Tótem y tabú


b) y c) El origen de la exogamia y sus relaciones con el totemismo



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b) y c) El origen de la exogamia y sus relaciones con el totemismo.
Aun habiendo citado con algún detalle las teorías relativas al totemismo, temo no haber dado una idea suficiente de ellas a causa de las abreviaciones a las que me he visto obligado a recurrir. Mas por lo que concierne a las cuestiones de que ahora vamos a ocuparnos, creo poder permitirme, en interés del lector mismo, ser aún más conciso, pues las discusiones surgidas sobre la exogamia de los pueblos totémicos son particularmente numerosas, complicadas y hasta confusas, y para el fin que en el presente estudio perseguimos ha de bastarnos recoger algunas líneas directivas de las mismas, remitiendo, por lo demás, a aquellos que deseen formarse una idea más profunda de la cuestión a las obras especiales que ya hemos tenido frecuente ocasión de citar.
La actitud de un autor ante los problemas enlazados con la exogamia depende naturalmente, hasta cierto punto, de sus simpatías por una de las diversas teorías totémicas. Algunas de las explicaciones expuestas carecen de toda relación con la exogamia, como si se tratase de dos instituciones por completo diferentes. De este modo nos hallamos ante dos concepciones, una de las cuales se ajusta a las apariencias primitivas y ve en la exogamia una parte especial del sistema totémico, mientras que la otra niega tal enlace y no cree sino en una coincidencia accidental de estos dos rasgos de las civilizaciones primitivas. En sus trabajos más recientes ha adoptado Frazer sin reservas este último punto de vista.
«Debo rogar al lector -dice- que tenga siempre presente el hecho de que las dos instituciones, el totemismo y la exogamia, son fundamentalmente distintas por su origen y su naturaleza, aunque se entrecrucen y se mezclen accidentalmente con un gran número de tribus.» (Totemism and Exogamy, I, prefacio, página XII.)
Este autor nos pone directamente en guardia contra el punto de vista opuesto, en el que ve una fuente de dificultades y de interpretaciones erróneas. Contrariamente a Frazer, han hallado otros autores el medio de ver en la exogamia una consecuencia necesaria de las ideas fundamentales del totemismo. Durkheim expone en sus trabajos que el tabú enlazado al tótem debía implicar necesariamente la prohibición del contacto sexual con las mujeres pertenecientes al mismo tótem. El tótem es de la misma sangre que el hombre, y, por tanto, el tabú de la sangre tiene que prohibir necesariamente (refiriéndose en particular a la desfloración y a la menstruación) las relaciones sexuales con una mujer del mismo tótem. A. Lang, de acuerdo con Durkheim en este punto, llega incluso a opinar que no es necesario invocar el tabú de la sangre para motivar la prohibición de las relaciones sexuales con mujeres de la misma tribu. El tabú totémico general, que prohíbe, por ejemplo, sentarse a la sombra del árbol tabú, bastaría para ello. Como más adelante veremos, sustenta aún este mismo autor otra teoría diferente sobre los orígenes de la exogamia, dejando, por cierto, en la oscuridad la relación que puede unir a esta segunda teoría con la precedentemente expuesta. Por lo que concierne a la sucesión en el tiempo, opina la mayoría de los autores que el totemismo es anterior a la exogamia.
Entre las teorías que tienden a explicar la exogamia independientemente del totemismo no recogeremos sino aquellas que representan las diferentes actitudes de los autores con respecto al problema del incesto.
3
Sólo el psicoanálisis proyecta alguna luz sobre estas tinieblas.
La actitud del niño con respecto a los animales presenta numerosas analogías con la del primitivo. El niño no muestra aún vestigio ninguno de aquel orgullo que mueve al adulto civilizado a trazar una precisa línea de demarcación entre su individuo y los demás representantes del reino animal. Por el contrario, considera a los animales como iguales suyos, y la confesión franca y sincera de sus necesidades le hace sentirse incluso más próximo al animal que al hombre adulto, al cual encuentra indudablemente enigmático.
