Literatura y revolución león trotsky



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* * *

Después de Octubre, los literatos pretendieron que nada de particular había ocurrido y que, en líneas generales, ese período no les concernía. Pero ocurrió entonces que Octubre comenzó a manifestarse sobre literatura, a legislar sobre ella y a quererla regir desde un punto de vista administrativo y desde un sentido más profundo al mismo tiempo. Una parte importante de los hombres de la vieja literatura se encontró -y no de forma fortuita- fuera de nuestras fronteras: de este modo, literariamente hablando, sucumbieron. ¿Existe Bunin? No puede decirse que Merejkovsky haya dejado de existir porque no ha existido nunca. ¿Y Kuprin, y Balmont e incluso Chirikov? ¿Y la revista Jar Ptitza, o los almanaques Spolokhi? ¿Y otras ediciones cuyas características principales consisten en la conservación de la antigua ortografía? Como en el relato de Chejov, todos sin excepción garrapatean sus quejas en el libro de reclamación de la estación de Berlín. Pasará mucho tiempo antes de que esté dispuesto el tren para Moscú; mientras esperan, los viajeros expresan sus emociones. En los almanaques provincianos Spolokhi, las bellas letras están representadas por Nemirovituh, Dantchenko, Amphiteatrov, Chirikov, Pervukhin y otros nobles cadáveres, suponiendo que hayan existido alguna vez. Alexis Tolstoi da muestras de algunos signos de vida, no muy visibles, a decir verdad, pero bastan para excluirle del círculo encantado de los salvadores de la anciana ortografía y de esa banda de tambores en retirada.

¿No hay en esto una pequeña lección práctica de sociología sobre el tema? Es imposible engañar a la historia.

Abordemos el tema de la violencia. La tierra ha sido tomada, y lo mismo las fábricas, los depósitos bancarios; los cofres fueron abiertos, ¿pero qué ha pasado con los talentos y las ideas? ¿No se exportaron estos imponderables valores en tal cantidad que hacía nacer la inquietud respecto a la suerte de la “cultura rusa”, como le ocurrió especialmente a su amable salmista, Máximo Gorki? ¿Por qué de todo esto no ha brotado nada? ¿Por qué los emigrados no pueden señalar un nombre o mostrar un libro de algún valor? Sencillamente porque no se puede engañar a la Historia ni a la verdadera cultura (que no es la del salmista). Octubre ha entrado en los destinos del pueblo ruso como un suceso decisivo, otorgando a todo una significación y un valor propios. El pasado ha retrocedido enseguida, palideciendo y moribundo, y el arte no podrá revivir ya más desde el enfoque de Octubre. Quien esté fuera de la perspectiva de Octubre se halla completa y desesperadamente reducido a la nada, porque los pedantes y los poetas que no están “de acuerdo con esto” o que no se sienten “afectados por esto” son cero. Sencillamente, no tienen nada que decir. Sólo por esta razón, y no por cualquier otra, la literatura de los emigrados no existe. Y lo que no existe no puede ser juzgado.

En esta desintegración cadavérica de la emigración crece un determinado tipo de cínico burlón. Por su sangre pasan todas las corrientes, todas las tendencias, como una mala enfermedad que lo inmuniza contra cualquier infección ideológica. Ahí tenéis al desenvuelto Vetlugin. Quizá alguien sepa de dónde viene, pero es lo de menos. Sus libritos La tercera Rusia, Héroes, demuestran suficientemente que el autor ha leído, ha visto y ha oído y que sabe manejar la pluma. Inicia el primero de sus libros con una especie de elegía a las almas perdidas de la intelligentsia más sutiles y termina con una oda a los traficantes del mercado negro. Al parecer, este traficante se convertirá en el dueño de esta “Tercera Rusia” que sube: Rusia real, sincera, que defiende la propiedad privada, rica y despiadada en su avidez. Vetlugin, que se puso del lado de los blancos y que se apartó de ellos cuando fueron derrotados, presenta con toda oportunidad su candidatura como ideólogo de esta Rusia de los traficantes. Conoce bien su vocación. Pero ¿qué pasa con la “Tercera Rusia”? De cualquier modo que lo consideréis, suena a moneda acuñada, a carta falsa de tramposo que, ¡ay!, de pronto surge misteriosamente. La agudeza del estilo no ha de servir de nada. Su primer libro fue escrito aproximadamente durante la rebelión de Kronstadt contra los soviets (1921), y Vetlugin creyó que asistía al fin de la Rusia soviética. Al cabo de algunos meses, el anhelado suceso no se había producido y Vetlugin, si no nos equivocamos, se pasó al grupo Smiena viek [Cambio de dirección]. Da igual: de raíz está protegido contra cualquier vacilación o retroceso. Añadamos que Vetlugin ha escrito también una novela de pacotilla de título sugestivo, Memorias de un Canalla. Canallas no faltan, pero Vetlugin es el más brillante de todos. Mienten de forma desinteresada, sin saber distinguir la verdad de la mentira. Quizá sean los auténticos desechos de la “segunda” Rusia, que espera la “tercera”.

