espiritual, aunque constituyen los rasgos fundamentales de la revolución de Octubre, son, sin embargo, completamente extraños a los compañeros de viaje. Por eso no son más que compañeros de viaje. Y nuestro deber es decírselo, en interés de esa misma claridad de líneas y de esa lucidez que caracterizan a la revolución.


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