En este perfecto acuerdo entre el niño y el animal, surge a veces una singular perturbación. El niño comienza de repente a sentir miedo de ciertos animales y a evitar el contacto e incluso la vista de todos los representantes de una especie dada. Se nos presenta entonces el cuadro clínico de la zoofobia, una de las afecciones psiconeuróticas más frecuentes de esta edad y quizá la forma más temprana de este género de enfermedades. La fobia recae, por lo regular, sobre animales hacia los que el niño había testimoniado hasta entonces un vivo interés, y no presenta relación ninguna con un determinado animal particular. La elección del animal objeto de la fobia aparece harto limitada en nuestras grandes ciudades, y, por tanto, encontramos con gran frecuencia como tales objetos los caballos, los perros y los gatos; más raras veces, los pájaros, y, en cambio, muy repetidamente, animales de pequeñas dimensiones, tales como los escarabajos y las mariposas. Asimismo pueden constituirse en objeto de una fobia animales que el niño no conoce sino por sus libros de estampas o por los cuentos que ha oído relatar.
La determinación de la forma en que se han llevado a cabo estas inusitadas elecciones del animal objeto de la fobia sólo raras veces se consigue. Al doctor K. Abraham (1914) debemos la comunicación de un caso en el que el niño explicó por sí mismo su miedo a las avispas diciendo que le hacían pensar en el tigre, animal muy temible, según le habían contado.
Las zoofobias de los niños no han sido aún objeto de un detenido examen analítico, no obstante merecerlo en alto grado. Ello depende, quizá, de las dificultades inherentes a la realización de análisis con sujetos de tan poca edad. No podemos, por tanto, afirmar haber llegado al conocimiento del sentido general de estas enfermedades, sentido que, por otra parte, no creemos puede ser unitario. Sin embargo, algunas de estas fobias, relativas a animales de crecido tamaño, se han mostrado accesibles al análisis y han revelado su enigma al investigador. En todas ellas se nos ha revelado, sin excepción, que cuando el infantil sujeto pertenece al sexo masculino, se refiere su angustia a su propio padre, aunque haya sido desplazada sobre el animal objeto de la fobia.
Todo psicoanalítico ha tenido ocasión de observar casos de este género y recogido en ellos iguales impresiones, a pesar de lo cual son muy poco numerosas las publicaciones detalladas sobre este tema, circunstancia puramente accidental, y de la que sería erróneo concluir que nuestra afirmación no se apoya sino en observaciones aisladas. El doctor Wulff, de Odesa (*), es uno de los autores que con mayor inteligencia se han ocupado de las neurosis infantiles. En una de sus comunicaciones, en la que desarrolla el historial clínico de un niño de nueve años, encontramos la descripción de una fobia de los perros, padecida por el infantil sujeto cuando apenas acababa de cumplir los cuatro. Cuando veía un perro por la calle, se echaba a llorar y gritaba: «¡No me cojas, perrito!; seré bueno.» Por ser bueno entendía «no volver a tocar el violín», esto es, no masturbarse.
En el curso de su estudio hace Wulff el siguiente resumen de este caso: «Su fobia de los perros no es, en el fondo, sino el miedo que su padre le inspira, desplazado sobre dichos animales, pues la singular exclamación «¡Perrito, seré bueno!» (esto es, «no me masturbaré»), se dirige propiamente a su padre, que es quien le ha prohibido la masturbación. Más adelante consigna este autor en una nota una indicación que no se halla completamente de acuerdo con nuestras observaciones, y testimonia, además, de la frecuencia de estos casos: «Estas fobias (fobias de los caballos, de los perros, de las gallinas y de otros animales domésticos) son tan frecuentes en el niño como el pavor nocturnus, y el análisis nos revela siempre su origen en el desplazamiento sobre un animal del miedo que el padre o la madre inspiran al infantil sujeto. Lo que no puedo afirmar es si la fobia de los ratones y las ratas, tan difundida, presenta o no el mismo mecanismo.»