En un plano más elevado, pero más descolorido, está Aldanov. Podría ser todo lo más un cadete, es decir, un fariseo. Aldanov pertenece a ese tipo de sabios que hacen del escepticismo elevado su lema (pero nunca el cinismo). Aunque rechazan el progreso, están dispuestos a aceptar la teoría pueril de los ciclos históricos de Vico, porque en líneas generales nadie hay más supersticioso que los escépticos. Los Aldanov no son místicos en el pleno sentido de la palabra. No tienen una mitología positiva propia; el escepticismo político les otorga sólo un pretexto para mirar cualquier fenómeno político desde el punto de vista de la eternidad. Esto les proporciona un estilo especial, con distinguidas entonaciones aristocráticas.

Los Aldanov toman bastante en serio su gran superioridad sobre los revolucionarios en general y sobre los comunistas en particular. Les parece que no comprendemos lo que ellos comprenden tan bien. Para ellos, la revolución se ha producido porque no todos los intelectuales han pasado por esta escuela de escepticismo político y de estilo literario que constituye el capital espiritual de los Aldanov.

En los ocios de la emigración, enumeran las contradicciones que surgen en los discursos y las declaraciones de los dirigentes soviéticos (¿por qué no habrían de existir?), las frases mal construidas de los editoriales de Pravda (y hay que reconocer que abundan) y al final del balance la palabra estupidez (nuestra) contrasta con la sabiduría (suya) en las páginas que escriben. Han estado ciegos a la marcha de la Historia, no han previsto nada, han perdido su poder y con éste su capital, y todo queda explicado por las razones más diversas, especialmente entre nous por la vulgaridad del pueblo ruso. Los Aldanov se consideran ante todo estilistas, porque han superado las frases embrolladas de Miliukov y la arrogante fraseología abogadil de su asociado Hessen. Su estilo, tímido a lo más, sin acento ni carácter, es el propio del oficio literario de gentes que no tienen nada que decir. Su forma presuntuosa de hablar, carente de contenido, la mundanidad de su ingenio y de su estilo, ignoradas por nuestra vieja intelligentsia, florecían ya en el período entre revoluciones (1907-1917). Ellos lo han vuelto a aprender en Europa y se dedican a escribir algunos libros. Se muestran irónicos, recuerdan, bostezan levemente, pero por cortesía ahogan sus bostezos. Citan en lenguas distintas, hacen predicciones escépticas que a Poco contradicen con otras. Al principio resulta divertido, luego aburrido y por último insoportable. ¡Qué verborrea de frases sin pudor alguno, que desvergüenza libresca, qué servilismo intelectual!

Todos los humores de los Vetlugin, Aldanov y demás se hallan perfectamente expresados en el agradable poema de un tal Don Aminado, que vive en París:

¿Quién garantiza la verdad del ideal?

¿Quién que la humanidad vivirá mejor?

¿Dónde está la medida de las cosas? ¡Adelante, general!

¡Diez años todavía! Demasiado para usted y para mí.