En el primer volumen de la revista titulada Jahrbuch für psychoanalytische und psychopatologische Forschungen tengo publicado un «Análisis de una fobia de un niño de cinco años», cuyo historial clínico me fue amablemente comunicado por el padre del sujeto. Se trataba de un miedo tal a los caballos, que el niño se negaba a salir a la calle y temía incluso que llegasen hasta su habitación para morderle. Esta temida agresión debía constituir el castigo de su deseo de que el caballo cayese (muriese). Cuando se logró apaciguar el temor que al niño inspiraba su padre, pudo observarse que luchaba contra el deseo de la ausencia (la partida, la muerte) del mismo, pues veía en él un rival que le disputaba los favores de la madre, hacia la que se orientaban vagamente sus primeros impulsos sexuales. Se hallaba, pues, en aquella típica disposición del sujeto infantil masculino que ha sido designada por nosotros con el nombre de «complejo de Edipo», y en la que vemos el complejo central de la neurosis. El análisis de este niño, al que llamaremos Juanito, nos reveló una nueva circunstancia, muy interesante desde el punto de vista del totemismo, pues vimos que había desplazado sobre el animal una parte de los sentimientos que su padre le inspiraba.
El análisis nos descubre todos los trayectos asociativos, tanto los de contenido importante como los accidentales, a lo largo de los cuales se efectúa tal desplazamiento, y nos permite adivinar los motivos de este último. El odio nacido de la rivalidad con el padre no ha podido desarrollarse libremente en la vida psíquica del niño, por oponerse a él el cariño y la admiración preexistentes en la misma. El niño se encuentra, pues, en una disposición afectiva equívoca -ambivalente- con respecto a su padre, y mitiga el conflicto resultante de tal actitud desplazando sus sentimientos hostiles y temerosos sobre un subrogado de la persona paterna. Pero este desplazamiento no consigue resolver la situación, estableciendo una definida separación entre los sentimientos cariñosos y los hostiles. Por el contrario, persisten el conflicto y la ambivalencia, pero referidos ahora al objeto del desplazamiento. Así, comprobamos que no es sólo miedo lo que los caballos inspiran a Juanito, sino también respeto e interés. Una vez apaciguados sus temores, se identificó con el temido animal y jugaba a correr y saltar como un caballo, mordiendo a su padre. En otro período de mejoría de la fobia identificó sin temor alguno a sus padres con otros distintos animales de crecido tamaño.
No podemos menos de reconocer en estas zoofobias infantiles ciertos rasgos del totemismo, aunque bajo un aspecto negativo. Sin embargo, debemos a S. Ferenczi la interesantísima observación de un caso singular, que puede ser considerado como una manifestación de totemismo positivo en un niño. En el pequeño Arpad, cuya historia nos relata Ferenczi, las tendencias totémicas no surgen en relación directa con el complejo de Edipo, sino basadas en la premisa narcisista del mismo, o sea en el miedo a la castración. Pero leyendo atentamente el historial clínico de Juanito, antes mencionado, hallamos también en él numerosos testimonios de que el padre era admirado como poseedor de órganos genitales de gran volumen, y temido al mismo tiempo como una amenaza para los órganos genitales del niño. Tanto en el complejo de Edipo como en el complejo de la castración desempeña el padre el mismo papel, o sea el de un temido adversario de los intereses sexuales infantiles, que amenaza al niño con el castigo de castrarle o el sustitutivo de arrancarle los ojos.
Teniendo el pequeño Arpad dos años y medio, se puso un día a orinar en el gallinero de su residencia veraniega, y hubo una gallina que le picó o intentó picarle en el pene. Cuando al año siguiente volvió al mismo lugar, se imaginó ser él mismo una gallina, mostró un vivísimo interés, casi exclusivo, por el gallinero y todo lo que en él sucedía, y cambió su lenguaje humano por el piar y el cacarear del corral. En la época a la que la observación se refiere tenía ya cinco años y había vuelto a hallar su idioma, pero no hablaba sino de las gallinas y otros volátiles. No conocía ningún otro juguete y no cantaba sino canciones en las que se trataba de estos animales. Su actitud con respecto a su animal tótem era claramente ambivalente, componiéndose de un odio y un amor desmesurados. Su juego preferido era el de presenciar o simular el sacrificio de una gallina o un pollo. «Constituía para él una fiesta asistir al sacrificio de estas aves, y era capaz de bailar durante horas enteras en derredor del cadáver, presa de una gran excitación.» Después besaba y acariciaba al animal muerto o limpiaba y cubría de besos las imágenes de gallinas que él mismo había maltratado antes.
El pequeño Arpad se cuidó por sí mismo de no dejar la menor duda sobre el sentido de su singular actitud. En ocasiones sabía traducir sus deseos del lenguaje totémico al vulgar: «Mi padre es el gallo -dijo un día-. Ahora soy pequeño y soy un pollito; pero cuando sea mayor seré una gallina, y cuando sea «más mayor» aún seré un gallo.» Otra vez se negó de repente a comer «madre asada» (por analogía con la gallina asada). Por último, solía amenazar clara y frecuentemente a los demás con la castración, transfiriendo así las amenazas de este género que a él mismo se le hacían a consecuencia de sus prácticas onanistas.
La causa del interés que le inspiraba todo lo que en el corral sucedía no presenta para Ferenczi la menor duda: «Las relaciones sexuales entre el gallo y la gallina, la puesta de los huevos y la salida del pollito» satisfacían su curiosidad sexual, orientada realmente hacia la vida familiar humana. Concibiendo de este modo los objetos de sus deseos, conforme a lo que había visto en el gallinero, dijo un día a una vecina: «Me casaré contigo, con tu hermana, con mis tres primas y con la cocinera… O no; mejor con mi madre que con la cocinera.»
Más adelante completaremos el examen de esta observación. Por ahora nos limitaremos a hacer resaltar dos interesantes coincidencias de nuestro caso con el totemismo; la completa identificación con el animal totémico y la actitud ambivalente con respecto a él. Basándonos en estas observaciones nos creemos autorizados para sustituir en la fórmula del totemismo -por lo que al hombre se refiere- el animal totémico por el padre. Pero, una vez efectuada tal sustitución, nos damos cuenta de que no hemos realizado nada nuevo ni dado, en verdad, un paso muy atrevido, pues los mismos primitivos proclaman esta relación, y en todos aquellos pueblos en los que hallamos aún vigente el sistema totémico es considerado el tótem como un antepasado. Todo lo que hemos hecho no es sino tomar en su sentido literal una manifestación de estos pueblos que ha desconcertado siempre a los etnólogos, los cuales la han eludido, relegándola a un último término. El psicoanálisis nos invita, por el contrario, a recogerla y enlazar a ella una tentativa de explicación del totemismo.
El primer resultado de nuestra sustitución es ya de por sí muy interesante. Si el animal totémico es el padre, resultará, en efecto, que los dos mandamientos capitales del totemismo, esto es, las dos prescripciones tabú que constituyen su nódulo, o sea la prohibición de matar al tótem y la de realizar el coito con una mujer perteneciente al mismo tótem, coincidirán en contenido con los dos crímenes de Edipo, que mató a su padre y casó con su madre, y con los dos deseos primitivos del niño, cuyo renacimiento o insuficiente represión forman quizá el nódulo de todas las neurosis. Si esta semejanza no es simplemente un producto del azar, habrá de permitirnos proyectar cierta luz sobre los orígenes del totemismo en remotísimas épocas, esto es, nos permitirá hacer verosímil la hipótesis de que el sistema totémico constituye un resultado del complejo de Edipo, como la zoofobia de Juanito o la perversión del pequeño Arpad. Para establecer esta verosimilitud vamos a estudiar a continuación una particularidad aún no mencionada del sistema totémico, o como pudiéramos decir, de la religión totémica.