Como puede verse, el español no es orgulloso. ¡Adelante, general! Los generales (e incluso los almirantes) se pusieron en camino. La pena es que jamás llegaron.



* * *

A este lado de la frontera se han quedado muchos escritores anteriores a Octubre que son semejantes a los del otro lado: son los emigrados interiores de la revolución. “Antes de Octubre”, esta expresión le parecerá al futuro historiador de la cultura tan significativa como la palabra “medieval” lo es para nosotros frente a la edad moderna. Octubre se parece en realidad, para quienes se adherían mayoritariamente y por principio a la cultura anterior, a la invasión de los Hunos. Han tenido que huir a las catacumbas con sus pretendidas “antorchas de la ciencia y de la fe”. Pero tanto los que han huido como los que se mantienen apartados en silencio no han pronunciado una sola palabra nueva. Es verdad que la literatura anterior a Octubre o al margen de Octubre, incluso en Rusia, tiene más significación que la de los emigrados. Sin embargo, no hace tampoco otra cosa que sobrevivir, afectada por la impotencia.

¡Cuántos poemarios han aparecido! ¡Algunos adornados incluso con nombres que suenan muy bien! Se componen de pequeñas páginas llenas de líneas cortas, no siempre malas. Se hilvanan una tras otra en poemas en los que ciertamente hay algo de arte, e incluso el eco de un sentimiento ya experimentado. Pero considerados en conjunto, estos libros son tan superfluos para el hombre moderno posterior a Octubre como los oropeles para un soldado en el campo de batalla. La joya mayor de esta literatura de pensamientos y de sentimientos metidos en un callejón sin salida es el grueso y bien pensante Streletz, en el que se han impreso en trescientos ejemplares numerados los poemas, artículos y cartas de Sologub, Rozanov, Belenson, Kuzmin, Hollerbakh y otros. Una novela sobre la vida en Roma, cartas sobre el culto erótico al buey Apis, un artículo sobre santa Sofía -la terrestre y la celeste-. ¡Trescientos ejemplares numerados! ¡Qué desgarro, qué desolación!

“Muy pronto serás arrojado al viejo establo a garrotazos, oh pueblo irrespetuoso con las cosas santas” (Zinaida Hippius, Últimos poemas, 1914-1918). Evidentemente esto no es poesía, ¡pero qué talento de periodista! ¡Qué inimitable impulso vital el de esta poetisa decadente para manejar el garrote! (en verso). Cuando Zinaida Hippius amenaza al pueblo con el látigo “para toda la eternidad”, evidentemente exagera, pero quiere hacer comprender que sus maldiciones estremecerán los ánimos a través de los siglos. En esta hipérbole, a todas luces excusable debido a las circunstancias, puede verse claramente la naturaleza de la autora. Todavía ayer era una dama de Petrogrado que languidecía llena de talento, liberal y moderna. De golpe, esta dama tan pagada de sus propios refinamientos, descubre la negra ingratitud del populacho de “botas herradas” y, ofendida en su sancta sanctorum, transforma su rabia impotente en un grito estridente de mujer (siempre en verso). Desde luego, si su grito no estremece los corazones, al menos suscita interés. Dentro de cien años el historiador de la revolución rusa subrayará probablemente la escena de una bota herrada aplastando el lírico dedo pequeño del pie de una dama de Petrogrado, escena que revelará a la verdadera bruja adinerada bajo la máscara cristiana decadente, mística y erótica. Y Zinaida Hippius, la verdadera bruja, hace poemas superiores a los de los demás, más perfectos, pero más “neutros”, es decir, muertos.

Cuando entre tantos panfletos y libritos “neutros” encontréis La Casa de los Milagros, de Irene Odoevtzeva, podréis casi reconciliamos con el falso romanticismo modernizado de las salamandras, de los caballeros, de los murciélagos, de la luna moribunda, gracias a dos o tres relatos de la cruel vida de los soviets. Ahí tenéis una balada sobre un “Izvostchik” [cochero] al que el comisario Zon lanza a la muerte junto con su caballo; ahí tenéis la historia de un soldado que vende sal mezclada a vidrio molido, y también una balada sobre la forma en que se contaminan los depósitos de agua de Petrogrado. Los temas no son muy grandes y deben gustar mucho al primo Jorge y a la tía Ana. Pese a todo, ofrecen cierto reflejo de la vida, no son sólo los ecos tardíos de melodías cantadas hace tiempo y recogidas en las antologías. Por un momento estaríamos dispuestos a unirnos al primo Jorge. ¡Realmente son poemas muy agradables! ¡Adelante, señorita!