4
FÍSICO, filólogo, exégeta bíblico, inteligencia tan universal como clarividente y exenta de prejuicios, W. Robertson Smith expone en su obra sobre la religión de los semitas, publicada cinco años después de su muerte, en 1899, la opinión de que una ceremonia singular, la llamada comida totémica, formó desde un principio parte integrante del sistema totémico. Para apoyar esta hipótesis no disponía sino de un solo dato; una descripción, procedente del siglo V de nuestra era, de un acto de dicho género; pero, no obstante, supo darle un alto grado de verosimilitud mediante el análisis de la naturaleza del sacrificio entre los antiguos semitas. Como el sacrificio supone la existencia de una divinidad, el proceso lógico seguido por Robertson es una inducción, cuyo punto de partida se halla en una fase superior del culto religioso, y el de llegada en el más primitivo estadio del totemismo.
Intentaremos extractar aquí aquellos pasajes de la excelente obra de Robertson que más pueden interesarnos para el fin del presente estudio, o sea los relativos al origen y a la significación del rito del sacrificio, prescindiendo de los detalles del mismo, a veces en extremo interesantes, y de todo lo referente a su desarrollo ulterior. Creemos un deber advertir al lector que nuestro extracto no puede reflejar apenas la lucidez y la fuerza demostrativa del original.
Expone Robertson que el sacrificio sobre el altar constituía la parte esencial del ritual de las religiones antiguas. Dado que en todas ellas desempeña idéntico papel puede referirse su nacimiento a causas generales, que produjeron en todas partes los mismos efectos.
El sacrificio, el acto sagrado por excelencia, kat' exochn (sacrificium, ierourgia), no tenía, sin embargo, al principio la significación que adquirió en épocas posteriores, o sea la de una ofrenda hecha a la divinidad para aplacarla o conseguir su favor. (El empleo profano de esta palabra se halla basado en su sentido secundario, que es el de desinterés, abnegación y olvido de sí mismo.) Todo nos hace suponer que el sacrificio no era primitivamente sino un acto de camaradería (fellowship) social entre la divinidad y sus adoradores, un acto de comunión de los fieles con su dios.
Ofrecíanse en sacrificio manjares y bebidas; el hombre sacrificaba a su dios aquello de que él mismo se alimentaba: carne, cereales, frutas, vino y aceite, no existiendo restricciones ni excepciones sino con respecto a la carne. Los animales ofrecidos en sacrificio eran consumidos a la vez por el dios y por sus adoradores y únicamente las ofrendas vegetales se reservaban al dios, sin participación del hombre. Es indudable que los sacrificios de animales son los más antiguos y fueron al principio únicos. La ofrenda de vegetales tuvo como fuente la de las primicias de todos los frutos, y representaba un tributo pagado al dueño del suelo. Pero los sacrificios de animales son anteriores a la agricultura.
Ciertas supervivencias lingüísticas muestran de un modo irrebatible que la parte del sacrificio destinada al dios era considerada al principio como su alimento real. Pero esta representación llegó a hacerse incompatible con la progresiva desmaterialización de la naturaleza de la divinidad, y se creyó eludirla no asignando a la divinidad sino la parte líquida de la comida. El uso del fuego permitió más tarde preparar los alimentos humanos en una forma más apropiada a la esencia divina, y la carne sacrificada fue quemada sobre el altar, ascendiendo su humo a las moradas celestes. Como brebaje, se ofrecía primeramente al dios la sangre del animal sacrificado, sustituida luego en épocas posteriores por el vino, al cual se consideraba como la «sangre de la vid», nombre que aún le dan los poetas de nuestros días.
La forma más antigua del sacrificio, anterior a la agricultura y al uso del fuego, era, pues, el sacrificio animal, en el que la carne y la sangre eran consumidas en común por el dios y sus adoradores, siendo requisito esencial que cada partícipe recibiese su porción.
Tales sacrificios constituían una ceremonia pública y una fiesta celebrada por el clan entero. La religión era, en general, algo común, y el deber religioso, una obligación social. Los sacrificios y las fiestas coincidían en todos los pueblos, pues cada sacrificio comportaba una fiesta y no había fiesta sin sacrificio. El sacrificio-fiesta era una ocasión de elevarse alegremente por encima de los intereses egoístas y hacer resaltar los lazos que unían a los miembros de la comunidad entre sí y con la divinidad.