Pero no hablemos sólo de los “viejos” que han sobrevivido a Octubre. Al margen de Octubre hay también un grupo de jóvenes literatos y poetas. No sé exactamente cuántos son esos jóvenes, pero en cualquier caso antes de la guerra y antes de la revolución o eran principiantes o no habían comenzado todavía. Escriben relatos, novelas, poemas, con ese arte tan impersonal que era moneda corriente antes. Así se conseguía entonces ser conocido. La revolución (la bota herrada) ha acabado con sus esperanzas. Tratan de hacer creer, en la medida de su capacidad, que no ha ocurrido nada, y en sus versos y prosas carentes de originalidad expresan un orgullo herido. Sin embargo, de cuando en cuando desahogan silenciosamente sus almas burlándose.

El caudillo de todo este grupo es Zamiatin, autor de Los isleños1. A decir verdad, el tema lo cogió de los ingleses. Zamiatin los conocía y los pintó bastante bien en una serie de esbozos no malos, pero sí superficiales, como buen extranjero observador y de talento que no tiene pretensiones especiales. Bajo el mismo título ha colocado esbozos de rusos “isleños”, miembros de esa intelligentsia que vive en una isla en medio del océano extraño y hostil a la realidad soviética. Aunque Zamiatin es aquí más sutil, tampoco alcanza gran profundidad. Después de todo, él mismo es un “isleño”, habitante de una isla muy pequeña de la Rusia actual.

Escriba sobre los rusos de Londres o sobre los ingleses de Leningrado, Zamiatin sigue siendo un emigrado interior. Por su estilo, algo ampuloso y exponente de las buenas normas literarias que le son propias (y que rayan con el esnobismo), Zamiatin parece haber sido creado para enseñar a los círculos de jóvenes “isleños”, instruidos y estériles.

Los “isleños” más sobresalientes son los miembros del grupo del Teatro de Arte de Moscú. No saben qué hacer con su gran técnica y consigo mismos. Consideran todo cuanto ocurre a su alrededor como hostil, o al menos, como extraño. Fijaos: estas gentes viven en el espíritu del teatro de Chéjov. ¡Las Tres Hermanas y El Tío Vania hoy! Mientras pasaba el chaparrón -los chaparrones no duran mucho- escenificaron La hija de la señora Angot, que, dejando a un lado cualquier otra consideración, les dio oportunidad para meterse con las autoridades revolucionarias. Ahora se dedican a mostrar al europeo aburrido y al americano que lo compra todo cuán bello era el vergel de la vieja Rusia feudal y cuán refinados y melancólicos eran sus teatros. ¡Bella y noble tropa moribunda de una joya de teatro! ¿No pertenece a ella la instruidísima Ajmatova?

El “círculo de poetas” comprende a los versificadores más esclarecidos; conocen la geografía, saben distinguir el rococó del gótico, hablan en francés y se hallan en el último escalón de los adeptos de la cultura. Con justo motivo piensan que “nuestra cultura tiene todavía un débil balbuceo infantil” (Jorge Adamovitch). Un barniz superficial no podría seducirles. “El brillo externo no puede ocupar el lugar de la auténtica cultura” (Jorge Ivanov). Su gusto es lo suficientemente bueno para admitir que Oscar Wilde es, después de todo, un snob en vez de un poeta, en lo cual quizá no estemos muy en desacuerdo. Desprecian a los que no valoran una “escuela”, es decir, una disciplina, un saber, una aspiración, y este pecado tampoco no es extraño. Pulen cuidadosamente sus poemas. Muchos de ellos, Otsup, por ejemplo, tienen talento. Otsup es un poeta del recuerdo, del drama y de la inquietud. A cada momento cae en el pasado. Lo único que para él constituye la “alegría de vivir” en la memoria. “Encuentro incluso mi sitio de observador poeta y burgués que salva su poco de vida de la muerte”, dice con tierna ironía. Pero su inquietud no es histérica, sino todo lo contrario, casi armoniosa; es la inquietud de un europeo dueño de sí, una inquietud a todas luces cultivada, sin impulsos místicos, lo cual ya es tranquilizador. Pero ¿por qué no florece la poesía de todas estas gentes? Porque no creen en la vida, porque no participan en la secreción de sus humores y sentimientos, porque sólo son los importadores tardíos, los epígonos de una cultura alimentada con la sangre de otras culturas. Son imitadores cultos e incluso exquisitos, ecos sonoros que están dotados por haber leído mucho, pero nada más.

Bajo el disfraz de ciudadano del mundo civilizado, el noble Versilov fue en su tiempo el admirador más esclarecido de la cultura extranjera. Tenía un gusto alimentado por varias generaciones de hidalguía. Se encontraba en Europa como en su casa. Con condescendencia o con desprecio irónico, miraba de arriba abajo al seminarista radical que citaba a Písarev o que pronunciaba francés con un acento provinciano o cuyos modales..., es mejor que no hablemos de modales. Sin embargo, ese seminarista de 1860, como su sucesor de 1870, edificaron la cultura rusa en la época en que Versilov se revelaba definitivamente como el más estéril de los traductores de la cultura.

Los K. D. rusos, esos liberales burgueses tardíos de principios del siglo XX, se hallan muy imbuidos de respeto e incluso de temerosa devoción hacia la cultura, hacia sus fundamentos estables, su forma y su aroma, aunque por sí mismos no sean más que ceros, nada. Medid ahora, mirando hacia atrás, el sincero desprecio con que esos K. D. trataron al bolchevismo desde la altura de su cultura de escritores o de abogados profesionales, y comparadlo con el desprecio que la historia ha mostrado por esos mismos K. D. ¿De qué se trata? Es el mismo caso de Versilov, trasladado simplemente al nivel de las preocupaciones del profesor burgués. La cultura de los K. D. se ha revelado como simple reflejo tardío de culturas extranjeras sobre el suelo superficial de la opinión pública rusa. En la historia de Occidente el liberalismo fue un movimiento poderoso contra las autoridades terrestres y celestes, y en el ardor de su lucha revolucionaria enriqueció a un mismo tiempo a la civilización material y a la cultura. Francia, tal como la conocemos, con su pueblo cultivado, sus formas educadas y la urbanidad incorporada a la carne y a la sangre de sus masas, ha salido, modelada tal cual es, del crisol de varias revoluciones. El “bárbaro” proceso de conmociones, catástrofes y alzamientos ha dejado también sus posos en la lengua francesa, marcándola con sus durezas y con sus suavidades, con su precisión y su inflexibilidad. Y lo mismo ha ocurrido con los estilos del arte francés. Para dar una agilidad nueva y una nueva maleabilidad a la lengua francesa, será necesaria, dicho sea de paso, otra gran revolución no del lenguaje, sino de la sociedad francesa. Se necesita asimismo una revolución para espolear al arte francés, tan conservador en todas sus innovaciones, para que alcance otro plano más elevado.

Pero nuestros K. D., esos imitadores tardíos del liberalismo, han tratado de asimilar a la historia, gratuitamente, la crema del parlamentarismo, de la cortesía refinada, del arte armonioso (sobre la sólida base del beneficio y de la renta). Adamovitch, Iretsky y muchos otros son muy capaces de estudiar los estilos individuales o colectivos de Europa, impregnarse de ellos o incluso importarlos, y después mostrar, utilizando cualquiera de ellos, que realmente no tenían nada que decir. Pero esto no es crear cultura, es simplemente recoger la crema.