La fuerza moral de la comida pública de sacrificio reposaba en representaciones muy antiguas relativas a la significación del acto de comer y beber en común. Comer y beber con otra persona era a la vez un símbolo de la comunidad social y un medio de robustecerla y contraer obligaciones recíprocas. La comida de sacrificio expresaba directamente el hecho de la comensalidad del dios y de sus adoradores, y esta «comensalidad» implicaba todas las demás relaciones que se suponían existentes. Ciertas costumbres, que aún hallamos en vigor entre los árabes del desierto, muestran que lo que daba a la comida en común esta fuerza de unión no era un factor religioso, sino el mismo acto de comer. Aquellos que han compartido con tales beduinos un poco de comida o han bebido leche de sus rebaños no tienen ya que temer nada de ellos, y pueden por el contrario, contar con su ayuda y con su protección, aunque no indefinidamente, sino sólo durante el tiempo que el alimento ingerido permanece en el cuerpo. Resulta, pues, que el lazo de la comunidad es concebido de una manera puramente realista, y precisa para ser duradero de la repetición del acto que lo origina.
Mas ¿por qué causa se atribuye esta fuerza de unión al acto de comer y beber en compañía? En las sociedades más primitivas no existe sino un solo lazo que ligue sin condiciones ni excepciones: la comunidad de clan (kinship). Los miembros de esta comunidad son solidarios unos de otros. Un kin es un grupo de personas cuya vida forma tal unidad física, que puede considerarse a cada una de ellas como un fragmento de una vida común. Así, cuando un miembro del kin muere de muerte violenta, no dicen los demás: «Ha sido vertida la sangre de Fulano», sino «Ha sido vertida nuestra sangre». La frase hebrea con la que se reconoce el parentesco de tribu dice: «Tú eres hueso de mis huesos y carne de mi carne.» Kinship significa, pues, formar parte de una sustancia común. De este modo, la kinship no aparece fundada únicamente en el hecho de ser el individuo una parte de la sustancia de la madre de que ha nacido y de la leche que le ha alimentado, sino que se adquiere o se refuerza posteriormente por la absorción de alimentos con los que el sujeto mantiene y renueva su cuerpo. Participando de una comida con la divinidad, se expresaba la convicción de que se era de la misma sustancia que ella, pues no se compartía nunca una comida con aquellos que eran considerados como extranjeros.
La comida de sacrificio era, pues, primitivamente una comida solemne que reunía a los miembros del clan o de la tribu, conforme a la ley de que sólo los miembros del clan podían comer reunidos. En nuestras sociedades modernas la comida reúne a los miembros de la familia, pero en la comida de sacrificio no desempeñaba ésta papel ninguno. La kinship es una institución anterior a la vida de familia. Las más antiguas familias que conocemos se componían regularmente de personas unidas por diferentes órdenes de parentesco. Los hombres casaban con mujeres pertenecientes a otros clanes, y como los hijos quedaban adscritos al clan de la madre, no existía ningún parentesco de tribu entre el padre y los demás miembros de su familia. En tales familias no se celebraban pues, comidas comunes. Todavía actualmente comen los salvajes por separado, pues las prohibiciones religiosas del totemismo relativas a los alimentos les hace imposible comer con sus mujeres y sus hijos.
Volvamos ahora nuestra atención al animal del sacrificio. Sabemos ya que no había reunión de la tribu sin el sacrificio de un animal; pero también, y esto es muy importante, que ningún animal doméstico podía ser sacrificado sino con ocasión de uno de estos sucesos solemnes. Fuera de ellos, se alimentaba el pueblo con frutas, caza y leche, pero ciertos escrúpulos religiosos prohibían matar un animal doméstico para el consumo personal. Es innegable, dice Robertson Smith, que todo sacrificio era primitivamente un sacrificio colectivo del clan y que la muerte de la víctima pertenecía originalmente a los actos prohibidos al individuo y sólo justificados cuando la tribu entera asumía la responsabilidad. No existe entre los primitivos sino una única categoría de actos a los que pueda aplicarse tal característica; esto es, aquellos que se refieren al carácter sagrado de la sangre común de la tribu. Una vida que ningún individuo puede suprimir y que no puede ser sacrificada sino con el consentimiento y la participación de todos los miembros del clan, ocupa el mismo lugar que la vida de los miembros del clan mismo. La regla de que todo invitado a la comida del sacrificio ha de gustar de la carne del animal sacrificado tiene igual significación que la prescripción según la cual un miembro de la tribu que ha incurrido en falta ha de ser ejecutado por la tribu entera. En otros términos, el animal sacrificado era tratado como un miembro de la tribu, y la comunidad que ofrecía el sacrificio, su dios, y el animal sacrificado eran de la misma sangre y miembros de un único y mismo clan.
Apoyándose en numerosos datos, identifica Robertson Smith al animal sacrificado con el antiguo animal totémico. En la antigüedad había dos especies de sacrificios: los de animales domésticos cuya carne era generalmente consumida, y los sacrificios extraordinarios de animales prohibidos como impuros. Una investigación más detenida nos revela que estos animales impuros eran animales sagrados adscritos particularmente a determinados dioses, a los que eran sacrificados y con los cuales fueron primitivamente idénticos. Al ofrendarlos en sacrificio hacían resaltar los fieles, por diversos medios, su parentesco con ellos y con el dios al que eran sacrificados. Pero en épocas más antiguas no existía aún esta diferenciación entre sacrificios ordinarios y sacrificios «místicos». Todos los animales eran entonces sagrados y se hallaba prohibido comerlos, salvo en ocasiones solemnes y con la participación de la tribu entera. La muerte del animal era asimilada a la de un individuo de la tribu y había de ser realizada observando iguales precauciones y garantías contra todo reproche.
El aprovechamiento de animales domésticos y los progresos de la ganadería parecen haber traído consigo en todas partes el fin del totemismo puro de los tiempos primitivos. Pero las huellas del carácter sagrado de los animales domésticos que hallamos en la religiones «pastorales» evidencian el primitivo carácter totémico de los mismos. Muy avanzada ya la época clásica, prescribían algunos ritos que el sacrificador huyera una vez consumado el sacrificio como si hubiese de sustraerse a un castigo. En Grecia se hallaba muy difundida la creencia de que el sacrificio de un buey constituía un verdadero crimen, y ciertas fiestas atenienses -las bouphonias-, en las que se sacrificaban animales de esta especie, eran seguidas de un verdadero proceso, sometiéndose a interrogatorio a todos los partícipes, los cuales se manifestaban de acuerdo en echar la culpa al cuchillo, que era arrojado al mar.
A pesar del temor que protegía la vida del animal sagrado, como si fuese un miembro de la tribu, se imponía de cuando en cuando la necesidad de sacrificarlo solemnemente en presencia de toda la comunidad y distribuir su carne y su sangre entre los miembros de la tribu. El motivo que dictaba estos actos nos revela el sentido más profundo del sacrificio. Sabemos que en épocas posteriores toda comida hecha en común y toda participación en la misma sustancia creaban, al penetrar en los cuerpos, un lazo sagrado entre los comensales; pero en tiempos más remotos no era atribuida esta significación sino a la consumición en común de la carne del animal sagrado. El misterio sagrado de la muerte del animal se justifica por el hecho de que solamente con ella puede establecerse el lazo que une a los partícipes entre sí y con su dios.
Este lazo no es otro que la vida misma del animal sacrificado, la vida que reside en su carne y en su sangre y se comunica por medio de la comida de sacrificio a todos aquellos que en ellos toman parte. Esta representación continúa constituyendo la base de todos los pactos de sangre hasta épocas bastante recientes. La concepción eminentemente realista de la comunidad de sangre como una identidad de sustancia explica por qué se juzgaba necesario renovar de cuando en cuando esta identidad por el procedimiento puramente físico de la comida de sacrificio.