Cuando algún esteta K. D. hace un largo viaje en un vagón de animales y viene a contárnoslo, haciendo rechinar sus dientes, que él, un europeo tan bien educado, con la mejor dentadura postiza del mundo y unos conocimientos detallados de la técnica de los ballets egipcios, se ha visto obligado por esta revolución de patanes a viajar con mendigos piojosos, uno siente un asco infinito por los dientes postizos, por las técnicas de ballet y por toda esa cultura robada de los escaparates de Europa. En el interior de uno mismo empieza a brotar la convicción de que el menor piojo de ese mendigo harapiento es más importante, más necesario, por así decir, en el mecanismo de la historia que este egoísta cuidadosamente cultivado y totalmente estéril.

Antes de la guerra, cuando los traductores de cultura no se habían puesto todavía a cuatro patas para gritar patrióticamente, comenzaba a desarrollarse un estilo periodístico. Por supuesto, Miliukov seguía farfullando de forma prolija y garrapateando editoriales de parlamentario profesional; su editor asociado, Hessen, proporcionaba mejores ejemplos aún de los “procesos de divorcio”, pero por regla general comenzábamos a olvidar nuestras rutas domésticas tradicionalmente obstaculizadas por la grasa empalagosa del Russkia Viedomosti [el Boletín ruso, diario liberal, 1863-1917]. Este mínimo progreso en un periodismo a la europea (pagado, digámoslo también, con la sangre de la revolución de 1905, puesto que de ella salieron los partidos y la Duma) fue ahogado sin dejar casi huellas en las olas de la revolución de 1917. Los K. D. que hoy viven en el extranjero, especialistas en divorcios o en cualquier otra cosa, hacen hincapié de modo malicioso en la endeblez literaria de la prensa soviética. En realidad, escribimos mal, sin estilo, incluso después del Russkia Viedomosti. ¿Quiere ello decir que hemos retrocedido? No, quiere decir que estamos en un período de transición, entre la imitación, la verborrea del abogado pagado, por un lado, y por otro el gran movimiento cultural de todo un pueblo que si se le da tiempo creará su propio estilo, tanto en periodismo como en las demás actividades.

Viene luego otra categoría, la de los ralliés. Es un término de política francesa que designó a los antiguos realistas que hicieron la paz con la República. Abandonaron la lucha por el rey, e incluso sus esperanzas en él, y tradujeron lealmente su realismo al lenguaje republicano. Ninguno de ellos hubiera podido escribir la Marsellesa, suponiendo que no estuviera ya escrita, y es poco probable que hayan cantado con entusiasmo sus estrofas contra los tiranos. Pero estos ralliés vivían y dejaban vivir. Hay muchos de esos ralliés entre los poetas, artistas y actores de hoy día. Ni calumnian ni injurian; antes bien, aceptan el estado de cosas, pero en líneas generales y “sin asumir la responsabilidad”. Cuando les conviene, guardan un silencio diplomático o “lealmente” pasan de largo; por regla general son pacientes, y participan en la medida en que pueden. No aludo al grupo “Cambio de dirección”, que tiene su propia ideología. Sólo hablo a los tranquilos filisteos del arte, de sus funcionarios ordinarios, con frecuencia hombres de talento. Encontramos a estos ralliés por todas partes, incluso entre los pintores de tratos; pintan retratos “soviéticos” y son en ocasiones grandes artistas. Tienen experiencia, saben trabajar, poseen cuanto es preciso. Sin embargo, los retratos son irreconocibles. ¿Por qué? Porque el artista no demuestra profundo interés por sus temas, no posee ninguna afinidad intelectual con ellos: pintan un bolchevique ruso de la misma forma que pintaba un jarrón o un repollo para la Academia, y quizá con más indiferencia aún.

No doy nombres, porque forman toda una clase. Estos ralliés no arrancarán las estrellas del cielo ni inventarán la pólvora. Pero son útiles y necesarios como abono para la nueva cultura. Lo cual no es de despreciar.

* * *

El destino reservado a las búsquedas e investigaciones de orden intelectual o religioso que habían “fertilizado la principal corriente de la literatura anterior a la revolución, es decir, el simbolismo, demuestra de manera palpable que el arte al margen de Octubre se halla castrado. Me parece oportuno hacer aquí algunas consideraciones sobre el tema.

A principios de siglo, la intelligentsia pasó del materialismo y del positivismo, e incluso hasta cierto punto del marxismo, por la filosofía crítica de Kant hacia el misticismo. Entre las dos revoluciones, esta nueva conciencia religiosa vaciló y se desintegró en múltiples llamas moribundas. Ahora que la roca de la ortodoxia oficial se ha visto seriamente quebrantada, estos místicos de salón, cada cual a su manera, andan deprimidos, porque la nueva situación es demasiado grande para ellos. Sin la ayuda de estos profetas de tocador y de estos periodistas santificados, sin la ayuda de algunos que fueron marxistas en otro tiempo, las oleadas de la marea revolucionaria han conseguido batir los muros mismos de la Iglesia rusa, que no había conocido la Reforma. Se defendió contra la historia mediante la rigidez, la inmovilidad de sus formas, su rito automático y la fuerza del Estado. La Iglesia que había lamido los pies del zarismo, se mantuvo casi idéntica durante varios años tras la caída de su aliado y protector autocrático. La tendencia “Nuevo jalón” que se propone renovar la Iglesia trata de realizar una tardía reforma burguesa so pretexto de adaptarse al Estado soviético. Nuestra revolución política burguesa concluyó -incluso contra el deseo de la burguesía- sólo unos pocos meses antes de la revolución de las masas trabajadoras. La reforma eclesiástica sólo empezó cuatro años después de la sublevación proletaria. Si la “Iglesia viva” sanciona la revolución social, lo hace única y exclusivamente porque trata de camuflarse. Es imposible una Iglesia proletaria. La reforma de la Iglesia está dirigida a objetivos esencialmente burgueses, tales como su liberación de la pesadez medieval, la sustitución de una relación más individualizada de los fieles a la jerarquía celeste, a las muecas del rito y al chamanismo; en una palabra, el objetivo general es dar a la religión y a la Iglesia una agilidad y una capacidad de adaptación mayores. Durante esos cuatro primeros años, la Iglesia se ha protegido contra la revolución proletaria mediante un conservadurismo sombrío e intransigente. Ahora se pasa a la Nep. Si la Nep soviética supone la amalgama de la economía socialista y el capitalismo, la Nep de la iglesia es un injerto burgués sobre el tronco feudal. El reconocimiento del régimen obrero ha sido dictado, como ya se ha dicho, por la ley del mimetismo.

No obstante, el hundimiento de la secular estructura de la Iglesia ha comenzado. De la izquierda -la “Iglesia viva” también tiene su ala izquierda- se alzan voces todavía más radicales. Más a la izquierda incluso se encuentran las sectas extremistas. Un racionalismo ingenuo que ahora comienza a despertarse abre los surcos a las semillas materialistas y ateas. Una era de grandes conmociones y de grandes derrotas ha llegado a este reino que, según anunciaban, no era de este mundo. ¿Dónde está ahora la “nueva conciencia religiosa”? ¿Dónde los profetas y los reformadores de los salones literarios o de los círculos de Leningrado y de Moscú? ¿Dónde la antroposofía? De su lado no viene ni un aliento ni un murmullo. Los pobres homeópatas místicos se sienten como gatos caseros encaramados a un témpano que arrastra la corriente. Los difíciles días tras la primera revolución dieron lugar a una “nueva conciencia religiosa”; la segunda revolución la aplastó.

Berdiaev, por ejemplo, sigue acusando a los que no creen en Dios, a los que no se preocupan de una vida futura, de ser burgueses. Resulta divertido. De su breve relación con los socialistas le ha quedado la palabra “burgués” que aplica al anticristo soviético. La pena consiste en que los obreros rusos no son en modo alguno religiosos, mientras que los burgueses se van convirtiendo en creyentes... una vez que han perdido sus propiedades. Uno de los numerosos inconvenientes de la revolución consiste en que pone al desnudo las raíces sociales de la ideología.