Interrumpimos aquí la comunicación del razonamiento de Robertson Smith para resumir lo más brevemente posible su sustancia y su nódulo. Con el nacimiento de la idea de la propiedad privada fue concebido el sacrificio como un don hecho a la divinidad, como la transferencia a ésta de una parte de la propiedad del hombre. Pero esta interpretación no explica todas las particularidades del ritual del sacrificio. En los tiempos más remotos poseía el animal del sacrificio por sí mismo un carácter sagrado. Su vida era intangible y no podía ser despojado de ella sino con la participación y bajo la responsabilidad de toda la tribu en presencia del dios, con objeto de conseguir la sustancia sagrada, cuya absorción había de reforzar la identidad material de los miembros de la tribu entre sí y con la divinidad. El sacrificio era un sacramento; la víctima, un miembro del clan, y, en realidad, el antiguo animal totémico el mismo dios primitivo, cuyo sacrificio y absorción reforzaban la identidad de los miembros de la tribu con la divinidad.
De este análisis del sacrificio dedujo Robertson Smith que la muerte y absorción periódicas del tótem en las épocas que precedieron al culto de divinidades antropomórficas constituían un importantísimo elemento de la religión totémica. El ceremonial de una comida totémica de este género se halla, a su juicio, detallado en una descripción de un sacrificio de época posterior. San Nilo habla del rito seguido en sus sacrificios por los beduinos del desierto de Sinaí a finales del siglo IV de nuestra era. La víctima, un camello, era colocada sobre un grosero altar de piedra, y el jefe de la tribu, después de hacer dar a los asistentes tres vueltas en derredor del ara entonando cánticos rituales, le infería la primera herida y bebía con avidez la sangre que de ella manaba. A continuación se arrojaba la tribu entera sobre el animal, y cada uno cortaba con su espada un pedazo de la carne aún palpitante, consumiéndolo en el acto. Tan rápidamente sucedía todo ello, que en el breve intervalo entre la salida de la estrella matutina, a la cual era ofrecido el sacrificio, y el momento en que dicho astro comenzaba a palidecer ante los rayos del sol naciente, desaparecía por completo el animal sacrificado hasta el punto de no quedar de él ni carne, ni huesos, ni piel, ni entrañas. Este rito bárbaro que, según todas las probabilidades, se remonta a una época muy antigua, no era, como parecen demostrarlo otros testimonios, una costumbre aislada, sino la forma primitiva general del sacrificio totémico, sometida luego, en el curso de los tiempos, a las más diversas atenuaciones.
Muchos autores han rehusado adscribir a la concepción de la comida totémica importancia alguna, alegando que no resulta confirmada por la observación directa de pueblos en plena fase totémica. Pero Robertson ha citado varios casos en los que la significación sacramental del sacrificio parece indudable, como, por ejemplo, los sacrificios humanos en los aztecas y otros, que recuerdan las condiciones de la comida totémica, tales como los sacrificios de osos en la tribu de los osos de los ouataouak de América o las fiestas de osos entre los ainos del Japón.
Frazer relata detalladamente estos casos y otros análogos en las dos partes últimamente publicadas de su gran obra. Una tribu india de California, que adora a una gran ave de presa (el cóndor), mata todos los años en el curso de una solemne ceremonia un individuo de esta especie, después de lo cual es llorada la víctima y conservada su piel y sus plumas. Los indios zuni de Nuevo Méjico proceden del mismo modo con su tortuga sagrada.
En la ceremonia intichiuma de las tribus de Australia Central se ha observado una particularidad que confirma las hipótesis de Robertson Smith. Toda tribu que recurre a procedimientos mágicos para garantizar la multiplicación de su tótem, del cual no tiene, sin embargo, el derecho de gustar por sí sola, es obligada en el curso de la ceremonia a absorber un pedazo de su tótem antes que las demás tribus puedan tocar en él. El más interesante ejemplo de ingestión sacramental de un tótem intangible en circunstancias ordinarias, nos es proporcionado según Frazer, por los beni del África Occidental y se enlaza al ceremonial de inhumación existente en estas tribus.
Por nuestra parte, nos agregamos a la opinión de Robertson Smith, según la cual la muerte sacramental y la consumición en común del animal totémico, intangible en tiempo normal, deben ser consideradas como caracteres importantísimos de la religión totémica.
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