La “nueva conciencia religiosa” se ha desvanecido, pero no sin dejar algunas huellas en la literatura. Toda una generación de poetas que aceptó la revolución de 1905 como una noche de San Juan, y que quemó sus delicadas alas ante sus hogueras de alegría, comenzó a introducir en sus rimas a la jerarquía celeste. La juventud del período entre ambas revoluciones se les unió. Pero como los poetas, siguiendo una malsana tradición, tenían por costumbre en los momentos difíciles volverse hacia las ninfas Pan, Marte y Venus, en nuestros días el Olimpo ha sido nacionalizado por las necesidades de la forma poética. Al fin y al cabo, escoger Marte o San Jorge no es más que una cuestión de ritmo de troqueo o de yambo. Indudablemente detrás de todo esto se ocultaban, en muchos o en algunos, ciertas experiencias, sobre todo la del miedo. Llegó la guerra que disolvió el miedo de la intelligentsia en una ansiedad general. Llegó luego la revolución que condensó ese miedo en pánico. ¿Qué esperar? ¿Hacia quién volverse? ¿A quién vincularse? No quedaba nada más que las Sagradas Escrituras. Muy pocos desean ahora agitar de nuevo el líquido religioso destilado antes de la guerra en casa de Berdiaev y en otras reboticas; los que necesitan del misticismo hacen simplemente la señal de la cruz de sus antepasados. La revolución ha raspado y lavado el tatuaje personal, poniendo al desnudo cuanto había de tradicional, de tribal, de recibido con la leche materna y que no se había disuelto con la razón crítica debido a su debilidad y a su pusilanimidad. En los versos, jamás ha faltado Jesús. Y en la edad de la industria textil mecanizada, el tejido de la Virgen es el tejido poético más popular.

Uno queda aterrado leyendo la mayoría de esos poemarios, sobre todo los de las mujeres. Verdaderamente en ellos no se puede dar un paso sin Dios. El mundo lírico de Ajmatova, de Zvetaeva, de Radlova y otras poetisas, auténticas o presuntas, es extremadamente reducido. Abarca a la poetisa misma, a un desconocido con sombrero o con espuelas, e inevitablemente a Dios, sin ninguna característica especial. Dios es una tercera persona, muy cómoda y muy transportable, para uso doméstico, un amigo de la familia que de vez en cuando cumple los deberes del ginecólogo. Lo que resulta poco comprensible es que ese individuo, ya no demasiado joven y sobre el que pesan todos los asuntos personales, con frecuencia enojosos, de Ajmatova, de Zvetaeva y de las demás, pueda a la vez, en sus ratos libres, dirigir los destinos del universo. Para Chkapskaïa, tan orgánica, tan biológica, tan ginecológica (el talento de Chkapskaïa es real), Dios es algo así como un alcahuete y una comadrona, es decir, tiene todos los atributos de una vieja comadre chismosa. Si se me permite una observación subjetiva, de buena gana concedería que ese Dios femenino, de fuertes caderas, aunque no tan impotente, al menos es más simpático que el polluelo que incuba la filosofía mística más allá de las estrellas.

Tras esto, ¿cómo no llegar a la conclusión de que la cabeza bien organizada de un filisteo educado no es más que un cubo en el que la Historia, al pasar, arroja los desperdicios y los desechos después de sus distintas conquistas? En él vemos el Apocalipsis, Voltaire y Darwin, el libro de los Salmos, la filosofía comparativa, la tabla de multiplicar y un cirio. ¡Un revoltijo vergonzoso que hace echar de menos la ignorancia del hombre de las cavernas! El hombre, el “rey de la Naturaleza” que siempre quiere “servir”, mueve la cola al oír la voz de su “alma inmortal”. Si la analizamos, la presunta alma se revela como un “órgano” mucho menos perfecto y menos armonioso que el estómago o los riñones: “la inmortal” tiene numerosos apéndices rudimentarios y bolsillos llenos de toda suerte de humores cancerosos, causa continua de comezones y de úlceras espirituales. A veces, éstas revientan en rimas que entregadas como poesía individualista y mística se imprimen en elegantes libritos.



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